Bajo la luz del Retiro
El Retiro, a esa hora de la tarde, parecía un santuario
suspendido entre la luz y la calma. La brisa movía suavemente las hojas de los
plátanos y robles, y el murmullo del agua del estanque mezclado con el canto
lejano de los pájaros creaba una banda sonora tenue, casi perfecta. David y
Laura caminaban juntos por los senderos empedrados, el pareo que sostenían
entre ambos ondeando ligeramente con cada paso. No era un paseo más: era un
adiós envuelto en la suavidad de la memoria.
El parque estaba lleno de vida: familias paseando, corredores
que atravesaban los caminos con ritmo constante, y algún músico callejero que
hacía sonar una guitarra cerca de la Rosaleda. Pero ellos parecían moverse en
un tiempo propio, ajenos al resto del mundo. Cada gesto, cada mirada, estaba
impregnado de recuerdos.
-¿Recuerdas nuestra primera tarde aquí? -preguntó
Laura, con una sonrisa nostálgica mientras señalaba un banco junto al estanque-.
Estaba lloviendo y corrimos a refugiarnos bajo aquel árbol. Me empapé hasta
los huesos, pero no me importó porque tú estabas a mi lado.
David rió suavemente, recordando aquel día con claridad.
-Sí… y yo intentando secarte con mi chaqueta, mientras tú
me empujabas porque me reía demasiado. Fue ridículo, pero perfecto al mismo
tiempo. Nunca olvidaré tu risa, flotando entre las gotas de lluvia.
Laura lo miró, y por un instante, el mundo se redujo a ellos
dos.
-Nunca pensé que un
encuentro tan fortuito se convertiría en todo esto. -Pasó su mano sobre el
pareo, como si quisiera atrapar en él toda la luz del atardecer-. Todo lo
que hemos vivido…
-…fue hermoso -terminó David por ella, apretando
suavemente su mano. Y luego, como si necesitara añadir un matiz de certeza-.
Incluso los momentos difíciles nos enseñaron a apreciarnos más.
Se sentaron en el banco, dejando que la brisa jugara con su
cabello y que los últimos rayos del sol acariciaran sus rostros. Desde allí
podían ver cómo los niños alimentaban a los patos, cómo algunas hojas secas
giraban lentamente antes de caer al suelo, y cómo la luz se reflejaba en las
pequeñas ondas del agua. Cada detalle parecía despertar un recuerdo: la primera
cita, los paseos en bicicleta por los caminos internos del parque.
-Me gusta recordar los momentos simples -dijo Laura,
apoyando la cabeza en su hombro-. Los días en los que no pasaba nada
extraordinario, pero sentíamos que el mundo era nuestro. Los domingos sin
planes, los cafés a media tarde, las charlas que se prolongaban hasta el
anochecer. -Se detuvo un momento, como eligiendo bien sus palabras-. Todo
eso nos construyó.
David asintió, con la mirada perdida en el agua.
-Sí… cada risa, cada abrazo, cada silencio compartido… todo
eso está aquí, dentro de mí. -Se tocó el pecho con un gesto suave-. Y
siempre lo estará, aunque nuestros caminos se separen.
El sol descendía, tiñendo de naranja y violeta los árboles y
reflejándose en el estanque como un espejo perfecto. Caminaban de nuevo, con
pasos lentos, dejando que la serenidad del lugar calmara la inevitable tristeza
que se avecinaba. Cada rincón del parque parecía contener un fragmento de su
historia: aquel roble donde se dieron su primer beso, la Rosaleda donde
aprendieron a caminar tomados de la mano sin soltarse, la pequeña fuente donde
se prometieron apoyo mutuo.
-Prométeme que nunca olvidarás todo esto -susurró Laura
mientras recogía un puñado de hojas secas y las dejaba caer al agua-. Los
días felices, los días tristes, los silencios y las palabras. Todo.
David la miró con intensidad, con el corazón lleno de una
mezcla de ternura y gratitud.
-Lo prometo. Todo lo que vivimos seguirá siendo nuestro
tesoro, aunque ya no estemos juntos. Cada instante que compartimos estará
conmigo siempre.
Laura apoyó su mano en el brazo de David, y por un momento
caminaron en silencio, disfrutando del peso de la presencia del otro. La brisa
movía su cabello, y las sombras alargadas del parque parecían abrazarlos,
conteniendo su historia.
-A veces me pregunto cómo sería todo si no nos hubiéramos
conocido -dijo Laura, casi para sí misma.
-No quiero ni imaginarlo -respondió David-. Porque
incluso con este final, cada día contigo valió más que cualquier vida sin ti.
La Rosaleda estaba cubierta de pétalos secos que crujían bajo
sus pies. David se detuvo y miró a Laura.
-¿Sabes qué me llevo
de todo esto? -preguntó, con una sonrisa que mezclaba melancolía y
aceptación-. La certeza de que fuimos felices, de que aprendimos a amarnos
sin condiciones, y de que eso nadie lo podrá borrar.
Laura le devolvió la sonrisa, con lágrimas brillando en sus
ojos, pero sin tristeza amarga.
-Y yo me llevo lo mismo. Siempre te recordaré así,
caminando conmigo por este parque, en paz, con la certeza de que lo que vivimos
fue real y hermoso.
Se tomaron de la mano y caminaron los últimos metros hasta la
salida del Retiro. