martes

 

Si entre burros te ves, 

rebuzna alguna vez

 


Decían que un hombre podía volver al pueblo después de muchos años y encontrarlo intacto, como si los relojes allí caminaran más despacio. Esa fue la primera ilusión de Julián cuando, tras dos décadas en la ciudad, se decidió a regresar a Valdemora, la aldea polvorienta donde había nacido. Llegó con una maleta y con los hábitos aprendidos en la capital: hablar rápido, vestir con cierta corrección, y medir las palabras como quien las pesa en una balanza.

Pero Valdemora, como siempre, lo recibió con ese aire a medias de burla y desconfianza que los pueblos pequeños reservan para los que se marchan. “Míralo, el señorito”, murmuraban algunos en la taberna, mientras Julián pedía un café que allí no sabían preparar más que aguado y amargo. 

Apenas llevaba dos días cuando sintió que estaba en medio de un mundo donde no terminaba de encajar. La gente hablaba a voces, se interrumpía, contaba historias de cabras, de tractores, de herencias y cosechas. Y él, que había aprendido a escuchar conferencias de oficina y discusiones sobre economía en el bar de la esquina en Madrid, se sentía como si le hubieran cambiado de idioma. 

El verdadero choque llegó en la taberna de Rufino, lugar sagrado del pueblo. Allí, los hombres se reunían cada tarde, después de las faenas, a beber vino áspero y a contar chismes. Julián, queriendo recuperar lazos, decidió acompañarlos. 

Pronto descubrió que las conversaciones no eran diálogos, sino una sucesión de rebuznos humanos: frases sueltas, exageraciones, risas, golpes en la mesa, voces que se superponían hasta hacerse incomprensibles. 

—¡Pues yo te digo que ese burro me entiende mejor que mi mujer! —gritaba el tío Mariano, mientras los demás estallaban en carcajadas. 

Julián intentaba responder con cordura, con frases razonadas: 

—Bueno, en realidad los animales responden más a la rutina que a la comprensión… 

El silencio que seguía era incómodo. Alguien tosía, otro cambiaba de tema. Julián sentía que cada palabra suya era como una piedra lanzada contra un estanque seco: ni eco, ni agua, ni nada.

La escena se repitió varias veces. Una tarde, el alcalde, hombre bonachón y brusco, contó con orgullo que había engañado a un comerciante de la capital en una venta de corderos. Todos celebraron su astucia con palmadas en la espalda. 

Julián, incapaz de callar, comentó con seriedad: 

—Pero… eso no es honrado. Un acuerdo debe basarse en la confianza. 

El murmullo de voces se apagó. Rufino, desde la barra, soltó una carcajada áspera: 

—¡Honrado dice el señorito! Aquí, el que no engaña, no come. 

Todos rieron. Todos menos Julián, que comprendió que, en aquel círculo, la honradez era una rareza, casi una afrenta. Salió de la taberna con el corazón encogido.

Esa noche, en el corral de su casa, escuchó a los animales. El viejo burro de su padre, ya casi ciego, rebuznaba contra la oscuridad. Un sonido torpe, bronco, ridículo. Julián se sorprendió a sí mismo sonriendo. 

Si entre burros te ves…” recordaba la voz de su abuela, que le había repetido aquel refrán tantas veces. 

El eco del dicho se le quedó grabado como una revelación: si quería sobrevivir en ese mundo, si quería ser aceptado, debía aprender a rebuznar. 

La taberna estaba llena de humo, de voces superpuestas y de un aroma ácido a vino peleón. Rufino iba de un lado a otro con la toalla al hombro, secando vasos que nunca terminaban de estar secos. En las mesas, los hombres golpeaban el tablero de madera con las manos o con las jarras, como si así pudieran dar más fuerza a sus palabras. 

Mariano, el fanfarrón oficial del pueblo, relataba por enésima vez cómo su burro había sabido encontrar solo la carretera de la feria. 

—¡Os lo juro por esta copa! —vociferaba—. Yo iba medio dormido en el carro y, cuando abrí los ojos, ¡zas!, estábamos en la plaza, justo delante del puesto de las rosquillas. 

—Eso no es nada —intervino Pascual, un vecino menudo con bigote desordenado—. El mío sabe la hora mejor que el reloj de la iglesia. Cuando son las seis, rebuzna; cuando son las ocho, me da una coz en la puerta. ¡Y nunca falla! 

