El estado de la cuestión: la creación literaria (en Cuenca) en el inicio del siglo XXI
Introducción
Hablar de la creación literaria “conquense” de los últimos años comporta no pocos riesgos. En primer lugar, porque pretender analizar “lo último” con un mínimo de rigor es harto difícil, por cuanto hablamos de obras en marcha, en absoluto acabadas, y nos falta la necesaria perspectiva para situar en el tiempo lo que todavía intuimos vivo y en proceso de evolución. Y en segundo lugar porque tal y como funcionan hoy las cosas en el mundo editorial (donde se cuentan por miles el número de títulos publicados en un solo mes) se nos antoja imposible estar al día en lo que a lecturas se refiere: por muchas vidas que uno viviera no alcanzaría sino a hojear esa ingente cantidad de papel que se acumula en los expositores de cualquier librería. Si he aceptado, no obstante, el reto de redactar algo que pudiera entenderse como una ponencia de este Congreso es porque, además de ser un temerario, no tengo absolutamente nada que perder en el envite. Quiero decir que ni soy un crítico, ni un erudito, ni un estudioso del fenómeno literario que arriesga su prestigio en un empeño poco menos que imposible.
Tampoco puedo dictar estas líneas como parte interesada, como uno de esos presuntos creadores conquenses que, mal que bien, procuran dirimir su batalla con las palabras del mejor modo que Dios les da a entender, ya sea en prosa, ya en verso, porque nada es más refractario a la pura creación que el circunloquio teórico: donde aquella pone una metáfora, una imagen o un giro brillante e inesperado, éste da vueltas sobre su propio ombligo y gasta las palabras y las enreda en su retórica. Así pues, vengo como un simple lector, con todas las limitaciones que antes apuntaba pero, en cualquier caso, como un lector atento e impenitente; y sobre todo, como un observador, como un mirón que en sus paseos por la ciudad (sean éstos los puramente físicos o los literarios) procura andar con los sentidos en vilo, por ver lo que se cuece en los tórculos donde se estampa (donde se estrella, dirían algunos) el arte.
Pretendo trazar, por tanto, no un exhaustivo recorrido por el más reciente quehacer de nuestros autores, sino una panorámica general, lo más abarcadora posible, donde quepan (quepamos) todos los de fuera y los de dentro, los buenos escritores y los regulares, los que me gustan más, los que me gustan menos y los que no me gustan nada. Una panorámica general, por cierto, poco complaciente, porque estoy convencido de que si para algo ha de servir un Congreso como el nuestro, es para provocar un cierto debate de las ideas o, cuando menos, un diálogo entre escritores, o una discusión si acaso, entendida esta en su acepción más noble: el examen minucioso del asunto que nos ocupa, que en este caso no es otro que el del estado de la creación literaria en Cuenca en el momento actual.
Como en cualquier otra ciudad, en Cuenca conviven, publicando hoy por hoy, varias generaciones de escritores de la más diversa especie e invención y, a tenor de las nóminas que uno maneja, en cantidad nada desdeñable. Otra cosa es juzgar el valor de unos escritores y el de otros o, mejor, el de sus libros, porque resulta evidente que no todos los papeles que se dan a la imprenta tienen el mismo interés. Junto a algunos poetas de cuerpo entero, cuyas obras no dudaría en situar entre las mejores de las que se escriben hoy en España, hay en Cuenca demasiados verseros de ocasión que desconocen las más elementales reglas de la composición poética; junto a narradores de la mejor ley, prosistas mínimos que no hilvanan dos párrafos seguidos sin que se les desmorone la historia que se traen entre manos como un calcetín mal zurcido.
Nada, por otra parte, que no ocurra en cualquier otro lugar de nuestra geografía, pero que viene a marcar la diferencia entre el escribidor interino o de secano y el autor que, con paciencia y esmero, hace del menester de la palabra su razón de ser, ya que no su oficio.
Y es que debemos admitir que los escritores conquenses (por algo será) tenemos una escasísima presencia entre los escritores que cuentan no ya en el ámbito nacional, sino en el meramente regional. Si analizamos, por ejemplo, las recientes y muy pobladas antologías de poetas y narradores castellano-manchegos nacidos desde el final de la guerra civil (debidas ambas a la editora de la Junta de Comunidades y aparecidas en librerías recientemente) observaremos con pesar que si en la de poetas nuestra representación podría calificarse de discreta: diez nombres entre conquenses y “enconquesados”, en la de narradores nuestra presencia es poco menos que testimonial: sólo tres. Se podrá alegar en nuestra defensa que toda antología es un siniestro juego de exclusiones y que, en consecuencia, ahí no están todos los que son (y es cierto); se podrá argüir que el de las letras (como el del arte en general) es un universo cainita, una oscura batalla de contrarios que pugnan por imponer las “tendencias” que, mal que nos pese, acaban configurándose como las dominantes, de manera que todo lo que no caiga dentro de su ámbito, no existe (también es cierto); podrá objetarse, en fin, que los escritores somos gentes vanidosas y de mal vivir, que cuando no andamos a la greña, la emprendemos a codazos o a dentelladas por alcanzar, cada cual, su minutito de gloria, como si el arte fuese una cuestión de dominio. Y bien, habiendo algo (o mucho) de verdad en todo esto, no es por ello menos verdad en cualquiera otra provincia de nuestro entorno. Luego aquí hay algo más. O más propiamente, algo menos.
Pero vayamos por partes.
La poesía
I. Los veteranos
Si, como decía hace un momento, en Cuenca (y alrededores) conviven varias generaciones de escritores en activo, justo es empezar por los “veteranos”. Por ordenar de algún modo mi discurso, incluiré en este grupo –en lo tocante a la poesía a un heterogéneo número de poetas cuya obra, reconocible y reconocida en muy diversas medidas, sigue dando sus frutos más acabados aún hoy. Excluyo a los que, desgraciadamente, ya han muerto porque el objeto de esta charla, como queda dicho, es sugerir una ruta por el aquí y el ahora de nuestra realidad literaria.
Desde Eduardo de la Rica (sin duda, el decano de nuestras tan traídas y llevadas letras conquenses) hasta Diego Jesús Jiménez (hoy por hoy, el poeta conquense que goza de un mayor reconocimiento literario fuera de nuestras reducidas fronteras provinciales), en Cuenca se suceden, con mayor o menor fortuna, todas las estéticas que han recorrido el pasado siglo en España, de norte a sur, desde aquella malbaratada generación del 36 que nuestra absurda guerra partió en dos mitades, cercenando con ello la voz de sus más preclaros representantes, hasta la promoción poética del 50, en plena vigencia hoy día no ya por la obra, extraordinariamente lograda, de sus más altos representantes (Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Ángel González o José Ángel Valente, pongamos por caso) sino por la influencia que su
poesía ha tenido en los sucesivos grupos de poetas posteriores; pasando, claro está, por la promoción del 60 (con su profundo intento de renovación del lenguaje), los novísimos y aún sus epígonos culturalistas o venecianos.
Soy consciente de que no puede meterse en un mismo saco a Eduardo de la Rica, Rafael Alfaro, Elvira Daudet, Florencio Martínez Ruiz, Enrique Domínguez Millán, Adelaida Las Santas, Meliano Peraile y Diego Jesús Jiménez, porque ni en obra, ni en trayectoria, ni en intención son comparables unos a otros. Mucho menos en edad. Si me permito agruparlos bajo este epígrafe, un poco turulato, de “los veteranos” es por sistematizar de algún modo mi intervención y por intentar que no resulte del todo empalagosa: andar ordenando a tan variopinto grupo según las clasificaciones más o menos académicas al uso sería, además de innecesario, largo y fatigoso. Y del todo inútil. Baste saber que todos ellos siguen felizmente en activo como poetas y que, lejos de haber dado por concluida su obra, en los últimos años nos han ofrecido algunos de sus mejores poemarios.
Veamos: Eduardo de la Rica, poeta de verso sobrio y aquilatado, de expresión honda y medida, después de ofrecernos en 1991 sus Signos de lo real y surreal, que venía a ser una puesta al día (seleccionada) de su obra anterior, nos ofrecía en 1997 uno de sus libros más hermosos: Tiempos y aire de Cuenca. Sospecho que, a pesar de lo avanzada de su edad, don Eduardo aún guardará en su chistera un buen número de poemas por dar a la imprenta, para sorprender al nuevo milenio. Ojalá sea así.
Cuenca, además de por su poesía, tiene con Eduardo de la Rica una gran deuda como impulsor de una de las etapas más inquietas, creativamente hablando, de cuantas se han conocido en esta ciudad. Me refiero a los años 50 y 60, naturalmente.
De Rafael Alfaro, poeta de estirpe clásica, buen sonetista de verbo austero y decir pausado, puede afirmarse que es, quizá, nuestro poeta más prolífico: desde los años sesenta hasta, digamos, su poemario Apuntes de Alarcón, publicado en Cuenca hace poco más de un año, Rafael Alfaro ha encadenado, con aparente facilidad, un libro tras otro, convirtiéndose (probablemente también) pero de hecho, en el poeta más laureado de estas tierras, a tenor de la lista de premios que jalonan su carrera. Elvira Daudet es, sin duda, una de nuestras poetas más apreciadas; su poesía, vigorosa y sensible a un mismo tiempo, nos ha ido dando sus medidos frutos desde finales de los años 50, sin prisas; ahí está El don desapacible, poemario de 1994, o su más reciente Terrenal y marina, un libro que ahonda –y hasta se abisma- en el dolor para configurarse finalmente como un conmovedor canto a la vida. De Florencio Martínez Ruiz, Enrique Domínguez Millán y Adelaida Las Santas, baste anotar que si bien como poetas (en cuanto a papel impreso en formato libro se refiere) se han prodigado poco, su influencia en el devenir cultural de esta ciudad es innegable y su tremenda actividad en periódicos, revistas, recitales, etc., suple con crecer esta (más aparente que real) carencia bibliopoética. No debo pasar, a pesar de lo dicho, el libro Poemas de la sinceridad, publicado en 1997 por Adelaida las Santas, ni tampoco una antología de ultimísimo hora: Poetas conquenses de la generación del 50. Los niños de la guerra, preparada por Florencio Martínez Ruiz y donde, además de la obra del propio antólogo, aparece la de Acacia Uceta, Luis Rius, Elvira Daudet y Juan Peñalver.
