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Luis Salvador Carmona, y “sus Cristos” del Perdón


El que llegaría a ser famoso escultor, nació en la localidad vallisoletana de Nava del Rey el 15 de noviembre del año 1708. Diez días después, sus padres Luis Salvador, natural del lugar, y Josefa Carmona, de Medina del Campo, le bautizaron en la iglesia parroquial de los Santos Juanes, imponiéndole por abogado a San Francisco Javier. El matrimonio tuvo otros tres hijos, Pedro, Andrés y Tomás y todos formaban una humilde familia cuyos únicos ingresos económicos procedían del modesto trabajo que desempeñaba el marido y del fruto de un par de pequeñas viñas que, con el paso del tiempo, tuvieron que vender para atender a su manutención y hogar. El abuelo paterno era ermitaño de Nuestra Señora de la Concepción y su tío, Francisco Rodríguez, músico bajón en la iglesia parroquial.
Durante su infancia Luis sintió inclinación por las manualidades artísticas entreteniéndose en recortar estampas y en tallar figurillas con ayuda de una pequeña navaja y una cuchilla de cocina, ofreciendo al parecer rasgos de precocidad. La tan manida historieta puede que tenga cierta verosimilitud dado el interés y belleza de las obras de arte que la iglesia parroquial de su pueblo natal podía brindar como modelos a un joven despierto.
Además Nava vivía un momento de auge económico que le permitía proseguir con dignidad el amueblamiento de su templo principal, el cual recientemente había sufrido las consecuencias de un hundimiento parcial de su torre. La presencia de ensambladores procedentes de Medina del Campo y de Valladolid, tales como Francisco Martínez de Arce y Juan Correas, de obras escultóricas originales de Juan y de Pedro de Ávila que seguían la estela de Gregorio Fernández o de Bernardo Rincón, así como la llegada de otros artífices salmantinos, como el ensamblador Pedro de Gamboa o el escultor José de Lara, responsables de la sillería coral de la iglesia, justifican sobradamente que se suscitara la emulación en sus inclinaciones estéticas.
Obtuvo en Segovia el espaldarazo para iniciar la adecuada formación artística, ante un canónigo al que demostró los principios y habilidades de su ingenio quien convencido de la capacidad del muchacho avaló desinteresadamente su formación artística y, con el consentimiento paterno, logró enviarle a Madrid para que estudiase en el taller del asturiano Juan Alonso Villabrille y Ron, el escultor más acreditado que había en aquel momento en la Corte.
El contrato de aprendizaje de Luis Salvador fue suscrito por José Martínez de Arce, que se ha supuesto fuese el ensamblador medinés de este nombre hijo de Francisco Martínez de Arce, lo cual resulta algo problemático ya que el 24 de junio de 1723, cuando se firma la referida obligación, éste contaba cinco años más que Carmona, siendo extraño que actuara como tutor y responsable del futuro escultor alguien que tampoco había cumplido la mayoría de edad. Es más probable que fuese el licenciado José Martínez de Arce, tío del ensamblador, quien representó legalmente al padre del aprendiz, y cuya biografía habrá que conocer para justificar su relación con Villabrille.
La estancia de Carmona en casa de este último superó los límites establecidos por la vigencia del contrato (hasta el 24-VI-1729), tiempo durante el cual colaboró directamente en obras personales de éste. Sus excelentes condiciones hicieron que el yerno de Villabrille, el escultor segoviano José Galván, le propusiera asociarse con él para seguir beneficiándose de los encargos que recibía el taller. Su vinculación tuvo que finalizar al morir el maestro de ambos, momento en que Carmona decidió establecerse por su cuenta, primero en la calle de Hortaleza, después en la de Santa Isabel y hacia 1740 en la denominada Fúcares o de Jesús (de Medinaceli), esquina a Gobernador, en Madrid.
En 1731, con casi 23 años, contrajo matrimonio en la iglesia de San Lorenzo, ayuda de parroquia de la de San Sebastián, con la madrileña Custodia Fernández de Paredes, que apenas contaba 16 años3. Ella aportó una sustanciosa dote valorada en 16.830 reales, entre pinturas, ropa blanca, vestidos, muebles, joyas y dinero en efectivo a lo que se sumó Carmona «por vía de arras», en atención «a las muchas y buenas prendas y virtudes» que concurrían en la novia, otros 1.683 reales que confiesa cabían en la décima parte de los bienes que poseía el artista en ese momento. Con ella tuvo cinco hijos de los que tan sólo le sobrevivieron dos: Andrea y Bruno.
