martes

AMORES NUEVOS OLVIDAN VIEJOS

 

Amores nuevos olvidan viejos



    El día del entierro amaneció cubierto, como si el cielo se hubiera vestido también de luto. En Valdemora, un pueblo acostumbrado al sol abrasador y al rumor de las cigarras, la llovizna fina que cayó desde temprano pareció un mal presagio o, tal vez, un gesto de misericordia. Florinda caminaba detrás del féretro, envuelta en un manto negro que apenas podía ocultar la delicadeza de su figura. Tenía veintitrés años y, a pesar de los ojos enrojecidos por el llanto, seguía siendo la mujer más hermosa de Valdemora.

El difunto, Don Laureano, había sido un hombre respetado. Agricultor de buena hacienda, más que le doblaba en edad a su esposa y, aunque nunca fue cruel, tampoco había sabido prodigar ternuras. El matrimonio de Florinda con él había sido fruto de acuerdos familiares más que de pasiones. Ella lo cuidó con paciencia hasta el último día, cuando una fiebre repentina lo dejó sin aliento en menos de una semana. El pueblo, que todo lo comenta, decía que la muchacha había cumplido como debía: entregando obediencia, recato y silencio.

Los pasos resonaban en la calle empedrada que conducía al cementerio. Tras el ataúd, algunos hombres murmuraban entre dientes, comentando la brevedad de la enfermedad y lo inesperado del desenlace. Las mujeres, envueltas en pañuelos oscuros, lanzaban miradas furtivas a la viuda: unas con compasión, otras con un dejo de envidia, pues Florinda, a pesar de su pena, parecía más una muchacha que iniciaba la vida que una esposa desgarrada por la pérdida.

Cuando la tierra cubrió por fin el féretro, Florinda sintió un extraño vacío. No era solo dolor; había también una sensación de alivio que la sorprendió y la llenó de culpa. Rezó en silencio, apretando el rosario entre los dedos, mientras pensaba que su destino había quedado en suspenso, como si de pronto hubiera regresado a una encrucijada que creía perdida.

Durante los días siguientes, la casa se llenó de visitas. Vecinas que le llevaban caldo, hombres mayores que ofrecían ayuda con las tierras, ancianas que insistían en enseñarle cómo debía guardar el luto riguroso: nada de fiestas, nada de risas, nada de ropa blanca o de colores, Florinda, hasta que pasara al menos un año. Florinda escuchaba en silencio, agradecía los gestos, pero por dentro sentía un murmullo distinto, una especie de desconcierto vital que la hacía observar el mundo con otros ojos.

El silencio de la casa pesaba. En las noches, acostada en el lecho que había compartido con Laureano, la joven repasaba los años pasados. Recordaba la primera vez que lo vio: un hombre ya canoso, de manos callosas, que la observaba con gesto serio mientras su padre le hablaba de conveniencias y dotes. Recordaba también las horas de trabajo en el campo, las comidas sin conversación, los inviernos largos en los que ella bordaba junto a la lumbre mientras él dormitaba en un sillón. Había ternura, sí, pero de un tipo distinto: la ternura que se le tiene a un anciano respetable, no la que inflama el pecho de una mujer joven.

Aun así, la muerte le dolía. Le dolía el vacío, la ruptura de una rutina que le daba cierta seguridad. Y en medio de ese duelo confuso, lo que más la inquietaba eran los pensamientos inesperados que la visitaban cuando se asomaba a la ventana y veía a los mozos del pueblo ir y venir, riendo, cargando leña, silbando canciones. Eran pensamientos que la sobresaltaban y que ella reprimía con un rápido rezo, convencida de que no debía albergar tales desvaríos tan pronto.

Pero el tiempo, aunque breve, ya había comenzado a trabajar en ella.

El luto de Florinda apenas llevaba dos meses y ya en Valdemora las lenguas se agitaban como gallinas en corral revuelto. La muerte de Don Laureano había sido rápida, casi fulminante, y dejó a la muchacha en un silencio que a ojos de todos parecía resignado, pero que en realidad escondía un torbellino de sentimientos difíciles de ordenar. Sin embargo, lo que más sorprendía en el pueblo no era su viudez repentina, sino el contraste entre la juventud de ella y el vacío que ahora ocupaba su vida.

Las primeras semanas fueron de compasión. Las vecinas entraban y salían de su casa con pucheros de caldo, hogazas de pan y consejos sobre cómo debía sobrellevar la soledad. Doña Prudencia, la más insistente, aparecía casi a diario, con la excusa de ayudarle a coser sábanas o de enseñarle a preparar ungüentos “para los nervios”. Pero en cuanto salía de la casa, recorría la plaza y no tardaba en comentar, con un susurro venenoso, cualquier gesto que hubiera observado en la joven viuda.

—Demasiado hermosa para andar vestida de negro —decía, alzando apenas la voz para que la oyeran las demás mujeres que esperaban turno en la tahona—. Y con esos ojos, ya veréis cómo pronto no faltará quien llame a su puerta.

Al principio eran solo conjeturas. Pero en Valdemora, donde la rutina pesa más que las campanas de la iglesia, cualquier novedad se convierte en tema central de conversación. Y el luto de Florinda, tan breve aún, bastó para que los mozos comenzaran a mirarla de otra manera.

El nombre de Florinda circulaba de boca en boca, y aunque muchos lo hacían con respeto, no faltaban las malicias. El pueblo entero parecía esperar a ver cuánto resistiría la joven viuda antes de dejarse cortejar abiertamente.

Don Esteban, el párroco, percibió el alboroto y decidió intervenir. Una tarde tocó a la puerta de Florinda, llevando bajo el brazo un misal. Ella lo recibió con humildad, ofreciéndole asiento en la sala donde aún flotaba el olor de cera y luto.

—Hija —empezó el cura, con voz grave—, la vida es dura, y Dios prueba nuestra fortaleza con golpes que parecen insoportables. Usted ha perdido a un esposo respetable, y es deber suyo honrar su memoria. El pueblo observa, Florinda. No olvide que las miradas pesan tanto como las culpas.

Ella bajó los ojos, asintiendo.

—Lo sé, padre. Hago lo posible por mantenerme en recogimiento.

Don Esteban suspiró y añadió:

—Recuerde que el amor verdadero no se olvida de la noche a la mañana. Guarde paciencia. No deje que las tentaciones se acerquen demasiado pronto.

Florinda respondió con voz queda:

—Lo recordaré, padre.

Pero cuando el sacerdote se marchó, ella sintió que aquellas palabras le oprimían el pecho. Porque dentro de sí, más allá de la pena, comenzaba a arder una chispa desconocida: el anhelo de volver a sentirse viva.

En las noches, sentada junto a la ventana, Florinda escuchaba el rumor del pueblo. El eco de risas juveniles llegaba desde la plaza: canciones acompañadas de guitarras, chasquidos de botas en el empedrado, voces que se alzaban como si quisieran alcanzar su casa. A veces un silbido se interrumpía justo bajo su ventana, y ella contenía la respiración, imaginando que alguno de los mozos esperaba ver su silueta tras las cortinas.

No se asomaba, pero su corazón latía con un ritmo distinto, como si cada risa le recordara que, aunque viuda, seguía siendo joven, hermosa y deseada. Y en esas vigilias se preguntaba si no sería cierto lo que decían los viejos refranes: que los amores nuevos, tarde o temprano, borran la sombra de los viejos.

El pueblo entero, sin saberlo, aguardaba ese desenlace con la misma expectación que espera la lluvia tras una sequía.

El luto seguía marcando los días de Florinda, pero en torno a su casa el aire parecía distinto. Era como si, de un tiempo a esta parte, la vida del pueblo hubiera girado en torno a ella. Cada mañana, al abrir las contraventanas, notaba que alguien pasaba por la calle más despacio de lo habitual, que se oían saludos más sonoros o que una risa se interrumpía apenas al verla aparecer.

El primero en dar un paso fue Julián, el hijo del herrero. Una mañana se presentó con el pretexto de reparar la cancela del corral. Tocó con los nudillos, sombrero en mano, y al verla aparecer bajó los ojos con un rubor casi infantil.

—Florinda —dijo—, he notado que su puerta cede con el viento. Traigo clavos y bisagras. Puedo ajustarla, si me lo permite.

Ella vaciló un instante. El pueblo era dado a las habladurías, y aceptar ayuda de un mozo joven podía interpretarse como ligereza. Pero al ver su seriedad, asintió. Julián se puso manos a la obra con entusiasmo. Cada martillazo resonaba como un desafío a los silencios del vecindario.

Florinda, desde el umbral, lo observaba con una mezcla de gratitud y turbación. No recordaba haber visto en Laureano esa energía juvenil, esa manera de trabajar como si todo el mundo dependiera de su fuerza. Cuando Julián terminó, se limpió el sudor con el dorso de la mano y dijo:

—Ya no tendrá problemas con la puerta. Si se estropea otra cosa, solo tiene que avisarme.

Florinda le dio las gracias en voz baja, consciente de que alguien, desde la esquina, ya estaría observando la escena.

Días después, mientras recogía agua en la fuente, se encontró con Martín, el pastor. Hombre de pocas palabras, la saludó con una inclinación de cabeza. En el cántaro que llevaba, Florinda vio reflejada la seriedad de sus ojos.

—He traído un poco de leche fresca —le dijo más tarde, dejándola en el alféizar de la ventana—. Está recién ordeñada. Te hará bien.

No esperó respuesta. Silbó a su perro y siguió camino, con el rebaño detrás. Florinda tomó el cuenco entre las manos y sonrió sin querer. Aquel gesto sencillo la conmovió más que cualquier palabra rimbombante. Por primera vez en semanas, se sintió cuidada sin obligación, atendida sin deber.

El que menos disimulo mostró fue Andrés, recién regresado de la mili. Se paseaba por la plaza con aire altanero, luciendo las botas lustrosas y la gorra ladeada. Una tarde, al cruzarse con Florinda, le soltó sin preámbulos:

—Viuda tan joven es primavera en invierno. Ya verá cómo no le falta quien la abrigue.

Las comadres que estaban cerca abrieron los ojos como platos. Florinda, sofocada, no respondió. Aceleró el paso hasta perderse por la calle empedrada, pero el eco de aquella frase descarada la acompañó todo el día, encendiendo en su pecho un rubor que ni el rezo pudo apagar.

Ramón, más prudente y trabajador del campo, eligió otro camino. Una tarde se presentó en la huerta.

—La tierra está dura y hay que ararla pronto. Si me deja, yo me ocupo. Usted sola no puede con tanto.

Florinda dudó, pero el tono respetuoso del hombre la convenció. Desde la ventana lo vio trabajar: paso firme, brazos seguros, paciencia de labriego que conoce el ritmo de la tierra. En cada surco parecía dejar un mensaje silencioso: no estaba allí para conquistarla con palabras, sino para sostenerla en lo práctico.

Los gestos no pasaron inadvertidos. En la tahona, en la fuente, en el atrio de la iglesia, las conversaciones giraban siempre en torno a lo mismo:

—¿Habéis visto a Julián en su puerta?

—Dicen que Martín le deja leche todos los días.

—Ese Andrés no tiene vergüenza, ¡con lo poco que lleva enterrado Laureano!

—El único serio es Ramón. Ayuda sin pedir nada.

Florinda, aun sin quererlo, se convirtió en el centro de todas las miradas. Cada movimiento suyo era escrutado, cada sonrisa interpretada. El aire del pueblo se llenó de una expectación curiosa, como si la vida de la viuda fuese ahora el único entretenimiento posible.

En su casa, Florinda libraba un combate silencioso. Cada gesto de los mozos la halagaba, pero también la inquietaba. ¿Era pecado aceptar esa atención? ¿O era, más bien, el curso natural de la vida? En las noches, al rezar, se sorprendía recordando los ojos de Martín, la fuerza de Julián, el descaro de Andrés o la serena constancia de Ramón. Y en medio de esa confusión, comenzaba a sentirse de nuevo mujer, no solo viuda.

Una tarde, mientras bordaba junto a la ventana, oyó a dos muchachas pasar por la calle. Una de ellas dijo en voz clara:

—Ya verás, pronto Florinda tendrá pretendiente fijo.

Ella se sobresaltó, dejando caer la aguja. Se asomó a la labor inconclusa y pensó que, quizá, lo que decían no estaba tan lejos de cumplirse.

Las tardes en Valdemora tenían un ritmo lento, marcado por el tañido de las campanas y el rumor de los animales al volver al corral. Pero para Florinda, cada hora era un campo de batalla invisible. Los mozos habían empezado a rondar con insistencia, y aunque ninguno había sobrepasado los límites de la decencia, sus gestos y palabras habían encendido en ella una inquietud que ni el rezo ni el recogimiento lograban apagar.

El recuerdo de Laureano seguía presente. A veces, al pasar por la sala, le parecía verlo sentado en la mecedora, con el sombrero sobre las rodillas y la mirada fija en el fuego. Otras noches, al acostarse, aún giraba hacia su lado de la cama como esperando que su respiración acompasada llenara la habitación. Pero esos recuerdos se confundían con otros más recientes: la sonrisa franca de Julián, el silencio atento de Martín, la osadía de Andrés, la constancia de Ramón. Y entonces, una punzada de culpa le atravesaba el pecho.

—¿Cómo es posible que piense en ellos, si aún no ha pasado ni medio año desde su muerte? —se recriminaba en voz baja, mientras pasaba las cuentas del rosario entre los dedos.

Valdemora era un lugar pequeño, donde cada vida estaba expuesta al escrutinio colectivo. Florinda lo sabía bien: cualquier gesto suyo podía ser interpretado como un paso en falso. Si agradecía demasiado la ayuda de Julián, las vecinas lo notarían. Si aceptaba otro cuenco de leche de Martín, Doña Prudencia correría a comentarlo en la tahona. Si llegaba a sonreír ante las bromas de Andrés, las campanas repicarían como si anunciaran un pecado.

Ese peso la agobiaba. Había pasado de ser la esposa del hacendado respetable a convertirse en el centro de rumores y expectativas. Y, sin embargo, en el fondo, lo que más le inquietaba era que su propio corazón comenzaba a desear lo que el pueblo parecía esperar de ella.

Una noche, incapaz de dormir, se levantó y encendió el candil. El silencio de la casa le resultaba ensordecedor. Caminó hasta el espejo del cuarto y se contempló con atención. El negro del vestido acentuaba la blancura de su piel y el brillo oscuro de sus ojos. “Todavía soy joven”, se sorprendió pensando. Y enseguida se ruborizó, como si esas palabras fueran un sacrilegio.

Se arrodilló ante el crucifijo y murmuró una oración:

—Señor, no permitas que me aparte del camino recto. No dejes que el recuerdo de Laureano se borre tan pronto.