Indudablemente, las producciones literarias de Raúl Torres y de Meliano Peraile se han orientado, fundamentalmente, hacia la prosa, si bien en sus comienzos ambos escritores alternaban poesía y prosa con idéntica dedicación. Raúl Torres ha publicado, no obstante, en los últimos tres años, dos libros de poemas, a saber: una antología titulada Poemas de El Molino de Papel, e Invitación al vacío (del año 2001). En cuanto a Meliano Peraile, debemos saludar (casi como un acontecimiento, por lo que supone de vuelta al origen) la presentación de su esperado poemario Apartado mas no ausente, de tan nueva publicación que todavía no hemos podido leer pero que, por lo que sabemos, tras largo, muy largo silencio, habrá de recoger buena parte de su quehacer poético durante los últimos treinta años.
Lo que pueda decir de Diego Jesús Jiménez pecará de parcial, desde luego de subjetivo, e incluso de interesado, por maestro, por admirado y por amigo (es lo que tiene no ser un crítico imparcial o un sesudo estudioso, que nunca deben permitirse estas licencias), de modo que aún mereciendo un espacio destacado en esta intervención, seré breve. Se convendrá conmigo que Diego Jesús, andando el tiempo y por derecho propio, se ha convertido en una de las figuras señeras de la poesía española del último tercio del siglo XX, y se convendrá también que esto no puede ser casual. Desde sus brillantes inicios poéticos en los primeros 60, Diego Jesús Jiménez ha ido componiendo paso a paso, lentamente, una poesía honda, medida y meditada, muy personal, que fía -como no podría ser de otro modo- en el cuidado del lenguaje y en el ritmo, su capacidad de emoción y su sentido. Destacar que los años 90, tras la aparición de Bajorrelieve y de Itinerario para naúfragos, han supuesto la consagración definitiva del poeta (ambos libros han merecido recientemente una edición crítica en la muy prestigiosa colección “Letras Hispánicas” de la editorial Cátedra), por no mencionar su Premio de la Crítica o el Nacional de Literatura (por partida doble), lo que lo convierte -con permiso de Federico Muelas- y pese a quien pese, en el más importante poeta conquense del siglo. Recientemente ha aparecido una antología, Iluminación de los sentidos que, al cuidado de Manuel Rico, selecciona lo mejor de su obra poética.
II. Los 70. La ruptura formal
De los poetas que comienzan su singladura editorial en los años 70, muchos y, en general, muy activos hasta el día de hoy, conviene señalar su capacidad de ruptura, su intento, muy serio en algunos casos, por abrir nuevos caminos para la expresión poética y su esfuerzo por provocar una cierta efervescencia cultural (son causa y efecto de esa efervescencia) que llevó a la Cuenca de aquellos años a vivir una de sus más inquietas e interesantes épocas, en lo que al mundo del arte (en general) y de las letras (en particular) se refiere. Evidentemente, no todo fue bueno y, de hecho, si pusiéramos en una balanza los logros y los fiascos, lo más probable es que pesasen mucho más los proyectos fallidos que los acabados (excuso referirme siquiera a las tomaduras de pelo, que también las hubo, y en abundancia). No podía ser de otro modo, pues si los experimentos, por lo común, deben hacerse con gaseosa, en un momento como aquel, en el que todo el país parecía optar por la revolución de las formas, por la libertad absoluta y sin cortapisas -consecuencia natural de la ruptura social con el pasado, que ya se vaticinaba- muchas de estas propuestas debían estar abocadas, irremediablemente, a un callejón sin salida. Sin embargo, desbrozando la paja del grano, hemos de reconocer que algunas de aquellas iniciativas, aún sin cerrar hoy, siguen siendo válidas o, al menos, transitables y, a poco que leamos con atención la poesía posterior, podemos rastrear sus influencias.
En aquel tiempo dan sus primeros libros a la imprenta poetas como José María Abellán, que en la actualidad parece sumido en un particular mundo poético que pasa, libro tras libro, por descifrar en término estrictamente literarios, el mito de Cuenca: ahí están, por ejemplo, El mito de la fe (de 1994), El mito encantado (de 1997) o el más reciente Cuenca, la razón del mito (de 2001). Otros, como Pedro Cerrillo, Antonio Lázaro o Francisco J. Page, tras unos prometedores inicios, parecen renunciar a la poesía (o, al menos, a publicarla) quizá porque sus -digámoslo así- carreras literarias les llevan por otros caminos, ya sea el de la investigación, el ensayo o la narrativa. De Antonio Gómez, Jesús Antonio Rojas y Enrique Trigal debo decir que quizá, de los poetas de este grupo, son los que con más ahínco han persistido en el camino de la renovación, en el caso de Antonio Gómez, por ejemplo, demostrando una permanente capacidad creativa -desde su residencia extremeña- que no ceja en su indagación en la poesía experimental: ahí están sus poemas visuales o sus libros objeto: todo un nuevo (por más que viejo) soplo de aire fresco. Debo anotar también los nombres de Pedro Gandía Buleo, José Luis Lucas y Pedro José Moreno, radicalmente diferentes entre sí (y entre todos) que persisten en su ideario poético y que, en el caso de Pedro José Moreno (poeta quizá poco y mal conocido en nuestra ciudad, pues toda su carrera se ha desarrollado fuera) se muestra singularmente activo en los últimos años, lo que ha propiciado que uno de sus más recientes poemarios, Ebrio de luz, haya sido finalista del Premio de la Crítica valenciana.
De José Ángel García y José Luis Jover debería decir muy poco, por amigos también, y por pudor, pero por otra parte, obviarlos sería tanto como renunciar a dos de los poetas más conocidos y reconocidos de esta Cuenca de nuestros pesares. José Ángel, aunque en los últimos años haya vuelto por donde solía -quiero decir que ha vuelto a escribir relatos con regularidad- sigue poseyendo una de las voces poéticas más personales de cuantas venimos comentando. A su estilo barroco, inquieto, muy vivo y en permanente evolución, le debemos en los últimos años uno de sus libros más logrados, Borrador de tránsitos y una deliciosa plaquette, El día que todas las mujeres del mundo me desearon, un rotundo éxito editorial (y también de crítica) si es que puede hablarse de grandes éxitos en poesía, lo cual dudo mucho, teniendo en cuenta las tiradas mínimas –cuando no casi secretas- que de los libros de versos suelen hacerse. Con José Luis Jover pasa (aunque sus trayectorias poco o nada tengan que ver entre sí) como con Diego Jesús Jiménez. Quiero decir que su poesía, depuradísima, brillante, coherente en sus propuestas y en su resolución, ha saltado con creces los estrechos límites provinciales y se configura como una de las más importantes de las compuestas en España en -digamos- los últimos veinticinco años.
En los 90 ha dado a la imprenta dos de sus libros más depurados, A esta baraja le faltan corazones y Sólo tienes que pensarlo. Hace apenas un año publicó una antología en la que recoge una selección de su poesía anterior.
III. Los 80. La generación fantasma
Un caso singular es el de los poetas conquenses de la promoción del ochenta, de la mal llamada “generación fin de siglo”, por utilizar una de las expresiones más difundidas en el ámbito de las letras españolas. Me refiero, claro está, a esa serie de letraheridos que publican sus primeros poemas en torno al año 80, a ese grupo de coetáneos de Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Blanca Andreu, Juan Carlos Mestre, Vicente Gallego, Miguel Ángel Velasco, Carlos Marzal y un largo etcétera con cuya nómina completa no voy a fatigarles, porque los conocen de sobra, entre otras cosas porque es la promoción de poetas que en la actualidad cuenta con mayor predicamento y una de las que, sin duda, se encuentran mejor asentadas en el panorama de nuestra maltratada (y no siempre bien entendida) poesía. Es lógico, independientemente de tendencias y gustos personales, hablamos de una generación que ha alcanzado su mayoría de edad literaria y que disfruta, quizá, del momento más fecundo y maduro en su actividad creativa.
Pues bien, a este grupo pertenecen, entre otros, tanto por fecha de nacimiento como por tiempo de publicación de sus primeros versos, los poetas conquenses Amós Belinchón, Santiago Catalá, Salvador F. Cava, Leopoldo Cerezuela, Alejandro Dolz, Gustavo Raúl de las Heras, Juan Ramón Mansilla, Carlos Morales, Pilar Narbón, Miguel Ángel Ortega, Juan Carlos Valera o este ponente que les habla. Un nutrido grupo que saltó a la palestra recién iniciada la década del 80. en un buen número de casos (la mayoría) de la mano de Pedro Cerrillo que en la revista Olcades (cuyo editor y director era José Luis Muñoz) alimentó su sección “Voces Nuevas” con los poemas de aquella panda de veinteañeros que venían a comerse el mundo a versos, unos versos todavía deudores, en gran medida, del acné y la ignorancia, pero también de la ilusión y de unas ganas locas por beberse en un mismo trago tradición y vanguardia, y aprender. Poetas que, en muchos casos, vieron publicado su primer libro de poemas en las prensas de la vieja editorial El Toro de Barro, por entonces aún dirigida por Carlos de la Rica, pero que, en el a menudo proceloso universo de las letras, se vieron enseguida varados en la playa del olvido -discúlpeseme la cursilada-. Y es que, aquella promoción de poetas, que apuntaba como una de las más interesantes de las aparecidas en Cuenca hasta el momento, se convirtió de la noche a la mañana, casi sin transición ninguna, en una “generación fantasma”. No me interpreten mal. No trato de acuñar una expresión chusca, más o menos graciosa o desafortunada, con la que adjetivar mi discurso que, por otro lado e ironías al margen, se pretende coherente. La llamo (nos llamo) la generación fantasma porque no se me ocurre imagen más precisa para definir la trayectoria literaria de la mayoría de sus miembros y para expresar esa singularidad a la que antes me refería. Veamos: La práctica totalidad de estos poetas publica su primer libro al inicio de la década y en poquísimos años abandona la escena literaria -entiéndase, la escena editorial-. Si echásemos mano de una virtual Historia de las letras conquenses, comprobaríamos que probablemente nunca antes se había dado un caso semejante: una generación que irrumpe -y con relativa fuerza- en el panorama de la poesía de una concreta época y que, apenas emitidos sus primeros balbuceos versiculares, desaparece en bloque por el foro sin casi dejar rastro alguno, en el mejor de los casos durante toda una década, en los casos preocupantes durante quince o veinte años y en extremos hasta nunca, o sea, hasta hoy (cual ocurre como Miguel Ángel Ortega, Gustavo Raúl de las Heras y Santiago Catalá). La consecuencia de todo ello acaso no la sepamos nunca, aunque queda la sensación agridulde que deja aquello que quizá pudo ser y no fue, porque lo que es innegable es que después de ese tiempo vacío permanece el regusto de una cierta ausencia y el rescoldo de una duda, como si nos hubiésemos perdido algo: mientras los colegas de promoción de otras latitudes iban creciendo verso a verso, aclarando su voz y haciéndola reconocible entre el murmullo de las otras voces, la verdad es que aquí permanecíamos en silencio; mientras los demás, poetas andaluces, madrileños o leoneses -pongamos por caso- se “situaban” entre las voces que “cuentan” en este país, nosotros perdíamos todos los trenes, o los mirábamos pasar o, a lo sumo, nos enganchábamos al furgón de cola, aquel en el que se amontonan los paquetes, las sacas y los bultos sospechosos.
