domingo

El pueblo que duerme en mi pecho

 

“EL PUEBLO QUE DUERME

 EN MI PECHO”


Volví a mi pueblo un día de otoño, cuando las hojas parecían caer con más resignación que belleza. El autobús me dejó en la carretera vieja, la misma que recorríamos de niños cuando íbamos a recibir a los que llegaban de la ciudad. No había nadie esperándome. El viento arrastraba bolsas de polvo que se enredaban en las hierbas secas, y el cartel oxidado que aún decía Nogalbión de los Valles se inclinaba como si estuviera cansado de sostener un nombre que ya a nadie le importaba recordar.

Las primeras casas me recibieron con silencio. Puertas cerradas, ventanas entornadas, paredes despintadas. No había perros ladrando ni gallinas picoteando la tierra como antes. Era como si el tiempo hubiera decidido detenerse en un instante de abandono, un instante eterno. Caminé despacio, escuchando mis pasos sobre las piedras. Cada golpe de mi zapato hacía eco contra las paredes, y por un momento tuve la extraña sensación de que no era yo quien caminaba, sino un fantasma que volvía a recorrer los sitios de su infancia.

Recordé entonces cuando esas mismas calles hervían de voces y juegos. Las piedras conocían el trote de nuestras piernas, el golpe de las canicas, el sonido del trompo girando. Me vi a mí mismo corriendo con Tomás y Lucía, esquivando charcos después de la lluvia, persiguiendo cometas que apenas sabían volar. Ahora, esas voces eran sólo recuerdos. Abrí la puerta de la vieja casa de mis abuelos. El portón de madera crujió como un lamento, y el aire cargado de polvo me golpeó en la cara. Todo estaba en su sitio, como si el tiempo hubiera congelado las cosas: la mecedora, la mesa de pino, el crucifijo en la pared. Pero todo tenía un velo de abandono, como si la vida hubiera huido sin despedirse.

Sacudí la mecedora y me senté, y la moví suavemente. El chirrido me acompañó como una canción rota, como una prueba de que aún quedaba un poco de vida allí. Al día siguiente decidí recorrer el pueblo entero. Caminé hasta la escuela, esa pequeña construcción de ladrillo y tejas donde habíamos aprendido a leer. Las ventanas estaban rotas, las paredes cubiertas de moho. Empujé la puerta y entré: las bancas seguían alineadas, aunque cubiertas de polvo. En el pizarrón, todavía se podía leer una palabra escrita con tiza: Esperanza.

La tiza estaba desgastada, como si alguien la hubiera dejado a medio usar y jamás regresara a terminar la lección. Escuché en mi mente la voz del maestro, firme y dulce, repitiendo verbos que nos hacía aprender de memoria. Él nos enseñaba que las palabras eran semillas. Ahora esas semillas estaban enterradas bajo el polvo. El maestro era de otra época, de esas que llevaban en la mirada la severidad de la vida dura que les había tocado. No creía en la paciencia ni en los mimos para enseñar. Decía que la letra con sangre entra, y lo repetía con un gesto que hacía temblar hasta al más rebelde de la clase. En sus manos el puntero de madera parecía una extensión de su carácter: recto, inflexible, imposible de doblar.

Nosotros, por supuesto, éramos potros salvajes. Llegábamos con las rodillas llenas de tierra, con la cabeza más puesta en la pelota que en las tablas de multiplicar. Y sin embargo, detrás de cada reproche, había algo que nunca supimos nombrar entonces: una forma áspera de cuidado. Él nos hacía copiar veinte veces una palabra mal escrita, y al final nos miraba como preguntándose si habíamos aprendido algo más que el simple trazo de la pluma. A veces su voz retumbaba en el aula como un trueno, y otras, cuando creía que no la escuchábamos, se quebraba en un murmullo de cansancio.

Recuerdo un día en que Lucía, la más pequeña del grupo, no pudo terminar la lectura porque las lágrimas le corrían por las mejillas. El maestro la miró en silencio. Todos esperamos el golpe del puntero sobre la mesa, la orden seca. Pero no llegó. En su lugar, el maestro se acercó, le acarició el cabello con una torpeza extraña y le dijo:

-Llora todo lo que quieras, pero mañana leerás de nuevo, y lo harás mejor.