Pero apenas se recostó de nuevo, volvió a escuchar, en la memoria, la voz de Martín ofreciéndole leche, el martillazo firme de Julián ajustando la bisagra, la risa insolente de Andrés, el silencio laborioso de Ramón arando la tierra. Y entonces comprendió que su batalla no estaba en resistir al pueblo, sino en resistirse a sí misma.

Al día siguiente, mientras bordaba en el umbral, vio pasar a Julián con paso decidido. La saludó con un gesto y siguió su camino, pero ella sintió que el aire se le encendía en la piel. Más tarde, Martín cruzó con el rebaño y la miró apenas un instante, suficiente para que ella sintiera un calor extraño en el pecho. Cuando Andrés pasó silbando una copla atrevida, Florinda reprimió una sonrisa que le nació sola. Y al anochecer, al ver a Ramón inclinado sobre el arado, pensó que pocas mujeres podían tener junto a sí un hombre tan constante.

La culpa la asaltaba con la misma fuerza. Recordaba la voz de Don Esteban, el cura, advirtiéndole sobre el respeto al difunto y la paciencia en el duelo. Recordaba también las palabras de su suegra, que en los días posteriores al entierro le había repetido:

—A un hombre como Laureano se le honra toda la vida.

Pero por más que lo intentaba, Florinda no podía negar que, con cada día que pasaba, el peso del luto se aligeraba un poco y la necesidad de sentirse viva se hacía más urgente.

En la fuente, una tarde, escuchó a dos viejas conversar:

—Amores nuevos olvidan viejos —dijo una, como quien sentencia una verdad milenaria.

—Bah, esas son cosas de mozos —respondió la otra—. Una viuda decente no olvida así como así.

Florinda fingió no escuchar, pero esas palabras se le quedaron clavadas. ¿Era posible que un nuevo amor borrara la huella de Laureano? ¿Era justo que así ocurriera? En su interior, una voz temerosa decía que sí, que la vida se imponía siempre. Y otra, cargada de culpa, le recordaba que aún era pronto, que debía resistir.

Aquella noche comprendió que el refrán no era solo un dicho popular, sino un espejo en el que ya comenzaba a reconocerse.

Al levantarse al día siguiente, Florinda salió al patio y aspiró el aire fresco de la mañana. El sol iluminaba la tierra recién arada por Ramón, y un canto de alondra se elevaba desde los trigales. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió la casa como un encierro, sino como una puerta abierta a algo que todavía no podía nombrar.

La lucha interior continuaba, pero ahora lo hacía con un matiz distinto: ya no se trataba de resistir la vida, sino de decidir cuándo y con quién permitir que entrara de nuevo en ella.

Con la llegada de la primavera, Valdemora se llenó de colores y rumores. Los almendros florecieron, las abejas revoloteaban incansables y en las calles se respiraba ese aire nuevo que invita a los corazones jóvenes a desbordarse. En la plaza, en la fuente y hasta en la iglesia, el nombre de Florinda empezaba a pronunciarse con un matiz diferente: ya no solo como la viuda de Laureano, sino como la mujer más deseada del pueblo.

Los cuatro mozos que más cerca se habían colocado comenzaron a desplegar estrategias cada vez más visibles.

Julián, el hijo del herrero, aprovechaba cualquier excusa para rondar la casa. Un día llegaba con un candado nuevo para el granero, otro con un pequeño banco de madera que él mismo había fabricado. Su cortejo era práctico y silencioso, pero persistente, como el hierro que moldeaba con sus manos.

Martín, el pastor, jugaba la carta de la ternura. Cada mañana dejaba en la puerta un cuenco de leche fresca, y de vez en cuando, un pedazo de queso recién hecho. Su sencillez, casi infantil, enternecía a Florinda, que no podía evitar agradecerle con una sonrisa más cálida de lo que hubiera querido.

Andrés, el carretero, era el más osado. La saludaba en voz alta, la elogiaba sin tapujos y, cuando pasaba frente a ella, lanzaba coplas atrevidas que hacían sonrojar a las ancianas y reír a los mozos. Su desparpajo lo convertía en el favorito de las tertulias en la taberna.

Ramón, el labrador, se mantenía en un segundo plano, pero su constancia lo decía todo. No había día en que no se ofreciera a arar un surco, podar un árbol o cargar un saco por ella. Su manera de cortejar era callada, hecha de gestos que se acumulaban como semillas en la memoria.

Pronto, el cortejo dejó de ser un secreto. Las vecinas se agrupaban en la fuente para comentar qué regalo había recibido Florinda esa mañana o qué mozo se había atrevido a rondar su ventana por la noche. Doña Prudencia se erigió en cronista oficial del asunto, llevando y trayendo noticias con un deleite apenas disimulado.

Incluso el cura, Don Esteban, advirtió la situación desde el púlpito:

—El luto es sagrado —dijo en plena misa—. Y más sagrado aún es el recuerdo del difunto. No caigamos en tentaciones ni en murmuraciones que dañen el alma.

Pero sus palabras tuvieron poco efecto. La vida, pujante y obstinada, se imponía sobre la sombra del luto.

Florinda se encontraba en un torbellino. Por un lado, la atención de los mozos la hacía sentirse más viva que nunca: era deseada, buscada, mirada con ojos que prometían futuro. Por otro, la culpa seguía acechándola, recordándole que aún no había pasado ni un año desde que Laureano partió.

Algunas noches se descubría sonriendo sola, recordando un gesto de Julián o una ocurrencia de Andrés. Otras veces, mientras acariciaba el borde del cuenco que Martín había dejado, sentía que su corazón latía con la misma suavidad con la que él la trataba. Y al ver a Ramón trabajando la tierra con paciencia, pensaba que quizá la vida necesitaba precisamente de alguien así, sólido y constante.

La rivalidad entre los mozos comenzó a hacerse evidente. Julián lanzó un comentario despectivo sobre las canciones de Andrés; Martín, en silencio, empezó a pasar más veces por la casa, como marcando su territorio; Ramón dejó escapar un gesto de fastidio al ver a Florinda aceptar una flor de manos de otro. En la taberna, los ánimos se caldeaban, y más de una vez la conversación estuvo a punto de terminar en pelea.

El pueblo entero esperaba el desenlace como quien sigue una novela por entregas. Cada gesto de Florinda era interpretado como una señal: si aceptaba un regalo, si sonreía demasiado, si cerraba la ventana más pronto de lo habitual.

Una tarde, al salir de misa, Florinda notó cómo todos los ojos se clavaban en ella. Sintió el peso de las miradas y comprendió que ya no podía mantenerse en esa incertidumbre por mucho más tiempo. El cortejo se había vuelto abierto, descarado, y tarde o temprano debería decidir si lo aceptaba… o si se encerraba de nuevo en la soledad.

Mientras caminaba hacia su casa, las palabras del viejo refrán resonaron en su mente como nunca antes: “Amores nuevos olvidan viejos.”

Y por primera vez, Florinda no sintió miedo al pensarlo. Sintió, en cambio, una leve esperanza.

Fue Andrés, con su desparpajo habitual, quien propuso lo que parecía inevitable: organizar rondas nocturnas. En Valdemora, era costumbre que los mozos entonaran coplas a las muchachas casaderas, pero nunca se había hecho para una viuda, o sí, y ya no se recordaba. Aquella novedad agitó aún más los rumores y convirtió el cortejo de Florinda en el espectáculo del pueblo.

