Prólogo
Las vidas no se cuentan en línea recta. Se narran como
un mapa dibujado a mano, lleno de desvíos, de territorios inexplorados y de
caminos que solo cobran sentido cuando se miran con la perspectiva del tiempo.
Este libro es mi intento de desplegar ese mapa, de trazar la ruta que llevó a
un niño de pueblo, que jugaba con palos y barro en las calles de Albalate de
las Nogueras, a convertirse en el hombre que hoy sostiene la pluma.
No es un ejercicio de nostalgia, aunque en cada página
respira el afecto por lo perdido. Es, más bien, un acto de arqueología
personal: una excavación para entender los cimientos sobre los que se construyó
una identidad.
Todo comienza, como casi siempre, en un lugar que
parecía ser el mundo entero. Un pueblo de Cuenca donde todos se conocían y la
vida se regía por el sol y el sonido del río. Un mundo de certezas sencillas,
de rodillas con costras y de una libertad que hoy nos parecería inverosímil.
Pero el destino, a veces, tiene planes que no entendemos, y el mío se reveló en
forma de beca y un autobús que me arrancó de esa tierra a los trece años.
Ese viaje a la Universidad Laboral de Cheste no fue
solo un traslado geográfico; fue un cambio de planeta. Las páginas que siguen
intentan capturar el vértigo de pasar de una aldea de quinientos habitantes a
una ciudad-escuela de cinco mil chicos. Cheste fue la gran "máquina de
moldear carácter". Fue allí donde la disciplina férrea , la convivencia
forzosa con chicos de otros lugares, y el descubrimiento de la inmensidad del
mundo empezaron a romper la cáscara de la infancia. Fue el lugar donde aprendí
que crecer es, antes que nada, aprender a vivir con la soledad y a forjar la
lealtad en un dormitorio de ocho literas.
Pero el viaje no había hecho más que empezar. El mapa
me llevó al norte, a La Coruña, y allí la vida me golpeó con una realidad que
no aparecía en los libros de texto. Esta biografía no es solo la historia de un
estudiante; es el testimonio de un adolescente que se asoma a la Historia de
España en tiempo real. Era 1975. Franco murió. Se alzaron huelgas, se llenaron
las calles de voces. Un compañero cayó en una protesta. En aquellos pasillos
donde antes corrían rumores adolescentes, empezó a circular el vértigo de la
política y el descubrimiento de la fragilidad. Allí entendí que crecer también
consiste en ver que el mundo puede romperse en cualquier momento.
Toda luz necesita una sombra, y todo aprendizaje
requiere un tropiezo. Mi mapa personal tiene una parada obligatoria en Alcalá
de Henares. Tras años de disciplina impuesta, la libertad absoluta se me
presentó como un banquete envenenado. Aquel curso que perdí no fue un fracaso
académico; fue la lección más dura y necesaria sobre autoconocimiento. Aprendí,
equivocándome por mi cuenta, que la responsabilidad es el precio de la
autonomía.
Volví entonces al origen. No como quien se rinde, sino
como quien necesita tocar de nuevo la tierra para saber de qué está hecho.
Trabajé en un andamio. Cargué sacos, respiré polvo, sentí en los hombros el
peso literal del sustento. Me dolieron los músculos, pero descansaba la
conciencia. Comprendí que hay una forma de dignidad que solo se aprende
sudando.
Finalmente, el mapa se tiñe de verde y blanco. El
servicio militar. Primero, el frío y la dureza de Colmenar Viejo ; después, la
responsabilidad inesperada en la Policía Militar de Madrid. Este no es solo un
relato de uniformes y órdenes; es una crónica de la camaradería en su estado
más puro, encarnada en amigos como Juan, "el Montañés", cuya bondad
sencilla era un refugio. Y es, también, el testimonio de cómo la gran Historia
vuelve a cruzarse en mi camino: la tensión del 23-F vivida desde un cuartel , y
el gesto de humanidad de un capitán que, sin saberlo, definió mi futuro
profesional.