Las carcajadas se mezclaron con exclamaciones de asombro fingido. Julián escuchaba en silencio, apretando los labios. En la ciudad, hubiera desmentido semejantes cuentos. Pero allí, en Valdemora, la verdad no tenía tanto valor como la gracia del relato. 

Y entonces, sin pensarlo demasiado, dejó escapar aquella frase: 

—¡Pues mi burro recita versos cuando está contento! 

El silencio que siguió duró un parpadeo eterno, pero pronto la taberna estalló. Rufino dejó caer un vaso en la barra, Mariano se doblaba de la risa, y hasta el alcalde —que siempre parecía una estatua de granito— soltó un bufido que se transformó en carcajada. 

—¡Versos! —gritó Mariano entre ataques de risa—. ¡El señorito tiene un burro poeta! 

—¿Y qué recita? —preguntó Pascual, con la cara encendida—. ¿Coplas, romances… o sonetos de esos que traen las novelas baratas? 

                Julián, sorprendido por la expectación, improvisó: 

—De todo un poco. A veces, cuando le pongo la alforja, me suelta: “Cargas me das, amo cruel, y yo te doy mi paciencia fiel”. 

La taberna explotó otra vez. Rufino, llorando de risa, se agarró a la barra para no caer. 

—¡Por la Virgen del Rosario! —exclamó—. Ese burro es más sabio que todos nosotros juntos. 

Animados, los demás comenzaron a inventar hazañas imposibles de sus animales: 

- El mío me da los buenos días con un saludo militar —dijo el alcalde, imitando un gesto torpe con la mano en la frente. 

—¡Pues el mío sabe multiplicar! —añadió Mariano—. El otro día le pregunté: “Dos por dos”, y dio cuatro coces seguidas contra el portón. 

—Bah, tonterías —terció Rufino—. El mío escribe en la pizarra con la cola. Lo llevo a la escuela y hasta el maestro se queda callado. 

La carcajada fue general, y Julián, arrastrado por la ola de imaginación desbocada, se atrevió a más: 

—El mío, cuando se pone filosófico, me recuerda que “todo hombre es libre mientras no cambie pienso por cadenas”. 

Los hombres golpeaban la mesa, se atragantaban de risa, pedían más vino. La exageración se volvió un juego colectivo, un campeonato de disparates. 

—¡Eh, Julián! —gritó Pascual desde la otra esquina—. Si tu burro recita versos, ¿no podrías traerlo un día a la taberna? Así lo escuchamos todos. 

Julián, ya envalentonado por el vino y el calor de la camaradería, respondió con una solemnidad fingida: 

—No puedo. Es muy tímido. Solo se suelta cuando la luna está llena y el viento sopla del norte.

—¡Ja, ja, ja! —Mariano casi se atraganta—. ¡Entonces tendremos que pedirle al alcalde que organice una luna llena oficial para el burro poeta! 

Hasta las mujeres que pasaban por la puerta, camino de la fuente, se asomaban curiosas a ver de dónde venía tanto estrépito. La taberna, esa tarde, parecía un teatro improvisado, y Julián, sin haberlo planeado, se había convertido en el actor principal.

           Cuando Rufino le llenó la enésima copa, le dio otra palmada en la espalda y murmuró entre risas: 

—Ahora sí, señorito, ahora sí que hablas como los de aquí. 

Julián sonrió. Por primera vez, las risas no iban contra él, sino con él. Había aprendido la lección: en Valdemora, lo importante no era la verdad, sino el arte de rebuznar en el momento justo. 

La luna estaba alta cuando Julián salió de la taberna. El aire fresco le golpeó el rostro como una bofetada amable, despejando apenas la niebla del vino. El bullicio de voces y carcajadas quedó atrás, atrapado entre las paredes del local de Rufino. Afuera, Valdemora dormía. Solo se oía el ladrido lejano de un perro y el canto ronco de una lechuza. 

Caminó despacio por las callejas empedradas. El suelo estaba húmedo por el rocío y cada pisada resonaba como un eco exagerado en la quietud de la madrugada. Se sentía extraño: ligero y pesado a la vez. Ligero porque, por fin, había sentido la calidez de pertenecer. Pesado porque en algún rincón de su conciencia flotaba una pregunta incómoda: ¿qué había hecho para conseguirlo? 

Se detuvo en la plaza mayor. El pilón de piedra brillaba débilmente bajo la luz blanca de la luna. Se sentó en el borde y dejó que el silencio le envolviera. Aún le dolían las costillas de tanto reír, aún tenía el sabor áspero del vino en la lengua. Y sin embargo, algo en él se resistía a celebrar del todo la jornada. 