Como sus facultades artísticas y seguramente organizativas le permitían afrontar encargos de volumen considerable, tanto en número como en tamaño, su prestigio comenzó a afianzarse sobre todo a partir de 1739 en que tuvo que responder como «artífice de toda satisfacción» a la importante colaboración que le solicitó el ensamblador vasco Miguel de Irazusta con destino a la iglesia de Santa Marina de Vergara. Tal conjunto le abrió las puertas del País Vasco y le facilitó relacionarse con una poderosa clientela que iba a reclamar insistentemente sus creaciones siempre dotadas de una calidad y belleza altísimas.
En la década de los años 40 empezó a trabajar, con otros muchos artistas, en la decoración del nuevo Palacio Real a las órdenes del escultor carrarés Gian Domenico Olivieri. Labor tan dura como la talla en piedra la simultaneó con numerosas peticiones de obras en madera, escalonadas en el tiempo, destinadas a iglesias guipuzcoanas o navarras, realizadas asombrosamente mientras se ocupaba en otras para La Granja de San Ildefonso o para particulares, parroquias y congregaciones religiosas de Madrid.
Los activos protagonistas de la denominada «hora navarra» residentes en la Corte encontraron en él al mejor traductor de sus sentimientos estéticos. Para la iglesia nacional de San Fermín de los navarros, situada entonces en el Prado de San Jerónimo, trabajó a partir de 1743 un amplio muestrario escultórico capaz de satisfacer las aspiraciones espirituales, emotivas o artísticas de sus clientes los Indaburu, Aldecoa, Gastón de Iriarte, Lavaqui o Goyeneche.
Establecida la Junta preparatoria para la creación de una Academia de Bellas Artes, presentó en 1746 a la consideración de ésta varios modelos de barro o yeso en bajo relieve (Hércules recostado y arrimado a su clava y «el modelo vivo de la Escuela en una de sus posturas más especiales») con el fin de conseguir un asiento en la sala en que se impartían enseñanzas de pintura y escultura. Se atendió a su petición, sin mayor dificultad, «por su habilidad, nacimiento, buenas costumbres y maduro juicio» y pudo asistir a las sesiones académicas a partir de ese momento colocándose después de los maestros y delante de los discípulos. Siempre dejó claro su interés por la enseñanza hasta tal punto «que no sólo quería aprovechasen los demás» sino que contribuyó a fomentar la junta y las sesiones de estudios que se celebraban en casa del maestro Olivieri.
Animado por ello y tratando de alcanzar lo que algún otro había logrado, con 40 años aspiró a recibir nombramiento y sueldo de escultor del Rey Fernando VI pero sus pretensiones no fueron bien vistas por otros artistas y hubo de esperar cuatro años más a que, oficialmente, sus cualidades artísticas y pedagógicas se reconocieran por la recién creada Academia de San Fernando en la que fue designado Teniente de Escultura junto con sus compañeros Juan Pascual de Mena y Robert Michel, bajo las órdenes del puntilloso Director Felipe de Castro. En su empleo cobraba la exigua cantidad de 1.500 reales al año pero, a cambio, gozaba de la condición de nobleza.
Quien le conoció aseguraba que era «hombre serio, de aspecto grave y aunque de pocas palabras... tuvo tan bellas prendas que demás de su notoria habilidad, por su persona y trato era sumamente recomendable». Conocedor y orgulloso de sus propios méritos y de la calidad de su obra, no admitía correcciones y sentía gran autoestima y hasta cierto engreimiento al no valorar ni respetar a quien no merecía semejante desconsideración, como le recuerda en una ocasión el mencionado Castro, lo que no le favorecía en nada para conseguir sus aspiraciones profesionales. De acreditada religiosidad, devoto, infatigable trabajador, prolífico tanto para la invención como para la ejecución, en su vida privada como en la profesional fue también cuidadoso, detallista y minucioso.
