El amor viaja en el Metro
Encuentros cotidianos
El despertador sonó a las seis en punto, como siempre.
Carlos lo apagó sin mirar y se sentó en la cama, tomando unos segundos para
recordar qué día de la semana era y cuál sería su agenda. Otra jornada
interminable en el gabinete de abogados lo esperaba: reuniones, correos
electrónicos, documentos interminables y clientes con demandas imposibles. La
vida se había vuelto una rutina mecánica de trajes grises y zapatos pulidos.
Se vistió rápidamente, repitiendo la misma corbata que
había elegido la noche anterior, la que combinaba con el traje oscuro de
siempre. Mientras caminaba hacia la estación, repasaba mentalmente los casos
pendientes, los argumentos que tendría que presentar y los correos que debía
responder antes del mediodía. Cada día parecía un reflejo exacto del anterior,
salvo por los pequeños imprevistos que no podía controlar.
Subió al metro con su maletín en la mano y se acomodó
junto a la ventana, sacando su libreta de notas. Mientras otros pasajeros
miraban sus teléfonos o dormitaban, él revisaba los puntos clave de una
reunión, escribía esquemas mentales y repasaba argumentos en silencio. Pero,
aquel lunes, algo captó su atención: una mujer sentada frente a él, con un
libro abierto, completamente absorta en la lectura.
María. Él no sabía su nombre aún, pero algo en la
manera en que sostenía el libro, cómo fruncía ligeramente el ceño cuando
concentraba la mirada, le llamó la atención. Por primera vez en mucho tiempo,
Carlos dejó de repasar mentalmente los casos y comenzó a observarla. No era
solo curiosidad; había algo en su presencia que alteraba la monotonía de su
viaje diario.
Los días siguientes, la rutina se volvió más
interesante. Cada mañana esperaba verla, notaba cómo se acomodaba, cómo sus
dedos pasaban por las páginas con cuidado. Había algo casi ritual en su manera
de leer, y él comenzó a anticipar esos pequeños gestos. La ciudad y el vagón,
antes un espacio neutro y funcional, ahora se sentían cargados de
posibilidades.
Un martes, mientras revisaba notas sobre un contrato
complejo, notó que ella le sonrió por un instante. Fue tan fugaz que casi dudó
de haberlo imaginado. Sin embargo, algo dentro de él reaccionó: un calor
inesperado en el pecho, una sensación de que la rutina de la ciudad podía
romperse en cualquier momento con un gesto tan pequeño.
Carlos no sabía cómo acercarse. Su vida estaba regida
por horarios, formalidades y límites claros, pero allí, en el vagón del metro,
esas reglas parecían desdibujarse. Empezó a imaginar pequeñas conversaciones:
preguntarle qué leía, comentar sobre la estación o incluso ofrecerle un café en
algún momento. Cada idea era un riesgo calculado, una pequeña desviación de su
ordenada existencia.
Un jueves, mientras revisaba un contrato, ella dejó
caer discretamente un marcador de página en su asiento, como si quisiera dejar
un rastro, una señal silenciosa. Carlos lo recogió y lo sostuvo entre sus
dedos, sintiendo que algo había cambiado. La rutina seguía, el tren avanzaba y
los demás pasajeros permanecían indiferentes, pero él sabía que aquel simple
objeto representaba un puente entre sus mundos.
Cada estación, cada golpe metálico del tren, cada
anuncio por altavoces parecía resonar diferente. Carlos notaba detalles que
antes ignoraba: el movimiento de su cabello, la manera en que inclinaba la
cabeza al leer, la luz que caía sobre ella desde la ventana del vagón. Todo
adquiría un significado inesperado, y por primera vez en mucho tiempo, su vida
dejó de girar exclusivamente alrededor de casos, reuniones y correos.
Al final del viaje, cuando las puertas se abrieron y
ella descendió en la estación habitual, Carlos sintió una mezcla de ansiedad y
anticipación: quería seguirla, decir algo, romper el silencio que hasta
entonces los había separado. Sabía que su vida profesional era estricta,
controlada y predecible, pero el metro había abierto un espacio para lo
inesperado, y él no estaba seguro de querer cerrarlo.
El tren continuó su trayecto, y Carlos permaneció
sentado, sosteniendo el marcador de página como un recordatorio de que, incluso
en la rutina más rígida, podía haber pequeñas chispas que transformaran todo.