Recordó la cara de Mariano, roja como un tomate, doblado de risa con lágrimas en los ojos. Recordó la voz de Rufino diciéndole: “Ahora sí que hablas como los de aquí”. Y ese recuerdo le arrancó una sonrisa. Sí, había sido aceptado. Había cruzado la frontera invisible que lo separaba de los suyos. 

Pero luego le vino a la mente otra escena: él mismo, unos días antes, en esa misma taberna, tratando de explicar con calma que los animales actuaban por instinto, que los hombres debían ser honrados en el comercio, que la razón tenía valor. Y cómo lo habían mirado, como si hablara en un idioma extraño. En ese contraste estaba su dilema: ¿debía renunciar a su voz verdadera para encajar en el coro? 

—He rebuznado —se dijo en voz baja, casi divertido, casi avergonzado—. Y lo peor es que me ha gustado. 

El viejo refrán de su abuela volvió a él, nítido, como si la anciana estuviera sentada a su lado: “Si entre burros te ves, rebuzna alguna vez”. No decía “siempre”, no decía “hazte burro”. Solo aconsejaba una vez, lo justo, lo necesario. Tal vez ahí estaba la clave. 

Se levantó del pilón y reanudó el camino hacia la casa. Al pasar frente al corral, el rebuzno apagado del viejo animal de su padre resonó en la oscuridad. Julián sonrió. 

- Tú y yo, compañero, tenemos mucho en común —murmuró—. Rebuznamos cuando toca, pero solo cuando hace falta. 

El burro respondió con un bramido torpe que se perdió en la noche. Julián rió suavemente y entró en casa. Mientras se dejaba caer en la cama, aún con la ropa puesta, sintió que esa mezcla de euforia y duda lo acompañaría mucho tiempo. Pero, por primera vez en años, se durmió en paz con su pueblo y consigo mismo. 

La mañana amaneció clara, con un sol tibio que doraba los tejados y hacía brillar el rocío en los huertos. Julián, aún con la boca seca por el vino de la taberna, se asomó a la ventana. El pueblo despertaba a su ritmo habitual: mujeres yendo a la fuente con los cántaros, los niños correteando descalzos detrás de una pelota de trapo, el repique de un martillo en la fragua. Todo parecía igual que siempre… y, sin embargo, algo había cambiado. 

Al salir de casa, lo notó de inmediato. Pascual, que pasaba con una cesta de huevos, lo saludó con una sonrisa cómplice. 

—Buenos días, poeta —dijo, sin detenerse. 

Un poco más allá, en la plaza, el alcalde charlaba con un grupo de vecinos. Al verlo, levantó la voz: 

—¡Ahí viene el hombre de letras! ¿Nos recitarás un verso de tu burro o nos lo guardas para esta noche? 

Las risas que siguieron no tenían el filo burlón de antes: eran cálidas, amistosas, como palmadas invisibles en la espalda. 

En la tienda de comestibles, la mujer de Rufino le dio la bienvenida con una expresión nueva en el rostro. 

—¿Qué te pongo, Julián? ¿Azúcar, harina… o un libro para tu animal? —dijo, entre carcajadas. 

Hasta los críos del barrio se acercaban a él con miradas traviesas. Uno le preguntó: 

—¿Tu burro sabe decir trabalenguas? —y otro añadió—: ¡Mi padre dice que el tuyo habla mejor que el maestro! 

Julián se dejó envolver por aquella corriente de atenciones. Ya no lo llamaban “el señorito” con desdén, sino “poeta”, “hombre de letras”, “dueño del burro sabio”. Había dejado de ser un extraño. Ahora era un personaje del pueblo, con un lugar en el imaginario colectivo. 

Sin embargo, esa nueva aceptación traía también un peso. Mientras caminaba hacia la fuente, pensaba: ¿Y ahora qué esperan de mí? ¿Que siga inventando historias? ¿Que cada noche rebuzne un poco más alto? La gente lo miraba con expectación, como si de pronto él tuviera una misión: divertir, exagerar, hacer reír. 

Mariano lo alcanzó en el camino y le pasó un brazo por los hombros. 

—Oye, Julián, esta tarde no faltes a la taberna. Quiero que nos cuentes cómo tu burro enamoró a la mula del tío Remigio. 

—¿La mula del tío Remigio? —preguntó Julián, sorprendido. 