No obstante lo dicho hasta ahora, y dando una vuelta de tuerca más a la singularidad de esta promoción de poetas conquenses, lo cierto y verdad es que de unos años a esta parte, es decir, los que median entre los últimos del pasado siglo y los escasos que llevamos contados del nuevo milenio, lo cierto, digo, es que casi en bloque, tal y como desaparecieran dos décadas atrás, han resurgido de sus propias cenizas, convirtiéndose en un grupo muy activo y dando acaso lo mejor de su producción poética hasta la fecha. Pondré algunos ejemplos (solo algunos, para no aburrir demasiado). Alejandro Dolz, desde el 94, enhebra toda una serie de títulos, entre los que se encuentran sus poemarios más logrados, desde Un instante de luz y tristeza o Sangre en el asfalto, hasta el más reciente El faro de cera. Poemas de luna y sal. Carlos Morales, ya iniciado el nuevo siglo, da a la imprenta El Libro del Santo Lapicero y la plaquette Un rastro en el jardín, que incluso cuenta con una traducción al italiano publicada en las ediciones de “La nuove muse”. Juan Ramón Mansilla se decide a dar el salto definitivo y publica por partida doble: Los días rotos, en el año 2000 y El rostro de Jano, en el 2001. Pilar Narbón, tras prolongado silencio, publica el que hasta ahora es su mejor conjunto de poemas, El veneno de las rosas.
Juan Carlos Valera, en la década de los noventa alumbra, que sepamos, al menos tres obras. Respecto a los autores de (permítaseme la expresión) la orilla valenciana, como Amós Belinchón y Salvador F. Cava, lo mejor que puede decirse es que siempre se han revelado como los más inquietos del grupo y lejos de abandonar su actividad creativa, han ido dado a la imprenta con regularidad sus títulos, muy apreciables, por cierto. Respecto a mi propia obra, evitaré autocitarme. Lo que se pone de manifieto con todo esto es que los poetas del 80 no están, a lo que parece, tan muertos como se pensaba; no está dicha todavía, ni mucho menos, la última palabra. Tal vez aquel silencio ocasional no resultara a la postre del todo baldío. Si miramos el catálogo de libros de poesía publicados en -digamos- los últimos siete u ocho años, comprobaremos que una buena parte de títulos los acaparan estos poetas.
Intencionadamente he evitado mencionar hasta ahora a Amparo Ruiz Luján porque, aunque por edad pertenece a la generación de la que acabo de ocuparme, por las fechas en que se da a conocer y publica sus primeros libros habría que situarla en la estela de los poetas de la poesía última o quizá, más acertadamente, entre las estéticas de unos y otros. De lo que no cabe duda es de que en este poco tiempo, Amparo Ruiz se ha colocado en primera línea entre los poetas de Cuenca, que goza del favor de unos lectores fieles y de una crítica, en general, favorable y que su razón poética hay que buscarla en dos poemarios con títulos de resonancia mítica: Intenciones de Antífona (de 1999) y El brocal de Sémele (de 2001).
IV. Los 90. La poesía última
Si al grupo de poetas conquenses de los 80 lo he definido como el de la “generación fantasma”, siendo consecuente a los poetas de las últimas promociones, es decir, a los del 90, tendré que tildarlos de “inexistentes”. El caso de la poesía última en Cuenca -y con ello me refiero a los poetas más jóvenes, a los que se dan a conocer y publican sus primeros poemarios ya entrada la década final del pasado siglo- podría calificarse, si no de dramático, al menos sí de muy preocupante. Mientras por el resto del país comienzan a sonar con insistencia los nombres de toda una nueva hornada de poetas que, desde las más variadas estéticas, pugnan por hacerse un hueco entre sus predecesores, en Cuenca parece no haber llegado onda alguna (o casi) de sus propuestas. Hablo ahora, evidentemente, de ese ultimísimo y ecléctico grupo que, sin apenas haber iniciado sus primeros escarceos literarios, ya ha sido bendecido por los antólogos de guardia de nuestro suelo patrio. A saber: José Luis García Martín en su libro La generación del 99, Luis Antonio de Villena en su antología 10 menos 30, Isla Correyero haciendo lo propio con sus Feroces, o nuestro muy estimado Manuel Rico con su Pasar la página: poetas para el nuevo milenio, tal vez, de todas las antologías citadas, la menos tendenciosa, por plural y diversa.
¿Cómo es posible que en Cuenca, desde los años ochenta, pueda contarse con los dedos de las manos (y nos sobran dedos) el número de poetas surgidos a la sombra de las nuevas tendencias? ¿Dónde habría que buscar la causa de tan exigua nómina? ¿Falta de talento? ¿De afición? ¿De medios donde expresar su arte? ¿De espacios y de promoción? ¿O es, sencillamente, que los más jóvenes han desertado del oficio y han decidido dedicarse a tareas de mayor provecho? Y eso que nos encontramos en una ciudad (o mejor, en una provincia) que, según el tópico más tontorro y la propaganda institucionalizada al uso, se proclama como tierra de poetas… En fin.
En lo que respecta a este grupo de escritores habré de ser, pues, necesariamente breve, y no por voluntad propia, sino por falta de materia prima; porque la verdad última es que en Cuenca no hay “última poesía”, o anda escondida, o no se la ve, que para el caso es lo mismo. Aunque, por supuesto, no existe norma sin excepción, así que, dicho lo que antecede, debo de inmediato anotar el nombre de un poeta conquense que sí pertenece a esta generación y que sí es dueño ya de una obra notable e intensa que, por méritos propios, figura entre las más destacadas de estos años. Me refiero -ya lo habrán supuesto- a Ángel Luis Luján. Tras su primer poemario de 1992, Inútiles lamentos (y otros poemas), Ángel Luis Luján entra con paso firme en el “mundillo” de la poesía española actual, al obtener en 1996 un accésit del decano de los premios de poesía, el célebre Adonais por su libro Dias débiles. De entonces acá ha publicado tres poemarios más: El silencio del mar (1997), Allí (1999) y Experimentos bajo Saturno (2001).
Aparte del caso de Ángel Luis Luján, apenas he podido rastrear en tres títulos más de otros poetas a los que cabría incluir en esta promoción: la Joven antología nazarena y Los cuadernos de Morgana, libros colectivos debidos a David Prieto Jiménez, José Francisco Martínez Zamora, Gustavo Villalba, Javier Pelayo y Jesús Calleja Atienza, y Sin vosotros, poemario de 1994 de Ana del Pozo.
Cabe objetar, y son sin razón, que si es poco lo que aporta esta generación de poetas (al menos, cuantitativamente hablando), ello es debido a que se trata, precisamente, de lo último de lo último, es decir, de unas poéticas todavía en ciernes (cuando aún no ocultas) y que, en consecuencia, no habrán de dar la medida de todas sus posibilidades sino dentro de unos años. El tiempo dirá.
La narrativa
Hace ahora cinco años, en octubre de 1998 y con ocasión de este mismo Congreso de Escritores (en su primera edición), José Ángel García dictaba una conferencia en la que intentaba dar cuenta, a su particularísima manera, de la situación de la narrativa conquense en el ámbito general de nuestras letras. Y las conclusiones a las que llegaba al respecto eran devastadoras. Por simplificar y resumiendo, podrían extractarse así: 1º) En Cuenca no hay prácticamente tradición narrativa alguna. 2º) En Cuenca la narrativa se practica poco y, por lo común, es de poca monta. 3º) Si la narrativa, en general, es escasa, la novela, en particular, brilla por su ausencia. 4º) No parece ser que Cuenca, como tema narrativo, interese mucho a nuestros escritores (al contrario que en poesía, donde se la canta -incluso desafinando- hasta el empacho. Y 5º) Acusaba, se acusaba, nos acusaba a los escritores conquenses de una cierta cobardía -de claras connotaciones provincianas- por no ser capaces de contar -y contar bien- nuestra realidad más inmediata. Naturalmente, no he citado a José Ángel de forma literal, así que me puede acusar de manipular sus palabra con toda tranquilidad, porque lo que pretendo es traerlas a mi terreno para decir que hoy, básicamente, andamos en las mismas. Sin ser tremendos: algo se ha avanzado y lo que es más importante, se apuntan indicios esperanzadores de que para el género narrativo las cosas pudieran estar cambiando, pero sería insensato echar las campanas al vuelo todavía, tratándose únicamente de indicios.
