Prólogo
No
escribí estas páginas solo para recordar. Lo hice para no olvidar. Volver a
Valdemora —aunque sea a través de la memoria, y con un nombre ficticio— es un
acto de gratitud: reconocer que, en aquellas calles hoy vacías, en cada casa
derrumbada, en cada voz que el tiempo se llevó, sigue latiendo una parte de mí.
Escribí para rendir homenaje a quienes trabajaron la tierra con sus manos, a
quienes sostuvieron la vida del pueblo con esfuerzo, ternura y una dignidad que
hoy cuesta encontrar.
Cada
historia aquí recogida -la hoguera en la plaza, la siega, la trilla, la
vendimia, la barbería-no busca idealizar el pasado, sino honrarlo.
Porque en esos gestos cotidianos, en esos rostros y oficios humildes,
aprendimos el valor del trabajo compartido, del silencio que une, del pan
ganado con sudor y del vino que celebraba lo sencillo.
Regresar
a Valdemora no fue solo un viaje, sino un ejercicio de memoria y de coraje. Lo
recuerdo todo con una claridad que duele: las calles vacías, los rostros que
miraban de reojo, la escuela que había sido mi refugio y que ahora parecía un
territorio vigilado. Cada paso que daba me recordaba que no todo permanece
igual, aunque las casas sigan en pie y la plaza conserve su fuente cansada.
Cuando
regresó el viejo maestro, pensaba que volvía a su lugar, al sitio donde había
comenzado a enseñar, a sembrar palabras y curiosidad en los ojos de los niños.
No imaginaba que la misma tierra que lo había visto crecer como maestro podía
volverse hostil, que el silencio de los vecinos podía pesar más que cualquier
grito. Allí aprendió que la traición no siempre tiene voz: camina en la sombra,
se instala en miradas y susurros, y golpea sin aviso.
Aun
así, mientras recorría los pasillos del aula y veía los cuadernos llenos de
letras torcidas y dibujos ingenuos, sintió que algo de él permanecía intacto.
Su enseñanza no se podía arrebatar, porque había dejado semillas. Tal vez
invisibles, tal vez silenciosas, pero vivas. Y comprendió que, aunque los
expulsen de un lugar, el eco de lo que han hecho con pasión y convicción nunca
desaparece.
Regresar
a Valdemora fue, para mí, como abrir un libro antiguo: las tapas seguían siendo
las mismas, pero las páginas ya no eran aquellas que recordaba. El tiempo,
silencioso y paciente, había dejado sus marcas en las piedras, en los rostros y
en los gestos cotidianos. Yo, que creí reencontrar un pueblo detenido, descubrí
pronto que lo único inmóvil era la memoria, y que incluso ella suele
traicionarnos.
Lo que
aquí relato no es únicamente la crónica de un regreso, sino un ejercicio de
supervivencia en un entorno que parecía observarme con recelo, como si me
pusiera a prueba. Aprendí que la vida, en su sencillez y crudeza, siempre
guarda un modo de reírse de uno mismo: a veces con un vaso de vino áspero,
otras con la sabiduría inesperada de un refrán, y en ocasiones con un rebuzno
que, más que burla, se convierte en símbolo de pertenencia.
He
vivido lo suficiente para entender que la vida no avisa con discursos solemnes,
sino con tropiezos. Un mal paso en la calle, una palabra mal dicha, un botón
presionado a destiempo o una nevada inesperada: todos son recordatorios de que
no caminamos sobre terreno firme, sino sobre aprendizajes constantes.
En
Valdemora, mi pueblo, cada día parece empeñado en recordármelo. Y yo, que a mis
sesenta y pico de años ya debería andar con más prudencia, sigo tropezando…
aunque rara vez caigo. He aprendido a escuchar esos avisos, a recibirlos con
humor, y a compartirlos con quien tenga paciencia para escuchar mis historias.
Lo que
encontrarán en estas páginas no son gestas ni hazañas, sino la vida misma: la
torpeza que nos hace humanos, la risa que nos salva y la certeza de que siempre
hay una lección escondida en cada error. Si algo deseo al abrirles la puerta de
Valdemora es que, mientras lean, se reconozcan en mis tropiezos y descubran,
como yo, que caer no es obligatorio… pero reírse, sí.








No hay comentarios:
Publicar un comentario