Esa fue la única vez que vimos ternura en sus ojos, aunque después se encargó de ocultarla bajo la coraza del rigor. Hoy, al recordar aquel salón vacío, entiendo que su dureza fue también su forma de salvarnos. Porque, aunque nos tratara como potros, fue el quien nos enseñó a galopar en los caminos de las letras, y quien nos dio la brújula para no perdernos del todo cuando dejamos el pueblo. Quizás nunca supo cuánto le odiábamos, o lo queríamos, o quizás lo supo y lo guardó en silencio, como se guardan las semillas bajo la tierra: invisibles, pero destinadas a brotar algún día.

Y recordé, como por aquellas callejuelas, …

Éramos niños y, como todos los niños, no siempre sabíamos distinguir la inocencia de la crueldad. Corríamos tras el pobre "tonto", aquel hombre que deambulaba por las calles con la ropa sucia y la mirada perdida, gritando palabras inconexas que solo él parecía entender. Dicen que no siempre había sido así, que un día tuvo madre y hogar, pero cuando ella murió algo en su mente se quebró, y desde entonces quedó vagando, como una sombra errante de lo que había sido. Le llamábamos "tonto", sin malicia consciente, pero con la ligereza de la infancia. Para nosotros era un espectáculo verlo pasar, con su andar torpe, y su voz ronca. Cuando se acercaba a las mujeres del pueblo, las miraba con ojos húmedos y les decía siempre las mismas palabras:

MámaChacha

Era la única forma que tenía de pedir pan, refugio, un gesto de compasión. Y, aunque muchas veces recibía una rebanada de hogaza o un vaso de leche fría, otras veces solo encontraba rechazo, porque el hambre no perdona y la pobreza no siempre permite ser generosa. Recuerdo que tras él corríamos riendo, gritándole motes. Él, en su confusión, rara vez se defendía. Solo levantaba la vista al cielo, murmuraba un canto extraño y seguía su camino. No entendíamos entonces que su desgracia nos estaba mostrando un espejo del abandono que un día nos alcanzaría a todos.

Los años pasaron y el pobre "tonto" siguió su ruta entre pueblos, durmiendo en corrales y pajares, viviendo de limosnas. Nadie supo bien cuándo enfermó, ni dónde halló su último rincón. Lo cierto es que murió en la indigencia, como había vivido: en soledad. Apenas unos pocos lo acompañaron en su último día, gentes piadosas que le llevaron al camposanto y le rezaron un responso breve, casi anónimo. No hubo campanas ni duelo, solo un silencio que pesaba más que cualquier palabra.

Ahora, al recordarlo, siento una punzada en el pecho. Pienso en aquel hombre que llamó "máma" a todas las mujeres, buscando en cada una la ternura perdida de su madre muerta. Pienso en la indiferencia del mundo hacia él, en nuestra risa de niños que no supo comprender su dolor. Y me doy cuenta de que también él es parte del alma de nuestro pueblo, de esa historia que se resiste a desaparecer. Porque, aunque haya muerto pobre y olvidado, su figura sigue caminando en mi memoria, recordándome que detrás de cada "tonto" hay siempre una herida profunda que la vida nunca logró cerrar.

El siguiente destino fue el bar, ese lugar que había sido el corazón de las noches. Allí se reunían los hombres a jugar al dominó, las partidas de cartas jugándose unas cuantas perras que nunca sobraban. La puerta estaba cerrada, pero no con llave: simplemente, nadie volvía a entrar. Las mesas seguían en su sitio, las botellas vacías en las repisas, y en un rincón encontré una guitarra sin cuerdas, olvidada. Me acerqué a ella y acaricié el polvo de su madera. Cerré los ojos y escuché la voz de Esteban, el cantor del pueblo, que cada viernes llenaba la sala con coplas y sonrisas. Su voz había sido el eco de muchas vidas; ahora, sólo el silencio reinaba. Me pregunté dónde estaría él. Quizás enterrado en el pequeño cementerio, quizás en algún hospital de la ciudad, quizás desaparecido en la memoria de los que aún quedábamos.

El pueblo se había ido vaciando poco a poco. Los jóvenes partieron primero, buscando trabajo en ciudades más grandes. Luego se fueron las familias enteras, cerrando las puertas de sus casas como si volvieran algún día. Pero nunca volvieron. Los ancianos murieron en silencio, sin testigos, y nadie ocupó su lugar. Las casas quedaron solas, convertidas en ruinas que parecían susurrar en las noches. Yo mismo me había ido, como todos. El estudio, el trabajo, la vida moderna me arrastraron. Pero había algo en mi interior que nunca me permitió romper el lazo del todo. Y ahora, en mi regreso, sentía la carga de la culpa y la ternura.