—Claro, hombre —respondió Mariano con una carcajada—. Si el tuyo recita versos, ¡bien puede cortejar a las hembras! 

Julián sonrió, aunque en su interior sintió un leve vértigo. Sí, había ganado respeto, había encontrado un sitio en el corro de los hombres. Pero también había entrado en un juego del que ya no podía retirarse tan fácilmente. 

Mientras llenaba su cántaro en la fuente, se miró en el reflejo del agua. Allí estaba él, con los ojos aún enrojecidos por el vino, rodeado de un murmullo de bromas y simpatía. Había cruzado el umbral. Y aunque no sabía a dónde lo llevaría aquel camino de rebuznos fingidos, intuía que ya no podía volver atrás. 

Las tardes en la taberna de Rufino comenzaron a adquirir un aire distinto desde que Julián abrió la boca aquella primera vez. Lo que antes eran reuniones de voces atropelladas, donde apenas se escuchaban unos a otros, se convirtió poco a poco en una especie de escenario donde todos esperaban a que él lanzara la próxima ocurrencia. 

Al principio, Julián se limitaba a exagerar alguna anécdota o a imitar el acento de un tendero de la ciudad. Pero, con el paso de los días, descubrió que tenía un don oculto: sabía medir los silencios, sabía cuándo soltar la frase inesperada, cuándo torcer la lógica hasta volverla un disparate. En la capital había aprendido a hablar con prudencia y argumentos; en Valdemora, descubría que la exageración era un idioma propio. 

Una tarde, Mariano se vanagloriaba de haber vendido una cabra “más lista que un escribano”. 

—Me entendía con la mirada, os lo juro. ¡Si hasta me hacía gestos para que le diera más grano! 

Los demás reían y asentían, pero fue Julián quien remató la faena: 

—Eso no es nada. Mi burro no solo hace gestos: me redacta contratos. El último que firmé en la feria lo escribió él con la pezuña, y todavía el notario no se ha dado cuenta. 

La taberna explotó en carcajadas. Rufino tuvo que apoyarse en la barra para no caerse, y Pascual, con lágrimas en los ojos, gritó: 

—¡A ese burro hay que hacerlo alcalde! 

Desde entonces, cada exageración que salía de su boca era celebrada con vítores. Y Julián, viendo la reacción, empezó a hilar sus historias con mayor cuidado. Inventó que su burro había aprendido latín con el cura del pueblo, que había ganado una carrera contra un caballo del ejército, que incluso había dado consejo matrimonial a un mozo indeciso.

Lo más sorprendente fue descubrir cómo esas fantasías empezaban a pesar en la vida real del pueblo. Los niños lo miraban con admiración y repetían sus historias en el patio de la escuela; las mujeres, en la fuente, comentaban entre risas que “el señorito ya no era tan señorito”; y hasta el alcalde, hombre poco dado a ceder protagonismo, lo invitaba a su mesa en las fiestas, para que animara la velada. 

De pronto, Julián se encontró con una autoridad nueva, invisible pero efectiva. Si él decía que el clima cambiaría porque su burro lo había soñado, más de uno decidía posponer la siembra. Si él aseguraba que el vino de Rufino curaba la melancolía, la taberna se llenaba aún más. Su palabra, disfrazada de broma, comenzaba a influir en las decisiones cotidianas del pueblo. 

Al regresar a casa cada noche, Julián se preguntaba en qué momento la broma había dejado de ser un simple rebuzno para convertirse en un instrumento de poder. Sentía una mezcla de vértigo y orgullo: ¿hasta dónde podía llegar aquel juego? ¿Y hasta dónde estaba dispuesto él a jugarlo? 

Se miraba en el espejo, veía su rostro enrojecido por el vino y la risa, y pensaba: he aprendido a rebuznar… pero ahora soy yo quien marca el ritmo del coro. 

No pasó mucho tiempo antes de que las bromas de Julián traspasaran las paredes de la taberna y comenzaran a tener vida propia en Valdemora. Lo que en un principio eran disparates para arrancar carcajadas, pronto empezó a pesar en la forma en que los vecinos tomaban decisiones o resolvían disputas. 

Una tarde, el alcalde reunió a varios hombres para decidir si reparar primero el puente del río o el camino que llevaba a los olivares. La discusión se calentaba: unos defendían el puente, otros el camino, y nadie cedía. Fue entonces cuando alguien dijo: 

- Preguntémosle a Julián. Él sabrá qué hacer: si su burro es tan sabio como dice, seguro que ya lo tiene pensado. 