Aquella mujer, aquella mirada, aquel instante en el vagón: todo eso parecía
prometer algo que él no sabía cómo definir, pero que estaba dispuesto a
explorar.
Señales y coincidencias
El lunes siguiente Carlos subió al vagón del metro con
la sensación de que algo en su rutina había cambiado para siempre. La ciudad
aún rugía con su ritmo incesante, pero para él, cada paso hacia la estación
parecía más lento, como si los adoquines del andén tuvieran la capacidad de
alargar los segundos. Su maletín colgaba de su hombro, pesado como siempre,
lleno de documentos, contratos y agendas; sin embargo, esa mañana, su mente
estaba en otra parte.
Ella estaba allí, como siempre. María, con su libro
abierto y su rostro concentrado, parecía ajena a todo el vagón y al mundo
exterior. Carlos la observó mientras se acomodaba, inclinándose ligeramente
para mantener la espalda recta, con el gesto delicado de quien protege algo
valioso. Su mirada se detuvo en los dedos de María pasando las páginas con
cuidado. Por un instante, olvidó los contratos que debía revisar y los correos
que le esperaban en la oficina; todo parecía insignificante ante aquel pequeño
ritual cotidiano.
Había decidido que hoy haría algo diferente. No podía
limitarse a mirar, como había hecho durante semanas. Era momento de enviarle
una señal, una mínima intervención que dijera: sé que estás ahí, y quiero
conocerte. Mientras guardaba mentalmente cada caso, cada reunión, comenzó a
escribir en un pequeño papel que siempre llevaba en su cartera, uno que rara
vez usaba:
"Buenos días. Veo que tu libro siempre es
interesante.-Carlos"
Dobló la nota con cuidado y, con manos ligeramente
temblorosas, la colocó discretamente en el asiento frente a ella antes de
bajarse en la estación siguiente. Su corazón latía con fuerza, un ritmo que
parecía acompañar al traqueteo del tren. Por primera vez, no se preocupaba por
llegar puntual, ni por revisar contratos ni por cumplir horarios: solo
importaba esa conexión silenciosa que, hasta ahora, había sido un simple juego
de miradas.
Al día siguiente, mientras el tren descendía hacia su
estación habitual, Carlos notó que el papel había desaparecido. En su lugar, un
pequeño marcador de página descansaba sobre el asiento. Lo recogió con cuidado
y lo sostuvo entre sus dedos, sintiendo un calor inesperado que recorría su
pecho. Era una respuesta silenciosa, mínima, pero suficiente para alterar por
completo la rutina de su jornada.
La sorpresa inicial dio paso a la curiosidad y al
pensamiento constante. Durante todo el viaje, observó a María sin que ella lo
notara. Notó cómo ajustaba el libro, cómo mordía ligeramente su labio inferior
cuando concentraba la vista en la lectura, cómo la luz del vagón iluminaba su
rostro de manera que lo hacía parecer casi irreal. Cada gesto era un pequeño
detalle que Carlos almacenaba mentalmente, como si quisiera recordarlo para
siempre.
El viernes, el vagón estaba más lleno de lo habitual.
Personas de pie, maletines, mochilas y cuerpos moviéndose en sincronía con los
frenazos y arranques del tren. Carlos, con el corazón ligeramente acelerado,
buscó el asiento habitual y lo encontró vacío, salvo por el pequeño marcador de
página que ella había dejado la vez anterior. Lo sostuvo un instante,
reflexionando sobre cómo un objeto tan simple podía contener tanta intención.
Decidió que era momento de una señal más clara, pero
sin romper la magia de lo que había surgido entre ellos. Sacó un pequeño
cuaderno de su maletín y escribió una nota breve:
"No sé tu nombre, pero creo que tu compañía hace
que este vagón sea más llevadero."
La colocó cuidadosamente en el asiento frente a ella,
asegurándose de que quedara visible pero sin que nadie más lo notara. Mientras
el tren continuaba su trayecto, Carlos se sentó junto a la ventana, observando
cómo la luz cambiaba con cada túnel y cómo el mundo pasaba a través de los
cristales sin detenerse por ellos. Por primera vez en semanas, se permitió
imaginar una conversación con ella, incluso un café después del trabajo, algo
que hasta ahora parecía imposible en su vida regida por horarios estrictos y
exigencias profesionales.