En la plaza encontré el reloj del Ayuntamiento. Siempre había sido el guardián de nuestras horas: marcaba el inicio de la misa, la hora de entrada a la escuela, el fin de la jornada en el campo. El reloj estaba detenido. Sus manecillas señalaban las tres y cuarto, como si esa hora hubiera sido la última de la vida del pueblo. Me quedé mirándolo largo rato, y sentí que esa quietud era un símbolo perfecto: el tiempo había dejado de pasar aquí.

Caminando de regreso, me detuve en una esquina. Pasé la mano por las piedras de una pared y sentí su aspereza, su resistencia. Eran las mismas piedras que habían soportado risas, gritos, discusiones, canciones. Me pareció que murmuraban algo. Quizás era sólo mi imaginación, pero juro que escuché un eco antiguo: niños corriendo, mujeres llamando desde las puertas, hombres discutiendo de política. Todo estaba allí, atrapado en el silencio, esperando oídos que quisieran escuchar.

Fui a visitar el cementerio. Allí estaban las tumbas cubiertas de hierba, las cruces torcidas, las lápidas con nombres apenas legibles. Cada una era un pedazo de historia apagada. Me detuve frente a la tumba de mis abuelos. Coloqué una flor seca que encontré en el camino y me arrodillé en silencio. Sentí que me miraban desde algún lugar, que aún cuidaban del pueblo en su forma invisible. Mirando alrededor, comprendí que los muertos eran ya más que los vivos en Nogalbión de los Valles.

Aquella noche, sentado en la mecedora, comprendí que yo era uno de los últimos testigos. Que, mientras yo recordara, el pueblo seguiría vivo en alguna parte. Escribí entonces en una libreta todo lo que había visto, todo lo que había sentido. Quise dejar constancia de que Nogalbión de los Valles no había desaparecido del todo, que seguía latiendo en la memoria de quienes lo habíamos amado. Porque el olvido es la verdadera muerte, y yo no estaba dispuesto a dejar que muriera sin luchar.

La Navidad en el pueblo no necesitaba luces eléctricas ni escaparates adornados. Bastaba con una hoguera en la plaza, unas ramas de pino, y sobre todo las voces que se alzaban en coro para llenar de calor el aire helado. La nochebuena comenzaba temprano, cuando los más jóvenes recorrían las casas con bandurrias y zambombas, afinadas a su manera, golpeando las botellas de anís convertidas en instrumentos improvisados. Llamaban a las puertas, y al abrirlas, entonaban villancicos que aprendieron de los mayores, canciones sencillas que hablaban del Niño, del portal, del frío y de la esperanza.

Las mujeres los recibían con dulces de almendra, algún vaso de anís o aguardiente, y a veces un trozo de turrón casero que partían con orgullo. Los hombres, más serios, no tardaban en unirse al canto después del segundo brindis. Así iban de casa en casa, y poco a poco la comitiva crecía, como un río de voces que arrastraba a todos en su corriente. Los villancicos no eran sólo cantos; eran también una manera de reconocernos, de sentirnos parte de algo mayor. Cada voz se sumaba a la otra, y en ese tejido de melodías parecía que el pueblo entero respiraba como un solo cuerpo, fuerte y unido.

Ahora, al recordarlo, me parece escuchar de nuevo el rasgueo de la bandurria, la risa de los niños golpeando la zambomba con entusiasmo torpe, y la voz grave de Julián entonando Noche de paz como si fuera un salmo. La Navidad, en aquel tiempo, era sobre todo comunidad. Era el milagro humilde de un pueblo pobre que, en torno al fuego y al canto, se sabía rico en lo único que de verdad importa: la compañía.

En mi pueblo el invierno siempre tenía una cita marcada en rojo: el 17 de enero, día de San Antón. Los viejos decían, con una sonrisa entre dientes, “hasta San Antón, Pascuas son”, y con esa frase abrían la temporada de hogueras y brindis que daban calor al corazón en medio del frío. Nos reuníamos todos en la ermita del santo, en el barrio de San Antón, una construcción sencilla, blanca y humilde, que parecía esperar todo el año ese único día para llenarse de vida. La explanada frente a la ermita hervía de gentes, de voces, de humo y de aromas. Desde primeras horas de la tarde, los hombres encendían grandes hogueras, y sobre las brasas chisporroteaban las viandas de cerdo, asadas con paciencia, mientras el aire se impregnaba de ese olor que aún puedo recordar como si estuviera frente a mí.