Las risas se mezclaron con asentimientos serios. Julián, sorprendido, alzó la mano con fingida solemnidad: 

—Mi burro me ha susurrado que lo urgente es el puente. Porque, sin puente, ni los burros ni los hombres podrán cruzar al mercado. Y ya sabéis que si los burros no llegan, tampoco llega el dinero. 

Hubo un murmullo de aprobación. El alcalde, con gesto satisfecho, concluyó: 

—Pues queda decidido: primero el puente. 

Así, con una simple ocurrencia, Julián inclinó la balanza de una decisión que llevaba días estancada. 

Otro ejemplo ocurrió en una disputa entre dos vecinos, Román y Teodoro, que casi llegaron a las manos por los límites de una parcela. La tensión crecía en la plaza cuando alguien, medio en broma, llamó a Julián para que opinara. Él, con una sonrisa calma, dijo: 

—Si mi burro pudiera hablar de verdad, os diría que la tierra no es de quien la pisa más fuerte, sino de quien la cuida mejor. 

El comentario, dicho entre bromas, provocó que los presentes se rieran, relajando la tensión. Román y Teodoro, aún refunfuñando, terminaron estrechándose la mano. Desde aquel día, cada vez que alguien hablaba de conflictos de lindes, repetían el refrán improvisado: “la tierra no es de quien la pisa, sino de quien la cuida”. 

Incluso las mujeres acudían a él en busca de consejo, disfrazando la consulta bajo una carcajada. 

—A ver, Julián, tú que tienes un burro poeta —decía Rosa la panadera—, ¿qué debo hacer si mi marido prefiere el vino de Rufino antes que mi pan? 

Julián contestaba con picardía:           

—Dale pan mojado en vino, y así creerá que le das dos amores en uno. 

La respuesta corría por el pueblo como un chisme divertido, y Rosa lo contaba orgullosa a las vecinas en la fuente. 

Lo curioso era que, aunque todos sabían que Julián hablaba en broma, poco a poco sus palabras empezaban a tener un eco más serio. Lo citaban, repetían sus frases, lo miraban con un respeto disfrazado de risa. Como si, detrás del rebuzno, se escondiera un destello de sabiduría inesperada. 

Y Julián, al darse cuenta, sintió la ambigüedad de su posición: no era alcalde, no era cura, no era juez… pero sus ocurrencias empezaban a ordenar la vida del pueblo. 

¿Hasta dónde puede llegar el rebuzno de un hombre? —se preguntaba por las noches, entre orgulloso y temeroso—. ¿Y qué pasará cuando la broma deje de ser broma?. El eco de las palabras de Julián había crecido tanto que ya no era un simple entretenimiento de taberna: sus ocurrencias se repetían en la plaza, en los corrales, incluso en la iglesia, a la salida de misa. Y aquel murmullo, que al principio hacía gracia, comenzó a inquietar a quienes estaban acostumbrados a ser escuchados sin réplica. 

El primero en mostrar su incomodidad fue don Evaristo, el alcalde. Una mañana, mientras repasaba unos papeles en el ayuntamiento, comentó con fastidio a su secretario: 

—Esto se está yendo de las manos. Que el pueblo decida reparar el puente porque lo dice un burro… ¡un burro! ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Elegir al alguacil por consejo de las gallinas? 

El secretario, prudente, murmuró: 

—Bueno, señor alcalde, la gente no lo toma del todo en serio… aunque tampoco lo toma del todo en broma. 

—¡Y ese es el problema! —golpeó el escritorio—. Antes, cuando yo hablaba, todos asentían. Ahora esperan a ver qué suelta el señorito Julián entre carcajadas. ¡Y si él ríe, ellos ríen, y si él dice “puente”, pues puente! 

Mientras tanto, en la sacristía, don Anselmo, el cura, compartía idéntica preocupación con el sacristán. 

—No me gusta nada este juego —dijo, mientras ordenaba los misales—. La gente se está acostumbrando a escuchar las parábolas de ese Julián como si fueran evangelio. El domingo pasado, al salir de misa, oí a una mujer repetir: “la tierra no es de quien la pisa, sino de quien la cuida”. ¿Y sabes qué es lo peor? Que añadió: “lo dijo Julián”.


El sacristán encogió los hombros.
 

—Bueno, padre, tampoco es una mala enseñanza… 

—¡Pero no es la enseñanza de la Iglesia! —replicó don Anselmo con voz severa—. Hoy se ríen con sus ocurrencias; mañana, ¿quién sabe? Quizás prefieran sus rebuznos a mis sermones. 