El núcleo familiar, aparte de su esposa, lo integraba su hija mayor, Andrea, que a los 17 años casó en 1751 con José Manuel Moreno, por entonces Fiel registrador de sisas reales y municipales en la Puerta de Atocha y diez años después Oficial de la Contaduría de valores; Bruno que, tras un periplo americano (1754-1761) como dibujante de botánica en la Expedición de Límites, se estableció en Madrid6; y sus sobrinos, el también escultor José, los grabadores Manuel y Juan Antonio y Jacinta, hijos todos de su hermano mayor Pedro. Asimismo disponían de una criada (María de las Heras) y de varias lavanderas a su servicio.
Según parece contó con la protección de Don Baltasar de Elgueta, Intendente de la obra del nuevo Palacio Real, y en el círculo de sus amistades más próximas se encontraban su «primo», como le llama en alguna ocasión, Don Agustín González Pisador, administrador de la parroquia de San Sebastián, nombrado en 1754 obispo de Tricornia «in partibus infidelium» y auxiliar de la diócesis toledana, que en 1760 tomó posesión del obispado de Oviedo, y el ensamblador Diego Martínez de Arce, que continuaba colaborando con el escultor todavía en aquel último año. Además tuvo estrecho trato con los pintores italianos que residían en La Granja Domenico Maria Sani, cuyas hijas pasaban temporadas en su casa, y Sempronio Subisati.
No hay constancia de que volviera alguna vez por su tierra natal pero, sin duda, estaría al corriente de todas las novedades que sucedían en ella tales como la construcción del nuevo edificio del Ayuntamiento (1732) o la magnífica sacristía (1733) de la parroquial trazada por Alberto Churriguera; la fundación del convento de madres capuchinas (1741); la ampliación del de agustinos recoletos; el trágico destino del dominico fray Mateo de Leciniana (1702-1745), martirizado en el Extremo Oriente, o la promoción a las sedes episcopales de Teruel y Oviedo de D. Francisco José Rodríguez Chico (1757) y D. Agustín González Pisador (1760) respectivamente, todos ellos compañeros de juegos infantiles; la muerte del hermano Antonio Alonso Bermejo en olor de venerable (1758); las obras de arte que llegaban a los establecimientos religiosos, como la escultura titular del Hospital de San Miguel, original de Alejandro Carnicero, u otras en cuyo encargo seguramente él intervendría destinadas al convento de los frailes, a la parroquia o a las madres capuchinas.
Por su parte, en los primeros años de ausencia, daría cuenta a sus familiares de la marcha de su aprendizaje y, más tarde, del inagotable éxito profesional que cosechaba en la Corte, de sus cargos y comisiones, y de sus relaciones sociales, constituyendo la mejor demostración de su buena posición, afecto e interés hacia los suyos el envío de cantidades de dinero y la asignación de 3 reales diarios a su padre además de velar por el futuro de sus sobrinos, por los tres que seguían sus pasos artísticos y por el que había decidido abrazar la carrera sacerdotal.
En su taller y en distintos momentos, aparte del hijo y de sus tres sobrinos, se formó también Francisco Gutiérrez que en 1747 marchó a Roma a continuar su carrera como pensionado y del que se sentía muy orgulloso10; Alfonso Chaves que se empleó, años después, en la Real Fábrica de la China del Buen Retiro, y el santanderino Manuel de Acebo que acabó instalándose en el País Vasco. Pero, sin duda, tuvo que contar a su servicio con numerosos aprendices, oficiales de escultura y pintores para poder cumplir puntualmente con los encargos que recibía13. Falta por averiguar si alguno de los escultores vascos que acusan estrecha relación con su obra -Juan Bautista Mendizábal, Francisco de Echeverría, Francisco de Asurmendi- estudiaron directamente con él o aprendieron en el estudio de la extensa producción que Carmona dejó en territorio vasco-navarro.
En 1755 falleció a los 40 años la esposa del escultor y tres años después murió en Nava su padre. Carmona decidió en 1759 volverse a casar, esta vez con Antonia Ros Zúcaro, huérfana sevillana muy bien dotada económicamente16, a la que casi doblaba en edad; incluso tuvo humor en hacerse para tal ocasión un traje nuevo17. La felicidad familiar duró poco pues su joven esposa falleció, de sobreparto, en 1761 sin dejar descendencia. Fue por entonces cuando el artista comenzó a manifestar desánimo y cierta inclinación hipocondríaca.