Las mujeres llevaban panes recién cocidos, aceitunas aliñadas, y sobre todo las jarras de barro donde se servía el vino, oscuro y espeso, nacido en las entrañas de nuestras bodegas subterráneas. Nadie se quedaba sin comer ni sin beber: el pan se partía para todos, y el vino corría de mano en mano, alegrando las voces y encendiendo las mejillas. Los niños éramos dueños del campo aquel día. Corríamos alrededor de las hogueras, nos peleábamos por la corteza más tostada, o las patatas asadas, jugábamos a escondernos, a dar vueltas en torno al santo, pidiéndole en secreto alguna gracia que nunca confesábamos.

Recuerdo que, ya entrada la tarde, cuando el frío caía sobre nosotros, las hogueras iluminaban la ermita como si fueran faros, y las sombras bailaban contra las paredes. Los hombres entonaban coplas improvisadas, y hasta los más viejos se permitían brindar una y otra vez, como si en ese día el tiempo se detuviera para dejarnos ser eternamente jóvenes. La fiesta de San Antón era, más que una tradición, un juramento secreto de comunidad. Allí nadie estaba solo, y la pobreza parecía olvidarse por unas horas, sustituida por la abundancia compartida.

Hoy la ermita sigue en pie, pero el silencio la rodea. Aún se encienden hogueras, se asan patatas sobre las brasas. El vino duerme en las cuevas, con pocos labios que lo celebren. Sin embargo, cuando cierro los ojos, vuelvo a escuchar el crepitar del fuego, las risas en la penumbra y la música sencilla de un pueblo que, al menos ese día, se sabía eterno.

Antes de irme, al amanecer, me paré frente a la plaza vacía. El viento soplaba suavemente, y en ese viento me pareció escuchar una melodía: el eco de un canto juvenil, la risa de un niño, el rasgueo de una guitarra.

El verano traía consigo el canto de las cigarras y el olor dorado de los trigales maduros. La siega era la tarea más dura y, al mismo tiempo, la más esperada. Porque en ella se jugaba el pan de todo el año. Desde el amanecer, cuando el sol apenas asomaba tras los montes, los hombres salían al campo con la hoz reluciente y el pañuelo anudado en la frente. Las mujeres los seguían con cántaros de agua fresca, con pan y con algún trozo de tocino envuelto en tela. El trabajo era agotador: doblar la espalda, segar con ritmo, atar las gavillas, y volver a empezar una y otra vez, bajo un sol que parecía nunca tener clemencia.

El sonido de la hoz contra el tallo era constante, como un latido metálico que marcaba la jornada. Y mientras, las voces se mezclaban: algún chiste para espantar el cansancio, un canto breve que rompía el silencio, o la queja resignada de quien ya sentía el sudor empaparle la camisa. Los niños, entre ellos yo, corríamos alrededor recogiendo las espigas sueltas, jugando a esconder la cara entre los haces de trigo, sintiendo la fiesta de la abundancia sin conocer aún el peso de la fatiga. Para nosotros, la siega era aventura; para los mayores, era supervivencia.

Al caer la tarde, las reatas de mulos y burros cargados de gavillas regresaban al pueblo, envueltos en polvo por los caminos. El aire olía a trigo recién cortado, y una especie de orgullo silencioso llenaba los pechos: habíamos arrancado al campo el sustento, y esa era la victoria de todos. El cansancio se transformaba en celebración: en la era la hora de hacer las cinas, se compartía vino de la bota y pan tierno, y los hombres, aunque destrozados, se atrevían a marcar algún paso de baile con las mujeres. Era una alegría breve, pero intensa, porque nacía de la certeza de haber cumplido con la tierra.

Hoy, cuando veo los campos abandonados, me parece escuchar todavía el eco de aquellas hoces cortando, el murmullo de los hombres doblados sobre el trigo, la risa de los niños corriendo por las eras. La siega no era sólo trabajo: era el lazo invisible que unía a las familias, la prueba de que, juntos, podíamos arrancar vida a la tierra.

Si la siega era dura, la trilla también lo era, o aún más. Después de cortar y amontonar la mies, llegaba el momento de separar el grano de la paja, y aquello significaba horas y horas dando vueltas en la era, bajo un sol que parecía querer derretirnos. En el centro de la era, redonda y amplia, se amontonaban las gavillas. Luego se extendían con cuidado hasta formar un lecho dorado que parecía brillar con luz propia. Allí comenzaba la tarea: las bestias —mulas o burros— tiraban del trillo, esa tabla pesada con piedras incrustadas en la base, que al pasar iba desgarrando las espigas y soltando el grano escondido en su interior.