Y así ocurrió: del verdoso del ejército pasé, casi sin
darme cuenta, al azul oscuro, entonces marrón de la Policía Nacional. De un
uniforme a otro, de una disciplina impuesta a una vocación elegida. No fue un
salto brusco, sino una continuidad natural, como si la vida me hubiera ido
preparando, paso a paso, para asumir una responsabilidad mayor sin perder el
respeto por lo que había aprendido antes.
El azul trajo consigo una nueva forma de
entender la vocación. Si el verde me enseñó la obediencia, el azul me reveló el
sentido del compromiso. Allí comprendí que servir no consiste solo en cumplir
órdenes, sino en asumir la fragilidad humana que se esconde tras cada historia,
tras cada mirada que busca ayuda. La calle fue otra escuela: dura,
imprevisible, pero profundamente reveladora. Aprendí que la autoridad no se
impone, se gana; que la verdadera fortaleza nace de la empatía, y que el
uniforme, más que una coraza, puede ser un puente hacia los demás. Aquellos
años me enseñaron a mirar la vida desde ambos lados: el del deber y el de la
comprensión. Fue una etapa de madurez silenciosa, donde cada día era una
lección sobre el valor, la prudencia y la dignidad del servicio.
Este libro es, en esencia, la historia de una
transformación. Es un homenaje a los "arquitectos del carácter" : a
profesores como Lina o Don José Luis, a compañeros de litera , y a mandos que
supieron ver al hombre detrás del uniforme.
Lo que encontrará el lector en estas páginas no es la
historia de alguien excepcional. Es, con toda honestidad, el relato de un viaje
que muchos hicieron: el de pasar de un mundo pequeño a otro más grande sin
dejar de pertenecer del todo a ninguno. Somos una generación a caballo entre la
España rural que agonizaba y la democracia bulliciosa que nacía. Hemos vivido
en la frontera, y en esa frontera aprendimos a construirnos a golpes de duda y
esperanza.
Si algo deseo con este libro, es compartir ese mapa.
No para que lo imiten, sino para que quien lo lea se mire en él. Tal vez usted,
lector, encuentre en estas páginas una piedra que también pisó, un gesto que
también vivió, una despedida que también supo a vértigo.
Si es así, no camine solo. Acompáñeme. Este viaje,
como tantos otros, está hecho para ser contado en compañía.
EL PRECIO DEL COMPROMISO
Hay etapas en la vida que uno no elige tanto como las
reconoce. Que no se buscan, pero llegan con el peso de lo inevitable. El
compromiso sindical fue, para mí, una de esas etapas. No fue una vocación
temprana ni un proyecto calculado: fue el resultado natural de todo lo que
había aprendido antes. De Cheste y La Coruña, de los internados, de los
profesores que nos enseñaron a pensar por cuenta propia y de aquellos
compañeros que me enseñaron a no mirar hacia otro lado cuando la justicia se
tambalea. Quizá por eso, cuando el sindicato apareció en mi camino, sentí que
no podía pasar de largo. Que, de algún modo, todo lo que había vivido hasta
entonces me había estado preparando para eso.
Pero ningún compromiso profundo es gratuito. Todo
ideal, por noble que sea, cobra un precio. Y ese precio, con los años, descubrí
que no se paga con dinero ni con reconocimiento, sino con tiempo. Con horas que
se escapan de donde deberían estar: del hogar, de la mesa familiar, de las
tardes con los hijos.
A veces, cuando miro atrás, me veo saliendo de casa
con los papeles bajo el brazo, todavía con la cena en la mesa, mientras mi
mujer recogía los platos y mi hijo terminaba los deberes. “Vuelvo enseguida”,
decía. Y enseguida podía ser una hora… o cuatro. Las reuniones no tenían reloj,
las urgencias no entendían de festivos ni de cumpleaños. Había compañeros que
esperaban una solución, un consejo, una llamada a tiempo. Yo sentía la
responsabilidad de estar, de responder, de no dejar a nadie solo. Era, al fin y
al cabo, lo que había aprendido desde muchacho: la lealtad como una forma de
vida.