Cabe preguntarse por qué la supuesta Cuenca de los poetas (que tampoco hay para tanto) no lo es también la de los prosistas, si precedentes hay en mil y un pueblos y ciudades “pequeñas” de excelentes narradores, lugares que son, en cualquier caso, tan provinciales o provincianos como el nuestro y tan ninguneados como los que más.
La respuesta admite divagaciones de todo tipo pero lo cierto y verdad es que si Cuenca si no cuenta con narradores de cierta proyección (fuera del mero ámbito regional o local) habrá de ser, simple y llanamente, porque no los tiene, o porque los pocos que tiene, o no han alcanzado con sus obras el nivel de calidad mínimo que a toda pieza artística se le supone, o no hemos sabido promocionarlas como es debido.
De todo hay un poco. Estoy generalizando, evidentemente, pero lo que está claro es que una tradición no se inventa y que el arte no sabe de filiaciones, ni de lugares de nacimiento, ni tampoco de números: se da cuando se da y donde se da sin porqué.
Puedo (y debo) apuntar de inmediato que, de entre nuestros autores, continúa escribiendo buenos cuentos un maestro del género: Meliano Peraile. Raúl Torres sigue en sus trece dando libros a la imprenta en constante labor, por ahondar en su propia voz, múltiple y dividida. Por su parte, Raúl del Pozo parece consolidarse como un novelista de éxito, como José Luis Coll lo hace a su modo, mientras Tomás F. Ruiz, Patricia Mateo, prácticamente unos recién llegados hace cinco o seis años, se instalan entre nuestros narradores, a lo que parece, con voluntad de quedarse. Antonio Lázaro, en fin, lejos de abandonar su carrera narrativa con la publicación de Sueños del bosque, inicial y prometedor libro de relatos del 86, en los últimos tres o cuatro años vuelve por sus fueros con su novela corta El balcón o con los cuentos agrupados bajo el título Los ruidos del jardín.
Pero con todo esto, no digo nada. Es decir, no aporto nada nuevo. Si la narrativa conquense de nuestro presente se agotase en estos pocos nombres que, equivocadamente o no, he traído a colación a mi charla como los más representativos, bastaría con poner el punto y final y a otra cosa.
Resulta, sin embargo, que en los últimos años se han incorporado al plantel de nuestros narradores un buen número de nombres que nos hacen concebir una cierta esperanza de futuro, o de continuidad, al menos. A las pruebas me remito (y citaré a voleo, un poco anárquicamente). Enrique Trigal, conocido hasta ahora como poeta, acaba de publicar, a finales de 2002, el libro de cuentos El catador de venenos.
Jesús de las Heras, ensayista y periodista de larga y brillante trayectoria, irrumpe en la novela, hace apenas un año, al obtener el premio “Alfonso VIII” de narrativa con su obra Silencio en Belvalle. José Ángel García, que no había transitado el género casi desde sus inicios en los lejanos 70, publica El regreso y otras historias de la Ciudad Encantada y, por lo que sabemos, es su declarada intención persistir en el empeño.
Javier Semprún, conocido hasta ayer mismo por su labor periodística, sorprende a propios y extraños con dos novelas publicadas de corrido: Los caballeros del rey sin nombre (en 1999) y El último sueño de Al’Andalus (en 2001). Pedro Gandía Buleo, dedicado básicamente a la poesía, publica en el 2000, en una colección de narrativa de Valencia, Burdel. Los casos de Miguel Ángel Ortega y Tomás Osorio cabría calificarlos de especiales, pues ambos dedican sus últimos esfuerzos a un género escasísimamente practicado entre nuestros escritores, la narración juvenil. Completos desconocidos hasta hace muy poco en el mundo de las letras, publican sus primeras novelas entre nosotros Julián Recuenco, Miguel Ángel de la Torre y Jesús C. Sanz Benito. Sin olvidar al ultimísimo Juan Ramón Fernández, que estos días presenta la novela histórica Quinto, su incursión inicial en las lides narrativas. Un listado, al fin, incompleto, al que aún podrían añadir algunos nombres, como los de Francisco Torrecilla del Olmo, Gonzalo Martínez Simarro, Miguel Romero o Juan Vicente Casas, entre otros, lo que pone de manifiesto que algo se mueve entre nuestros narradores.
Quizá, como decía antes, las cosas (cierto estado de cosas) estén cambiando. Es muy pronto para saberlo. Resulta imposible discernir todavía si entre las obras y autores aquí apuntados habrá mucho de ocasional o anecdótico o verdaderos arranques de largas carreras que el tiempo deberá situar en su lugar. Me gustaría que hubiese más de lo segundo que de lo primero. ¿Estaremos a punto de descubrir -por citar a dos autores cultivados en “provincias”- a nuestro Luis Mateo Díez o a nuestro Antonio Muñoz Molina conquense particular? Dios proveerá.
Críticos, editores, premios y demás fruslerías (Conclusión)
No quiero acabar mi intervención sin ocuparme, siquiera sea someramente, de la situación de la crítica, los premios, los medios de difusión, la edición, etc., sin cuyo concurso cualquier obra literaria está condenada al fracaso, pues no puede llegar a su destinatario natural, el lector. Pero como intuyo que si entrase a saco en tan espinosas materias esta charla se haría soporíferamente larga (ya lo es de por sí), utilizaré una figura literaria (por ahorrar palabras) para abordarlas, esta es: la pregunta o interrogación retórica, que no será tal porque no espere hallar contestación, sino porque en el mero hecho de formularla va implícita su respuesta. Se que echadno mano de este recurso incurro en contradicción, pues hace un momento afirmé que el arte es sin porqué, pero hace tiempo que me acostumbré a vivir con mis contradicciones. Así pues, ahí van, en batería y sin solución de continuidad, mis preguntas:
¿Existe la crítica literaria en Cuenca, quiero decir una crítica preparada, rigurosa, sistemática, ordenada, algo que no se limite a particulares y muy loables apuestas, como las que practican Florencio Martínez Ruiz y Ángel Luis Mota, pongo por caso, desde sus respectivas tribunas? ¿En los medios de comunicación conquenses se presta un mínimo de atención a la crítica? ¿Existen críticos siquiera, aparte de los mentados? De dentro hacia fuera, ¿llegan los libros de los literatos conquenses a manos de los críticos de los distintos medios del país? O dicho de otro modo, ¿ocupan algún lugar los libros de los autores conquenses en las secciones culturales o críticas de los cientos de periódicos y revistas (especializadas o no) que se difunden cada día por todo el país? ¿Cuántas revistas, que traten los asuntos de la creación literaria, se editan con regularidad hoy en Cuenca? ¿Cuántos periódicos tienen hoy secciones o, por lo menos, espacios mínimos dedicados a la literatura? ¿Y los libros? ¿Se promocionan los libros de los autores conquenses? ¿Se dan a conocer fuera? ¿Se han creado canales que permitan la libre circulación de los libros, más allá de nuestro estrechísimo ámbito o, una vez publicados, permanecen en pilar amarilleando en el almacén del editor, perdiendo con ello la ocasión de llegar a su potencial lector? ¿Se publica con verdadero criterio, se publica todo o, más sencillamente, lo que hay? ¿Hay estudiosos en Cuenca (y en consecuencia, estudios solventes) que aborden la historia de nuestras letras y de nuestros escritores? ¿Cuántas antologías de poetas y narradores conquenses conocemos? ¿Cuántos estudios críticos sobre la obra de los mismos? ¿Cuántos, si acaso, sobre las diversas tendencias, grupos literarios, etc.? ¿Sirven de algo los premios? ¿Hay premio sin polémica? ¿Se conceden, en Cuenca, premios literarios de importancia que sirvan para promocionar nuestra cultura, a nuestros autores o, al menos, que permitan el diálogo -literario- entre propios y foráneos? ¿Cuántos escritores conquenses publican en editoriales de gran difusión nacional, o de mediana? ¿Cuántos de los nombrados en esta ponencia -y somos un chorro- merecemos llamarnos escritores y, por ende, el regalo de ver publicadas nuestras palabras? ¿En nuestros centros de enseñanza, se estudia nuestra literatura? ¿Se conoce siquiera? ¿Se fomenta -un poco, solo un poco- su lectura? Pero tal vez exijo mucho -uno vive siempre equivocado- y todas las preguntas se resuman, al cabo, en la gran pregunta del clásico: ¿acaso hubo alguna vez once mil vírgenes? Disculpen la ironía, pero de lo que no me cabe duda es de que de la respuesta que obtengamos a estos interrogantes (y aún de otros muchos que me dejo en el tintero por falta de espacio u oportunidad) o, mejor, de la capacidad que tengamos para eliminar de nuestro panorama literario preguntas de este jaez, dependerán en buena medida los frutos futuros de nuestra poesía y narrativa. Aunque bien es cierto que, después de todo -de tanto y de tan poco- si hablamos de creación artística sobran los plurales, o sea, el “nos” y el “nuestro”, porque toda obra de arte que merezca el calificativo de tal nace de la más extrema soledad y del silencio más hondo, y nunca es producto de un deseo -por noble que éste sea- sino del esfuerzo y del talento.
Post scriptum: Haría mal si no dedicase unas últimas palabras o responso final al pariente más pobre de la familia de los “creadores literarios”, esto es, la escritura dramática, o sea, el teatro. Y digo que es nuestro pariente pobre, menesteroso incluso, porque si en tradición narrativa flojeamos bastante, lo de nuestro teatro es un mutis por el foro en toda regla desde tiempos inmemoriales. Si obviamos las ya antiguas y esporádicas incursiones en el género de Federico Muelas, Carlos de la Rica o Enrique Trigal, o las un poco más recientes de nuestros actores Teófilo Calle y Gerardo Malla, observaremos que, en lo tocante a escritura dramática (añádase también, si se quiere, el guión cinematográfico) Cuenca se asemeja, más que a otra cosa, a un escenario vacío. Y es que Cuenca, en El gran teatro del mundo, por más que tenga dedicada una de sus calles principales a Calderón de la Barca, no deja de ser un figurante. O un meritorio. O un secundario con frase. Y no es poco.