En julio de 1764 Carmona gozaba ya de un precario estado de salud. Según opinión de quien le visitó en ese momento, se hallaba tan «poseído de melancolía que apenas puede dar golpe». Su estado depresivo se agravó con otras enfermedades y la progresiva falta de vista terminó de minar su espíritu y toda capacidad para el trabajo. Jubilado de sus funciones docentes en 1765 por estar imposibilitado para continuar sirviendo el cargo, la única satisfacción que tuvo fue ver casar a su hijo Bruno18, no enterándose, quizás de la muerte en 1766 de su hermano Andrés en Toledo.
Enfermo en cama, y no pudiendo recibir más sacramentos que el de la unción por haberle sobrevenido «un accidente», falleció el 3 de enero de 1767 después de haber vivido exactamente 57 años y 49 días. Su cadáver, amortajado con el hábito franciscano, se enterró en la madrileña iglesia de San Sebastián, seguramente en la misma sepultura de su segunda esposa, frente al púlpito e inmediata al altar de Santa Catalina de Ricci cuya escultura había tallado él mismo. En ese mismo mes sus testamentarios y herederos formalizaron las últimas disposiciones que el artista les había confiado. Las numerosas mandas y encargos piadosos confirman su religiosidad y la ausencia de deudas el buen estado económico en que se hallaba Carmona pese a que su actividad, por motivos de salud, se había detenido; la cordialidad familiar entre sus dos hijos facilitó el reparto de la herencia sin intromisión de la justicia ni desavenencias fraternas.
El compendio que de su vida y obra se escribió en 1775 por mandato de la Real Academia de San Fernando, y en el que se reconocía su desvelo, aplicación, puntualidad, afición, observancia y magisterio, aseguraba que eran «muy pocos los templos de esta Corte en que deje de haver muestras de la eminente havilidad» de Carmona. Enumera muchas de las que hizo para conventos mercedarios, oratorianos, dominicos, trinitarios, jesuitas, etc. Sus trabajos en piedra y en madera tanto para Madrid como para fuera se llegaron a calcular en más de quinientas efigies, anotadas todas en «un cuaderno que por su orden las sentaba», y en cuyo cómputo no entraban los pequeños crucifijos, los Niños de Pasión o las figuras de estuco.
Empleado en diferentes ocasiones al servicio de la Corona en el Palacio Real de Madrid, en el ornato del Panteón de Felipe V de La Granja dejó una de las mejores realizaciones artísticas de aquel siglo. La reina madre Da Isabel de Farnesio, su hijo el infante D. Luis y su círculo más íntimo de servidores sintieron también una especial devoción por Carmona; su arte satisfacía plenamente el gusto de la Corte y su exquisita sensibilidad resultaba convincente de igual modo para aquellos que buscaban identificarse con una ternura impresionable repleta de sentimiento. Fue escultor de todos y para todos, el más completo de los españoles de su tiempo, y casi resulta increíble cómo pudo responder a la demanda de tantos como se encontraban interesados en conseguir los productos artísticos más actuales y de mayor prestigio.
Su temprana muerte nos privó de conocer el rumbo que habría seguido su arte al contacto con la nueva corriente estética que se venía gestando y cómo hubiese aceptado su genio el academicismo más riguroso que superó la fresca espontaneidad de sus creaciones más personales.
Jesús Urrea Fernández


Cristo del Perdón
Real Sitio de la Granja de San Ildefonso (Segovia)

En 1749 D. Juan Bartolomé, que junto con D. Gregorio González de Yillarubia pertenecía al servicio de la reina viuda. Doña Isabel de Farnesio y del Infante D. Luis de Borbón le había encargado un Cristo del Perdón que llegó a la Granja de San Ildefonso el 28 de febrero de 1751, cuyo destino inicial se desconoce, pero que dos años más tarde se convirtió en el titular de la Hermandad de la Esclavitud del Cristo del Perdón de la que era hermano mayor y protector el citado Infante.
En febrero de 1751 a punto de entregar esta obra, el escultor afirmaba “sin que sea pasión sino conocimiento, que le lleva muchas ventajas al que se venera en el convento del Rosario de esta Corte”, refiriéndose al que hizo en torno a 1648 el portugués Manuel Pereira, opinando que le ganaba en ''espíritu compasivo, en  carnes, en pañetes y en túnica", y expresaba su no disimulado orgullo por haberlo conseguido “para la mayor honra y gloria de Dios”.