Pero esa lealtad tiene dos caras. Una es la que se
entrega al colectivo; la otra, la que se desgasta en casa. No lo comprendí del
todo hasta años después, cuando las ausencias se acumularon como hojas secas.
No eran solo las horas de trabajo o de militancia: eran las horas robadas a los
silencios familiares, a las conversaciones que nunca tuvimos, a los fines de
semana que se quedaron a medio vivir.
Hubo noches en que mi hijo se acostaba sin verme, y
mañanas en que yo salía sin despertarlo. Los niños crecen aunque no los mires,
pero a veces, cuando los miras tarde, descubres que ya son otros. Esa es una de
las facturas más silenciosas del compromiso: la que te pasa el tiempo cuando
decide cobrarte intereses.
Mi mujer fue, sin saberlo, el contrapeso que mantuvo
el equilibrio cuando todo se inclinaba. Ella sostenía la casa, las rutinas, la
calma. Nunca me reprochó nada abiertamente, pero sé que hubo días en que le
pesó mi ausencia más que cualquier cansancio. La oía moverse por la casa cuando
yo llegaba tarde, el rumor de los platos en la cocina, la luz del pasillo
encendida como un faro discreto. No hacía falta hablar: el silencio también
sabe decir “te he esperado”. Y, sin embargo, nunca dejó de entenderme.
Le debo más de lo que jamás podré pagarle. No solo por
lo que hizo, sino por lo que soportó. Por comprender que mi entrega al
sindicato no era una huida, sino una forma de fidelidad. A una idea, a un
grupo, a un sentido de justicia que me acompañaba desde la juventud. Si hoy
puedo escribir estas líneas con serenidad, es en gran parte gracias a su
paciencia. No hay militancia que resista sin un hogar que la aguante.
Recuerdo especialmente el año 1993. España era otra,
más joven y más confiada, y yo, quizá, también. Decidí entonces matricularme en
un curso de Derecho Tributario y Asesoría Fiscal en el Centro de Estudios
Técnico Empresariales. Costaba 85.000 pesetas, de las de entonces. No era poca
cosa. No pedí ayuda ni al sindicato ni a nadie. Lo pagué de mi bolsillo,
convencido de que la formación era también una forma de servir mejor. Quería
comprender los entresijos fiscales, las normas que ahogaban o liberaban a los
trabajadores, y hacerlo con rigor, no solo con intuición.
Durante meses compaginé el trabajo, las reuniones y el
estudio. Robé horas al sueño y a la familia. Mientras otros dormían, yo
repasaba apuntes sobre el IRPF, retenciones, bases imponibles y deducciones. No
lo hacía por ambición personal, ni para abrirme un camino fuera. Lo hacía por
coherencia. Quería que, cuando un compañero viniera a pedirme ayuda con su
declaración de la renta o con un problema fiscal, pudiera encontrar en mí no
solo buena voluntad, sino conocimiento.
Y así fue. Con el tiempo, llegué a hacer miles de
declaraciones en la sede del sindicato. Miles. En mi tiempo libre, en tardes de
verano, en mañanas de sábado. A veces con cola en la puerta, a veces con la
cafetera encendida y la radio sonando de fondo. Gente humilde, funcionarios,
compañeros que confiaban en mí para aclarar un papel, para interpretar una
casilla. Y aunque aquel título me habría permitido trabajar en otros lugares,
en despachos privados o asesorías mejor pagadas, nunca lo hice. Mi lugar era el
sindicato. Lo que aprendí, lo puse al servicio de los demás. Esa fue mi
elección, y la asumí sin reservas.
Más adelante, quise ir un paso más allá. Realicé otro
curso, esta vez sobre Gestión de Personal en la Administración Pública. También
costeado por mí. No lo necesitaba para subir escalones ni para engrosar el
currículum: lo hice porque sentía la obligación de comprender mejor el terreno
donde me movía. Saber de qué hablábamos cuando defendíamos derechos, conocer
los mecanismos, las leyes, los pliegues del sistema. Era mi manera de no hablar
por hablar, de fundamentar la palabra con conocimiento.