Ambos, alcalde y cura, sin ponerse de acuerdo ni hablarse, comenzaron a observar a Julián con recelo. Lo veían entrar en la taberna rodeado de carcajadas, salir a la plaza con el aire de quien no busca nada y, sin embargo, consigue que todos lo sigan con la mirada. Lo peor, para ellos, era que Julián no pedía poder, no exigía nada: su influencia era invisible, disfrazada de risa. Y ese tipo de poder, el que no se declara, es el más difícil de combatir. 

Aquella misma noche, don Evaristo y don Anselmo coincidieron en el atrio de la iglesia tras un rosario. Se saludaron con una inclinación seca, y el alcalde murmuró: 

—Aquí alguien está hablando más alto que nosotros. 

El cura, ajustándose las gafas, respondió con gravedad: 

—Y lo hace rebuznando. 

Los dos se miraron en silencio, conscientes de que, bajo la apariencia del bufón, Julián se estaba convirtiendo en el hombre más escuchado de Valdemora. Julián no era ingenuo. Aunque los vecinos lo miraban con simpatía y hasta con respeto, él había notado el brillo incómodo en los ojos del alcalde y las arrugas tensas en el gesto del cura. No se necesitaba ser muy listo para darse cuenta: su “arte del rebuzno” había dejado de ser una simple broma, y los que mandaban empezaban a verlo como un estorbo. 

La primera señal la tuvo una tarde de domingo, cuando don Anselmo lo saludó al salir de misa con una sonrisa demasiado rígida. 

—Buen sermón, padre —dijo Julián con tono cordial. 

—Y bien escuchado, espero —replicó el cura, clavándole los ojos—. Porque no todo en la vida son chanzas de taberna. 

Algunos vecinos, que escucharon la indirecta, se miraron de reojo y reprimieron la risa. Julián, con calma, respondió: 

—Claro que sí, don Anselmo. Pero fíjese, hasta mi burro se quedó tan callado durante el sermón que casi parecía un santo. 

Las carcajadas brotaron sin remedio, y la cara del cura se tiñó de un rojo mal disimulado. Julián había dado su primer rebuzno calculado, y la gente lo celebró como si fuera un triunfo popular. 

Poco después, en la taberna, Rufino le susurró entre copas: 

—Ten cuidado, Julián. El alcalde te tiene enfilado. Dicen que está harto de que la gente hable más de tus ocurrencias que de sus órdenes. 

—¿Y qué hago yo? —dijo Julián con falsa inocencia—. Solo digo lo que todos piensan, pero en voz alta… o más bien en voz de burro. 

Y añadió en tono teatral: 

—Además, ¿qué sería de un pueblo sin burros? Ni cargas, ni mulas, ni caminos. ¡Y ahora resulta que tampoco habría decisiones! 

El chascarrillo se propagó como pólvora. Al día siguiente, los chiquillos lo repetían corriendo por las calles: “¡Sin burros no hay pueblo!”. Julián se dio cuenta entonces de que podía convertir el recelo en alimento de su prestigio. Cada vez que notaba que el alcalde o el cura lo miraban con fastidio, soltaba un comentario ambiguo, disfrazado de broma, que todos interpretaban como una réplica a la autoridad. No necesitaba señalar a nadie; bastaba con el silencio tenso de los poderosos para que el resto entendiera. 

Esa estrategia lo fortaleció aún más. El pueblo no solo reía con él: ahora lo veía como alguien capaz de poner en su sitio a los de arriba, pero con la ligereza de un juego. En sus noches solitarias, Julián meditaba: 

“Si entre burros te ves, rebuzna alguna vez… Pero si el rebuzno hace temblar a los que llevan vara y sotana, entonces ya no es un juego: es poder.” 

Y, por primera vez, Julián empezó a preguntarse si quería llevar ese juego hasta el final. Aquella noche, tras otra jornada de bromas, carcajadas y frases repetidas en cada esquina del pueblo, Julián regresó a su casa con la cabeza llena de voces. El eco de sus propias ocurrencias lo perseguía como si no fueran suyas: “Sin burros no hay pueblo”, “la tierra es de quien la cuida”, “el burro calla en misa”. 

Encendió un candil y se sentó junto a la mesa. El silencio de la estancia contrastaba con el bullicio del día. Afuera, se oía el croar de las ranas en el arroyo y algún perro ladrando a la luna. Dentro, solo estaba él y su reflejo torcido en la botella de vino medio vacía. 