Es lo cierto que desde hacia al menos cien años, imágenes semejantes, aunque sin tanta expresión y realismo habían sido talladas por escultores de la escuela vallisoletana como Bartolomé del Rincón o Francisco Díaz de Tudanca, llevando la misma denominación de "Cristo del Perdón". Siendo estas algunas de las que se conservan de aquella época, al haber desaparecido la de Pereira en 1936 39. Siguiendo todas ellas la misa temática iconográfica, repetida en pintura y escultura entre los siglos XVII y XVIII.
Cristo suele estar de rodillas con un paño de pureza blanco con franjas doradas. Mirando al cielo, implorando el perdón, con los brazos abiertos y extendidos. Espalda flagelada y ensangrentada, como consecuencia de la exaltación del dolor. Representando un pasaje que habría que colocar después de llegar al Calvario, justo antes de la crucifixión, viniendo a ser un momento análogo al de la Oración del Huerto


Cristo del Perdón
Atienza (Guadalajara)

Nos dicen los biógrafos de Carmona:
Se le brindó una segunda oportunidad para trabajar el mismo asunto cuando recibió el encargo de hacer otro ejemplar idéntico, en esta ocasión destinado al Hospital de Santa Ana que se construía en Atienza bajo la atenta mirada de D. Baltasar de Elgueta, quien será, sin duda alguna, el responsable de encomendar al escultor su segundo Cristo del Perdón, tan magnífico como el anterior.
Fue don Baltasar de Elgueta el encargado de llamar a la Corte a pintores, escultores, u orfebres encargados de la decoración interior y exterior de palacio, enviando cartas a todas las provincias del reino a fin de que se presentasen a él, y a la Intendencia de Palacio, aquellos artistas que se sintiesen capacitados para pasar a la posteridad dejando su nombre en la entonces más grande de las obras proyectadas en Madrid.
Entre las personas que respondieron a su llamada se encontró Luis Salvador Carmona, de quien ya se conocía la obra, y a quien le fueron encargadas algunas de las esculturas de los reyes destinadas a coronar la balaustrada cimera de palacio, conforme al programa de esculturas trazado por otro de los integrantes del diseño de la obra, el padre Martín Sarmiento (Pedro José García Balboa en lo civil). Salvador Carmona ya había trabajado, con anterioridad al encargo de las esculturas reales, en algunas otras obras menores.
De su cincel salieron las esculturas de los reyes Ramiro I, Ordoño II, Doña Sancha, Fernando I y Felipe IV; en la actualidad en distintos lugares ya que ante el peligro que suponía situarlas en la cima de palacio se situaron en la plaza de Oriente, o plaza de Palacio, encontrándose en la actualidad en distintos lugares; Ramiro I, Ordoño II, Doña Sancha de León y Fernando I en la plaza; Felipe II en el Museo del Ejército.
Las constantes desavenencias que Salvador Carmona tuvo con el padre Sarmiento fueron frenadas en múltiples ocasiones por Baltasar Elgueta, tomando a Carmona bajo su protección, llevándolo junto a él a la fundación de Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, uniéndose finalmente ambos nombres en Atienza a través del Cristo Perdón.