Los hombres guiaban a los animales con paciencia infinita, haciendo círculos una y otra vez, mientras el polvo se levantaba y el sol caía implacable sobre la nuca. El sudor nos cegaba los ojos, y el aire ardiente hacía del trabajo una especie de prueba de resistencia. Los niños ayudábamos como podíamos. Y, aunque el cansancio nos vencía pronto, lo vivíamos como una fiesta, porque la trilla, con todo su agotamiento, era también un espectáculo: ver a los animales girando sin cesar, oír el crujido de la mies bajo el trillo, sentir que de aquel esfuerzo saldría el pan del año.

Al final de la jornada, cuando la mies ya estaba rota y el grano comenzaba a mezclarse con la paja menuda, llegaba el momento de aventar. Con horcas de madera, los hombres lanzaban la mezcla al aire, y el viento, cómplice, se llevaba la paja ligera, dejando caer el trigo limpio al suelo. Esa visión —el trigo cayendo como lluvia dorada sobre la era— era la recompensa a tantas horas de trabajo. El cansancio, sin embargo, no borraba la camaradería. En medio del polvo y del calor, siempre había un odre de vino que pasaba de mano en mano, un pedazo de pan con un pepino o tomate, una broma que arrancaba una risa seca. La trilla era sufrimiento compartido, y por eso también era unión.

Cuando la última luz del día se apagaba, la era quedaba cubierta de montones de trigo, ordenados como tesoros. Los hombres se sentaban a descansar, las mujeres recogían los cántaros y los niños, exhaustos, nos quedábamos dormidos sobre la paja, bajo un cielo inmenso que parecía bendecirnos con sus estrellas.

Hoy, al recordar aquellos días, me parece sentir todavía el olor a mies seca, el sol quemándome la piel y el sonido monótono de las bestias girando. La trilla fue, más que un trabajo, una ceremonia antigua en la que el pueblo entero se jugaba su sustento. Un rito de esfuerzo, de sudor y de esperanza, que nos enseñaba, sin palabras, que el pan nunca llega a la mesa sin antes haber sido arrancado con dolor y con paciencia a la tierra.

Si el trigo daba el pan, la vid nos regalaba el vino, y con él, la alegría que ayudaba a sobrellevar las penas del año. La vendimia era una fiesta dura, pero fiesta al fin y al cabo. Al final del verano, cuando las uvas se volvían dulces y moradas, el pueblo entero se lanzaba a los viñedos. Bajo el sol todavía ardiente, hombres, mujeres y niños cortábamos racimos con las manos manchadas de zumo pegajoso. Las cestas se llenaban rápido, y pronto los cuevanos, rebosantes de uva, crujían camino de la cueva.

Allí comenzaba el ritual. Primero, las tinajas de barro, enormes y hondas, debían estar listas. Y esa era la tarea de los más pequeños: éramos nosotros quienes, delgados y ágiles, nos introducíamos dentro de aquellas barrigas de arcilla para limpiarlas con escobas de esparto y agua caliente. Era un trabajo oscuro y sofocante, pues apenas entraba luz, y el eco de nuestras voces retumbaba como en una cueva. Pero nos sentíamos orgullosos: sin nuestra labor, no habría vino. Luego llegaba el momento más esperado: pisar las uvas. Los racimos se volcaban En el jaraiz, los jóvenes, descalzos, entraban a danzar sobre ellos, riendo, salpicando mosto por todas partes. El jugo espeso corría entre los dedos de los pies, tibio y perfumado, mientras los mayores cantaban coplas para marcar el ritmo del pisado. Era un juego y un esfuerzo al mismo tiempo, y siempre había alguno que, para hacernos reír, resbalaba a propósito, quedando empapado de mosto hasta la cintura.

Cuando el líquido precioso corría ya como un río, se recogía en la pila y con cubos se vertía en las tinajas, que nos esperaban limpias y ansiosas. Allí quedaba guardado, cubierto, para comenzar su lenta transformación en vino. Los mayores probaban el primer mosto con gesto solemne, como si adivinaran ya en su dulzor la fuerza que tendría al madurar. La vendimia terminaba siempre en celebración. Tras la jornada, se encendían hogueras junto al lagar, y entre todos compartíamos pan, chorizo, y cómo no, el primer mosto fresco, que manchaba los labios de rojo y dejaba un sabor que parecía resumir el año entero. Los cantos se prolongaban hasta la noche, y el cansancio, por una vez, se confundía con la alegría.