—¿Qué eres, Julián? —murmuró para sí—. ¿Un bufón que hace reír o un hombre al que empiezan a seguir? 

Se levantó y caminó por la habitación, nervioso. Recordó las miradas serias de los vecinos cuando citaban sus frases, como si fueran máximas antiguas; recordó también los ojos cargados de sospecha del alcalde y el cura. 

—Si sigo por este camino… —se dijo, acariciándose la barbilla—, acabarán viéndome como un líder. Y un líder no tiene derecho a equivocarse: un líder ya no puede reírse de sí mismo. 

Se quedó quieto, y en voz baja añadió: 

—¿Y si prefiero seguir siendo burro? 

En ese instante, como si el destino quisiera responderle, su verdadero burro, atado en el corral, lanzó un rebuzno largo y desacompasado. Julián soltó una carcajada amarga. 

            -Tú lo tienes claro, amigo: rebuznas cuando quieres y no das cuentas a nadie. Yo, en cambio, rebuzno y resulta que todo un pueblo se me pone detrás. 

Se dejó caer en la cama, mirando al techo. Entre la euforia de sentirse importante y la duda de cargar con un peso que nunca buscó, su mente oscilaba como una cuerda floja.

            Antes de dormirse, susurró: 

—Si juego a ser líder, acabarán por querer coronar al burro. Y si sigo de bufón, acabarán por usarme como escudo contra los de arriba… ¿Qué camino es menos peligroso? 

El candil se apagó, y en la oscuridad solo quedó el rumor lejano de la taberna, como un eco que lo llamaba a decidir quién quería ser: el bufón del pueblo o su guía disfrazado de burro. 

El alcalde don Evaristo y don Anselmo, el cura, se reunieron en secreto una tarde en el despacho del ayuntamiento. El sol caía en ángulo oblicuo sobre los papeles amontonados y las sillas gastadas. Sus rostros reflejaban preocupación y determinación. 

—Ya es demasiado —dijo don Evaristo, golpeando el escritorio con el puño—. No puede ser que un joven que llegó hace unos meses mande más que yo en las decisiones del pueblo.


            -Y lo peor —añadió don Anselmo, con voz grave— es que lo hace con humor, disfrazado de bufón. La gente se ríe, pero lo escucha. Y un día, esa risa se convertirá en obediencia.
 

Decidieron tenderle una trampa pública, donde el ingenio de Julián quedara expuesto y el pueblo comprendiera que sus ocurrencias no eran más que cuentos de borrachos. Eligieron la ocasión perfecta: la fiesta anual de la Virgen del Rosario, cuando toda Valdemora se reunía en la plaza y el alcalde debía dar su discurso oficial. Don Anselmo se encargó de preparar un sermón solemne y de situar a Julián cerca del altar, para que todos pudieran verlo mientras él intentaba “ponerlo en su sitio”. 

—Vamos a dejar que se luzca —dijo el alcalde—, y luego lo haremos tropezar. Su burro de palabras quedará descubierto como un fraude. 

Cuando llegó el día, la plaza estaba llena: vecinos de todas las edades, risas nerviosas y miradas expectantes. Julián, con su habitual aire despreocupado, saludaba a algunos conocidos mientras su intuición le susurraba que algo extraño se tramaba. 

El alcalde tomó la palabra, exaltando la solemnidad de la fiesta. 

—Vecinos, hoy celebramos la Virgen del Rosario… y también queremos recordar que no todo lo que se oye es verdad, aunque suene convincente. —Su mirada se posó en Julián, que sonreía con discreción—. Algunos se confunden con historias disparatadas. 

El cura, siguiendo el plan, añadió: 

—Sí, queridos feligreses, las ocurrencias del joven Julián son divertidas, pero debemos recordar que la sabiduría no se mide por la gracia de un burro poeta. 

Un murmullo recorrió la plaza. Algunos vecinos miraban a Julián con expectación, otros con incertidumbre. Era el momento de la trampa: ridiculizarlo delante de todos y mostrar que sus rebuznos no eran más que farsas. 

Julián, sin embargo, apenas se inmutó. Sintió un cosquilleo en la boca del estómago y un brillo en los ojos. Sabía que cada acción del alcalde y del cura estaba calculada para provocar. Y entonces sonrió, lentamente, como quien prepara su propia jugada. 