El lunes siguiente, Carlos subió al vagón con la
esperanza silenciosa de que ella hubiera leído su nota y que respondiera de
alguna manera. Cuando entró, notó que María lo miró, y esta vez su sonrisa fue
inequívoca, cálida y llena de reconocimiento. Era como si su pequeño gesto
hubiera encendido un hilo invisible entre ellos, un lazo que los conectaba de
manera silenciosa y profunda.
Durante todo el trayecto, Carlos se permitió imaginar
escenarios: hablar con ella, descubrir qué libros le gustaban, compartir
anécdotas triviales de la ciudad. Su mente, normalmente enfocada en estrategias
legales y reuniones interminables, estaba ahora ocupada en rastrear los
pequeños signos que ella le ofrecía: la forma en que ajustaba el cabello, cómo
sostenía el libro, la manera en que sus ojos se movían rápidamente de la página
hacia la ventana y viceversa. Cada detalle era un mensaje en clave que solo él
parecía entender.
A lo largo de la semana, los gestos continuaron. Notas
discretas, marcadores de página, pequeños dibujos o frases que no decían
demasiado pero que abrían una puerta a la posibilidad de interacción real.
Carlos empezaba a sentir que cada viaje en el metro se convertía en un juego de
señales: un puente entre dos vidas que, hasta ese momento, habían sido
completamente independientes.
El viernes, mientras el tren avanzaba hacia la
estación centro, notó algo diferente: ella se había sentado junto a la ventana,
con la cabeza ligeramente inclinada, observando el paisaje urbano pasar. Carlos
decidió que era momento de dar un paso más, aunque pequeño. Sacó otra nota y la
colocó cuidadosamente sobre su asiento, asegurándose de que ella la viera. La
nota decía simplemente:
"¿Te gustaría tomar un café algún día? Solo para
hablar de libros y estaciones de metro."
Mientras el tren continuaba, Carlos sintió un
nerviosismo inesperado. No era miedo al rechazo; era la anticipación de lo
desconocido, de romper con la rutina que había definido su vida durante años.
La ciudad seguía rugiendo a su alrededor, los pasajeros seguían ajenos, y sin
embargo, él sabía que algo había cambiado. Una pequeña chispa había nacido
entre las páginas de un libro, entre los asientos metálicos del vagón y las
miradas compartidas en silencio.
Al llegar a la estación final, Carlos descendió con el
corazón latiendo con fuerza. La semana había sido un juego de señales y
coincidencias, un intercambio silencioso que había transformado el vagón del
metro en un escenario de posibilidades. Sabía que, tarde o temprano, tendría
que dar el siguiente paso: hablar, escuchar, conocer de verdad a la mujer que,
sin palabras, había hecho que su rutina dejara de ser solo un desfile de trajes
y maletines.
Mientras caminaba hacia la oficina, ajustando su
corbata y revisando mentalmente la reunión que lo esperaba, no pudo evitar
sonreír. La rutina seguía, el mundo seguía su curso, pero él sabía que, en
algún vagón del metro, el amor había empezado a viajar silenciosamente hacia
él, y esta vez, estaba dispuesto a dejarlo avanzar.
La interrupción del destino
El lunes comenzó como cualquier otro. Carlos se
levantó antes del amanecer, revisando mentalmente los casos de la semana y
organizando la agenda de reuniones que lo esperaba. La ciudad aún estaba
envuelta en la bruma de la mañana, y los ruidos de los primeros transeúntes se
mezclaban con el tráfico que empezaba a despertar. Todo parecía rutinario y
predecible, como siempre.
Subió al vagón de la línea 3 con la seguridad que le
otorgaba la costumbre, pero su mente estaba parcialmente ocupada con otra
preocupación: María. Durante la semana anterior, su intercambio de notas y
gestos había despertado en él una sensación nueva, inquietante y fascinante. La
idea de verla nuevamente lo mantenía alerta, como si cada estación pudiera
traer consigo un pequeño milagro cotidiano.
Esa mañana, ella estaba allí, como siempre. Carlos se
acomodó en el asiento frente a ella, intentando mantener la compostura que su
profesión le exigía, pero con la ansiedad controlada que solo alguien enamorado
en secreto podía experimentar. Observó cómo sostenía su libro, cómo pasaba las
páginas con delicadeza, y cómo la luz que entraba por la ventana acariciaba su
rostro. Todo parecía tan perfecto y tan improbable al mismo tiempo.