Hoy, cuando recuerdo aquellas vendimias, me parece escuchar todavía el chapoteo de los pies sobre las uvas, las risas de los niños dentro de las tinajas, las voces de los hombres brindando bajo las estrellas. El vino no era sólo bebida: era la memoria líquida de un pueblo, el testimonio de su esfuerzo y de su fraternidad. Y pienso que, quizá, mientras quede alguien que recuerde el sabor del mosto recién nacido, nuestro pueblo seguirá teniendo un rincón donde vivir.

En nuestro pueblo todos conocíamos a Felipe, el hojalatero, y no solo por su oficio, sino porque vivía entre nosotros, como uno más. Su casa, pequeña y de paredes encaladas, siempre olía a metal y a madera vieja. Cada mañana, antes de que el sol calentara demasiado, lo veíamos salir con su delantal de cuero y su caja de herramientas, saludando a cada vecino con un gesto amable.

No necesitaba taller: su calle era su taller. Allí arreglaba todo. Con unas tijeras largas, un martillo y un soldador, recomponía los objetos que para otros parecían inútiles, faroles, candiles, alcuzas, cántaras de aceite, devolviendo la utilidad a cada uno de ellos. Su trabajo tenía ritmo y música: los golpes medidos sobre el metal, el soplido de la llama, el tintineo de la hojalata recién soldada… todo eso se mezclaba con los sonidos cotidianos del pueblo, sin destacar pero haciendo sentir que la vida seguía.

Además, reparaba cristales rotos, cortando y ajustando con paciencia los vidrios de ventanas y puertas. A veces los niños nos acercábamos a verlo, fascinados, y él nos explicaba con paciencia cómo cortar, cómo encajar, cómo devolver la luz a la casa. Nunca nos reprendía por tocar nada; al contrario, parecía orgulloso de que alguien más aprendiera a valorar el trabajo manual. Felipe no vivía de manera especial ni pretendía ser importante. Se le apreciaba por ser parte del pueblo, por estar allí siempre, caminando despacio entre casas, saludando, escuchando los problemas de todos y ofreciendo su destreza para solucionarlos.

Nunca se fue. Cuando los años llegaron, su oficio se volvió menos necesario: con las tiendas y objetos desechables, el metal ya no necesitaba reparaciones. Pero él seguía siendo el mismo vecino de siempre, caminando con su delantal, saludando a los niños, recordándonos que cada objeto, y cada persona, tenía un valor que no debía tirarse ni olvidarse. Felipe no solo reparaba objetos; sostenía con su trabajo la continuidad del pueblo, y su recuerdo aún nos hace sentir que, aunque muchas cosas cambien, hay personas que sostienen la memoria de todos sin alardes, con paciencia y cariño.

En el pueblo, casi todos los hombres pasaban por las manos del tío Valentín. Su pequeña barbería, un cuarto que olía a agua de colonia y a jabón de tocador. Desde la mañana, con la silla de barbero colocada frente al ventanal, recibía a jóvenes y mayores, a veces incluso a niños que venían más por curiosidad que por necesidad. Valentín era un hombre bajo y firme, con manos hábiles que cortaban el pelo y afeitaban con precisión. Su navaja de barbero, siempre afilada y reluciente, parecía tener vida propia: recorría la barba con cuidado, sin prisa, y dejaba la piel suave y perfumada. Cada corte venía acompañado de palabras tranquilas, consejos de vida, algún chiste para arrancar una risa discreta, o historias de antaño que hacían viajar a quien escuchaba.

No había reloj que marcara las horas; el tiempo se medía en pelos cortados y bigotes arreglados. Los hombres se sentaban a hablar de la cosecha, del vino, de los hijos que partían a la ciudad, y Valentín escuchaba mientras sus manos trabajaban. Algunos venían solo por el afeitado: la navaja sobre la cara, el silencio interrumpido únicamente por el agua caliente del lavabo y la espuma que Valentín aplicaba con maestría. Los niños nos asomábamos por la puerta, mirando con fascinación cómo aquel vecino ordinario hacía magia con tijeras y navaja. A veces nos animaba a sentarnos en su silla, aunque solo fuera para recortar un mechón rebelde, siempre con cuidado, siempre con paciencia.

