Tropezar, y no caer
Manuel se desperezó al primer canto del gallo, aunque la verdad es que llevaba décadas despertándose antes de que cualquier ave del pueblo tuviera tiempo de quejarse. A sus cincuenta años, el cuerpo le pedía descanso, pero la cabeza no conocía otra rutina que la de recorrer las calles polvorientas de Valdemora con el paso seguro de quien ha visto tropezar la vida muchas veces… y ha logrado no caer.
Desde su puesto de alguacil, Manuel conocía cada rincón del
pueblo: la plaza donde los niños corrían tras la pelota, la fuente donde las
mujeres se detenían a intercambiar rumores más rápido que el agua que salía del
caño, y la iglesia donde el cura, siempre con cara de pocos amigos, celebraba
misas que nadie se perdía, aunque fuera solo por mirar cómo los demás trataban
de disimular la solemnidad.
Aquel martes empezaba con el aroma del pan recién horneado,
mezclado con el olor terroso de la lluvia caída la noche anterior. Manuel
saludó al panadero, que, como cada mañana, lo miró con una mezcla de respeto y
complicidad. “¡Buenos días, don Manuel! Hoy no se le ve demasiado cansado…
¿No habrá tenido algún tropiezo en la cama?” Manuel sonrió, sacudiendo la
cabeza: “¡Si tropezara en la cama, vecino, ya le aseguro que sería con
estilo!”
Su humor era su mejor arma para lidiar con los vecinos, y
también su escudo ante los problemas que, aunque pequeños, parecían
multiplicarse en un pueblo donde todos conocían a todos. Esa mañana, su primera
tarea fue revisar la plaza: un carrito de verduras del mercado había quedado
torcido sobre una de las piedras de adoquín. Un tropiezo literal, que Manuel
observó con ojo crítico y sonrisa irónica.
—¡Cuidado, Donato! —gritó al verdulero, que intentaba
enderezar el carro—. ¡No vaya a ser que se le caiga el ajo antes de venderlo y
yo tenga que recogerlo!
Donato se rió, mientras Manuel lo ayudaba a estabilizar el
carrito. Este tipo de incidentes, pensó, eran pequeños avisos: la vida te
tropieza para recordarte que sigas atento, que no confíes demasiado en la
estabilidad de las cosas, incluso en algo tan simple como un carro de verduras.
El refrán de su madre resonó en su cabeza: “Tropezar y no caer, buen aviso es”. Cuántas veces le había salvado de meterse
en problemas mayores.
A continuación, Manuel se dirigió al Ayuntamiento, donde el
alcalde ya estaba discutiendo con un par de concejales sobre la reparación de
una calle que se hundía lentamente. Manuel escuchaba más que hablaba, y cada
tanto soltaba un comentario humorístico que desarmaba tensiones.
—Si la calle se hunde más rápido que nuestros sueldos, tal vez
deberíamos organizar una regata en lugar de reparar el asfalto —dijo,
provocando risas contenidas entre los funcionarios—. Eso sí, ¡quien pierda paga
la reparación!
El alcalde rodó los ojos, pero no pudo evitar sonreír ante la
ironía del alguacil. Manuel siempre tenía la capacidad de decir lo que pensaba
sin que pareciera un reproche, solo una forma de recordarnos que los tropiezos
del día a día podían enseñarnos más que cualquier reglamento.
Al salir del Ayuntamiento, Manuel se encontró con un grupo de
niños que intentaban cruzar la plaza con la pelota demasiado cerca del carro
torcido. Con gesto teatral, se puso delante de ellos, adoptando la pose de
guardián de la plaza:
—¡Alto, intrépidos exploradores! Si no quieren acabar como el
carrito de Donato, tendrán que esquivar las piedras traicioneras —dijo,
inclinándose para recoger una pelota que había quedado bajo sus pies—. Y
recuerden: tropezar no está mal, siempre que luego sepan cómo levantarse.
Los niños rieron y siguieron su camino, mientras Manuel
observaba la plaza en silencio, satisfecho. Cada gesto cotidiano, cada tropiezo
aparente, era un recordatorio de que la vida estaba llena de pequeñas
enseñanzas. Y él, como alguacil, no solo debía proteger la seguridad del
pueblo, sino también guiar con humor e ironía, haciendo que incluso los
inconvenientes se convirtieran en lecciones.
A la vuelta de la esquina, escuchó un estruendo: un carrito de
verduras, cargado hasta los topes, había perdido el equilibrio. Las manzanas
rodaban por el empedrado, los pimientos saltaban como si tuvieran vida propia y
un pequeño conejo, que algún niño había traído en una jaula improvisada, quedó
atrapado entre las ruedas. Donato, el verdulero, intentaba desesperadamente
recuperar el control, pero la situación parecía escapársele de las manos.
—¡No me diga que esta mañana también va a ser de tropiezos!
—exclamó Manuel, corriendo hacia el desastre con su paso firme y su gorra
ladeada—. ¡Cuidado, vecinos, riesgo de manzanazo inminente!
El carrito se detuvo finalmente contra un bordillo, y Manuel
respiró aliviado mientras ayudaba a Donato a colocar los productos de nuevo.
Pero no sin antes sufrir él mismo un pequeño tropiezo: resbaló con una cáscara
de plátano que un niño había dejado en el suelo y casi cae de bruces sobre un
saco de patatas.
—¡Eh, eh! —dijo, recuperando el equilibrio con una reverencia
improvisada—. ¡Tropezar está permitido, pero caer… eso es opcional, mis
queridos vecinos!
Donato, rojo de la risa, le dio un codazo amistoso.
—Siempre con tu humor, Manuel… Si algún día no tropezaras,
¿qué sería de ti?
—Pues probablemente aburrido —respondió Manuel con una
sonrisa—. Pero cuidado: hasta un tropiezo puede ser aviso de algo más grande.
Apenas terminó de ordenar el carrito, Manuel se percató de
algo más inquietante: la pequeña plaza frente a la fuente tenía un charco
enorme que no estaba allí la mañana anterior. Al acercarse, observó que una de
las tuberías subterráneas debería tener una fisura, y el agua comenzaba a
filtrarse hacia la calle principal. No era un desastre inmediato, pero podía
convertirse en un problema serio si no se actuaba rápido.
—Vaya… —murmuró Manuel, rascándose la cabeza—. Otro tropiezo,
pero esta vez de los de verdad. Y yo sin café…
Consciente de la gravedad, empezó a organizar a los vecinos
para drenar el charco y avisar a los servicios del Ayuntamiento. La operación
no fue sencilla: cubos, escobas, mangueras y un par de vecinos con exceso de
entusiasmo complicaban la escena más de lo que Manuel esperaba. Entre órdenes y
risas, tropezó una vez más: esta vez con un cubo de agua que resbaló bajo su
pie y derramó su contenido sobre su chaqueta.
—¡Excelente! —exclamó, empapado hasta la cintura—. Nada como
un buen baño matutino sin mojarse en la ducha…
Los vecinos soltaron carcajadas mientras Manuel, con paciencia
infinita y sentido del humor impecable, dirigía la operación como si fuera un
general en medio de maniobras improvisadas. Cada tropiezo, físico o
circunstancial, le servía para observar los riesgos antes de que se
convirtieran en problemas mayores. Esa mañana, entre risas y salpicaduras, el
alguacil comprendió que la vida de Valdemora
era una sucesión de pequeñas caídas y aprendizajes: unos avisos discretos,
otros más sonoros, pero todos útiles si uno sabía escucharlos.
Al final de la operación, el charco estaba controlado y las
frutas y verduras, a salvo. Manuel se sentó un instante en el bordillo,
limpiándose la chaqueta con un trapo. Observó cómo los niños jugaban cerca de
la fuente, ignorando completamente el caos que había reinado minutos antes.