Francisco Mora
Introducción
Hablar de la creación literaria “conquense” de los últimos años comporta no pocos riesgos. En primer lugar, porque pretender analizar “lo último” con un mínimo de rigor es harto difícil, por cuanto hablamos de obras en marcha, en absoluto acabadas, y nos falta la necesaria perspectiva para situar en el tiempo lo que todavía intuimos vivo y en proceso de evolución. Y en segundo lugar porque tal y como funcionan hoy las cosas en el mundo editorial (donde se cuentan por miles el número de títulos publicados en un solo mes) se nos antoja imposible estar al día en lo que a lecturas se refiere: por muchas vidas que uno viviera no alcanzaría sino a hojear esa ingente cantidad de papel que se acumula en los expositores de cualquier librería. Si he aceptado, no obstante, el reto de redactar algo que pudiera entenderse como una ponencia de este Congreso es porque, además de ser un temerario, no tengo absolutamente nada que perder en el envite. Quiero decir que ni soy un crítico, ni un erudito, ni un estudioso del fenómeno literario que arriesga su prestigio en un empeño poco menos que imposible.
Tampoco puedo dictar estas líneas como parte interesada, como uno de esos presuntos creadores conquenses que, mal que bien, procuran dirimir su batalla con las palabras del mejor modo que Dios les da a entender, ya sea en prosa, ya en verso, porque nada es más refractario a la pura creación que el circunloquio teórico: donde aquella pone una metáfora, una imagen o un giro brillante e inesperado, éste da vueltas sobre su propio ombligo y gasta las palabras y las enreda en su retórica. Así pues, vengo como un simple lector, con todas las limitaciones que antes apuntaba pero, en cualquier caso, como un lector atento e impenitente; y sobre todo, como un observador, como un mirón que en sus paseos por la ciudad (sean éstos los puramente físicos o los literarios) procura andar con los sentidos en vilo, por ver lo que se cuece en los tórculos donde se estampa (donde se estrella, dirían algunos) el arte.
Pretendo trazar, por tanto, no un exhaustivo recorrido por el más reciente quehacer de nuestros autores, sino una panorámica general, lo más abarcadora posible, donde quepan (quepamos) todos los de fuera y los de dentro, los buenos escritores y los regulares, los que me gustan más, los que me gustan menos y los que no me gustan nada. Una panorámica general, por cierto, poco complaciente, porque estoy convencido de que si para algo ha de servir un Congreso como el nuestro, es para provocar un cierto debate de las ideas o, cuando menos, un diálogo entre escritores, o una discusión si acaso, entendida esta en su acepción más noble: el examen minucioso del asunto que nos ocupa, que en este caso no es otro que el del estado de la creación literaria en Cuenca en el momento actual.
Como en cualquier otra ciudad, en Cuenca conviven, publicando hoy por hoy, varias generaciones de escritores de la más diversa especie e invención y, a tenor de las nóminas que uno maneja, en cantidad nada desdeñable. Otra cosa es juzgar el valor de unos escritores y el de otros o, mejor, el de sus libros, porque resulta evidente que no todos los papeles que se dan a la imprenta tienen el mismo interés. Junto a algunos poetas de cuerpo entero, cuyas obras no dudaría en situar entre las mejores de las que se escriben hoy en España, hay en Cuenca demasiados verseros de ocasión que desconocen las más elementales reglas de la composición poética; junto a narradores de la mejor ley, prosistas mínimos que no hilvanan dos párrafos seguidos sin que se les desmorone la historia que se traen entre manos como un calcetín mal zurcido.
Nada, por otra parte, que no ocurra en cualquier otro lugar de nuestra geografía, pero que viene a marcar la diferencia entre el escribidor interino o de secano y el autor que, con paciencia y esmero, hace del menester de la palabra su razón de ser, ya que no su oficio.
Y es que debemos admitir que los escritores conquenses (por algo será) tenemos una escasísima presencia entre los escritores que cuentan no ya en el ámbito nacional, sino en el meramente regional. Si analizamos, por ejemplo, las recientes y muy pobladas antologías de poetas y narradores castellano-manchegos nacidos desde el final de la guerra civil (debidas ambas a la editora de la Junta de Comunidades y aparecidas en librerías recientemente) observaremos con pesar que si en la de poetas nuestra representación podría calificarse de discreta: diez nombres entre conquenses y “enconquesados”, en la de narradores nuestra presencia es poco menos que testimonial: sólo tres. Se podrá alegar en nuestra defensa que toda antología es un siniestro juego de exclusiones y que, en consecuencia, ahí no están todos los que son (y es cierto); se podrá argüir que el de las letras (como el del arte en general) es un universo cainita, una oscura batalla de contrarios que pugnan por imponer las “tendencias” que, mal que nos pese, acaban configurándose como las dominantes, de manera que todo lo que no caiga dentro de su ámbito, no existe (también es cierto); podrá objetarse, en fin, que los escritores somos gentes vanidosas y de mal vivir, que cuando no andamos a la greña, la emprendemos a codazos o a dentelladas por alcanzar, cada cual, su minutito de gloria, como si el arte fuese una cuestión de dominio. Y bien, habiendo algo (o mucho) de verdad en todo esto, no es por ello menos verdad en cualquiera otra provincia de nuestro entorno. Luego aquí hay algo más. O más propiamente, algo menos.
Pero vayamos por partes.
La poesía
I. Los veteranos
Si, como decía hace un momento, en Cuenca (y alrededores) conviven varias generaciones de escritores en activo, justo es empezar por los “veteranos”. Por ordenar de algún modo mi discurso, incluiré en este grupo –en lo tocante a la poesía a un heterogéneo número de poetas cuya obra, reconocible y reconocida en muy diversas medidas, sigue dando sus frutos más acabados aún hoy. Excluyo a los que, desgraciadamente, ya han muerto porque el objeto de esta charla, como queda dicho, es sugerir una ruta por el aquí y el ahora de nuestra realidad literaria.
Desde Eduardo de la Rica (sin duda, el decano de nuestras tan traídas y llevadas letras conquenses) hasta Diego Jesús Jiménez (hoy por hoy, el poeta conquense que goza de un mayor reconocimiento literario fuera de nuestras reducidas fronteras provinciales), en Cuenca se suceden, con mayor o menor fortuna, todas las estéticas que han recorrido el pasado siglo en España, de norte a sur, desde aquella malbaratada generación del 36 que nuestra absurda guerra partió en dos mitades, cercenando con ello la voz de sus más preclaros representantes, hasta la promoción poética del 50, en plena vigencia hoy día no ya por la obra, extraordinariamente lograda, de sus más altos representantes (Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Ángel González o José Ángel Valente, pongamos por caso) sino por la influencia que su
poesía ha tenido en los sucesivos grupos de poetas posteriores; pasando, claro está, por la promoción del 60 (con su profundo intento de renovación del lenguaje), los novísimos y aún sus epígonos culturalistas o venecianos.
Soy consciente de que no puede meterse en un mismo saco a Eduardo de la Rica, Rafael Alfaro, Elvira Daudet, Florencio Martínez Ruiz, Enrique Domínguez Millán, Adelaida Las Santas, Meliano Peraile y Diego Jesús Jiménez, porque ni en obra, ni en trayectoria, ni en intención son comparables unos a otros. Mucho menos en edad. Si me permito agruparlos bajo este epígrafe, un poco turulato, de “los veteranos” es por sistematizar de algún modo mi intervención y por intentar que no resulte del todo empalagosa: andar ordenando a tan variopinto grupo según las clasificaciones más o menos académicas al uso sería, además de innecesario, largo y fatigoso. Y del todo inútil. Baste saber que todos ellos siguen felizmente en activo como poetas y que, lejos de haber dado por concluida su obra, en los últimos años nos han ofrecido algunos de sus mejores poemarios.
Veamos: Eduardo de la Rica, poeta de verso sobrio y aquilatado, de expresión honda y medida, después de ofrecernos en 1991 sus Signos de lo real y surreal, que venía a ser una puesta al día (seleccionada) de su obra anterior, nos ofrecía en 1997 uno de sus libros más hermosos: Tiempos y aire de Cuenca. Sospecho que, a pesar de lo avanzada de su edad, don Eduardo aún guardará en su chistera un buen número de poemas por dar a la imprenta, para sorprender al nuevo milenio. Ojalá sea así.
Cuenca, además de por su poesía, tiene con Eduardo de la Rica una gran deuda como impulsor de una de las etapas más inquietas, creativamente hablando, de cuantas se han conocido en esta ciudad. Me refiero a los años 50 y 60, naturalmente.
De Rafael Alfaro, poeta de estirpe clásica, buen sonetista de verbo austero y decir pausado, puede afirmarse que es, quizá, nuestro poeta más prolífico: desde los años sesenta hasta, digamos, su poemario Apuntes de Alarcón, publicado en Cuenca hace poco más de un año, Rafael Alfaro ha encadenado, con aparente facilidad, un libro tras otro, convirtiéndose (probablemente también) pero de hecho, en el poeta más laureado de estas tierras, a tenor de la lista de premios que jalonan su carrera. Elvira Daudet es, sin duda, una de nuestras poetas más apreciadas; su poesía, vigorosa y sensible a un mismo tiempo, nos ha ido dando sus medidos frutos desde finales de los años 50, sin prisas; ahí está El don desapacible, poemario de 1994, o su más reciente Terrenal y marina, un libro que ahonda –y hasta se abisma- en el dolor para configurarse finalmente como un conmovedor canto a la vida. De Florencio Martínez Ruiz, Enrique Domínguez Millán y Adelaida Las Santas, baste anotar que si bien como poetas (en cuanto a papel impreso en formato libro se refiere) se han prodigado poco, su influencia en el devenir cultural de esta ciudad es innegable y su tremenda actividad en periódicos, revistas, recitales, etc., suple con crecer esta (más aparente que real) carencia bibliopoética. No debo pasar, a pesar de lo dicho, el libro Poemas de la sinceridad, publicado en 1997 por Adelaida las Santas, ni tampoco una antología de ultimísimo hora: Poetas conquenses de la generación del 50. Los niños de la guerra, preparada por Florencio Martínez Ruiz y donde, además de la obra del propio antólogo, aparece la de Acacia Uceta, Luis Rius, Elvira Daudet y Juan Peñalver.