El tío Valentín no era solo un barbero; era un confidente, un consejero silencioso, un punto de encuentro. En su pequeño cuarto, entre espejos y frascos de colonia, se tejían historias del pueblo y de sus gentes. Cada corte, cada afeitado, era también un ritual de pertenencia: quien pasaba por su silla, formaba parte de esa comunidad que se sostenía entre recuerdos y gestos cotidianos. Cuando cerró la barbería, muchos lo sentimos como una pérdida. Pero el tío Valentín permaneció entre nosotros, caminando despacio por las calles, saludando, recordándonos que, en un pueblo, los oficios son más que trabajo: son la memoria viva de quienes lo habitan.

Cada mañana, cuando el pueblo apenas despuntaba entre el humo de las chimeneas y el canto lejano de algún gallo, el tío Rafael comenzaba su ascenso por los empinados callejones que subían desde la zona más baja donde vivía, hasta la iglesia. Su cuerpo, ya gastado por los años y los duros trabajos de sostener a una familia numerosa, avanzaba con firmeza. La campana lo esperaba, y él cumplía con su deber con precisión casi militar, marcando las horas con su toque seguro, resonando por cada rincón del pueblo. No era un hombre de gestos llamativos, pero su humanidad se percibía en cada acto. El Domingo de Ramos, repartía las ramas de olivo bendecido a los fieles que, distraídos o apurados, las habían olvidado en casa o recién llegaban. Su sonrisa era discreta, sus palabras escasas, pero cada gesto llevaba consigo la ternura de quien comprende la vida en su plenitud: alegrías, penas y rutina mezcladas.

Rafael no siempre tuvo la vida fácil. Su primera esposa murió joven, y la pérdida marcó sus primeros años de felicidad truncada. Aquellos días de duelo, de soledad y de hombros cansados, dejaron cicatrices profundas en su corazón. Sin embargo, la vida le dio una segunda oportunidad: con su segunda esposa y sus hijos, logró construir un hogar cálido, lleno de grandes instantes de dicha, de risas compartidas y de días sencillos que compensaban las penas del pasado.

Aun cansado por los trabajos del campo y las necesidades de su familia, Rafael ascendía cada día, paso a paso, callejón tras callejón, con la serenidad de quien sabe que su labor no se mide en riqueza ni reconocimiento, sino en la constancia silenciosa y el cariño que deja en los demás. Hoy, cuando cierro los ojos, puedo escucharlo: el eco de su campana ascendiendo por la colina, el crujido de sus botas en los adoquines, el murmullo de un “tomen su olivo, hijos míos” que parecía abarcarlo todo. En su figura se condensaba la mezcla perfecta de devoción, sufrimiento y alegría, la prueba viva de que la vida, aun después de los golpes más duros, puede ofrecer momentos de verdadera felicidad.

Con la llegada de octubre, con el aire más fresco y las noches más largas, el pueblo se preparaba para la gran fiesta de la Patrona, la Virgen del Rosario. La fiesta de “El Rosario” todos la llamamos así. Era el momento en que todos, desde los más jóvenes hasta los ancianos, daban gracias por los esfuerzos de todo el año y por el sustento que la tierra les había ofrecido.

Las calles se llenaban de color y el repicar de las campanas anunciaba que la comunidad se reunía para celebrar. Los toros corrían en la plaza cercada por carros y palos a modo de barreras, las verbenas llenaban de música y baile las noches estrelladas. Los vecinos que habían emigrado regresaban, trayendo historias de lugares lejanos, y se abrazaban con familiares y amigos que apenas habían visto durante meses o incluso años. Entre risas, abrazos y canciones, los sacrificios del invierno y las fatigas del verano parecían diluirse. El aceite almacenado, el pan amasado, la cosecha cuidada con tanto esfuerzo, todo encontraba su recompensa en esos días de alegría compartida. Para los más jóvenes, era una oportunidad de descubrir las raíces del pueblo; para los mayores, un instante de orgullo y de gratitud, una reafirmación de que cada jornada dura había tenido sentido.

Y mientras las luces de la verbena parpadeaban entre las sombras de las casas, cada vecino sentía, aunque en silencio, que la vida del pueblo continuaba gracias a ese hilo invisible tejido por el trabajo, la constancia y la comunidad. La Virgen del Rosario no solo presidía la plaza: presidía también la memoria y la esperanza de un pueblo que, año tras año, volvía a levantarse y a celebrar.