Tomás Gismera Velasco



Cristo del Perdón
Ava del Rey (Valladolid)
Convento de los Sagrados Corazones. MM. Capuchinas
BIBLIOGRAFÍA: J. A. CEÁN BERMÚDEZ, Diccionario, Madrid, 1800, p. 315; J. ORTEGA RUBIO, Los pueblos de la provincia de Valladolid, Valladolid, 1895, I, p. 285; J. J. MARTÍN GONZÁLEZ, Escultura barroca castellana, I, Madrid, 1959, p. 428; J. J. MARTÍN GONZÁLEZ (dir.), Inventario artístico de Valladolid y su provincia. Valladolid, 1970; p. 211, lám. 49; E. GARCÍA CHICO y A. BUSTAMANTE, Partido Judicial de Nava del Rey, Catálogo monumental de Valladolid. Valladolid, 1972, p. 97; J. URREA, «Revisión a la vida y la obra de Luis Salvador Carmona», BSAA, 1983, p. 448; E. GAR¬CÍA DE WATTENBERG en Luis Salvador Carmona en Valladolid, cat. exp., Valladolid, 1986, cat. n° 5, pp. 24-27; Ma C. GARCÍA GAÍNZA, El escultor Luis Salvador Carmona, Navarra, 1990, p. 82; J. J. MARTÍN GONZÁLEZ, Luis Salvador Carmona. Escultor y académico, Madrid, 1990, p. 226; J. J. MARTÍN GONZÁLEZ, «Luis Salvador Carmona y el convento de Capuchinas de Nava del Rey», Academia, 72, 1991, pp. 72-75; Ma C. GARCÍA GAÍNZA y C. CHOCARRO BUJANDA, «Inventario de bienes del escultor Luis Salvador Carmona», Academia, 1998, p. 305; M. ARIAS MARTÍNEZ y J. I. HERNÁNDEZ REDONDO, «El patrimonio artístico de los conventos de Olmedo y Nava del Rey», en Clausuras. El Patrimonio de los Conventos de la Provincia de Valladolid, II Olmedo-Nava del Rey, Valladolid, 2001, p. 66; J. CAS- TÁN LANASPA, Catálogo Monumental de Valladolid. Partido Judicial de Nava del Rey, Valladolid, 2006, p. 100.

Representa una interpretación mística de Cristo, después de haber sufrido su propio martirio, intercediendo ante Dios por el mundo pecador como expresión de su Redención, según un escrito de la venerable Sor María Jesús de Ágreda (La Mística Ciudad de Dios, 1670), aunque la iconografía de este asunto tiene su precedente más lejano en un grabado de Alberto Durero alusivo a Cristo Varón de Dolores.
Concebido en una elegante actitud, su figura expresa una oración implorante, con el torso inclinado hacia adelante, los brazos semi extendidos y separados del cuerpo mostrando al que le contemple las palmas de sus manos horadadas por las llagas. Cubierto tan sólo por el paño de pureza, Jesús se arrodilla sobre el globo terráqueo con una genuflexión que le permite apoyar su pie derecho en el suelo mientras que tiene extendida en el aire la pierna izquierda. En la bola del mundo, parcialmente velada por la túnica, aparece pintada la escena del Paraíso Terrenal, en la que Eva ofrece a Adán el fruto del árbol prohibido, entre la representación del Diluvio y la historia de Lot con sus hijas huyendo del castigo de Sodoma.
Su cabeza, enmarcada por una cabellera de mechones ondulados que se deslizan sobre las sienes, hombros y espalda, ofrece un expresivo rostro de cuidada barba, boca entreabierta y ojos de mirada suplicante. La corona de espinas ceñida a sus sienes aumenta el carácter piadoso de esta interpretación pasionaria.
El cuerpo, anatómicamente correcto, traduce en todos sus detalles la belleza física del ser humano tocada de ese halo sobrenatural que infunde admiración y respeto en tanto que su semblante provoca compasión por su dulce y atribulada mirada. Subrayados los estigmas del martirio padecido por el Salvador mediante una magnífica policromía, su espalda describe con minuciosidad los terribles efectos de la flagelación mediante la piel levantada, las múltiples heridas y los reguerones de sangre coagulada.
Sin embargo no fue éste de las Capuchinas de Nava del Rey el primer Cristo con esta iconografía que Carmona. En 1749 D. Juan Bartolomé, que junto con D. Gregorio González de Villarrubias pertenecía al servicio de la reina viuda Da Isabel de Farnesio y del Infante D. Luis de Borbón, le había encargado un Cristo del Perdón que llegó a La Granja de San Ildefonso el 28 de febrero de 1751 cuyo destino inicial se desconoce pero que dos años más tarde se convirtió en el titular de la Hermandad de la Esclavitud del Cristo del Perdón de la que era hermano mayor y protector el mencionado Infante.