La primera ronda se organizó una noche clara de luna. Un grupo de jóvenes, encabezados por Andrés con la guitarra en la mano, se plantó bajo las ventanas de Florinda. El aire se llenó de voces alegres, coplas picaronas y versos improvisados que exaltaban su hermosura. Algunas vecinas se asomaron a los balcones, santiguándose por la osadía, mientras otras reían a escondidas.

Florinda, tras la cortina, no sabía si cerrar las ventanas o dejarse mecer por la música. El corazón le latía con fuerza; el canto, alegre y vivo, la hizo recordar su juventud antes del matrimonio, cuando escuchaba esas mismas rondas con ilusión secreta.

Pero la novedad no quedó en una sola noche. Cada pretendiente quiso encabezar su propia ronda. Julián, con voz grave y profunda, llevó a sus amigos herreros, que hicieron sonar yunques y martillos como acompañamiento rítmico, en honor a su oficio. Martín, más tímido, convenció a unos cuantos pastores para entonar coplas suaves, acompañadas de caramillos, que hablaban de ternura y fidelidad. Ramón, sin grandes alardes, reunió a los labradores y levantó una ronda sencilla, pero sólida y sentida, con letras que prometían trabajo y constancia.

La plaza se convirtió en escenario de rivalidades. Una noche cantaba Andrés con su guitarra; a la siguiente, Julián redoblaba con fuerza; luego Martín acudía con melodías melancólicas; después Ramón con sus tonadas campesinas. Florinda era, sin proponérselo, la reina de aquellas veladas.

Los vecinos acudían a escondidas, tras las esquinas o desde los balcones, para escuchar las rondas. El espectáculo dividía opiniones: algunos lo consideraban indecoroso; otros lo celebraban como señal de que Valdemora recobraba vida tras el luto. Don Esteban, el cura, mascullaba indignado al ver cómo la viuda se convertía en musa de coplas, pero ni sus sermones lograban apagar el entusiasmo.

En lo más íntimo, Florinda sentía que aquellas voces eran flechas directas a su corazón. Cada canción llevaba un matiz distinto: la fuerza de Julián, la ternura de Martín, la osadía de Andrés, la constancia de Ramón. Y ella, escondida tras la cortina, dejaba que la música la envolviera como un abrazo que despertaba sus emociones dormidas.

Al acabar cada ronda, los muchachos dejaban flores en su ventana. Florinda, a veces, recogía alguna con manos temblorosas. No era un gesto de entrega, pero tampoco de rechazo. Era, más bien, la confesión silenciosa de que su corazón ya no estaba muerto.

El cortejo había alcanzado tal grado de apertura que todos sabían que tarde o temprano Florinda tendría que pronunciarse. La ronda, en Valdemora, no era solo una serenata: era una declaración pública. Y cada noche que ella no respondía, aumentaba la expectación de los vecinos.

En medio de ese bullicio, Florinda comprendió que ya no podía seguir escondiéndose detrás del luto. La vida, con sus cantos y flores, había llegado hasta su ventana. Y aunque aún no sabía a quién elegir, empezaba a aceptar que el refrán tal vez tuviera razón.

El verano se había instalado con fuerza en Valdemora, y con él, las rondas nocturnas se convirtieron en el espectáculo más esperado del pueblo. Lo que había empezado como galantería se transformó en competencia abierta: cada pretendiente buscaba destacar, halagar a Florinda y, al mismo tiempo, desacreditar a los rivales, usando versos, gestos y hasta burlas ingeniosas.

Andrés, con guitarra en mano, reunió a un grupo de jóvenes bulliciosos y se dirigió hacia la casa de Florinda. Con voz clara y descarada, abrió la primera copla:

Florinda, joya de Valdemora,

quien no te admire, la envidia devora.

Julián martilla sin parar el día,

pero en el amor, le falta valentía.

El golpe resonó en la plaza, y Julián, lejos de amedrentarse, contestó con voz grave:

Andrés canta mucho y promete un montón,

sus palabras vuelan, pero chocan con mi son.

Florinda merece quien firme pueda estar,

no quien al viento su guitarra va a lanzar.

Martín, con su grupo de pastores, intervino con delicadeza:

No importa la fuerza ni la arrogancia,

el corazón habla más que la pujanza.

Si buscas cuidado y dulzura constante,

Florinda, mírame, siempre fiel y amante.

Ramón, paciente y firme, elevó su voz con sencillez, mientras arrojaba al viento un ramo de flores:

Que hablen los muchachos y suenen en la plaza,

yo siembro con manos, no solo con caza.

Quien busca cuidar y sembrar la tranquilidad,

sabe que el amor se vive en realidad.

Las noches siguientes, los enfrentamientos se hicieron más intensos. Andrés lanzaba versos picarones que hacían reír y sonrojar a las vecinas:

Julián es fuerte, con brazo de acero,

pero ¿qué es la fuerza sin amor sincero?

Ramón es paciente y buen labrador,

pero un beso robado guarda más sabor.

Julián respondió con voz retumbante:

Si el corazón es lo que importa, mira mi martillo,

con él levanto techos y un cariño sencillo.

Andrés puede silbar y bailar con guitarra,

pero quien cuida del hogar nunca se separa..

Martín, calmado, pero firme, añadió su réplica:

No es fuerza ni bravuconería lo que importa,

sino el cariño constante, la mano que se brinda a la corta.

Florinda, en tus ojos quiero siempre velar,

y quien ama de verdad, sabe esperar.

Ramón, con su estilo pausado, cerró con una copla simple pero poderosa:

Yo no canto, ni presumo, ni hablo sin pensar,

mi amor se demuestra en lo que puedo dar.

Si quieres un refugio, manos y tierra tendrás,

y quien solo canta vanas coplas, se marchará.

Los vecinos comenzaron a asistir en masa a las rondas. Desde los balcones, las mujeres cuchicheaban y comentaban cada verso, mientras los hombres jóvenes animaban a sus favoritos con palmadas y silbidos. Algunas ancianas meneaban la cabeza, indignadas por la audacia de los mozos, mientras las jóvenes sonreían cómplices, viendo en Florinda un corazón que despertaba.

Doña Prudencia se convirtió en cronista improvisada, apuntando en su libreta cada línea, cada indirecta, cada halago. Las tabernas y la plaza bullían de comentarios:

—¡Andrés no tiene vergüenza!

—Julián presume demasiado, pero demuestra poco.

—Martín es tierno, pero ¿será suficiente para una mujer como Florinda?

—Ramón habla poco, pero lo que dice pesa más que las palabras de todos.

Florinda, desde su ventana, vivía cada ronda con el corazón dividido. La osadía de Andrés la hacía reír y sonrojar; la fuerza de Julián la llenaba de respeto y cierta curiosidad; la ternura de Martín la reconfortaba y la serenidad de Ramón le daba seguridad. Entre risas, suspiros y rubores, comprendió que cada verso era un mensaje directo a su corazón, y que su silencio había dado pie a una competencia que se tornaba cada vez más intensa.

Algunas noches, tomaba nota mental de quién la había hecho sonreír más, quién había lanzado la copla más ingeniosa, quién la había hecho sentir segura. Se sorprendía a sí misma imaginando situaciones futuras con cada uno de ellos, y el pensamiento de elegir un corazón le producía un vértigo dulce y aterrador a la vez.

En la noche más calurosa del verano, los cuatro mozos coincidieron en la plaza y las rondas se transformaron en un duelo simultáneo. Cada uno lanzó versos que mezclaban halagos, burlas y promesas:

Andrés:

Florinda, escucha, nadie canta como yo,

mi guitarra y mi risa son fuego y sol.