Como cada invierno, los vecinos del pueblo se enfrentaban a una de las tareas más exigentes del año: la recogida de la aceituna a mano. Desde primeras horas, cuando la niebla todavía abrazaba los tejados, hombres y mujeres subían a los olivos cargando canastos de mimbre, mientras el frío calaba hasta los huesos. La lluvia fina o la nieve no eran excusa: cada fruto perdido era aceite que no se tendría para todo el año.

Carmen, con sus manos endurecidas por décadas de trabajo, movía las ramas con precisión, dejando caer las aceitunas maduras sobre los canastos. Julián, siempre silencioso, recogía los frutos que caían, frotándose los dedos entumecidos entre sí para recuperar algo de calor, se “soplaban las uñas” se decían en forma jocosa. Los niños, si ayudaban, lo hacían con rapidez torpe, más por curiosidad que por destreza, mientras los mayores sonreían con paciencia, recordando sus primeros años en los olivos. Era un trabajo que agotaba, pero también unía: mientras las manos se llenaban de barro y aceitunas, los chistes susurrados para espantar el frío, y la satisfacción de ver los costales llenos al final del día, formaban parte del latido del pueblo. Cada aceituna recogida era sustento, tradición y memoria, un hilo invisible que conectaba a todos con la tierra y entre sí. Cuando el sol empezaba a asomar sobre los tejados, los vecinos regresaban lentamente, con las manos doloridas, el cuerpo cansado y la certeza tranquila de haber cumplido otra temporada, asegurando el aceite que duraría hasta la próxima cosecha, y sosteniendo así, sin grandes gestos, la vida de su comunidad.

Y así, mientras los ecos de las músicas de la verbena se iban apagando en mi memoria, yo quiero detenerme un instante para rendir homenaje a esas gentes: a quienes vieron nacer el pueblo, a quienes lo hicieron crecer con sus manos, con su sudor y su dedicación, y que hoy reposan en paz, con la satisfacción de haber cuidado de su tierra y de su gente. Ellos fueron los que nos enseñaron a resistir el frío en los olivares, a esperar la cosecha, a celebrar cada fruto y a valorar cada gesto de solidaridad. Fueron quienes mantuvieron vivas las tradiciones, quienes enseñaron a los jóvenes el valor del esfuerzo y de la comunidad, y quienes hicieron del pueblo un hogar más allá de las paredes de cada casa.

Siempre me he preguntado qué parte de mí se quedó atrapada entre estas calles desiertas y qué parte se marchó conmigo cuando crucé la última vez el puente del río. Al volver, siento que no soy un visitante cualquiera: camino por Nogalbión de los Valles con la certeza de que, sin este lugar, no sabría quién soy. Cada piedra de las casas derrumbadas guarda un fragmento de mi infancia, y al recorrerlas es como si recogiera las piezas dispersas de mí mismo. Me duele la soledad de las plazas, pero también me duele reconocer que yo formé parte de la marcha, de ese éxodo silencioso que vació los hogares. Regresar es un espejo incómodo: me enseña lo que soy porque me recuerda lo que perdí.

A veces cierro los ojos y escucho: vuelven las voces de los vecinos, las risas de los niños, el eco de las campanas que llamaban a misa o a fiesta. Entonces entiendo que no estoy solo: llevo conmigo la memoria de todos ellos. La nostalgia no es solo tristeza: también es un pacto. Cada vez que nombro a los que vivieron y a los que ya descansan en el cementerio, siento que cumplo una promesa. Mi presencia en estas calles vacías no es únicamente la de un hijo que regresa; es la de alguien que acepta la tarea de recordar para que Nogalbión de los Valles no muera del todo.

A los que todavía hoy viven en Nogalbión de los Valles o regresan, mi gratitud es eterna, porque gracias a ellos el pueblo sigue respirando, sigue reuniéndose en la fiesta de la Patrona, cada Rosario, sigue guardando en sus recuerdos la historia de vidas entregadas al bien común. Y mientras sus nombres y sus gestos permanezcan en la memoria de quienes los seguimos, su obra perdurará, silenciosa pero sólida, como el aceite que nutre nuestras mesas y como la tierra que nunca deja de dar sus frutos.

Al marchar, sonreí. Me di cuenta de que el pueblo no había muerto del todo.

Arturo Culebras Mayordomo

Madrid, 2025

No hay comentarios:

Las entradas mas visitadas en los últimos 30 días