En febrero de 1751, a punto de entregar esta obra el escultor afirmaba, «sin que sea pasión sino conocimiento, que le lleva muchas ventajas al que se venera en el convento del Rosario de esta Corte», refiriéndose al que hizo en torno a 1648 el escultor portugués Manuel Pereira, opinando que le ganaba «en espíritu pasivo, en carnes, en pañetes, en túnica» y expresaba su no disimulado orgullo por haberlo conseguido «para la mayor honra y gloria de Dios». Para Carmona tuvo que representar un auténtico reto dada la devoción de que gozaba en la Corte el Cristo de Pereira, la popularidad que había alcanzado mediante las copias que se habían hecho de él (Valladolid, Pamplona, Hervás, Orense, Palencia, etc.) y los epítetos de «prodigioso espectáculo», «cosa portentosa» o «soberana efigie» que le habían dedicado.
El último ejemplar de esta serie lo trabajó el artista con destino a su pueblo natal, pero no se sabe si fue un encargo directo de la comunidad de las monjas capuchinas o intervino algún protector de las mismas. Lo cierto es que el Cristo de Nava del Rey se hallaba en el estudio del escultor, prácticamente concluido, a finales de agosto de 1756. El mismo puede identificarse con la «efigie de escultura del Santísimo Cristo del Perdón, puesto sobre el globo terrestre y la túnica caída en él, puesto de rodillas de dos vara de alto y su peana y contra peana que sirve de andas, concluido y sin pintar», que fue valorado en 3.600 reales. Aquel año, el 28 de febrero, su paisano y amigo D. Agustín González Pisador, desde 1754 obispo de Tricomia in partibus infede lium y auxiliar del arzobispado de Toledo, había concedido a esta imagen, «que se conduce desde esta villa de Madrid a la de Nava del Rey, obispado de Valladolid», cuarenta días de indulgencias a todos los que la rezasen.
Muerto ya el artista, se hizo en 1768 un grabado del Cristo del Perdón de La Granja por el sobrino del escultor Juan Antonio Salvador Carmona, a partir de un dibujo del pintor Jacinto Gómez, que la Esclavitud dedicó al Infante Don Luis de Borbón, hermano mayor y bienhechor de la misma, el cual contribuyó poderosamente a su difusión por las indulgencias que se condecían a quienes rezasen delante de la estampa pidiendo «por la exaltación de la santa fe católica». En cambio, del Cristo de Nava sólo se conoce una modesta xilografía decimonónica de carácter popular.
 Jesús Urrea Fernández


Cristo de la Caridad
Priego (Cuenca)
Convento San Miguel de la Victoria

Tenemos que señalar las dudas que tuvimos en un principio en señalar a José Salvador Carmona como el autor de las tallas que desde Aranjuez se trajeron para adornar el retablo del convento de San Miguel e, incluso, no descartábamos que algunas de ellas pertenecieran a su hermano Manuel Salvador Carmona, e incluso a su tío Luis, dada la íntima relación que mantuvieron todos los miembros de tallistas, grabadores e imagineros vallisoletanos a lo largo de sus muchos años de actividad artística.
Nuestra duda venía avalada por la rigurosidad investigadora, firmemente contrastada hasta esos momentos, del canónigo de la Catedral de Cuenca, don Pedro Cruz Ocaña, que nos inclinaba a creer firmemente en sus argumentos. El 2 de diciembre de 1928, es decir, un año antes de la publicación de su libro El convento de San Miguel de las Victorias de Priego (1929), el diario madrileño ABC, con la firma de Luis Martínez Kleiser, publica un esclarecedor artículo titulado El Convento de San Miguel de las Victorias. El imaginero Carmona, en el que basándose en estudios e investigaciones del padre Cruz Ocaña, señala a Manuel Salvador Carmona como el principal responsable de las tallas: Las imágenes mencionadas califican a su autor Manuel Salvador Carmona, grabador del Rey de imaginero vigoroso, capaz de infundir fibras de humanidad viva en las de la madera muerta y hacer palpitar la materia bajo las vibraciones del espíritu…
Nuestras dudas desaparecieron cuando cotejamos los imprescindibles trabajos de Juan Nicolau Castro: Nuevas esculturas de Luis y José Salvador Carmona, en Archivo Español de arte, LXXVIII, 2005, 311, pp. 297 a 331 y Nuevas obras de Luis y José Salvador Carmona, en Archivo Español de arte, LXXV, 2002, 300, pp. 407 a 446, en que se detallan minuciosamente cada uno de los trabajos del imaginero vallisoletano.