Indudablemente, las producciones literarias de Raúl Torres y de Meliano Peraile se han orientado, fundamentalmente, hacia la prosa, si bien en sus comienzos ambos escritores alternaban poesía y prosa con idéntica dedicación. Raúl Torres ha publicado, no obstante, en los últimos tres años, dos libros de poemas, a saber: una antología titulada Poemas de El Molino de Papel, e Invitación al vacío (del año 2001). En cuanto a Meliano Peraile, debemos saludar (casi como un acontecimiento, por lo que supone de vuelta al origen) la presentación de su esperado poemario Apartado mas no ausente, de tan nueva publicación que todavía no hemos podido leer pero que, por lo que sabemos, tras largo, muy largo silencio, habrá de recoger buena parte de su quehacer poético durante los últimos treinta años.
Lo que pueda decir de Diego Jesús Jiménez pecará de parcial, desde luego de subjetivo, e incluso de interesado, por maestro, por admirado y por amigo (es lo que tiene no ser un crítico imparcial o un sesudo estudioso, que nunca deben permitirse estas licencias), de modo que aún mereciendo un espacio destacado en esta intervención, seré breve. Se convendrá conmigo que Diego Jesús, andando el tiempo y por derecho propio, se ha convertido en una de las figuras señeras de la poesía española del último tercio del siglo XX, y se convendrá también que esto no puede ser casual. Desde sus brillantes inicios poéticos en los primeros 60, Diego Jesús Jiménez ha ido componiendo paso a paso, lentamente, una poesía honda, medida y meditada, muy personal, que fía -como no podría ser de otro modo- en el cuidado del lenguaje y en el ritmo, su capacidad de emoción y su sentido. Destacar que los años 90, tras la aparición de Bajorrelieve y de Itinerario para naúfragos, han supuesto la consagración definitiva del poeta (ambos libros han merecido recientemente una edición crítica en la muy prestigiosa colección “Letras Hispánicas” de la editorial Cátedra), por no mencionar su Premio de la Crítica o el Nacional de Literatura (por partida doble), lo que lo convierte -con permiso de Federico Muelas- y pese a quien pese, en el más importante poeta conquense del siglo. Recientemente ha aparecido una antología, Iluminación de los sentidos que, al cuidado de Manuel Rico, selecciona lo mejor de su obra poética.
II. Los 70. La ruptura formal
De los poetas que comienzan su singladura editorial en los años 70, muchos y, en general, muy activos hasta el día de hoy, conviene señalar su capacidad de ruptura, su intento, muy serio en algunos casos, por abrir nuevos caminos para la expresión poética y su esfuerzo por provocar una cierta efervescencia cultural (son causa y efecto de esa efervescencia) que llevó a la Cuenca de aquellos años a vivir una de sus más inquietas e interesantes épocas, en lo que al mundo del arte (en general) y de las letras (en particular) se refiere. Evidentemente, no todo fue bueno y, de hecho, si pusiéramos en una balanza los logros y los fiascos, lo más probable es que pesasen mucho más los proyectos fallidos que los acabados (excuso referirme siquiera a las tomaduras de pelo, que también las hubo, y en abundancia). No podía ser de otro modo, pues si los experimentos, por lo común, deben hacerse con gaseosa, en un momento como aquel, en el que todo el país parecía optar por la revolución de las formas, por la libertad absoluta y sin cortapisas -consecuencia natural de la ruptura social con el pasado, que ya se vaticinaba- muchas de estas propuestas debían estar abocadas, irremediablemente, a un callejón sin salida. Sin embargo, desbrozando la paja del grano, hemos de reconocer que algunas de aquellas iniciativas, aún sin cerrar hoy, siguen siendo válidas o, al menos, transitables y, a poco que leamos con atención la poesía posterior, podemos rastrear sus influencias.
En aquel tiempo dan sus primeros libros a la imprenta poetas como José María Abellán, que en la actualidad parece sumido en un particular mundo poético que pasa, libro tras libro, por descifrar en término estrictamente literarios, el mito de Cuenca: ahí están, por ejemplo, El mito de la fe (de 1994), El mito encantado (de 1997) o el más reciente Cuenca, la razón del mito (de 2001). Otros, como Pedro Cerrillo, Antonio Lázaro o Francisco J. Page, tras unos prometedores inicios, parecen renunciar a la poesía (o, al menos, a publicarla) quizá porque sus -digámoslo así- carreras literarias les llevan por otros caminos, ya sea el de la investigación, el ensayo o la narrativa. De Antonio Gómez, Jesús Antonio Rojas y Enrique Trigal debo decir que quizá, de los poetas de este grupo, son los que con más ahínco han persistido en el camino de la renovación, en el caso de Antonio Gómez, por ejemplo, demostrando una permanente capacidad creativa -desde su residencia extremeña- que no ceja en su indagación en la poesía experimental: ahí están sus poemas visuales o sus libros objeto: todo un nuevo (por más que viejo) soplo de aire fresco. Debo anotar también los nombres de Pedro Gandía Buleo, José Luis Lucas y Pedro José Moreno, radicalmente diferentes entre sí (y entre todos) que persisten en su ideario poético y que, en el caso de Pedro José Moreno (poeta quizá poco y mal conocido en nuestra ciudad, pues toda su carrera se ha desarrollado fuera) se muestra singularmente activo en los últimos años, lo que ha propiciado que uno de sus más recientes poemarios, Ebrio de luz, haya sido finalista del Premio de la Crítica valenciana.
De José Ángel García y José Luis Jover debería decir muy poco, por amigos también, y por pudor, pero por otra parte, obviarlos sería tanto como renunciar a dos de los poetas más conocidos y reconocidos de esta Cuenca de nuestros pesares. José Ángel, aunque en los últimos años haya vuelto por donde solía -quiero decir que ha vuelto a escribir relatos con regularidad- sigue poseyendo una de las voces poéticas más personales de cuantas venimos comentando. A su estilo barroco, inquieto, muy vivo y en permanente evolución, le debemos en los últimos años uno de sus libros más logrados, Borrador de tránsitos y una deliciosa plaquette, El día que todas las mujeres del mundo me desearon, un rotundo éxito editorial (y también de crítica) si es que puede hablarse de grandes éxitos en poesía, lo cual dudo mucho, teniendo en cuenta las tiradas mínimas –cuando no casi secretas- que de los libros de versos suelen hacerse. Con José Luis Jover pasa (aunque sus trayectorias poco o nada tengan que ver entre sí) como con Diego Jesús Jiménez. Quiero decir que su poesía, depuradísima, brillante, coherente en sus propuestas y en su resolución, ha saltado con creces los estrechos límites provinciales y se configura como una de las más importantes de las compuestas en España en -digamos- los últimos veinticinco años.
En los 90 ha dado a la imprenta dos de sus libros más depurados, A esta baraja le faltan corazones y Sólo tienes que pensarlo. Hace apenas un año publicó una antología en la que recoge una selección de su poesía anterior.
III. Los 80. La generación fantasma
Un caso singular es el de los poetas conquenses de la promoción del ochenta, de la mal llamada “generación fin de siglo”, por utilizar una de las expresiones más difundidas en el ámbito de las letras españolas. Me refiero, claro está, a esa serie de letraheridos que publican sus primeros poemas en torno al año 80, a ese grupo de coetáneos de Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Blanca Andreu, Juan Carlos Mestre, Vicente Gallego, Miguel Ángel Velasco, Carlos Marzal y un largo etcétera con cuya nómina completa no voy a fatigarles, porque los conocen de sobra, entre otras cosas porque es la promoción de poetas que en la actualidad cuenta con mayor predicamento y una de las que, sin duda, se encuentran mejor asentadas en el panorama de nuestra maltratada (y no siempre bien entendida) poesía. Es lógico, independientemente de tendencias y gustos personales, hablamos de una generación que ha alcanzado su mayoría de edad literaria y que disfruta, quizá, del momento más fecundo y maduro en su actividad creativa.
Pues bien, a este grupo pertenecen, entre otros, tanto por fecha de nacimiento como por tiempo de publicación de sus primeros versos, los poetas conquenses Amós Belinchón, Santiago Catalá, Salvador F. Cava, Leopoldo Cerezuela, Alejandro Dolz, Gustavo Raúl de las Heras, Juan Ramón Mansilla, Carlos Morales, Pilar Narbón, Miguel Ángel Ortega, Juan Carlos Valera o este ponente que les habla. Un nutrido grupo que saltó a la palestra recién iniciada la década del 80. en un buen número de casos (la mayoría) de la mano de Pedro Cerrillo que en la revista Olcades (cuyo editor y director era José Luis Muñoz) alimentó su sección “Voces Nuevas” con los poemas de aquella panda de veinteañeros que venían a comerse el mundo a versos, unos versos todavía deudores, en gran medida, del acné y la ignorancia, pero también de la ilusión y de unas ganas locas por beberse en un mismo trago tradición y vanguardia, y aprender. Poetas que, en muchos casos, vieron publicado su primer libro de poemas en las prensas de la vieja editorial El Toro de Barro, por entonces aún dirigida por Carlos de la Rica, pero que, en el a menudo proceloso universo de las letras, se vieron enseguida varados en la playa del olvido -discúlpeseme la cursilada-. Y es que, aquella promoción de poetas, que apuntaba como una de las más interesantes de las aparecidas en Cuenca hasta el momento, se convirtió de la noche a la mañana, casi sin transición ninguna, en una “generación fantasma”. No me interpreten mal. No trato de acuñar una expresión chusca, más o menos graciosa o desafortunada, con la que adjetivar mi discurso que, por otro lado e ironías al margen, se pretende coherente. La llamo (nos llamo) la generación fantasma porque no se me ocurre imagen más precisa para definir la trayectoria literaria de la mayoría de sus miembros y para expresar esa singularidad a la que antes me refería. Veamos: La práctica totalidad de estos poetas publica su primer libro al inicio de la década y en poquísimos años abandona la escena literaria -entiéndase, la escena editorial-. Si echásemos mano de una virtual Historia de las letras conquenses, comprobaríamos que probablemente nunca antes se había dado un caso semejante: una generación que irrumpe -y con relativa fuerza- en el panorama de la poesía de una concreta época y que, apenas emitidos sus primeros balbuceos versiculares, desaparece en bloque por el foro sin casi dejar rastro alguno, en el mejor de los casos durante toda una década, en los casos preocupantes durante quince o veinte años y en extremos hasta nunca, o sea, hasta hoy (cual ocurre como Miguel Ángel Ortega, Gustavo Raúl de las Heras y Santiago Catalá). La consecuencia de todo ello acaso no la sepamos nunca, aunque queda la sensación agridulde que deja aquello que quizá pudo ser y no fue, porque lo que es innegable es que después de ese tiempo vacío permanece el regusto de una cierta ausencia y el rescoldo de una duda, como si nos hubiésemos perdido algo: mientras los colegas de promoción de otras latitudes iban creciendo verso a verso, aclarando su voz y haciéndola reconocible entre el murmullo de las otras voces, la verdad es que aquí permanecíamos en silencio; mientras los demás, poetas andaluces, madrileños o leoneses -pongamos por caso- se “situaban” entre las voces que “cuentan” en este país, nosotros perdíamos todos los trenes, o los mirábamos pasar o, a lo sumo, nos enganchábamos al furgón de cola, aquel en el que se amontonan los paquetes, las sacas y los bultos sospechosos.