Todo eso tuvo un coste. No solo económico, que
también, sino humano. Cada hora de estudio era una hora menos de conversación
en casa. Cada clase, una tarde menos de paseo con mi hijo. Recuerdo sus
miradas, a veces curiosas, a veces resignadas, cuando me veía con los libros
abiertos sobre la mesa. “¿Otra vez estudiando, papá?”. Y yo sonreía,
tratando de restarle importancia. “Solo un rato”, decía. Pero los ratos
se convertían en noches. Y las noches, en años.
No hay rencor en ese recuerdo. Solo una conciencia
tranquila, pero también una leve punzada de melancolía. No se puede servir a
dos amores con la misma intensidad: el tiempo no se estira, solo se reparte. Yo
repartí el mío entre la casa y el sindicato, pero con desigualdad. El sindicato
ganó más horas. Y aunque no me arrepiento, porque lo hice convencido, sé que
cada compromiso tiene su sombra.
Mi mujer fue la que soportó el peso de esas sombras.
Ella, que nunca pidió más que presencia, fue la que sostuvo el silencio de las
ausencias. A veces pienso que la verdadera militante fue ella, porque su
entrega no se veía, no salía en actas ni en reuniones, pero estaba ahí, en cada
comida rehecha, en cada hijo acostado solo, en cada espera paciente. Sin su
comprensión, yo no habría resistido.
También hubo desgaste. No se puede negar. Las
discusiones pequeñas, las impaciencias, los cansancios acumulados. Pero el
respeto siempre fue más fuerte que el ruido. Nos unía la certeza de que, a
pesar de todo, cada uno cumplía con lo que creía justo. Ella en su terreno, yo
en el mío.
Cuando pienso en aquellos años de militancia intensa,
me vienen rostros más que fechas. Rostros de compañeros que entraban a la
oficina con el gesto torcido por los problemas, y salían un poco más
tranquilos. Gente que confiaba, que necesitaba una palabra, una gestión, una
ayuda. Algunos eran amigos de años; otros, desconocidos que llegaban por
recomendación. Todos tenían algo en común: la necesidad de sentirse escuchados.
Atendí a cientos, quizá a miles. Algunos volvían cada
año, otros solo una vez. Muchos me dieron las gracias, otros simplemente se
fueron sin decir nada. Pero no importaba: el verdadero pago estaba en la
satisfacción de saber que había podido aliviar una preocupación.
A lo largo de los años aprendí que el sindicalismo,
más allá de los discursos y las pancartas, es un ejercicio cotidiano de
humanidad. No se trata solo de negociar convenios o reclamar derechos; se trata
de escuchar, de acompañar, de ponerle rostro y voz a las estadísticas. Cada
compañero atendido era un recordatorio de por qué había elegido ese camino.
También aprendí que no todos los días son fáciles. Hay
decepciones, malentendidos, incomprensiones. A veces te sientes solo,
cuestionado, incluso traicionado. Pero en esos momentos recordaba las palabras
de un viejo educador: “Lo importante no es cuántos te entienden, sino
cuántos necesitan que no te canses”.
Y no me cansé. O si lo hice, supe disimularlo. Porque
el compromiso no admite descanso prolongado. Uno puede tener dudas, pero no
rendirse.
Hubo, claro, oportunidades que dejé pasar. Con mi
formación, con mi experiencia, podría haberme dedicado a otros trabajos, más
tranquilos o mejor remunerados. Pero cada vez que lo pensaba, sentía que
estaría traicionando algo esencial en mí. Había elegido un camino, y lo seguí
con la misma terquedad que aprendí de mis padres: la de cumplir con la palabra
dada.
Hoy, con el tiempo a favor de la reflexión, me doy
cuenta de que aquel compromiso me costó mucho, pero también me dio mucho. Me
dio un propósito, una comunidad, una razón para levantarme cada día. Me dio
amigos sinceros, afectos duraderos, la certeza de haber servido a algo más
grande que yo mismo. Y eso, aunque no se pague con dinero, deja una huella más
profunda que cualquier éxito personal.