Julián golpea y Ramón trabaja sin parar,

pero Andrés sabe tu risa mejor encajar.

Julián:

Andrés grita y presume, Martín suspira y sueña,

yo construyo con fuerza lo que la vida enseña.

Quien cuida de tu hogar no solo canta al viento,

y Florinda, lo sabes, yo soy su cimiento.

Martín:

Fuerza y bravura se marchitan al día,

pero la ternura y paciencia son melodía.

Escucha mi canto, Florinda, y verás,

que quien te cuida de verdad, siempre estará..

 

Ramón:

No presumo, ni canto, ni intento sobresalir,

mis actos hablan por mí, y mi querer es vivir.

Si buscas un refugio, manos y tierra hallarás,

y quien solo canta coplas, pronto se marchará.

Florinda escuchaba, con el corazón latiendo fuerte. La plaza era un hervidero de voces, música y aplausos, y ella comprendió que no podía seguir escondida detrás del luto ni dejar que los mozos decidieran por ella. La rivalidad había alcanzado su punto máximo, y la joven viuda sabía que pronto tendría que inclinar su corazón hacia uno de ellos, aunque todavía dudara cuál.

Mientras la luna iluminaba la plaza, una certeza se abrió paso en su interior: el amor nuevo no solo se insinuaba, sino que reclamaba su derecho a borrar el pasado.

El verano avanzaba y las rondas se habían convertido en un ritual esperado, casi sagrado, de Valdemora. Cada noche, Florinda se asomaba a la ventana para escuchar las coplas que los mozos le dedicaban, sonriendo o sonrojándose según el ingenio y la audacia de cada uno. Pero, en el fondo, algo había cambiado: ya no escuchaba con indiferencia, sino con atención y emoción, reconociendo que su corazón empezaba a inclinarse hacia alguien en particular.

Fue una noche clara y tibia cuando Florinda, tras el primer canto de Julián, comenzó a notar un efecto distinto en su ánimo. El joven herrero no sólo cantaba, sino que demostraba un interés constante y discreto, atento a cada detalle: observaba que la ventana estuviera cerrada o abierta según la temperatura, saludaba con respeto a las vecinas y, al finalizar su copla, dejaba a sus amigos que le ovacionaran sin alterar el ritmo del acto.

—“Siempre tan constante, tan seguro…” —pensó Florinda, con un rubor contenido—. Entre todos ellos, es el único que parece realmente pensar en mí, y no en ganarse un aplauso.

Martín, con su ternura y delicadeza, también seguía presente en su corazón. Sus coplas eran suaves, melódicas, y la hacían recordar la tranquilidad de las mañanas con leche fresca y conversaciones casi susurradas. Andrés, con su descaro, despertaba sonrisas y rubores, pero su audacia la confundía. Ramón permanecía distante, firme, pero con gestos que hablaban más que sus versos.

Florinda comprendió que su corazón podía sentir distintas emociones por cada uno, pero que había un matiz que la inclinaba más hacia Julián: la sensación de seguridad, de cuidado silencioso, que contrastaba con la fuerza, el descaro o la serenidad de los otros.

Una noche, Julián decidió encabezar la ronda de manera más creativa. Con la plaza despejada y la luna llena, comenzó con una copla que mezclaba galantería, halago y una pizca de orgullo:

Florinda, flor del pueblo en mi corazón,

cada gesto tuyo inspira mi canción.

No es fuerza ni bravuconería lo que traigo,

sino cuidado, ternura y un amor que no me es extraño.

 Los vecinos aplaudieron y susurraron: “¡Esta noche, Julián se lleva la ovación!” Andrés no se quedó callado, y lanzó un verso burlón:

 Julián se pavonea, pero cuidado estará,

quien solo construye techos, ¿qué puede amar?

 Martín suavizó con otra copla:

 Quien canta suavemente y ofrece ternura,

es el que merece flor y no amargura.

 Ramón, siempre directo, dijo solo unas pocas palabras:

—Actos valen más que versos. Lo que él promete, que lo haga. Florinda sonrió desde la ventana, con el corazón latiendo más rápido que nunca. Aquella ronda fue distinta: no se trataba sólo de versos o aplausos, sino de sentir quién estaba allí para ella de verdad.

Esa noche, al quedarse sola en su cuarto, Florinda se dejó caer en la silla junto a la ventana, con el corazón todavía palpitante por la ronda. La música aún parecía resonar en sus oídos, y los aplausos y silbidos del pueblo flotaban en su memoria. Cerró los ojos un instante y recordó a Laureano: su voz tranquila, sus manos firmes y suaves a la vez, la calidez de su presencia en la casa. Un nudo de nostalgia se formó en su garganta.

Pero junto a ese recuerdo, surgió otra sensación: la certeza de que su corazón podía volver a latir por alguien más. Julián se le presentaba en la mente como un contraste con Laureano: joven, fuerte, constante, atento a cada gesto, discreto en sus galanterías, pero firme y seguro. Cada copla, cada sonrisa y cada detalle que había observado en las rondas hacían que una chispa de deseo y confianza se encendiera en su interior.

—No es pasión desbordada —pensó—, no es fuego que me queme de repente… es algo distinto. Es sentirse protegida, querida, y, a la vez, libre de escoger.

Florinda se dio cuenta de que, aunque aún amara y recordara a Laureano, su corazón ya no estaba detenido en el pasado. Recordó cada gesto de Julián: cómo ajustaba la bisagra con cuidado, cómo escuchaba sus palabras sin interrumpir, cómo saludaba respetuosamente a las vecinas. Esa constancia silenciosa le hablaba de un amor que no exigía ni imponía, sino que ofrecía seguridad y ternura.

Al mismo tiempo, no podía ignorar a los otros: Andrés la había hecho sonreír con descaro y diversión, Martín le daba ternura y cuidado delicado, Ramón representaba firmeza y estabilidad. Cada uno tenía un atractivo distinto, y en otro momento, otro corazón podría haberlo elegido. Pero aquella noche, Florinda comprendió que el matiz de Julián la hacía sentirse completa, como si finalmente pudiera unir el recuerdo del pasado con la posibilidad de un futuro.

Se llevó las manos al pecho, como para sentir mejor su pulso, y se permitió admitir lo que hasta entonces había mantenido en secreto: el amor nuevo no anulaba el recuerdo de Laureano, pero ofrecía un horizonte distinto, lleno de vida y promesas. El refrán que tantas veces había oído en boca de las vecinas ahora tomaba sentido:

No era un olvido doloroso, sino una transición natural. Laureano seguiría vivo en su memoria, pero Julián empezaba a ocupar un espacio que ningún otro podía llenar. Florinda respiró hondo, sintiendo una mezcla de miedo y esperanza. Miedo por equivocarse, miedo por herir a los otros pretendientes, miedo por la opinión del pueblo. Y esperanza, por primera vez en mucho tiempo, por sentir que el corazón puede renacer incluso tras la pérdida más profunda.

Esa noche, se quedó mirando la luna desde la ventana, dejando que la brisa jugara con su cabello, y se prometió a sí misma que su decisión se daría con tiempo, pero con sinceridad, sin esconderse detrás del luto ni dejar que las rondas continuaran siendo solo un juego.

—La vida reclama mi elección —susurró para sí—, y no puedo seguir huyendo de ella.

Y con esa certeza, Florinda se recostó en la cama, con una sonrisa temblorosa y los ojos brillantes de anticipación. Por primera vez en meses, no esperaba la noche con nostalgia, sino con ansias de escuchar la próxima ronda, con la curiosidad de ver cómo Julián seguiría conquistando su corazón.

El verano continuaba con noches cálidas y rondas que mantenían al pueblo en vilo. Florinda, desde su ventana, sabía que cada copla, cada flor dejada en su alféizar, cada mirada cómplice de los mozos, no era solo un juego, sino una especie de ensayo para la vida que pronto tendría que elegir vivir.

—No puedo precipitarme —se decía—. Cada uno tiene su encanto, y aún debo mantener prudencia… pero tampoco puedo ignorar lo que siento.

Pensó en cómo enfrentar los días siguientes: escuchar, observar y decidir con calma. Sabía que Julián había ganado un espacio especial en su corazón, pero también entendía que no podía herir a los otros pretendientes ni mostrar favoritismos demasiado evidentes. Debía aprender a equilibrar la cortesía con la sinceridad, la atención con la discreción.

Se permitió imaginar pequeños instantes de futuro: Julián ajustando la bisagra del granero mientras ella observa desde la ventana, los dos caminando por los trigales al atardecer, compartiendo silencios y sonrisas. Cada visión la llenaba de emoción y le daba un matiz distinto a la rutina del luto. Por primera vez en meses, sentía que podía planear, decidir y desear sin culpa.

También pensó en cómo las rondas podrían evolucionar: quizá no serían ya solo demostraciones públicas, sino un diálogo más íntimo entre su corazón y el de Julián, donde las coplas y gestos sirvieran para reforzar su elección, en lugar de ser un simple espectáculo para el pueblo. Y mientras soñaba con ello, comprendió que tendría que mantener un delicado equilibrio: no apresurar las cosas, pero tampoco dejar que otros mozos ocuparan espacios que no les correspondían.

Florinda respiró hondo, dejando que la brisa nocturna acariciara su rostro, y se dio cuenta de que su vida estaba cambiando: no se trataba solo de escoger un pretendiente, sino de recuperar la alegría y el protagonismo en su propio destino. Por primera vez en mucho tiempo, comprendió que la vida no se conforma con nostalgia ni silencio: exige decisiones, pasos y valentía.

—El corazón debe ser libre, y yo debo ser dueña del mío —susurró, con firmeza—. Julián me ha mostrado que se puede confiar de nuevo, y ese será el hilo por donde empezaré a reconstruir mi vida.

Con esa certeza, Florinda se recostó en la cama, con los ojos brillantes de anticipación y la sonrisa temblorosa de quien comienza a tejer un futuro lleno de nuevas emociones, consciente de que las rondas seguirían siendo un juego, pero que ahora ella empezaba a jugarlo con su corazón plenamente despierto.

El sol del verano bañaba Valdemora con un calor suave y dorado. Las calles, los trigales y los patios parecían brillar con una vitalidad que Florinda empezaba a sentir dentro de sí. Después de semanas de rondas, coplas y observación silenciosa desde su ventana, la joven viuda se daba cuenta de que su corazón ya había elegido un camino, y ese camino estaba marcado por Julián.

Todo comenzó un atardecer, cuando Julián se presentó en la plaza con su característico aire tranquilo, acompañado por un pequeño grupo de amigos. Esta vez no traía coplas ni burlas, sino un gesto sencillo: un ramo de flores silvestres que había recogido durante el día. Florinda lo vio desde la ventana, y su corazón dio un vuelco.

—“Tan constante, tan atento… así es como debería sentirse el amor” —pensó, con una mezcla de rubor y alegría.

Julián la saludó con discreción, inclinando ligeramente la cabeza, y Florinda respondió con una leve sonrisa. No hubo palabras aún, pero el silencio entre ambos estaba cargado de significado: un reconocimiento mutuo, una pequeña confesión tácita de sentimientos.

Los otros mozos no tardaron en notar la escena. Andrés frunció el ceño, aunque su tono habitual no cambió: comenzó a entonar una copla más atrevida que de costumbre, tratando de recuperar la atención de Florinda:

Florinda, joya del pueblo y flor de la mañana,

no dejes que Julián te robe la semana.

Martín, con su habitual timidez, decidió mantenerse al margen, aunque dejó sobre el umbral un pequeño cuenco de leche fresca como muestra de afecto discreto. Ramón, por su parte, continuó trabajando en los campos cercanos, sin intervenir directamente, pero su mirada firme dejó claro que su presencia silenciosa también contaba.

Esa noche, Julián encabezó una ronda diferente. No era un duelo de coplas, sino un canto dedicado al cuidado y la atención, donde cada verso parecía diseñado para hablar directamente al corazón de Florinda:

Florinda, viuda joven y fuerte,

mi corazón ha hallado su suerte.

No busco aplausos, ni burlas, ni fama,

solo cuidarte y honrar tu alma.

El resto de los mozos intentó intervenir con sus propias coplas, pero Julián las escuchaba con paciencia, dejando que la serenidad de su tono eclipsara la bravura de los demás. Florinda, desde la ventana, se sintió transportada: cada palabra parecía tocarla directamente, confirmando su inclinación por él.

Después de la ronda, Julián se acercó a la puerta de su casa, dejando las flores cuidadosamente sobre el alféizar. Florinda bajó las escaleras, sin que él la viera aún, y tomó las flores con delicadeza. Sus manos temblaron levemente al sentir la textura de los tallos y el perfume de los pétalos.

—Gracias… —murmuró, apenas audible, más para sí misma que para él.

Julián la miró desde la puerta, con una sonrisa cálida y serena, entendiendo el mensaje silencioso. No era necesario hablar más; aquel gesto era suficiente para iniciar un vínculo más cercano y directo entre ambos.

A partir de ese día, Florinda y Julián comenzaron a intercambiar pequeños gestos de cercanía: palabras suaves durante las rondas, miradas cómplices, objetos dejados discretamente en la puerta, paseos al atardecer por los alrededores del pueblo. La relación avanzaba con la calma de quien sabe que lo importante es la constancia y no la prisa.

Mientras tanto, los otros pretendientes seguían mostrando interés: Andrés con su descaro, Martín con su ternura, Ramón con su firmeza. Pero Florinda ya sentía que su corazón había encontrado un ancla en Julián, alguien que combinaba respeto, cuidado y cercanía, y que hacía que cada ronda y cada copla tuvieran un nuevo significado: un juego de seducción ahora convertido en una promesa de amor verdadero.

Esa noche, al recostarse en la cama, Florinda dejó escapar un suspiro lleno de alivio y esperanza. La vida había vuelto a su ventana, y esta vez, no venía con incertidumbre ni miedo, sino con la promesa de un nuevo comienzo.

—Amores nuevos olvidan viejos —susurró nuevamente el refrán—. Y tal vez sea cierto… porque siento que puedo amar otra vez, con todo mi corazón, sin traicionar el recuerdo del pasado.

Y mientras la luna iluminaba su cuarto, Florinda comprendió que su vida estaba despertando de nuevo, y que Julián sería el hilo conductor de aquel despertar.

El calor del verano continuaba, pero en Valdemora las noches traían consigo algo más que la brisa fresca: la tensión de las rondas, los susurros del pueblo y los primeros celos declarados. Florinda, desde su ventana, ya no era una mera espectadora; era el centro de la rivalidad, pero también la protagonista de su propia historia.

Julián, siempre discreto pero constante, aprovechaba cada ronda para acercarse más a Florinda, con gestos que no pasaban desapercibidos: dejaba pequeñas flores, cuidaba que los demás no la atosigaran con coplas excesivas, y a veces, tras entonar una breve canción, desaparecía para dejar que el silencio hablara por él.

Florinda comenzó a esperarlo con ilusión, observando cómo su serenidad contrastaba con la audacia de Andrés, la ternura de Martín y la firmeza silenciosa de Ramón. Cada pequeño gesto de Julián era un recordatorio de que podía confiar en él, y eso hacía que su corazón se inclinara aún más hacia él.

No tardó en notarse el efecto. Andrés, siempre descarado, empezó a entonar coplas más osadas, buscando atraer la atención de Florinda con palabras que mezclaban humor, picardía y halago:

Florinda, si Julián canta suave y se queda atrás,

escucha mis versos que van directo a tu hogar.

No es solo la fuerza ni el cuidado,

también el ingenio vale en el enamorado.

Martín, con su timidez, decidió intensificar sus gestos: dejó cuencos de leche y pequeños pasteles en la puerta, acompañado de cartas con versos suaves que eludían la competencia directa, pero que claramente querían recordarle a Florinda su afecto constante.

Ramón, firme y silencioso, comenzó a aparecer en los lugares donde sabía que Julián acompañaba a Florinda: campos, senderos y rincones del pueblo. Sin intervenir con palabras, su presencia era un recordatorio discreto de que también estaba allí, atento y paciente.

Una noche, los cuatro pretendientes coincidieron en la plaza, y la ronda se convirtió en un verdadero duelo de celos y estrategias. Cada verso estaba pensado para destacar sobre los demás, mezclando halagos, críticas sutiles y promesas de afecto:

                Andrés:

Julián es constante, sí, pero ¿puede hacerme reír?

Florinda, escucha mi guitarra y no dejes de sentir.

Julián:

Andrés canta mucho y presume sin parar,

pero quien cuida tu alma, eso no lo puede igualar.

Florinda, tu risa y tu paz yo quiero ganar,

no solo un aplauso pasajero brindar.

 Martín:

La ternura no se compra ni se grita en voz alta,

pero quien sabe esperar, con paciencia te resalta.

 Ramón:

No necesito canciones ni aplausos en la plaza,

el amor verdadero se demuestra con constancia.

Florinda escuchaba, su corazón latiendo con fuerza. Cada copla tenía un destinatario claro, pero su mente ya había hecho la elección: Julián era quien había conquistado su confianza y sus emociones. Sin embargo, la tensión de los otros pretendientes, los murmullos del pueblo y la intensidad de las rondas hacían que cada gesto y cada palabra cobraran un peso especial.

Esa noche, Florinda tomó una decisión silenciosa: respondería con gestos, no con palabras, dejando que sus acciones hablaran por ella. Sonrió a Julián desde la ventana, recogió con delicadeza el ramo que le había dejado y colocó una pequeña señal: un pañuelo atado discretamente a un postigo, indicándole que su afecto estaba correspondido.

Los otros pretendientes lo notaron y comprendieron que la balanza comenzaba a inclinarse. Andrés frunció el ceño, Martín bajó la mirada con timidez y Ramón simplemente observó, evaluando cómo moverse sin alterar la calma de Florinda.

Florinda se recostó en la cama, satisfecha pero consciente de la tensión que aún existía. Sabía que su decisión no sería evidente para todos, y que Julián debía seguir demostrando su constancia y cuidado. Pero también comprendió que estaba dando un paso decisivo: había elegido, aunque aún debía manejar las rondas y los celos con prudencia.

—El amor verdadero no es solo pasión —pensó—, también es paciencia, cuidado y confianza. Julián lo tiene, y eso basta para que mi corazón despierte.

Y mientras la luna iluminaba Valdemora, las rondas continuaban, las coplas resonaban en la plaza y Florinda sentía que su vida comenzaba a desplegar un nuevo capítulo, donde el amor podía volver a florecer con fuerza, dulzura y discreción.

El verano en Valdemora llegaba a su fin, y con él, las rondas que habían hecho vibrar las noches y llenar la plaza de coplas y murmullos. La viuda Florinda, tras semanas de galanterías, versos y silencios, se encontraba frente a un horizonte nuevo: el amor de Julián había tomado un lugar firme en su corazón.

La noche estaba clara, y la luna iluminaba la plaza como un espejo de plata. Esta vez, las rondas no eran un duelo de rivalidades, sino una celebración del afecto elegido. Julián encabezó la última copla, acompañado de sus amigos, mientras los otros pretendientes observaban desde la distancia, sabiendo que la elección de Florinda ya no podía cambiarse:

Florinda, luz de mis días y calma de mi vida,

mi canto no es vana canción ni juego de la orilla.

Hoy te elijo con respeto, ternura y cuidado,

y en tu ventana mi corazón queda anclado.

El público aplaudió, algunas vecinas lloraron de emoción y Florinda, desde su balcón, sintió la plenitud de una decisión tomada con el corazón abierto. Los años de luto, los recuerdos de Laureano, la soledad y las rondas anteriores se disolvieron en una mezcla de gratitud y esperanza.

Andrés, aunque siempre audaz y bromista, inclinó la cabeza con una sonrisa resignada. Martín dejó sus regalos y cartas sin palabras, reconociendo la elección de Florinda con respeto silencioso. Ramón, firme como siempre, se retiró a los campos, con la satisfacción de haber actuado con paciencia y honor, aunque sin éxito.

Ninguno de ellos resentía la decisión; al contrario, entendían que el corazón no se obliga ni se compra, y que la constancia y el cuidado de Julián habían hablado más fuerte que cualquier copla atrevida o gesto ingenioso.

El vecindario de Valdemora se reunió al día siguiente en la plaza. Los comentarios, que habían sido enredados en rumores y apuestas, ahora se transformaron en elogios y celebraciones. Todos reconocían que Florinda había elegido con sabiduría y el corazón, y que Julián había demostrado constancia, respeto y amor verdadero, cualidades que el pueblo valoraba más allá del encanto pasajero de las rondas.

Los mayores comentaban:

—La viuda ha hecho bien, se ve que el corazón joven sabe reconocer lo verdadero.

—Julián es firme, constante… el tipo de hombre que todo pueblo necesita.

Y las jóvenes, mirando a Florinda, susurraban:

—Así se hace, con paciencia y buen juicio.

A partir de aquel día, Florinda y Julián comenzaron a compartir instantes que, aunque sencillos, se llenaban de significado y calidez. No se trataba de gestos grandiosos ni demostraciones públicas, sino de la intimidad de los pequeños detalles que solo los corazones enamorados saben valorar.

Por las mañanas, Julián la esperaba discretamente cerca de la plaza antes de iniciar su trabajo en el taller. Le traía flores silvestres, algunas recogidas en los campos cercanos, otras elegidas con cuidado en los jardines del pueblo. Cada ramo era un mensaje silencioso: un recordatorio de atención, de ternura, de cariño constante.

Florinda, por su parte, empezaba a preparar la casa con la conciencia de recibir no solo visitas, sino una presencia compartida. Ajustaba los manteles, ordenaba las flores en jarrones y, a veces, dejaba pequeñas notas con versos simples que Julián encontraba al llegar, sonriendo ante cada palabra.

Los paseos al atardecer se convirtieron en su ritual favorito. Caminaban entre los trigales y senderos del pueblo, con la luz dorada bañando sus rostros, compartiendo silencios cómodos, risas suaves y conversaciones que exploraban sueños, recuerdos y planes futuros. Cada paseo era una afirmación de que podían construir algo sólido juntos, lejos de la competencia de las rondas y el bullicio del pueblo.

Incluso los vecinos notaban su cercanía. Las conversaciones en la plaza, los intercambios de saludos y las miradas compartidas reflejaban una complicidad evidente, pero siempre respetuosa, discreta y amable. Florinda se daba cuenta de que el amor podía crecer de manera tranquila, sin estridencias, y que los actos sencillos eran más valiosos que cualquier copla ruidosa.

A veces, en la tranquilidad de la tarde, Julián le enseñaba pequeños oficios del taller, y Florinda lo observaba con atención, aprendiendo y disfrutando de su paciencia y dedicación. Otros días, eran ellos quienes improvisaban un juego de palabras, versos o canciones, recordando las rondas nocturnas, pero ahora como un recuerdo alegre y dulce, más que como un duelo competitivo.

Incluso en los momentos de silencio compartido, había una profunda comunicación entre ellos. Florinda sentía cómo Julián comprendía sus pensamientos sin necesidad de palabras, y él percibía la confianza y la seguridad que ella depositaba en sus gestos. Cada instante cotidiano, por pequeño que pareciera, se transformaba en un acto de amor y cuidado mutuo.

Con el tiempo, Florinda comprendió que el verdadero vínculo no se medía por coplas ni aplausos, sino por la constancia de la presencia, el respeto y la ternura diaria. El amor de Julián era un hilo firme que sostenía su vida, y cada día que pasaba juntos fortalecía la certeza de que habían encontrado algo que duraría más allá de cualquier rima, duelo o ronda del pasado.

Y así, mientras el sol caía sobre Valdemora, Florinda se sentía cada vez más completa, más viva y más feliz, disfrutando de la seguridad de un corazón que la acompañaba y de la certeza de que el amor, cuando llega de manera sincera, no necesita alardes ni competiciones para florecer.

En las noches tranquilas, Florinda pensaba en Laureano, sin tristeza ni reproches. Reconocía que aquel amor había sido importante, que marcó su juventud y su vida, pero también comprendía que los amores nuevos no borran los recuerdos, los transforman en aprendizajes y en fuerzas para vivir de nuevo.

—Amores nuevos olvidan viejos —murmuraba a veces, sonriendo—. No para herir, sino para abrir el corazón al presente y al futuro.

Valdemora, que durante semanas había vibrado con las rondas y coplas, recuperaba su rutina, pero ahora con un matiz distinto: el aire del pueblo estaba impregnado de la alegría de un amor verdadero que había surgido entre sus calles y balcones. Los vecinos comentaban con discreción los gestos, las miradas y los pequeños rituales que Florinda y Julián compartían, reconociendo que aquella historia de cortejo no era solo una anécdota, sino un ejemplo de constancia, respeto y ternura.

Las mujeres mayores recordaban cómo Florinda había atravesado el luto con dignidad y ahora brillaba con la serenidad de quien ha recuperado la esperanza. Susurraban entre ellas, tejiendo historias sobre las rondas pasadas:

—Miradla, cómo ha elegido… y sin perder la delicadeza que siempre tuvo— Julián es firme y constante, digno de la confianza que ella le da.

Los mozos jóvenes, que antes habían competido con versos y gestos, ahora miraban con respeto y cierta admiración, comprendiendo que el verdadero afecto no se conquista con ostentación, sino con paciencia y cuidado. Algunos murmuraban con un deje de melancolía, recordando que las rondas, aunque intensas, habían sido solo un camino hacia este final feliz.

Incluso los niños que jugaban en la plaza notaban la diferencia: la pareja caminaba junta, tomados de la mano, con sonrisas suaves y gestos compartidos, mostrando que el amor podía ser discreto, alegre y sólido a la vez. Cada pequeño encuentro era un recordatorio de que la vida continuaba, y que los corazones podían sanar y volver a latir con fuerza.

Los balcones que antes eran escenario de aplausos y susurros se convirtieron en testigos silenciosos del día a día de Florinda y Julián: sus paseos al atardecer, sus intercambios de flores y notas, sus risas compartidas. El pueblo, sin necesidad de proclamas ni festejos ruidosos, celebraba en silencio la historia que había nacido entre sus calles, entendiendo que las rondas no solo eran un juego, sino una tradición que podía conducir al amor verdadero y al renacer de la vida.

En cada esquina, en cada sendero y en cada plaza, el recuerdo de las rondas pasadas coexistía con la nueva armonía de la vida cotidiana. Valdemora, testigo de coplas, gestos y emociones, aprendía a valorar la constancia, la ternura y la elección sincera, y en esa comprensión silenciosa, Florinda y Julián encontraban la plenitud de un amor que florecía en la calma del día a día, con la aprobación tácita de todo el pueblo.

La luna iluminaba Valdemora, bañando sus calles y balcones con una luz plateada que parecía detener el tiempo. Florinda se recostó en la cama junto a Julián, escuchando la brisa nocturna y los ecos de una vida que había vuelto a entrar en su hogar. Su corazón ya no temía al futuro; había elegido con claridad y amor, y sentía que cada latido era un reflejo de la constancia, la ternura y la seguridad que Julián le ofrecía.

Esa noche, sin embargo, no solo era especial para ellos: la comunidad de Valdemora tenía una costumbre que se remontaba a generaciones, una tradición que celebraba los nuevos comienzos y los amores que renacían con fuerza. Se trataba de la “cencerrá”, una gran ronda nocturna en la que los vecinos, portando cencerros, recorrían las calles del pueblo en honor a los recién casados cuando la novia había sido viuda. El sonido metálico de los cencerros anunciaba alegría, protección y buenos deseos, recordando a todos que la vida sigue y que el amor puede renacer.

Florinda y Julián escucharon desde la ventana cómo la plaza y las calles se llenaban de ruidos, risas y melodías improvisadas. Los vecinos recorrían el pueblo con los cencerros, cantando versos que mezclaban tradición, humor y bendiciones:

¡Florinda y Julián, que su vida sea clara!

Que el amor les acompañe y nunca se separe su cara!

Los niños corrían detrás de los mayores, intentando seguir el ritmo de los cencerros, mientras los mozos que alguna vez habían cortejado a Florinda se sumaban con sonrisas y aplausos, celebrando sin envidia, reconociendo la elección del corazón. Cada golpe de cencerro parecía decir: “La vida sigue, y el amor verdadero merece ser celebrado”.

Desde su ventana, Florinda sonrió a Julián y sus manos se entrelazaron. Sentían que el pueblo entero acompañaba su alegría, no con espectáculos grandilocuentes, sino con la calidez de una tradición que unía generaciones, recuerdos y nuevos comienzos. La cencerrá era más que una ronda: era un símbolo de que los amores nuevos no solo pueden nacer, sino también honrar el pasado, respetar la memoria y abrir caminos a la felicidad.

Y así, mientras los cencerros resonaban en la noche y la luna seguía iluminando Valdemora, Florinda y Julián se recostaron juntos, escuchando el eco de la comunidad y sintiendo que la vida, finalmente, había vuelto a entrar por su ventana, llena de música, cariño y promesas de un futuro compartido.

La cencerrá continuó hasta bien entrada la madrugada, y el pueblo entero supo que aquella pareja no solo había elegido amarse, sino que había aprendido a amar con el corazón abierto, respetando la tradición, la memoria y la alegría de vivir.


Arturo Culebras Mayordomo

Madrid, 2025








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