No obstante lo dicho hasta ahora, y dando una vuelta de tuerca más a la singularidad de esta promoción de poetas conquenses, lo cierto y verdad es que de unos años a esta parte, es decir, los que median entre los últimos del pasado siglo y los escasos que llevamos contados del nuevo milenio, lo cierto, digo, es que casi en bloque, tal y como desaparecieran dos décadas atrás, han resurgido de sus propias cenizas, convirtiéndose en un grupo muy activo y dando acaso lo mejor de su producción poética hasta la fecha. Pondré algunos ejemplos (solo algunos, para no aburrir demasiado). Alejandro Dolz, desde el 94, enhebra toda una serie de títulos, entre los que se encuentran sus poemarios más logrados, desde Un instante de luz y tristeza o Sangre en el asfalto, hasta el más reciente El faro de cera. Poemas de luna y sal. Carlos Morales, ya iniciado el nuevo siglo, da a la imprenta El Libro del Santo Lapicero y la plaquette Un rastro en el jardín, que incluso cuenta con una traducción al italiano publicada en las ediciones de “La nuove muse”. Juan Ramón Mansilla se decide a dar el salto definitivo y publica por partida doble: Los días rotos, en el año 2000 y El rostro de Jano, en el 2001. Pilar Narbón, tras prolongado silencio, publica el que hasta ahora es su mejor conjunto de poemas, El veneno de las rosas.
Juan Carlos Valera, en la década de los noventa alumbra, que sepamos, al menos tres obras. Respecto a los autores de (permítaseme la expresión) la orilla valenciana, como Amós Belinchón y Salvador F. Cava, lo mejor que puede decirse es que siempre se han revelado como los más inquietos del grupo y lejos de abandonar su actividad creativa, han ido dado a la imprenta con regularidad sus títulos, muy apreciables, por cierto. Respecto a mi propia obra, evitaré autocitarme. Lo que se pone de manifieto con todo esto es que los poetas del 80 no están, a lo que parece, tan muertos como se pensaba; no está dicha todavía, ni mucho menos, la última palabra. Tal vez aquel silencio ocasional no resultara a la postre del todo baldío. Si miramos el catálogo de libros de poesía publicados en -digamos- los últimos siete u ocho años, comprobaremos que una buena parte de títulos los acaparan estos poetas.
Intencionadamente he evitado mencionar hasta ahora a Amparo Ruiz Luján porque, aunque por edad pertenece a la generación de la que acabo de ocuparme, por las fechas en que se da a conocer y publica sus primeros libros habría que situarla en la estela de los poetas de la poesía última o quizá, más acertadamente, entre las estéticas de unos y otros. De lo que no cabe duda es de que en este poco tiempo, Amparo Ruiz se ha colocado en primera línea entre los poetas de Cuenca, que goza del favor de unos lectores fieles y de una crítica, en general, favorable y que su razón poética hay que buscarla en dos poemarios con títulos de resonancia mítica: Intenciones de Antífona (de 1999) y El brocal de Sémele (de 2001).
IV. Los 90. La poesía última
Si al grupo de poetas conquenses de los 80 lo he definido como el de la “generación fantasma”, siendo consecuente a los poetas de las últimas promociones, es decir, a los del 90, tendré que tildarlos de “inexistentes”. El caso de la poesía última en Cuenca -y con ello me refiero a los poetas más jóvenes, a los que se dan a conocer y publican sus primeros poemarios ya entrada la década final del pasado siglo- podría calificarse, si no de dramático, al menos sí de muy preocupante. Mientras por el resto del país comienzan a sonar con insistencia los nombres de toda una nueva hornada de poetas que, desde las más variadas estéticas, pugnan por hacerse un hueco entre sus predecesores, en Cuenca parece no haber llegado onda alguna (o casi) de sus propuestas. Hablo ahora, evidentemente, de ese ultimísimo y ecléctico grupo que, sin apenas haber iniciado sus primeros escarceos literarios, ya ha sido bendecido por los antólogos de guardia de nuestro suelo patrio. A saber: José Luis García Martín en su libro La generación del 99, Luis Antonio de Villena en su antología 10 menos 30, Isla Correyero haciendo lo propio con sus Feroces, o nuestro muy estimado Manuel Rico con su Pasar la página: poetas para el nuevo milenio, tal vez, de todas las antologías citadas, la menos tendenciosa, por plural y diversa.
¿Cómo es posible que en Cuenca, desde los años ochenta, pueda contarse con los dedos de las manos (y nos sobran dedos) el número de poetas surgidos a la sombra de las nuevas tendencias? ¿Dónde habría que buscar la causa de tan exigua nómina? ¿Falta de talento? ¿De afición? ¿De medios donde expresar su arte? ¿De espacios y de promoción? ¿O es, sencillamente, que los más jóvenes han desertado del oficio y han decidido dedicarse a tareas de mayor provecho? Y eso que nos encontramos en una ciudad (o mejor, en una provincia) que, según el tópico más tontorro y la propaganda institucionalizada al uso, se proclama como tierra de poetas… En fin.
En lo que respecta a este grupo de escritores habré de ser, pues, necesariamente breve, y no por voluntad propia, sino por falta de materia prima; porque la verdad última es que en Cuenca no hay “última poesía”, o anda escondida, o no se la ve, que para el caso es lo mismo. Aunque, por supuesto, no existe norma sin excepción, así que, dicho lo que antecede, debo de inmediato anotar el nombre de un poeta conquense que sí pertenece a esta generación y que sí es dueño ya de una obra notable e intensa que, por méritos propios, figura entre las más destacadas de estos años. Me refiero -ya lo habrán supuesto- a Ángel Luis Luján. Tras su primer poemario de 1992, Inútiles lamentos (y otros poemas), Ángel Luis Luján entra con paso firme en el “mundillo” de la poesía española actual, al obtener en 1996 un accésit del decano de los premios de poesía, el célebre Adonais por su libro Dias débiles. De entonces acá ha publicado tres poemarios más: El silencio del mar (1997), Allí (1999) y Experimentos bajo Saturno (2001).
Aparte del caso de Ángel Luis Luján, apenas he podido rastrear en tres títulos más de otros poetas a los que cabría incluir en esta promoción: la Joven antología nazarena y Los cuadernos de Morgana, libros colectivos debidos a David Prieto Jiménez, José Francisco Martínez Zamora, Gustavo Villalba, Javier Pelayo y Jesús Calleja Atienza, y Sin vosotros, poemario de 1994 de Ana del Pozo.
Cabe objetar, y son sin razón, que si es poco lo que aporta esta generación de poetas (al menos, cuantitativamente hablando), ello es debido a que se trata, precisamente, de lo último de lo último, es decir, de unas poéticas todavía en ciernes (cuando aún no ocultas) y que, en consecuencia, no habrán de dar la medida de todas sus posibilidades sino dentro de unos años. El tiempo dirá.
La narrativa
Hace ahora cinco años, en octubre de 1998 y con ocasión de este mismo Congreso de Escritores (en su primera edición), José Ángel García dictaba una conferencia en la que intentaba dar cuenta, a su particularísima manera, de la situación de la narrativa conquense en el ámbito general de nuestras letras. Y las conclusiones a las que llegaba al respecto eran devastadoras. Por simplificar y resumiendo, podrían extractarse así: 1º) En Cuenca no hay prácticamente tradición narrativa alguna. 2º) En Cuenca la narrativa se practica poco y, por lo común, es de poca monta. 3º) Si la narrativa, en general, es escasa, la novela, en particular, brilla por su ausencia. 4º) No parece ser que Cuenca, como tema narrativo, interese mucho a nuestros escritores (al contrario que en poesía, donde se la canta -incluso desafinando- hasta el empacho. Y 5º) Acusaba, se acusaba, nos acusaba a los escritores conquenses de una cierta cobardía -de claras connotaciones provincianas- por no ser capaces de contar -y contar bien- nuestra realidad más inmediata. Naturalmente, no he citado a José Ángel de forma literal, así que me puede acusar de manipular sus palabra con toda tranquilidad, porque lo que pretendo es traerlas a mi terreno para decir que hoy, básicamente, andamos en las mismas. Sin ser tremendos: algo se ha avanzado y lo que es más importante, se apuntan indicios esperanzadores de que para el género narrativo las cosas pudieran estar cambiando, pero sería insensato echar las campanas al vuelo todavía, tratándose únicamente de indicios.