José Salvador Carmona había nacido en Nava del Rey, Valladolid y tuvo otros dos hermanos artistas: Manuel y José Antonio, grabadores, quienes trabajaron y se formaron a las órdenes de su tío Luis en la Academia de San Fernando. Representante de un estilo rococó tardío, especializado en imaginería religiosa en madera policromada. Según Ceán Bermúdez, fue un artista estimable, sobre todo cuando se ceñía a los modelos de su tío, de cuyo estilo nunca se alejó.
Sobre la autoría de las esculturas del convento de San Miguel de la Victoria, hemos recogido estos dos comentarios de reconocidos especialistas en Arte:
“… Es importante el conjunto de esculturas que hizo José para el convento franciscano de San Miguel de las (sic) Victorias de Cuenca que habían sido atribuidas a Luis Salvador Carmona y han sido fechadas en 1777 y adjudicadas a José. El número de imágenes es elevado y algunas muestran una calidad que hace valorarlos entre lo mejor del escultor.
Según unas notas antiguas las esculturas proceden de Aranjuez y fueron donadas por la Casa Real y en concreto por Carlos III que había sufragado la construcción del nuevo convento franciscano. Tras la desamortización, el conjunto de esculturas fue trasladado a la iglesia parroquial de Priego a excepción del Cristo de la Caridad que preside su capilla en el Monasterio. La imagen es una copia fiel del Cristo del Perdón de La Granja, Nava del Rey y Atienza, obra de su tío, pero aunque es obra de importancia no tiene la blandura del desnudo de aquellos, si bien es obra de gran expresividad de sentimientos. Cuatro ángeles plorantes flanquean la imagen de Cristo. La mayor parte de esculturas se encuentran en la capilla de la Virgen de la Peña de la parroquia (sic) a excepción de algunas que se han colocado en los retablos. Una de las esculturas de más calidad es la Magdalena con antigua atribución a Pedro de Mena, pero en realidad próxima a la de Torrelaguna, obra de Luis Salvador. También son acertadas las imágenes de los santos franciscanos, San Francisco de Asís con el pie sobre el mundo siguiendo el modelo de Olite, obra de su tío, y el San Pedro de Alcántara. De igual forma Santo Domingo de Guzmán, San José con el Niño, San Antonio y Santa Margarita de Cortona muestran total identificación con los modelos de Luis al igual que la Dolorosa que sigue el modelo de la Colegiata de La Granja de cuerpo entero en busto, copia de la de San Jerónimo de Madrid firmada por José.
No tan acertada resulta la escultura de la Inmaculada Concepción. El conjunto más importante actualmente conservado de nuestro escultor, y fundamental para el estudio estilístico de su obra, es el que realizó en la década de 1770 para el monasterio franciscano de San Miguel de las Victorias (sic) en Priego (Cuenca), quizá donado por Carlos III. Las esculturas se guardan al presente en el citado monasterio y en la iglesia parroquial de la referida población conquense: en el convento permanece la excelente imagen del Cristo de la Caridad, mientras que la parroquia alberga las de Santa Margarita de Cortona, Santa María Magdalena, la Virgen Dolorosa, el magnífico Crucificado alado (de gran movimiento barroco), San Benito de Palermo, San José, Santo Domingo de Guzmán, San Antonio de Padua, San Francisco de Asís, y San Pedro de Alcántara. Otras muchas obras citadas por Ceán Bermúdez y por Tormo han desaparecido del citado monasterio. De todo el conjunto destacan la pareja de San Francisco y de San Pedro de Alcántara. Por su talla, prestancia y cuidada anatomía resultan de lo más hermoso de la obra de José conocida hasta la fecha. El San Francisco, en lugar de presentar, como en los conocidos del tío, un anhelo místico, presenta más bien un gesto de concentrada meditación. Son también interesantes el San Pascual Bailón y el San Francisco recibiendo los estigmas que hoy se conservan en la catedral de Cuenca, muchas veces publicados como de Luis Salvador Carmona.

Bibliografia utilizada:

Catálogo exposición Nava del Rey, mayo-junio 2009.
Web de Nava del Rey (Valladolid)
Web del Real Sitio de San Ildefonso (Segovia)
Priego, una recuperación histórica a través de la fotografía

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