Mi agradecimiento es inmenso. A los compañeros que
confiaron en mí, a los que se acercaron buscando orientación y salieron con una
sonrisa. A los que me enseñaron, sin saberlo, que cada historia tiene su propia
dignidad. A los que discreparon con respeto, porque de ellos también aprendí
que la diferencia no es enemiga, sino maestra.
He compartido horas y jornadas con personas de todas
las ideas y caracteres. Con algunos discutí hasta el cansancio, con otros
compartí risas y cafés. Pero en todos encontré algo en común: la voluntad de
mejorar las cosas, cada uno a su manera.
Por eso no guardo rencor a nadie. Ni a los que no me
entendieron, ni a los que alguna vez dudaron de mis intenciones. El tiempo
enseña que la vida es demasiado corta para cargar con resentimientos. Como dice
el refrán, “agua pasada no mueve molino”, y en mí esa frase no es una
resignación, sino una verdad vivida. Lo pasado, pasado está, y de todo queda
algo: una enseñanza, un recuerdo, una cicatriz que ya no duele.
Si alguna vez alguien me pregunta si valió la pena,
responderé sin titubear: sí. Aunque me costara tiempo, aunque me alejara de los
míos, aunque dejara en el camino oportunidades personales, lo volvería a hacer.
Porque cada decisión, cada paso, cada renuncia formó parte de lo que soy. Y
porque en el fondo, lo que uno entrega con sinceridad nunca se pierde del todo:
se transforma.
A veces, cuando paseo por la casa en silencio y veo
las fotografías familiares, pienso en todo lo que ha pasado desde entonces. En
mi mujer, que sigue siendo el corazón sereno de mi historia. En mi hijo, ya
hombre, que entendió con el tiempo aquello que de niño le costaba aceptar. En
los compañeros que ya no están, en los que aún siguen luchando. Y me digo que,
de algún modo, todo tuvo sentido.
Quizá el precio fue alto, pero el valor fue mayor.
He aprendido que el compromiso, cuando es auténtico,
no se mide por las horas dedicadas, sino por la honestidad con que se vive. Que
servir a los demás no te hace mejor, pero sí más consciente. Que cada renuncia
deja un vacío, pero también una lección. Y que al final, cuando uno se mira al
espejo, lo importante no es lo que logró, sino si fue fiel a sí mismo.
Yo lo fui. Con mis errores, con mis excesos, con mis
ausencias, pero también con mi entrega. Y eso, al mirar atrás, me basta.
Porque mirar atrás -como escribí al principio de este
libro- no es nostalgia: es reconocimiento. Es entender de dónde venimos para
saber quiénes somos. Y yo, después de todo este camino, sé quién soy.
Soy aquel muchacho que aprendió el valor del esfuerzo
en Cheste, que descubrió la conciencia en La Coruña, que conoció la libertad en
Alcalá, que volvió al polvo del andamio para reencontrarse con la dignidad del
trabajo, y que luego eligió dedicar su vida a servir a otros.
Soy, también, el marido y el padre que aprendió tarde
a equilibrar la balanza, pero que nunca dejó de amar a los suyos. El compañero
que escuchó más de lo que habló. El hombre que sigue creyendo que la justicia y
la solidaridad no son palabras grandes, sino gestos cotidianos.
Por eso, cuando cierro estas páginas, no lo hago con
tristeza. Lo hago con gratitud. Gratitud hacia todos los que compartieron el
camino, hacia los que confiaron, hacia los que perdonaron mis ausencias y
comprendieron mis silencios.
El precio del compromiso fue alto, sí. Pero si tuviera
que volver a pagarlo, lo haría de nuevo. Porque en esa entrega, en esa mezcla
de sacrificio y esperanza, encontré mi sentido.
Y al final, de eso se trata vivir: de buscar un
sentido que merezca el tiempo que se nos da.






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