Comenzó a revisar mentalmente la nota que había
colocado el viernes anterior, preguntándose si habría tenido algún efecto.
Mientras lo hacía, el tren avanzaba por los túneles, y un traqueteo rítmico
llenaba el espacio. De repente, un frenazo inesperado sacudió el vagón,
haciendo que varios pasajeros se tambaleasen y sujetasen los pasamanos.
—¡Tranquilos, por favor!-exclamó una voz por el
altavoz del metro—. Hemos tenido un fallo técnico. El tren permanecerá
detenido entre estaciones hasta nuevo aviso.
El corazón de Carlos se aceleró, pero no por miedo ni
por sorpresa; había algo en la interrupción que lo sacaba de la rutina, que
rompía el patrón cotidiano que hasta ahora había definido sus viajes. Observó a
María, y vio cómo levantaba la vista del libro, confundida pero curiosa, como
todos los pasajeros del vagón. Sus ojos se encontraron, y esta vez no hubo
notas ni gestos tímidos: había un contacto directo, real y tangible.
El tiempo parecía alargarse. Los pasajeros murmuraban,
miraban sus teléfonos y comentaban la situación, pero Carlos solo tenía ojos
para ella. El tren detenido se convirtió en un pequeño universo suspendido, un
espacio donde la rutina se detuvo y la posibilidad de interacción se volvió
inevitable.
—Parece que vamos a tardar un poco-dijo Carlos,
finalmente, encontrando la voz que había estado guardando durante semanas.
María lo miró sorprendida, pero su expresión no fue de
incomodidad, sino de curiosidad.
—Sí… parece que tendremos que esperar-respondió,
con una sonrisa tímida—. No estoy acostumbrada a quedarme quieta tanto
tiempo.
Carlos asintió, sorprendido de lo fácil que era hablar
con ella una vez que había decidido hacerlo. El miedo que había sentido
desapareció, sustituido por una sensación de alivio y fascinación. Comenzaron a
conversar de manera casual, sobre la interrupción del tren, sobre lo
impredecible de la ciudad, y luego, poco a poco, sobre cosas más personales:
libros, cafés, rincones de la ciudad que cada uno apreciaba en secreto.
—¿Siempre lees en el metro?-preguntó Carlos,
intentando sonar natural.
—Casi siempre-respondió María—. Me ayuda a
desconectarme un poco del mundo… aunque hoy parece imposible.
Carlos sonrió, encontrando en sus palabras un eco de
su propia sensación de escape. La conversación fluyó con una naturalidad que
sorprendió a ambos. No hubo timidez ni gestos forzados; simplemente existían el
uno para el otro en aquel vagón detenido, mientras el mundo exterior continuaba
sin percibir la chispa que había surgido entre ellos.
A medida que pasaban los minutos, Carlos notó pequeños
detalles que antes solo había observado a distancia: cómo ella jugaba con el
borde de la página de su libro, cómo sus manos se entrelazaban brevemente sobre
las rodillas, la forma en que sus ojos brillaban al sonreír. Cada gesto le
parecía un mensaje silencioso, una confirmación de que su curiosidad y
admiración habían sido compartidas.
—Me alegra que este tren se haya detenido-dijo
María, casi en un susurro—. Aunque parezca raro.
—No es raro-respondió Carlos—. Creo que a
veces necesitamos que las cosas se detengan para darnos cuenta de lo que
realmente importa.
El tren continuó detenido, y ambos se sumieron en un
silencio cómodo, interrumpido solo por los murmullos de los pasajeros y el
sonido distante del traqueteo en los túneles. Carlos sintió que algo se abría
en su interior, una puerta que había estado cerrada por la rutina, la
formalidad y la previsibilidad de su vida profesional. Allí, en ese vagón
detenido, encontró la posibilidad de un cambio real, tangible y emocionante.
Con cada minuto que pasaba, Carlos descubría más sobre
ella, y más sobre sí mismo. Comprendió que la conexión que habían estado
construyendo en secreto, con notas y gestos, tenía ahora la oportunidad de
convertirse en algo verdadero. Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino
por anticipación.
Finalmente, el tren comenzó a moverse lentamente, con
un crujido metálico que anunció que la interrupción había terminado. Ninguno de
los dos quería romper aquel instante, pero ambos sabían que la vida cotidiana
los esperaba fuera del vagón. Cuando las puertas se abrieron en la estación,
descendieron juntos, caminando por el pasillo del tren casi como si quisieran
prolongar la conversación.
—¿Tomamos un café?-preguntó Carlos, sintiendo
cómo su voz temblaba ligeramente, aunque con decisión.
María lo miró y asintió, sonriendo de manera amplia y
genuina.
—Me parece perfecto-dijo—. Y así puedo
contarte sobre el libro que estoy leyendo.
Mientras caminaban hacia la salida, Carlos sintió una
ligereza inesperada. La ciudad continuaba su ritmo habitual: transeúntes
apresurados, coches, bocinas, anuncios del metro, pero él ya no estaba solo en
medio de la rutina. Algo había cambiado de manera definitiva. La chispa que
había comenzado con miradas y notas ahora se convertía en un contacto humano
real, tangible y emocionante.
El vagón del metro, antes un espacio neutro de
tránsito diario, se transformaba en un recuerdo sagrado: el lugar donde el amor
había empezado a viajar, donde las señales y coincidencias finalmente habían
encontrado su culminación en un encuentro real.
Mientras salían a la luz del día, Carlos supo que la
rutina seguiría, que las reuniones, los casos y los correos esperarían, pero
que algo nuevo y valioso había comenzado. Algo que ni el tiempo ni la ciudad
podían controlar. María y él caminaban juntos, y por primera vez, la ciudad se
sentía menos fría, menos mecánica y más llena de posibilidades.
Más allá del vagón
El aroma del café recién hecho llenaba el pequeño
local junto a la estación. Carlos sostenía su taza con ambas manos, disfrutando
del calor que subía lentamente por sus brazos y de la sensación inesperada de
tranquilidad que lo envolvía. Frente a él, María hojeaba su libro, pero de vez
en cuando levantaba la mirada para sonreírle, con la misma naturalidad que
había mostrado en el vagón del metro.
—No puedo creer que haya tardado tanto en aceptar
un café-dijo Carlos, con una sonrisa que intentaba parecer despreocupada,
aunque en su interior todo era una mezcla de nervios y alivio.
—Es que los lunes son complicados-respondió
ella, levantando la vista con un brillo juguetón en los ojos—. Pero supongo
que el lunes pasado fue un buen lunes, ¿no?
Carlos asintió, tomando un sorbo de café y dejando que
el calor le recorriera el pecho. Recordó el vagón detenido, las miradas, el
silencio compartido que de pronto había cobrado palabras. La ciudad, que antes
se sentía fría y mecánica, parecía ahora más cercana, más humana, como si
hubiera decidido abrirse a su historia.
Durante la primera hora de la conversación, hablaron
de cosas triviales: libros, cafés, estaciones de metro y pequeñas anécdotas de
la ciudad. Pero poco a poco, Carlos se dio cuenta de que aquella conversación
era más profunda de lo que parecía. Había un hilo de conexión que iba más allá
de las palabras: una complicidad silenciosa que se había construido durante
semanas en el vagón, con notas y miradas, y que ahora florecía en risas y
gestos compartidos.
—¿Siempre tomas café solo después del trabajo?-preguntó
María, apoyando el libro sobre la mesa—. Pareces alguien que controla todo
con precisión…
Carlos rió suavemente.
—Sí, digamos que mi trabajo requiere mucha atención
a los detalles, y… bueno, control sobre todo. Pero contigo…-se interrumpió,
buscando las palabras correctas— Contigo es diferente.
María lo observó con curiosidad, pero sin juicio. Su
sonrisa se amplió.
—Eso suena peligroso-dijo—. Me gusta.
Era un pequeño juego de palabras, pero para Carlos fue
un recordatorio de lo fácil que resultaba compartir momentos con ella. Por
primera vez en meses, se permitió relajarse, dejar que la ciudad, la rutina y
las expectativas laborales quedaran fuera de aquella mesa de café. Allí, solo
existían él, María y la sensación de que algo valioso acababa de empezar.
Pasaron los minutos, y Carlos notó detalles que antes
había observado solo a distancia: cómo movía las manos mientras hablaba, cómo
el cabello le caía sobre los hombros de manera despreocupada, cómo sus ojos se
iluminaban cuando mencionaba un pasaje del libro que estaba leyendo. Cada gesto
parecía un mensaje silencioso, un código que él podía leer con facilidad
gracias a semanas de observación.