Respiró hondo, dejando que el sol le secara un poco la ropa y la piel.
—Ya lo decía mi madre —pensó, con una sonrisa nostálgica—: “Tropezar y no caer, buen aviso es”. Hoy lo he vivido en carne propia: entre
frutas rodando, cubos resbaladizos y tuberías rebeldes, la lección está clara.
No se trata de evitar los tropiezos, sino de aprender a levantarse y reírse en
el proceso.
Con la tranquilidad de quien ha sobrevivido a un pequeño
desastre matutino, Manuel se levantó, ajustó su gorra y continuó su paseo por Valdemora. La rutina seguía, el pueblo
respiraba su normalidad y el alguacil, con su humor intacto y su experiencia
como escudo, se preparaba para lo que el día aún le pudiera reservar. Después
de todo, en Valdemora, tropezar
era inevitable… pero caer, eso nunca.
Manuel caminaba por la calle principal de Valdemora con la satisfacción de quien
ha sobrevivido a la primera ola de tropiezos matutinos. Pero sabía que la vida,
y sobre todo un pueblo pequeño, nunca le daría demasiada tregua. Apenas giró la
esquina de la carnicería, el rugido de un agua desbocada le confirmó lo que ya
sospechaba: la tubería dañada en la plaza no había sido el único aviso. Ahora
la fuga amenazaba con inundar varias casas bajas cercanas.
—Bueno, bueno… —murmuró Manuel mientras se acercaba a la
primera vivienda, levantando las manos como si saludara a un ejército
invisible—. No se preocupen, vecinos: aún no hay desastre, solo un pequeño
recordatorio de que la vida siempre encuentra la manera de ponerle obstáculos a
uno. Y si tropiezas, mejor que sea ahora y no después.
Los dueños de la primera casa, doña Pilar y don Ernesto,
miraban con horror cómo el agua comenzaba a filtrarse por la puerta. Manuel,
con la rapidez que solo los años en su puesto podían otorgarle, empezó a
organizar la defensa: cubos, barreños y mantas para evitar que el agua se
metiera en la casa. Todo mientras lanzaba comentarios irónicos que hacían
sonreír a los vecinos a pesar del peligro.
—¡Rápido, que si nos descuidamos, esto se convierte en piscina
municipal! —exclamó, levantando un cubo con agua casi hasta la altura de la
cintura—. Y yo sin traje de baño…
Entre órdenes y maniobras improvisadas, Manuel tropezó con un
cable que un electricista había dejado cruzando el patio. Cayó de lado,
empapado, arrastrando un barreño que terminó volcando sobre su cabeza,
provocando un mini “baño” que lo dejó como un pollo recién salido del agua.
—¡Ah, excelente! —dijo, sacudiendo el agua de su chaqueta—.
¿Veis? El tropiezo viene con masaje incluido…
Los vecinos soltaron carcajadas, pero se pusieron manos a la
obra siguiendo las indicaciones del alguacil. Manuel sabía que, aunque cada
tropiezo era molesto, también servía para alertarlo de los peligros ocultos.
Observó la fisura en la tubería y con una mezcla de habilidad y humor comenzó a
improvisar una solución temporal: piedras para desviar el agua, trapos para
sellar fugas y cubos estratégicamente colocados para que el líquido no avanzara
hacia las casas.
—Si el agua sigue por aquí, terminaremos cultivando patos en
lugar de tomates —bromeó mientras un chorro escapaba hacia la calle—. Pero al
menos, tropezar ahora nos salva de un problema mayor después.
En ese momento apareció Paco, el aprendiz de fontanero del
pueblo, con cara de preocupación.
—Manuel, creo que esto no lo puedo arreglar solo…
—Tranquilo, Paco —dijo Manuel, levantándose con cuidado—. Si
caemos juntos, al menos nos reiremos del desastre antes de que llegue. Ahora
vamos a coordinar el ataque: tú por allí, yo por aquí, y que nadie se me
tropiece con la manguera.
Entre bromas y esfuerzo físico, lograron controlar la fuga
temporalmente. Manuel, empapado pero orgulloso, se permitió un momento de
satisfacción: cada tropiezo había sido un aviso que le permitió prevenir que la
situación se convirtiera en un desastre mayor. Como siempre, el refrán resonaba
en su cabeza: “Tropezar y no caer,
buen aviso es”.
—Hoy hemos tropezado mucho, vecinos —dijo, mirando a todos con
una sonrisa—, pero si habéis aprendido algo, es que no hay mejor escuela que un
pequeño desastre bien manejado. Y si alguien quiere aprender la lección de
forma divertida… ¡ya sabe dónde encontrarme!
Al final de la mañana, las casas estaban a salvo, los cubos
vacíos y los trapos colgados a secar al sol. Manuel se sentó un momento en la
puerta del Ayuntamiento, respirando profundamente y dejando que el sol le
secara la chaqueta empapada. Observó cómo los vecinos, entre risas y
comentarios, comenzaban a reorganizar la plaza y sus tiendas, y pensó en cómo
cada tropiezo, por pequeño o grande que fuera, había servido para que todos
aprendieran a actuar juntos, sin dramatismos, pero con eficacia.
— El que
tropieza y sigue, no se cae… —repitió en voz baja—. Si hoy esto ha sido un
aviso, mañana tendremos menos sorpresas. Y si no… bueno, al menos habremos
aprendido a reírnos mientras nos empapamos.
Con la plaza controlada y los vecinos tranquilos, Manuel se
levantó, ajustó la gorra y comenzó a caminar hacia la carnicería para ver si
aún quedaba un café caliente esperando. En Valdemora, cada día traía su dosis de
tropiezos, y Manuel, con humor y experiencia, sabía que su labor era
recibirlos, aprender de ellos y asegurarse de que nadie cayera en el proceso.
La tarde caía sobre Valdemora
con la calma habitual, pero Manuel percibía que algo estaba en el aire. No era
el viento, ni el olor a pan recién horneado: era el murmullo de los vecinos, el
susurro de rumores que corrían más rápido que las hojas secas sobre el
empedrado. En un pueblo tan pequeño, los chismes no eran simples palabras al
viento; eran piedras que podían tropezar en los zapatos de cualquiera si no se
pisaban con cuidado.
Manuel caminaba por la calle principal, ajustando su gorra y
saludando a los vecinos con su sonrisa característica. Doña Pilar, que
regentaba la tienda de comestibles, se le acercó con aire preocupado:
—Manuel… dicen que el alcalde piensa subir los impuestos del
mercado. Algunos comerciantes ya están que trinan.
—Ah, los rumores —dijo Manuel, pasando la mano por su barba—.
Siempre llegan primero a mis oídos que al propio Ayuntamiento. Tranquila, doña
Pilar, primero verificaremos antes de preocuparnos; los rumores son como
piedras en el camino: te tropiezan, pero si sabes esquivarlas, no te caes.
Se acercó a la plaza y vio a un grupo de hombres charlando
animadamente, con gestos exagerados y ojos brillantes por la curiosidad. Manuel
se aproximó con paso firme y tono jocoso:
—¡Atención, valientes informadores de Valdemora! Si alguien tiene un rumor
demasiado grande, por favor, que me lo entregue envuelto en papel de periódico
para evitar manchas —bromeó, provocando risas y alguna mirada desconcertada.
Los hombres soltaron carcajadas, y Manuel aprovechó para
mediar entre ellos. Sabía que cada tropiezo social podía escalar si no se
manejaba con cuidado. Los rumores no eran peligrosos por sí mismos; lo eran
cuando se transformaban en miedo o resentimiento.
—Miren —continuó Manuel—, no hace falta que corramos detrás de
cada habladuría como si fuera un ladrón. Algunos rumores solo sirven para
hacernos tropezar y recordarnos que debemos hablar antes de reaccionar.
¿Estamos de acuerdo?
El grupo asintió, y Manuel, satisfecho, decidió recorrer otras
calles. Pronto se encontró con los niños del colegio, que lo rodeaban con
preguntas sobre quién había dicho qué en la plaza. Manuel, siempre con humor,
se agachó para mirarlos a los ojos:
—Niños, recuerden: los rumores son como piedras pequeñas en el
camino. Puedes tropezar, pero si mantienes los ojos abiertos y escuchas con
cuidado, no caerás. Y si caes… bueno, al menos te levantarás con una sonrisa.
La tarde avanzaba y Manuel visitó la barbería, donde se enteró
de que algunos vecinos estaban descontentos con la distribución de las luces
para la próxima fiesta del pueblo. Cada conversación era un tropiezo social
distinto: malentendidos, exageraciones, opiniones encontradas. Pero Manuel, con
paciencia y sentido del humor, actuaba como lubricante en el engranaje de la
comunidad, haciendo que cada piedra se convirtiera en un aviso y no en un
obstáculo insalvable.
—Si todos tropezamos un poco —comentó mientras secaba sus
manos en un trapo—, al menos que sea con estilo. Y recuerden: caer no está
permitido, al menos no sin aprender algo de ello.
Mientras regresaba a la plaza, Manuel observó la vida del
pueblo como si fuera un tablero de ajedrez. Cada tropiezo social, cada rumor,
era un movimiento que podía prevenir conflictos mayores si se actuaba con
prudencia y humor. Pensó en cómo, en sus años como alguacil, había aprendido
que las disputas pequeñas servían para enseñar paciencia y tolerancia, y que a
veces un chiste oportuno valía más que cualquier sermón.
Al llegar a la fuente, se sentó un momento y observó a los
vecinos interactuar, a los niños jugar, a los comerciantes atender a los
clientes. Todo parecía tranquilo, pero Manuel sabía que bajo la superficie, los
pequeños tropiezos seguían apareciendo, invisibles y discretos. Y él, como
alguacil, debía estar listo para recibirlos, recordando siempre la lección de
su madre: “Tropezar
y no caer, buen aviso es”.
—Hoy, el aviso ha sido social —murmuró, sonriendo—. Pero si
actuamos con sentido común y humor, mañana podremos disfrutar de un pueblo más
unido. Y si alguien me pregunta… —hizo una pausa teatral—. …les diré que cada
tropiezo es solo un recordatorio de que seguimos vivos, despiertos y, sobre
todo, atentos.
Con esa reflexión, Manuel se levantó y comenzó a caminar hacia
el Ayuntamiento, consciente de que la vida en Valdemora no solo era cuestión de
manejar el agua o los carros torcidos: también había que saber lidiar con los
tropiezos del alma, de la lengua y del corazón. Y él, con humor e ironía, sabía
exactamente cómo hacerlo.
II
La mañana comenzaba con un aire ligero y el aroma del café
recién hecho. Manuel, siempre vigilante de la rutina del pueblo, decidió que
era hora de poner un poco de picante a la jornada. Había pensado en gastar una
broma a su amigo Paco, el joven aprendiz de fontanero, que siempre se tomaba
demasiado en serio cada incidente en el pueblo. La intención era simple: hacer
reír a todos y recordarle a Paco que, a veces, tropezar también podía ser
divertido.
—Paco, mira esto —dijo Manuel, señalando un pequeño saco lleno
de harina que había colocado estratégicamente cerca del almacén—. Solo un
aviso: si te descuidas, puede que termines pareciendo fantasma de carnaval
antes del mediodía.
Paco, confiado y siempre obediente, se acercó sin sospechar
nada. Al primer contacto con el saco, un leve movimiento hizo que una nube de
harina se elevara, cubriendo a Paco de pies a cabeza. Manuel soltó una
carcajada mientras el joven gritaba, más sorprendido que molesto.
—¡Manuel! ¡¿Pero qué…?! —balbuceó, sacudiéndose la harina y
tosiendo entre risas nerviosas.
Los vecinos que pasaban por allí no pudieron contener la risa
al ver la escena, y algunos incluso aplaudieron el espectáculo improvisado. Sin
embargo, no todos percibieron la broma de la misma manera. Doña Pilar, siempre
vigilante de que las cosas “se hicieran con sentido”, frunció el ceño y
murmuró:
—Con Manuel nunca se sabe si tropiezas por accidente o por
diversión…
La risa de Manuel no disminuyó, pero en su interior comprendió
que había tropezado socialmente. La broma, aunque inofensiva, podía
interpretarse como una falta de respeto, y no quería generar conflictos. Con su
habitual humor irónico, se acercó a Paco y le tendió una mano:
—Tranquilo, joven aprendiz, esto es solo un recordatorio de
que en Valdemora, incluso los
tropiezos pueden ser divertidos… siempre y cuando aprendamos algo de ellos.
Paco, todavía cubierto de harina, suspiró y finalmente sonrió.
Manuel aprovechó el momento para dirigirse a los vecinos que habían presenciado
la escena:
—Veis, cada tropiezo tiene su enseñanza. Hoy Paco ha aprendido
a mirar dónde pisa, yo he aprendido que no todos reciben las bromas igual… y
vosotros, queridos vecinos, habéis aprendido que incluso un alguacil puede
hacer tonterías de vez en cuando sin perder la cabeza.
Sin embargo, el tropiezo social no terminó allí. Al poco
tiempo, la historia de la “broma de la harina” comenzó a recorrer el pueblo con
añadidos imaginativos: algunos aseguraban que Manuel había querido cubrir a
Paco para enseñarle una lección de humildad; otros decían que había sido un
ataque preventivo para que nadie tropezara más ese día. Manuel, conociendo bien
la dinámica de Valdemora, decidió
no corregir los rumores.
—Dejad que corra —dijo a Paco, que todavía se sacudía la
harina—. Tropezar con palabras ajenas también es un aviso. Y si no caes,
aprendes a reírte de la confusión.
Esa tarde, mientras caminaba por la plaza, Manuel reflexionó
sobre su tropiezo. Una broma que había sido inocente se había transformado en
una lección para todos: medir las intenciones, observar las reacciones y, sobre
todo, mantener siempre el humor y la ironía como aliados. Porque en Valdemora, pensó, no basta con evitar
los tropiezos físicos: también hay que saber navegar los tropiezos del orgullo,
la vanidad y la interpretación.
Manuel se detuvo frente a la fuente y observó a los niños
jugando, a los comerciantes atendiendo sus puestos y a los vecinos conversando
animadamente sobre cualquier tema menos importante que la broma de la harina.
Todo parecía en calma, pero él sabía que la vida estaba llena de avisos
discretos: tropiezos que aparecían en las formas más inesperadas y que servían
para recordarle a todos que la prudencia y el humor eran esenciales.
— Quien
tropieza y aguanta, avanza.
—murmuró Manuel, ajustándose la gorra—. Hoy he caído en una nube de harina,
pero mañana habré aprendido a mirar dónde piso… y a elegir mejor mis bromas.
Con una sonrisa irónica, Manuel se alejó de la plaza,
saludando a los vecinos, y pensando en que, después de todo, los tropiezos eran
la mejor manera de mantenerse despierto, alerta y con sentido del humor
intacto. Incluso si algunas lecciones venían en forma de nubes blancas que
dejaban polvo en la ropa y sonrisas en la memoria.
Era un mediodía soleado en Valdemora, con la plaza vibrando al
ritmo pausado de la vida cotidiana. Manuel caminaba tranquilamente, recuperado
de la broma de la harina, cuando un grito agudo interrumpió la tranquilidad:
—¡Miau! ¡Miau!
No era un gato cualquiera. Se trataba de Peluso, un
minino rebelde y caprichoso, conocido por su tendencia a meterse en líos y
trepar a lugares imposibles. Esta vez, Peluso se encontraba atrapado en
la rama más alta de un viejo castaño frente a la iglesia. Su pequeño cuerpo
temblaba mientras miraba hacia abajo con ojos suplicantes.
—Bueno, bueno… —murmuró Manuel, levantando las manos como si
hablara con el gato—. Otro tropiezo, Peluso, pero este no lo puedes
evitar tú solo. Tranquilo, que el alguacil está aquí para salvar la situación.
Sin perder tiempo, Manuel buscó un palo largo, cuerdas y todo
lo que creyó útil para un rescate improvisado. Mientras planeaba la operación,
varios vecinos se acercaron para observar, algunos con preocupación, otros con
risas contenidas. Los niños, emocionados, empezaron a dar indicaciones:
—¡Manuel, no vayas muy rápido!
—¡Tira la cuerda por aquí!
Manuel sonrió y se rascó la cabeza. La situación era delicada,
pero la diversión y el caos no tardarían en aparecer. Comenzó a trepar
lentamente por el árbol, asegurándose con cada paso. Sin embargo, el primer
tropiezo no tardó en aparecer: resbaló con una rama húmeda y quedó colgado,
balanceándose entre la risa de los espectadores y los maullidos indignados de Peluso.
—¡Ah, excelente! —dijo, recuperando el equilibrio—. Tropiezo
físico del día: nivel experto. Pero prometo que no caeré… aunque el gato no lo
crea.
Con paciencia y algunas maniobras cómicas, Manuel logró
acercarse a Peluso. El minino, desconfiado, retrocedía con cada intento
de acercamiento. Manuel, con tono amable y gestos exagerados, empezó a hablarle
como si fuera un negociador de asuntos internacionales:
—Peluso, amigo mío, si te subes a mi hombro, te prometo
que nadie te dará un tirón de orejas… salvo yo, y solo para mantener el
equilibrio.
Finalmente, tras varios intentos y una maniobra que hizo que
Manuel colapsara en un pequeño ramo de hojas secas, logró sujetar al gato. Lo
sostuvo con cuidado mientras descendía, tropezando una vez más con las raíces
expuestas y provocando un pequeño alboroto de ramas y polvo que cubrió a Manuel
y a Peluso.
—¡Salvados! —exclamó, aliviado, mientras se levantaba con el
gato en brazos—. Tropiezos hay muchos, pero la caída… esa siempre se negocia.
Los vecinos aplaudieron y los niños vitorearon. Peluso,
aunque inicialmente desconfiado, parecía reconocer el esfuerzo del alguacil y
se acurrucó en sus brazos como premio silencioso. Manuel, empapado de sudor y
polvo, miró a su alrededor con una sonrisa irónica: otro tropiezo más, otro
aviso de la vida en Valdemora.
Mientras regresaba hacia la plaza con Peluso, reflexionó sobre
la lección del día: cada tropiezo, por físico o emocional que fuera, podía
convertirse en aprendizaje si se abordaba con calma y humor. Incluso un gato
rebelde podía enseñarte algo sobre la paciencia, la diplomacia y la capacidad
de mantener la sonrisa en medio del caos.
— Quien
tropieza y no cae, da un paso más.
—murmuró, acariciando al minino—. Hoy, Peluso, lo hemos vivido juntos. Y
créeme, amigo, si mañana vuelves a trepar, estaré aquí otra vez… con más polvo
y menos dignidad, pero con la misma intención de salvar el día.
Al llegar a la plaza, Manuel depositó a Peluso sobre el
suelo, que se alejó con pasos majestuosos como si nada hubiera pasado. Los
niños lo rodearon, riendo y comentando la hazaña, y Manuel aprovechó para
recordarles la lección: los tropiezos no son castigos, sino avisos,
oportunidades de aprender y de reírse de uno mismo.
Mientras se enderezaba y sacudía las hojas y el polvo de su
ropa, Manuel miró a los vecinos y, con un guiño irónico, concluyó:
—En Valdemora,
los tropiezos físicos son solo avisos. Y hoy, gracias a Peluso, hemos
tenido uno de los más claros. Pero caer… eso, amigos míos, nunca.
La plaza volvió a la calma, los niños siguieron jugando y
Manuel se dirigió al café de la esquina, pensando que cada tropiezo, cada
pequeña caída, era parte de la vida del pueblo: inevitable, necesario y, sobre
todo, una oportunidad para aprender con humor.
La plaza de Valdemora
bullía de actividad. La fiesta mayor estaba a la vuelta de la esquina, y
Manuel, como buen alguacil y conocedor de cada piedra del pueblo, había asumido
su papel de coordinador improvisado. No era un título oficial, pero todos
sabían que donde Manuel ponía un pie, los problemas encontraban menos espacio
para crecer… siempre que él lograra mantener el equilibrio.
Esa mañana, mientras ajustaba las cuerdas de las banderolas de
colores, el primer tropiezo apareció de inmediato: una cuerda mal atada hizo
que una de las pancartas cayera sobre un grupo de niños que pasaban por allí.
Manuel reaccionó con rapidez, atrapando la tela al vuelo y evitando un pequeño
desastre.
—¡Cuidado, pequeños valientes! —gritó, soltando una
carcajada—. Tropezar está permitido, caer no. Y, en este caso, la caída sería
de lo más divertida… pero mejor prevenir.
Los vecinos reían, algunos aliviados, otros murmurando sobre
la torpeza del alguacil, pero Manuel sabía que cada tropiezo era también un
aviso. Observó a Donato, el verdulero, que transportaba un barril de sidra
demasiado cerca de la fuente. Sin pensarlo, corrió y colocó una mano firme
sobre el barril antes de que rodara hacia el empedrado.
—¡Ah! Otro aviso —murmuró—. Sidra por el suelo y fiesta
arruinada. Tropezar, sí; caer, jamás.
El siguiente desafío surgió cuando la banda de música llegó
con un retraso inesperado. Las notas desafinadas que escapaban de los
instrumentos indicaban que habían practicado poco en carretera, y los vecinos
comenzaban a impacientarse. Manuel, con su humor intacto, se acercó al grupo y
les dijo:
—Queridos músicos: hoy no solo tocaremos para los oídos, sino
para los pies, porque aquí en Valdemora,
hasta los tropiezos rítmicos sirven como aviso.
La banda sonrió y ajustó el tono de inmediato, mientras Manuel
se dirigía a la parte más delicada de la organización: la iluminación de la
plaza. Algunos cables colgaban peligrosamente bajos y un par de faroles
temblaban como si quisieran escapar del cielo. Manuel, con paciencia y
coordinación, comenzó a supervisar la instalación, indicando a los vecinos cómo
sujetar los postes y asegurando que nadie tropezara con los cables.
Pero la ironía no tardó en aparecer: Manuel mismo tropezó con
un cable flojo, provocando que un farol cayera ligeramente sobre un barril
vacío, generando un estruendo que hizo saltar a todos. Él se levantó
rápidamente, despeinándose y sacudiendo la camisa:
—¡Excelente! —dijo, provocando risas—. Tropiezo profesional
del alguacil: nivel experto. Aviso recibido, pero caída evitada.
Entre risas, gritos y pequeñas corridas, la plaza se
transformó en un escenario de caos controlado. Manuel, como maestro de
ceremonias improvisado, coordinaba, corregía y hacía que cada tropiezo se
convirtiera en lección. Cada percance físico o logístico era una oportunidad
para enseñar a los vecinos la importancia de la atención, la paciencia y, sobre
todo, del humor.
Al final del día, cuando la plaza estaba lista, los faroles
firmemente sujetos y la banda afinada, Manuel se permitió un momento para
observar la escena. Los vecinos conversaban animadamente, los niños corrían
entre las mesas, y la sensación de comunidad flotaba en el aire. Cada tropiezo
había servido para prevenir un desastre mayor, y él sabía que su labor no era
solo física, sino también social: mantener unidos a los habitantes de Valdemora mientras aprendían a
levantarse, reír y continuar.
— Tropezón
que no tumba, fortalece —murmuró, ajustándose la gorra—. Hoy ha sido una
jornada intensa, pero los avisos han sido claros y la caída… ha sido evitada
gracias al esfuerzo de todos. Y creedme, si mañana alguien tropieza con la
sidra, ya sabrá cómo levantarse con dignidad y humor.
La plaza finalmente respiraba calma. Manuel se acercó a la
fuente, se secó la frente con un trapo y miró los tejados teñidos por el sol
del atardecer. Cada piedra, cada cuerda, cada tropiezo había enseñado algo: que
la vida podía ser torpe, impredecible y divertida, pero también que la
experiencia, la paciencia y una buena dosis de ironía podían convertir
cualquier tropiezo en aviso, y no en caída.
Mientras el primer grupo de vecinos se sentaba a disfrutar de
la plaza lista, Manuel suspiró, contento. Había sido un día de tropiezos, sí,
pero de los que enseñan, fortalecen y dejan sonrisas. Y, como siempre, la
lección estaba clara: caer no estaba permitido… tropezar, en cambio, era más
que aconsejable.
III
La mañana en Valdemora
amaneció tranquila, con los rayos del sol reflejándose en los tejados de teja
roja y el aroma del pan recién horneado flotando en la plaza. Manuel, con su
gorra perfectamente colocada y la chaqueta ajustada, recorría las calles
saludando a los vecinos, cuando escuchó un sonido poco frecuente: el motor de
un coche patrulla atravesando la plaza.
—Bueno… —dijo Manuel, frunciendo levemente el ceño y alzando
una mano—. Aviso: hoy tenemos visita oficial. Y no cualquiera.
La Guardia Civil había llegado en misión de prevención de
delitos. Para Manuel, esto significaba que tendría que ejercer como anfitrión
improvisado, mediador, traductor de formalidades y, por supuesto, mantener el
humor intacto mientras los vecinos aprendían a comportarse frente a la
autoridad.
—Buenos días, vecinos —anunció Manuel, con tono solemne y un
guiño irónico—. Hoy los tropiezos serán de tipo protocolario, así que mantengan
los zapatos limpios y la conciencia también.
Los agentes, uniformados y serios, comenzaron a inspeccionar
la plaza, observando desde los comercios hasta la fuente, mientras Manuel los
guiaba con calma. La primera dificultad surgió cuando un perro del pueblo
decidió perseguir a los agentes, provocando carreras, gritos. Manuel, sin
perder el ritmo, intervino:
—Tranquilos, caballeros, que el tropezón es solo un aviso: la
próxima vez, el perro será invitado a formar parte del operativo.
La tensión inicial se suavizó entre risas contenidas y
comentarios irónicos de Manuel, quien actuaba como puente entre la seriedad de
la Guardia Civil y la vida cotidiana de Valdemora.
Cada tropiezo administrativo que surgía —formularios, protocolos, preguntas
sobre vecinos y negocios— era manejado con humor, evitando que la visita se
convirtiera en una molestia para nadie.
En un momento, uno de los agentes quiso revisar el almacén de
Donato, provocando un pequeño caos: barriles mal colocados, cajas apiladas de
forma precaria y un gato que decidió esconderse entre las frutas. Manuel
tropezó con un cubo y casi derriba una pila de manzanas, pero logró recuperar
el equilibrio justo a tiempo.
—Excelente aviso —dijo, enderezando las cajas y levantando las
manos como señal de paz—. Tropezar sirve para recordar que la seguridad también
incluye la fruta y la armonía de la plaza.
Los vecinos, testigos del incidente, no pudieron evitar
reírse, y los agentes, tras un par de miradas sorprendidas, empezaron a
comprender el carácter peculiar de Manuel y del pueblo. Cada tropiezo, físico o
social, se transformaba en enseñanza: la prevención no solo era cuestión de
patrullar, sino también de entender cómo funcionaba la comunidad.
—Señores, tropezar no es pecado —comentó Manuel—. Caer, en
cambio, puede ser desastroso. Y si hay algo que los vecinos de Valdemora saben, es levantarse con humor y
sin que nadie pierda la dignidad.
La visita continuó con un desfile de situaciones cómicas: la
niña de doña Pilar dejó caer un balde de agua frente a un agente, un barril mal
cerrado hizo que Manuel tuviera que correr para evitar un tropiezo mayor, y un
par de gallinas escaparon de un corral causando alarma momentánea. Cada evento
reforzaba la idea de que, en Valdemora,
los pequeños tropiezos eran inevitables, pero podían ser manejados con ingenio,
humor y colaboración.
Al finalizar la inspección, la Guardia Civil agradeció la
cooperación del pueblo y reconoció la eficacia del alguacil. Manuel, con la
gorra ligeramente ladeada y la chaqueta aún salpicada de polvo de la plaza,
sonrió:
—Tropiezos, oficiales, tropiezos —dijo—. Hoy los hemos tenido
todos: físicos, sociales y burocráticos. Pero ninguno nos ha hecho caer. Y esa,
amigos míos, es la verdadera prevención.
Mientras el coche patrulla se alejaba por la carretera vieja,
Manuel se permitió un momento de satisfacción. Los vecinos regresaban a sus
rutinas, los niños corrían de un lado a otro, y él podía reflexionar: incluso
la visita más formal y seria podía convertirse en una lección de comunidad y
humor, siempre que se enfrentara con la ironía y la experiencia como armas.
— Tropezón a
tiempo, camino limpio.… —susurró Manuel, ajustándose la gorra—. Hoy la lección
fue preventiva, mañana vendrán otros, pero mientras mantengamos la cabeza fría
y la sonrisa lista, Valdemora
seguirá intacta.
La tarde caía suavemente sobre Valdemora, tiñendo de dorado los
tejados y las calles empedradas. Manuel caminaba solo por la plaza, disfrutando
de un momento de calma después de la visita de la Guardia Civil y de los
tropiezos matutinos. Pero la tranquilidad estaba a punto de ser interrumpida por
un visitante inesperado: alguien que lo haría tropezar… no con los pies, sino
con los recuerdos.
María, su amiga de juventud y primera novia, apareció en la
plaza con una bolsa de compras y una sonrisa que parecía no haber envejecido.
Manuel se quedó quieto un instante, atrapado entre la sorpresa y la nostalgia.
No la veía desde hacía más de veinte años, desde que decidió quedarse en la
ciudad unos años y luego regresar como alguacil.
—¡Manuel! —dijo María, acercándose con pasos seguros—. No
esperaba encontrarte aquí, con todo el pueblo al cuidado de tus manos…
Manuel tosió un poco, intentando recomponerse. Las palabras
parecían jugarle una broma, haciendo que su garganta se secara. Tropezar
emocionalmente era mucho más difícil que tropezar físicamente; no había
carcajadas para salvar la situación ni un barril para amortiguar la caída.
—María… hace… hace mucho tiempo que no nos veíamos —balbuceó,
acomodándose la gorra como un escudo improvisado—. Sí, bastante tiempo…
Los vecinos pasaban cerca, observando con curiosidad pero sin
intervenir. Manuel, consciente de que estaba a punto de caer en la trampa de
los recuerdos, respiró hondo. Cada paso que daba hacia ella era un pequeño
tropiezo, un aviso de que el pasado podía golpear sin avisar.
María le contó sobre su vida, sus viajes y los cambios en la
ciudad, mientras Manuel escuchaba atentamente, recordando su propia
trayectoria, sus aciertos y errores, sus pérdidas y aprendizajes. El encuentro
se convirtió en un diálogo cargado de humor irónico y reflexiones profundas, la
marca distintiva de Manuel.
—Veo que no has cambiado demasiado —dijo María, con una
sonrisa cómplice—. Sigues con esa mezcla de seriedad y humor que siempre te ha
caracterizado.
Manuel se rió, aunque con un dejo de melancolía:
—Tropezar con el pasado no es fácil —dijo—. Pero creo que si
no caigo, al menos puedo aprender algo de cada recuerdo… y, de paso, reírme un
poco de mí mismo.
La conversación continuó mientras caminaban por la plaza,
recordando anécdotas, travesuras y pequeños conflictos de juventud. Manuel notó
que algunos tropiezos del pasado que antes parecían graves, ahora resultaban
risibles. Las diferencias, las peleas y los errores se transformaban en avisos,
lecciones que lo habían formado y preparado para su papel en Valdemora.
—¿Recuerdas aquel verano en que intentamos organizar un teatro
en la plaza y todo terminó con el escenario cayéndose encima del burro?
—preguntó María, riendo—. Fue un desastre, pero qué divertido.
—¡Ah, sí! —exclamó Manuel, recordando con detalle—. Tropezar
sin caer… exactamente eso. Aprendimos más de ese tropiezo que de cualquier
triunfo posterior.
Al final del encuentro, mientras el sol comenzaba a ocultarse
detrás de las colinas, María se despidió con un abrazo y la promesa de volver a
pasar por Valdemora. Manuel,
mientras la veía alejarse, comprendió que los tropiezos emocionales podían ser
tan enriquecedores como los físicos o los sociales. Cada recuerdo, cada
conversación del pasado, era un aviso de la vida: un recordatorio de quién era,
de lo que había aprendido y de cómo debía continuar caminando sin caer.
— Mejor
tropezar y mirar, que andar ciego y chocar. —murmuró para sí mismo, ajustándose la gorra y
caminando hacia su casa—. Hoy he tropezado con el pasado… y no he caído. He
aprendido, he sonreído y, sobre todo, sigo en pie. Eso, en mi libro, es un buen
aviso.
Mientras Manuel regresaba a su rutina, saludando a los vecinos
que todavía paseaban por la plaza, se sintió en paz. Los tropiezos no eran
enemigos; eran maestros disfrazados de obstáculos, recordándole que la vida,
con sus risas y nostalgias, siempre ofrecía lecciones a quienes sabían
recibirlas.
El sol del mediodía iluminaba la plaza de Valdemora con un calor agradable. Las
mesas estaban decoradas, las banderolas ondeaban suavemente y los vecinos se
disponían a celebrar la fiesta mayor. Manuel, como siempre, se movía entre
ellos con su gorra bien ajustada y una sonrisa irónica, vigilando cada detalle
para que la jornada transcurriera sin incidentes graves… o al menos, sin
caídas.
Sin embargo, la calma estaba a punto de romperse. Todo comenzó
cuando Donato, el verdulero, malinterpretó un comentario de una vecina sobre
los postres que él había preparado. Lo que era una simple broma sobre la
cantidad de azúcar, se transformó rápidamente en un rumor: según algunos,
Donato había decidido subir los precios durante la fiesta. La noticia voló como
pólvora, provocando susurros, miradas de desaprobación y un ligero descontento
entre los vecinos.
—¡Tropezamos socialmente! —murmuró Manuel, viendo cómo se
extendía la confusión—. Pero recordad, caer no está permitido. Vamos a arreglar
esto antes de que alguien lance un pastel al aire.
Manuel se acercó a la multitud con paso firme y tono teatral:
—Queridos vecinos —comenzó—, parece que hoy la plaza nos ha
regalado un pequeño tropiezo comunitario. No os preocupéis, no hay caídas. Solo
avisos, como los que aprendemos cada día.
Mientras explicaba la situación y calmaba los ánimos, otro
tropiezo apareció: un grupo de niños, emocionados por la música, tropezó con
una mesa de postres, derramando flan y refrescos sobre los manteles recién
colocados. Manuel reaccionó con rapidez, sosteniendo la mesa y evitando que los
platos volaran por los aires.
—¡Excelente! —exclamó—. Tropiezo físico del día: nivel
profesional. Pero aviso recibido, caída evitada. Todos respiramos, ¿verdad?
El malentendido de Donato fue aclarado rápidamente, y los
vecinos se rieron al darse cuenta de que habían reaccionado antes de preguntar.
Manuel, siempre con humor, aprovechó para dar una pequeña lección:
—Veis, en Valdemora
los tropiezos sociales son como los flanes derramados: parecen un desastre,
pero si actuamos con calma, podemos limpiarlos y reírnos al mismo tiempo.
Mientras tanto, la banda de música comenzó a tocar y los
vecinos, aliviados, retomaron la fiesta. Manuel se movía entre ellos, ajustando
manteles, retirando algún obstáculo del suelo y asegurándose de que los faroles
estuvieran firmes. Cada tropiezo, aunque incómodo, era transformado en aviso y
enseñanza.
— No hay
tropiezo que frene al que camina firme —dijo Manuel, mientras recogía un vaso
que había rodado hasta la fuente—. Hoy hemos tenido dos: uno social y otro
físico. Pero nadie ha caído. Y eso, amigos míos, es lo importante.
La tarde avanzaba y la fiesta se llenaba de risas, música y
conversaciones animadas. Manuel observaba a los vecinos con orgullo: habían
aprendido, incluso durante los tropiezos, a mantener la calma, a colaborar y a
disfrutar de la comunidad. El malentendido había sido solo un aviso, un
recordatorio de que incluso la mejor intención podía generar confusión si no se
manejaba con paciencia y humor.
Al caer la tarde, mientras el sol se ocultaba y los faroles
comenzaban a encenderse, Manuel se permitió un momento de reflexión. Cada
tropiezo de la jornada, desde el comentario malinterpretado hasta el flan
derramado, había reforzado una lección que repetía en voz baja:
— Tropezar sin caer es ganar experiencia… hoy lo hemos vivido
como pueblo. Hemos aprendido, reído y seguido adelante. Eso es Valdemora: caídas evitadas gracias a la
atención, el humor y la solidaridad.
Cuando la música alcanzó su punto más alegre y los vecinos
bailaban juntos, Manuel se acomodó la gorra, satisfecho. Los tropiezos de la
vida, grandes o pequeños, físicos o sociales, siempre traerían avisos. Pero
mientras él y Valdemora supieran
recibirlos con humor y experiencia, nunca caerían del todo.
La fiesta continuó hasta el anochecer, y Manuel, entre risas y
felicitaciones, pensó en cómo cada tropiezo de aquel día sería recordado como
una pequeña lección comunitaria: una que enseñaba que en Valdemora, la vida podía ser torpe,
impredecible y cómica… pero siempre gestionable con ingenio y buena voluntad.
La noche había caído sobre Valdemora con un manto de calma y luces
doradas que iluminaban las calles empedradas. Manuel, después de un día intenso
en la fiesta mayor, caminaba lentamente hacia su casa. Sus pies dolían, sus
hombros cargaban el peso de jornadas enteras de tropiezos físicos, sociales y
emocionales, y, aunque su mente seguía alerta, su cuerpo comenzaba a enviar
señales que no podían ignorarse.
—Bueno… —murmuró, apoyándose un instante en la verja del
Ayuntamiento—. Este tropiezo… parece de los silenciosos, de los que no hacen
ruido, pero pesan igual que un barril de sidra mal colocado.
Mientras caminaba, un mareo leve hizo que se apoyara contra la
pared de piedra. La plaza estaba vacía, los vecinos ya se habían retirado a sus
casas y solo se escuchaba el murmullo del viento entre las hojas secas. Manuel
suspiró y reflexionó: los tropiezos físicos y sociales eran manejables; este
era diferente. Era el aviso que su cuerpo le enviaba: que la experiencia y el
humor no podían reemplazar el cuidado personal.
Se sentó en un banco, apoyando los codos sobre las rodillas y
frotándose la frente. Por primera vez en días, el silencio de la noche le
permitió escuchar su respiración y sentir la fatiga acumulada. Tropezar con la
salud era algo que había ignorado demasiado tiempo.
—Si no caigo… —pensó—, al menos necesito aprender a escuchar a
este cuerpo que no entiende de orgullo ni de humor.
Mientras meditaba, recordaba los tropiezos recientes: la broma
de la harina con Paco, el rescate del gato Peluso, el malentendido de la
fiesta y la visita de la Guardia Civil. Cada evento había sido un recordatorio
de que la vida ofrecía avisos, pequeñas lecciones para mantenerse alerta y
aprender. Ahora, este tropiezo silencioso tenía la misma función: recordarle
que la vulnerabilidad también era parte de la experiencia.
Al levantarse, Manuel se apoyó con firmeza en la barandilla y
ajustó la gorra, tratando de no mostrar preocupación. Sin embargo, con su
habitual humor irónico, murmuró para sí mismo:
—Tropezar con la salud… al menos no hay vecinos que lo
comenten. Eso sí, la caída duele más en soledad.
Al llegar a su casa, Manuel se sirvió un vaso de agua y se
recostó un instante en el sillón. Cada músculo le recordaba la jornada intensa,
pero también la satisfacción de haber cumplido con su papel en el pueblo:
protector, mediador, humorista y guardián de los pequeños tropiezos de Valdemora.
—Mañana será otro día —dijo, con un tono más suave—. Tropezar
con el cuerpo no es divertido, pero el aviso está claro: necesito descansar,
escuchar y cuidarme. La experiencia enseña, y esta vez la lección es personal.
Mientras cerraba los ojos, reflexionó sobre cómo cada tipo de
tropiezo tenía su propia enseñanza: los físicos enseñaban coordinación y
rapidez, los sociales enseñaban paciencia y diplomacia, los emocionales
enseñaban reflexión y humor, y los silenciosos, como el de esa noche, enseñaban
humildad y autocuidado.
— Tropezón
que no derriba, hace más fuerte la vida —susurró Manuel—. Hoy he recibido un
aviso que no se ve ni se escucha… pero se siente. Y si aprendo de él, seguiré
en pie mañana, listo para otros tropiezos, grandes o pequeños.
La noche avanzaba, y Manuel, entre el cansancio y la
reflexión, comprendió que los avisos de la vida eran inevitables, y que la
clave no era evitarlos, sino reconocerlos y aprender de ellos. Con esa idea,
cerró los ojos, dejando que el silencio de Valdemora le enseñara la lección más
íntima y necesaria: que incluso un alguacil experimentado, lleno de humor e
ironía, debía cuidar de sí mismo para seguir sosteniendo el mundo, aunque fuera
solo el suyo, el pequeño universo de su pueblo.
IV
La mañana siguiente amaneció luminosa en Valdemora. Los primeros rayos de sol
despertaban a los vecinos y los cafés comenzaban a llenarse de conversaciones
animadas. Manuel, aún recuperándose del tropiezo silencioso de la noche
anterior, se preparaba para un desafío inesperado: la llegada de un nuevo sistema
de información municipal digital. Una pantalla gigante en la plaza prometía
mostrar horarios, noticias y avisos importantes, pero para Manuel era más bien
un territorio desconocido.
—Bien… —dijo, ajustándose la gorra—. Hoy el tropiezo será
tecnológico. Tropezar con cables y botones, seguro; caer… todavía no.
Los técnicos instalaban la pantalla mientras Manuel observaba
con ojos críticos y curiosos, intentando comprender el funcionamiento. Los
vecinos se agolpaban alrededor, algunos intrigados, otros preocupados de que el
alguacil no supiera manejar la “nueva maravilla tecnológica”.
—Tranquilos, todos —comentó Manuel, con tono irónico—. Si el
aparato decide rebelarse, yo me encargaré de domarlo… con paciencia, humor y,
quizás, unos cuantos tropiezos.
El primer tropiezo llegó enseguida. Manuel, al intentar
encender la pantalla, pulsó un botón equivocado y la imagen cambió a un fondo
brillante con números parpadeantes y sonidos estridentes. Los vecinos se
sobresaltaron y algunos soltaron carcajadas; otros fruncieron el ceño,
confundidos. Manuel, con una mueca de fingida indignación, se inclinó hacia la
pantalla y murmuró:
—Ah… excelente aviso digital. Tropezar no está prohibido, caer
tampoco… pero mejor aprender a usar los botones antes de improvisar.
Tras varios intentos y algunas explicaciones torpes, Manuel
logró estabilizar la pantalla, mostrando información básica: horarios de la
biblioteca, la programación de la plaza y un aviso sobre la fiesta mayor. Sin
embargo, el humor no tardó en aparecer cuando la pantalla mostró
accidentalmente un emoticono gigante de un gato —Peluso, sin duda— que
causó risas y aplausos entre los vecinos.
—¡Ah! Tropiezo estético —dijo Manuel, con ironía—. Aviso
recibido: la tecnología también tiene sentido del humor. Y si no aprendemos a
interpretarlo, nos tropezará a nosotros.
Decidido a comprender el aparato, Manuel comenzó a interactuar
con él, mientras los vecinos observaban, algunos tomando fotos y otros
comentando la situación como si fuera un espectáculo teatral. Cada error de
Manuel —botones presionados en el orden equivocado, menús que se cerraban
inesperadamente— se transformaba en un tropiezo cómico que reforzaba su
reputación: el alguacil que tropezaba, enseñaba y hacía reír al mismo tiempo.
—Tropezar con la tecnología —dijo, finalmente logrando mostrar
los avisos correctamente—. Aviso recibido: nunca subestimen el poder de una
pantalla. Y recordad, si Peluso aparece en ella otra vez… será señal de
que estamos atentos, pero no sin sentido del humor.
Mientras la plaza volvía a la calma, Manuel reflexionó sobre
la lección del día. Cada tropiezo, físico, social, emocional o digital, era un
aviso de la vida. Aprender de ellos permitía evitar caídas graves, mantener el
humor y la paciencia, y enseñar a otros que los obstáculos podían convertirse
en enseñanzas si se recibían con mente abierta.
—Tropezar y no caer —murmuró Manuel, mientras se alejaba de la
pantalla—. Hoy he tropezado con la modernidad, he aprendido a no subestimar los
botones y, sobre todo, he recordado que incluso la tecnología puede ser
generosa en avisos.
Los vecinos se dispersaron, algunos comentando los pequeños
desastres tecnológicos y otros riendo aún por los emoticonos de Peluso.
Manuel, satisfecho, ajustó la gorra y se dirigió al café de siempre, pensando
que los tropiezos de la vida moderna eran tan inevitables como los físicos o
sociales. La clave, como siempre, era enfrentarlos con humor, paciencia y una
sonrisa lista para cualquier eventualidad.
Mientras se sentaba con su café, Manuel observó la plaza desde
la ventana y sonrió: en Valdemora,
los tropiezos de cualquier tipo no eran enemigos, sino maestros disfrazados de
obstáculos. Y mientras supiera recibirlos con ingenio y humor, nunca caería del
todo.
V
Era la mañana más fría del año en Valdemora. Manuel salió de su casa con la
gorra bien ajustada, bufanda al cuello y botas que crujían sobre la fina capa
de nieve que cubría las calles. Lo que había comenzado como una ligera nevada
durante la noche, ahora se transformaba en un manto blanco que cubría plazas,
tejados y árboles, y prometía convertirse en un desafío para todo el pueblo.
—Bueno… —murmuró Manuel, apoyándose en la barandilla—. Este
tropiezo es de los grandes: físico, social y logístico. Aviso recibido, caída…
esperemos que no.
Los primeros problemas no tardaron en aparecer. Los caminos
estaban resbaladizos, y los vecinos se desplazaban con cuidado, algunos
derrapando en la nieve y otros riendo de sus propios tropiezos. Manuel, como
buen alguacil, comenzó a organizar a todos: coordinar las palas, limpiar
accesos, asegurar los tejados y evitar accidentes mayores.
—Tropezar con la nieve —dijo, con humor irónico—. Aviso
importante: cae con cuidado, pero no dejes que el frío te haga perder la
sonrisa.
Entre risas y resbalones, Manuel ayudó a los niños a construir
un pequeño muñeco de nieve, mientras adultos removían los caminos principales y
protegían los barriles de sidra y mesas de la plaza. Cada tropiezo causado por
la nieve se convirtió en oportunidad de aprendizaje: cómo desplazarse sin caer,
cómo trabajar en equipo y cómo reírse de la torpeza inevitable que el invierno
trae consigo.
Un resbalón particularmente cómico ocurrió cuando Manuel
tropezó con una pala mal colocada, casi cayendo sobre un montón de nieve recién
removida. Los niños lo miraron con ojos grandes y expectantes, mientras él se
levantaba con una mueca de fingida indignación:
—¡Excelente! —exclamó—. Tropiezo invernal: nivel experto.
Aviso recibido, caída evitada.
Mientras la nevada continuaba, Manuel aprovechó para
reflexionar sobre la importancia de los tropiezos: no solo enseñaban
precaución, sino también solidaridad. Los vecinos trabajaban juntos, ayudándose
unos a otros a levantarse después de resbalones o a limpiar los caminos más
peligrosos. La nieve, que al principio parecía un obstáculo, se transformó en
un maestro silencioso: recordaba a todos que la vida podía ser imprevisible y
que enfrentarla juntos hacía más llevadero cualquier tropiezo.
— Tropezar sin resbalar, es saber continuar —dijo Manuel, ajustándose la gorra
mientras observaba la plaza cubierta de blanco—. Hoy el aviso viene del cielo:
cuidado con los resbalones, mantén la calma y nunca subestimes el poder de un
buen equipo.
La tarde avanzaba, y la nevada comenzó a disminuir. Los
vecinos, aunque cansados y cubiertos de nieve, sonreían y compartían historias
de sus tropiezos invernales. Manuel, satisfecho, contempló el trabajo
colectivo: la plaza despejada, los tejados asegurados y las risas que llenaban
el aire frío.
Mientras regresaba a su casa, resbalando ligeramente sobre un
banco de nieve y recuperando el equilibrio con su característico humor, Manuel
pensó: los tropiezos, grandes o pequeños, eran inevitables, pero mientras Valdemora aprendiera a enfrentarlos
juntos, siempre habría avisos antes de la caída. La gran nevada había enseñado
lecciones de cuidado, paciencia y cooperación… y, sobre todo, que incluso en el
caos, siempre había espacio para la risa.
— Tropezón
que no tumba, al corazón lo alumbra—susurró para sí—. Hoy la lección viene del
cielo… y nosotros hemos aprendido a leerla con humor y cabeza fría.
Manuel se sentó frente a la plaza de Valdemora, cubierta ahora por la blanca
estampa de la gran nevada que había dejado risas, tropiezos y recuerdos
imborrables. La gorra ligeramente ladeada, las manos apoyadas sobre las
rodillas y una sonrisa serena en el rostro, dejó que su mente recorriera todos los
días, incidentes y pequeñas aventuras que lo habían mantenido en pie.
Tropezar
y no caer, buen aviso es
Tropezar. Sí, eso había hecho muchas veces: con los pies, con
las palabras, con la tecnología, con la nieve… y hasta con el pasado. Pero
nunca había caído del todo. Cada aviso recibido, cada tropiezo, había sido una
oportunidad de aprendizaje, un recordatorio de que la vida podía ser torpe,
impredecible y a veces incómoda, pero siempre enseñaba algo.
Se acordó de Paco y la nube de harina, del gato Peluso
y el rescate que casi termina en desastre, del malentendido de la fiesta mayor
y de la visita de la Guardia Civil, hasta llegar a la gran nevada que había
paralizado y unido a todo el pueblo. Cada situación había requerido paciencia,
ingenio, solidaridad y, sobre todo, humor. Sin humor, pensó Manuel, los
tropiezos se convierten en caídas; con humor, se convierten en avisos, en
lecciones, en historias que merecen ser contadas.
— Tropiezo sin caída, enseñanza de la vida— susurró, mirando
la plaza tranquila. Esa es la esencia de Valdemora y, por qué no, de la vida.
Tropezar no es fracaso, es señal de que estamos vivos, atentos y capaces de
aprender. Caer sería rendirse, dejar que los avisos se transformen en derrotas.
Recordó también los tropiezos silenciosos: los de su propio
cuerpo, los emocionales, los del corazón y la memoria. Aprendió que escuchar
los avisos era tan importante como reaccionar a los tropiezos visibles. Que
cada experiencia, grande o pequeña, física o emocional, era un maestro
disfrazado. Y que mientras uno mantuviera la cabeza fría, los pies firmes y el
humor intacto, la caída nunca sería definitiva.
Manuel respiró hondo, el frío de la plaza mezclándose con la
calidez de la reflexión. Pensó en los vecinos, en los niños riendo, en los
adultos colaborando y en la comunidad que, día tras día, aprendía a levantarse
y seguir adelante. Pensó en sí mismo, un alguacil de cincuenta años, viudo, con
experiencia y con humor suficiente para enfrentar cualquier tropiezo que la
vida le pusiera delante.
—Si algo he aprendido —dijo finalmente, con voz suave y firme—
es que los tropiezos son buenos avisos. Nos recuerdan que hay que estar
atentos, que la vida es impredecible y que siempre hay que mantener la sonrisa,
incluso cuando parece que todo conspira para hacernos caer. Pero mientras
recordemos reírnos, ayudarnos y levantarnos… siempre habrá esperanza, siempre
habrá Valdemora.
Manuel se levantó, ajustó la gorra y caminó lentamente hacia
su casa. La plaza seguía cubierta de nieve, silenciosa y serena. Cada piedra,
cada camino, cada farol parecía susurrarle lo mismo: tropezar no es perder, es
aprender. Y él, con su humor intacto y su experiencia acumulada, sabía que
nunca caería del todo.
—Tropezar y no caer —repitió una vez más, sonriendo—. Buen
aviso es… y yo he tenido muchos.
Con esa certeza, Manuel desapareció entre las calles nevadas,
llevando consigo la tranquilidad de quien ha aprendido de la vida, de los
tropiezos y de la comunidad que lo rodea. Valdemora, con sus risas, sus avisos y su
gente, seguía viva, y él también, firme y en pie, listo para el próximo
tropiezo que la vida le pusiera delante.
Arturo Culebras Mayordomo
Madrid, 2025
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