—¿Mi burro poeta? —dijo en voz alta, con tono teatral—. No os preocupéis, vecinos. Hoy estaba cansado, y además, estaba ocupado corrigiendo el sermón del padre Anselmo. Me decía que algunas frases eran demasiado largas, que los adjetivos pesaban y que, si lo escribía él, los fieles caerían dormidos. 

La risa estalló entre los presentes, primero contenida, luego desenfrenada. Julián dio un paso adelante y añadió: 

—Así que, por favor, no esperéis que rebuzne hoy en la plaza. Ya sabéis que mi burro es exigente. 

El alcalde tragó saliva, el cura se quedó sin palabras y los vecinos aplaudieron entre carcajadas. La trampa había fracasado: Julián, con humor y astucia, había convertido la emboscada en su propia victoria. 

Esa noche, mientras la fiesta continuaba, Julián comprendió algo crucial: la influencia que había ganado no dependía solo de su ingenio, sino de su capacidad para anticipar las intenciones de los poderosos y transformarlas en risa colectiva. 

—Si entre burros te ves —pensó—, rebuzna… pero nunca de la manera que esperan. 

Con el paso de los meses, Julián dejó de ser “el señorito que llegó de la ciudad” y se convirtió en algo mucho más importante: un referente del pueblo, un líder inesperado, disfrazado de bufón. Nadie podía ignorarlo, pero tampoco podían acusarlo de imponerse; su autoridad era invisible, tejida con bromas, ocurrencias y la complicidad de todos. 

Cada mañana, al cruzar la plaza, los vecinos lo saludaban con respeto y sorna a la vez. Niños, mujeres y ancianos repetían sus frases, imitando el estilo irónico de su rebuzno, pero con admiración. Incluso las decisiones de la comunidad empezaban a consultarlo: dónde sembrar primero, cómo repartir los productos de la feria, cómo organizar la fiesta patronal. Y Julián, con ingenio y humor, respondía siempre de manera creativa, manteniendo el equilibrio entre autoridad y sonrisa. 

Una tarde, mientras Rufino servía vino en la taberna, Julián relató la historia del burro que había salvado la cosecha de aceitunas “aconsejando” a los hombres cómo cargar los sacos. Todos reían, pero nadie dudaba de su veracidad simbólica: las instrucciones de Julián se seguían porque eran prácticas, aunque disfrazadas de exageración. 

El alcalde y el cura, que en un principio lo habían visto como un competidor peligroso, habían aprendido a respetarlo. Sabían que, aunque el joven no ocupaba ningún cargo oficial, su voz se escuchaba más que la de ellos en ciertos asuntos. Y no podían hacer nada: Julián no imponía, sugería; no exigía, divertía; no castigaba, aconsejaba con ironía. 

Por las noches, Julián paseaba por el pueblo, escuchando cómo sus frases eran repetidas, transformadas, adaptadas. Sonreía al ver que el poder que había conseguido no residía en gritos ni amenazas, sino en la capacidad de generar ideas que la gente abrazaba como propias. 

En su interior, recordaba la máxima que le había enseñado su abuela: “Si entre burros te ves, rebuzna alguna vez”. Ahora entendía su significado más profundo: no se trataba solo de sobrevivir entre tontos o ignorantes, sino de encontrar el momento exacto para hacerse escuchar, para influir sin imponerse, para liderar con humor. 

El pueblo de Valdemora había aceptado a Julián como era: ni señorito arrogante ni héroe solemne, sino un hombre capaz de reír, hacer reír y, a través de esa risa, guiar a todos sin necesidad de autoridad formal. Su burro, testigo silencioso de cada rebuzno y de cada victoria discreta, relinchaba a veces en el corral como si aprobara cada decisión de su dueño. 

Esa noche, Julián se sentó en la plaza vacía, mirando las luces cálidas de las casas y respirando la calma. Supo que había encontrado su lugar: un líder inesperado, respetado y querido, cuyo poder residía en la alegría y la astucia, en el equilibrio perfecto entre juego y verdad. 

Y mientras la luna iluminaba la plaza, murmuró para sí mismo, con una sonrisa:


—Si entre burros te ves… rebuznar puede ser el arte más serio de todos.
 

Con eso, Julián cerró su ciclo: de recién llegado y torpe observador, a bufón astuto y líder querido, demostrando que la influencia puede nacer del ingenio y la risa, mucho más que de la fuerza o la autoridad.



Arturo Culebras Mayordomo

Madrid, 2025

 

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