Cabe preguntarse por qué la supuesta Cuenca de los poetas (que tampoco hay para tanto) no lo es también la de los prosistas, si precedentes hay en mil y un pueblos y ciudades “pequeñas” de excelentes narradores, lugares que son, en cualquier caso, tan provinciales o provincianos como el nuestro y tan ninguneados como los que más.
La respuesta admite divagaciones de todo tipo pero lo cierto y verdad es que si Cuenca si no cuenta con narradores de cierta proyección (fuera del mero ámbito regional o local) habrá de ser, simple y llanamente, porque no los tiene, o porque los pocos que tiene, o no han alcanzado con sus obras el nivel de calidad mínimo que a toda pieza artística se le supone, o no hemos sabido promocionarlas como es debido.
De todo hay un poco. Estoy generalizando, evidentemente, pero lo que está claro es que una tradición no se inventa y que el arte no sabe de filiaciones, ni de lugares de nacimiento, ni tampoco de números: se da cuando se da y donde se da sin porqué.
Puedo (y debo) apuntar de inmediato que, de entre nuestros autores, continúa escribiendo buenos cuentos un maestro del género: Meliano Peraile. Raúl Torres sigue en sus trece dando libros a la imprenta en constante labor, por ahondar en su propia voz, múltiple y dividida. Por su parte, Raúl del Pozo parece consolidarse como un novelista de éxito, como José Luis Coll lo hace a su modo, mientras Tomás F. Ruiz, Patricia Mateo, prácticamente unos recién llegados hace cinco o seis años, se instalan entre nuestros narradores, a lo que parece, con voluntad de quedarse. Antonio Lázaro, en fin, lejos de abandonar su carrera narrativa con la publicación de Sueños del bosque, inicial y prometedor libro de relatos del 86, en los últimos tres o cuatro años vuelve por sus fueros con su novela corta El balcón o con los cuentos agrupados bajo el título Los ruidos del jardín.
Pero con todo esto, no digo nada. Es decir, no aporto nada nuevo. Si la narrativa conquense de nuestro presente se agotase en estos pocos nombres que, equivocadamente o no, he traído a colación a mi charla como los más representativos, bastaría con poner el punto y final y a otra cosa.
Resulta, sin embargo, que en los últimos años se han incorporado al plantel de nuestros narradores un buen número de nombres que nos hacen concebir una cierta esperanza de futuro, o de continuidad, al menos. A las pruebas me remito (y citaré a voleo, un poco anárquicamente). Enrique Trigal, conocido hasta ahora como poeta, acaba de publicar, a finales de 2002, el libro de cuentos El catador de venenos.
Jesús de las Heras, ensayista y periodista de larga y brillante trayectoria, irrumpe en la novela, hace apenas un año, al obtener el premio “Alfonso VIII” de narrativa con su obra Silencio en Belvalle. José Ángel García, que no había transitado el género casi desde sus inicios en los lejanos 70, publica El regreso y otras historias de la Ciudad Encantada y, por lo que sabemos, es su declarada intención persistir en el empeño.
Javier Semprún, conocido hasta ayer mismo por su labor periodística, sorprende a propios y extraños con dos novelas publicadas de corrido: Los caballeros del rey sin nombre (en 1999) y El último sueño de Al’Andalus (en 2001). Pedro Gandía Buleo, dedicado básicamente a la poesía, publica en el 2000, en una colección de narrativa de Valencia, Burdel. Los casos de Miguel Ángel Ortega y Tomás Osorio cabría calificarlos de especiales, pues ambos dedican sus últimos esfuerzos a un género escasísimamente practicado entre nuestros escritores, la narración juvenil. Completos desconocidos hasta hace muy poco en el mundo de las letras, publican sus primeras novelas entre nosotros Julián Recuenco, Miguel Ángel de la Torre y Jesús C. Sanz Benito. Sin olvidar al ultimísimo Juan Ramón Fernández, que estos días presenta la novela histórica Quinto, su incursión inicial en las lides narrativas. Un listado, al fin, incompleto, al que aún podrían añadir algunos nombres, como los de Francisco Torrecilla del Olmo, Gonzalo Martínez Simarro, Miguel Romero o Juan Vicente Casas, entre otros, lo que pone de manifiesto que algo se mueve entre nuestros narradores.
Quizá, como decía antes, las cosas (cierto estado de cosas) estén cambiando. Es muy pronto para saberlo. Resulta imposible discernir todavía si entre las obras y autores aquí apuntados habrá mucho de ocasional o anecdótico o verdaderos arranques de largas carreras que el tiempo deberá situar en su lugar. Me gustaría que hubiese más de lo segundo que de lo primero. ¿Estaremos a punto de descubrir -por citar a dos autores cultivados en “provincias”- a nuestro Luis Mateo Díez o a nuestro Antonio Muñoz Molina conquense particular? Dios proveerá.
Críticos, editores, premios y demás fruslerías (Conclusión)
No quiero acabar mi intervención sin ocuparme, siquiera sea someramente, de la situación de la crítica, los premios, los medios de difusión, la edición, etc., sin cuyo concurso cualquier obra literaria está condenada al fracaso, pues no puede llegar a su destinatario natural, el lector. Pero como intuyo que si entrase a saco en tan espinosas materias esta charla se haría soporíferamente larga (ya lo es de por sí), utilizaré una figura literaria (por ahorrar palabras) para abordarlas, esta es: la pregunta o interrogación retórica, que no será tal porque no espere hallar contestación, sino porque en el mero hecho de formularla va implícita su respuesta. Se que echadno mano de este recurso incurro en contradicción, pues hace un momento afirmé que el arte es sin porqué, pero hace tiempo que me acostumbré a vivir con mis contradicciones. Así pues, ahí van, en batería y sin solución de continuidad, mis preguntas:
¿Existe la crítica literaria en Cuenca, quiero decir una crítica preparada, rigurosa, sistemática, ordenada, algo que no se limite a particulares y muy loables apuestas, como las que practican Florencio Martínez Ruiz y Ángel Luis Mota, pongo por caso, desde sus respectivas tribunas? ¿En los medios de comunicación conquenses se presta un mínimo de atención a la crítica? ¿Existen críticos siquiera, aparte de los mentados? De dentro hacia fuera, ¿llegan los libros de los literatos conquenses a manos de los críticos de los distintos medios del país? O dicho de otro modo, ¿ocupan algún lugar los libros de los autores conquenses en las secciones culturales o críticas de los cientos de periódicos y revistas (especializadas o no) que se difunden cada día por todo el país? ¿Cuántas revistas, que traten los asuntos de la creación literaria, se editan con regularidad hoy en Cuenca? ¿Cuántos periódicos tienen hoy secciones o, por lo menos, espacios mínimos dedicados a la literatura? ¿Y los libros? ¿Se promocionan los libros de los autores conquenses? ¿Se dan a conocer fuera? ¿Se han creado canales que permitan la libre circulación de los libros, más allá de nuestro estrechísimo ámbito o, una vez publicados, permanecen en pilar amarilleando en el almacén del editor, perdiendo con ello la ocasión de llegar a su potencial lector? ¿Se publica con verdadero criterio, se publica todo o, más sencillamente, lo que hay? ¿Hay estudiosos en Cuenca (y en consecuencia, estudios solventes) que aborden la historia de nuestras letras y de nuestros escritores? ¿Cuántas antologías de poetas y narradores conquenses conocemos? ¿Cuántos estudios críticos sobre la obra de los mismos? ¿Cuántos, si acaso, sobre las diversas tendencias, grupos literarios, etc.? ¿Sirven de algo los premios? ¿Hay premio sin polémica? ¿Se conceden, en Cuenca, premios literarios de importancia que sirvan para promocionar nuestra cultura, a nuestros autores o, al menos, que permitan el diálogo -literario- entre propios y foráneos? ¿Cuántos escritores conquenses publican en editoriales de gran difusión nacional, o de mediana? ¿Cuántos de los nombrados en esta ponencia -y somos un chorro- merecemos llamarnos escritores y, por ende, el regalo de ver publicadas nuestras palabras? ¿En nuestros centros de enseñanza, se estudia nuestra literatura? ¿Se conoce siquiera? ¿Se fomenta -un poco, solo un poco- su lectura? Pero tal vez exijo mucho -uno vive siempre equivocado- y todas las preguntas se resuman, al cabo, en la gran pregunta del clásico: ¿acaso hubo alguna vez once mil vírgenes? Disculpen la ironía, pero de lo que no me cabe duda es de que de la respuesta que obtengamos a estos interrogantes (y aún de otros muchos que me dejo en el tintero por falta de espacio u oportunidad) o, mejor, de la capacidad que tengamos para eliminar de nuestro panorama literario preguntas de este jaez, dependerán en buena medida los frutos futuros de nuestra poesía y narrativa. Aunque bien es cierto que, después de todo -de tanto y de tan poco- si hablamos de creación artística sobran los plurales, o sea, el “nos” y el “nuestro”, porque toda obra de arte que merezca el calificativo de tal nace de la más extrema soledad y del silencio más hondo, y nunca es producto de un deseo -por noble que éste sea- sino del esfuerzo y del talento.
Post scriptum: Haría mal si no dedicase unas últimas palabras o responso final al pariente más pobre de la familia de los “creadores literarios”, esto es, la escritura dramática, o sea, el teatro. Y digo que es nuestro pariente pobre, menesteroso incluso, porque si en tradición narrativa flojeamos bastante, lo de nuestro teatro es un mutis por el foro en toda regla desde tiempos inmemoriales. Si obviamos las ya antiguas y esporádicas incursiones en el género de Federico Muelas, Carlos de la Rica o Enrique Trigal, o las un poco más recientes de nuestros actores Teófilo Calle y Gerardo Malla, observaremos que, en lo tocante a escritura dramática (añádase también, si se quiere, el guión cinematográfico) Cuenca se asemeja, más que a otra cosa, a un escenario vacío. Y es que Cuenca, en El gran teatro del mundo, por más que tenga dedicada una de sus calles principales a Calderón de la Barca, no deja de ser un figurante. O un meritorio. O un secundario con frase. Y no es poco.
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