Decidió entonces que era momento de abrirse un poco
más, de compartir algo personal.
—No es fácil para mí…-dijo, tomando aire—.
Siempre he vivido entre horarios, reuniones y casos que no me dejan mucho
espacio para mí mismo. Pero este… este encuentro contigo ha cambiado la manera
en que veo mis mañanas.
María lo miró fijamente, sin interrumpir.
—Carlos… yo sentí lo mismo. Cada vez que te veía en
el metro, sentía que había algo esperando allí, algo que no se podía explicar.
Hasta ahora, nunca había imaginado que…-hizo una pausa, suspirando
suavemente—. Hasta ahora, nunca había imaginado que alguien pudiera sentir
lo mismo.
El silencio que siguió no fue incómodo; fue cálido,
lleno de comprensión mutua. Carlos sonrió, y por primera vez en mucho tiempo,
permitió que la ciudad quedara afuera, como si todo lo que importaba estuviera
dentro de aquel pequeño café.
Después de un rato, decidieron caminar juntos por la
ciudad, aprovechando que la mañana aún estaba fresca y que el tráfico era
manejable. Salieron del café, y la luz del sol acarició sus rostros mientras
caminaban sin rumbo fijo. Carlos disfrutaba cada paso, cada gesto de
complicidad, cada instante que antes habría pasado desapercibido. La ciudad se
sentía más amable, más cercana, más viva.
Caminando, conversaron sobre sus vidas, sus miedos y
sus deseos. Carlos le habló de la presión constante en el gabinete, de la
sensación de estar atrapado en un ciclo que parecía no tener fin. María
compartió su rutina, sus lecturas, su amor por los libros y los pequeños
rituales que la mantenían equilibrada en medio del caos urbano. Cada historia
compartida los acercaba más, construyendo una intimidad que nunca habían
imaginado posible en tan poco tiempo.
—Me pregunto-dijo Carlos mientras cruzaban una
plaza silenciosa—, cuántas oportunidades como esta dejamos pasar cada día.
Cuántos encuentros que podrían cambiarlo todo simplemente… desaparecen sin que
nos demos cuenta.
María lo miró y sonrió.
—Quizás hoy no es un día para perder oportunidades-dijo—.
Quizás hoy es uno de esos días que no se repiten.
Carlos asintió. Se detuvo un momento, tomando sus
manos entre las suyas, un gesto sencillo pero lleno de significado. Sintió la
fuerza de la conexión que había comenzado con miradas en un vagón de metro,
notas discretas y pequeños gestos, y que ahora se consolidaba en algo real,
tangible.
—Entonces…-dijo Carlos, con voz firme pero
suave—, no quiero que esto termine aquí. Quiero que sigamos explorando esto,
descubriendo quiénes somos fuera de los vagones y los horarios.
María sonrió, apretando suavemente sus manos.
—Yo también-dijo—. No quiero que termine.
Caminaron un poco más, dejando que la ciudad los
envolviera. Los ruidos de los coches, las bocinas y los pasos eran apenas un
telón de fondo para lo que sucedía entre ellos. Cada estación de metro, cada
rutina pasada, cada nota y cada gesto habían conducido a este momento. Carlos
comprendió que la ciudad no era solo un espacio de tránsito; era un escenario donde
lo inesperado podía suceder, donde el amor podía viajar silencioso, paciente,
hasta encontrarlos exactamente cuando estaba listo.
Al final del día, mientras el sol empezaba a descender
y las luces de la ciudad se encendían, Carlos supo que la rutina seguiría:
reuniones, casos, correos y horarios. Pero también sabía que algo nuevo había
comenzado, algo que no podía medirse en minutos ni documentos. Algo que solo
podía sentirse, día tras día, mientras caminaban juntos, mientras compartían
miradas y conversaciones, mientras descubrían que la ciudad, incluso en su
caos, podía ser testigo de la chispa que el amor había encendido silenciosamente
en un vagón del metro.
El metro seguiría su curso, los pasajeros vendrían y
se irían, las luces parpadearían en los túneles y la ciudad continuaría con su
ritmo implacable. Pero Carlos sabía que había encontrado algo que permanecería
más allá de estaciones y horarios: una conexión real, profunda y llena de
posibilidades, que había empezado con miradas, señales y notas, y que ahora,
finalmente, podía caminar junto a él, fuera del vagón, hacia la vida que ambos
estaban dispuestos a compartir.

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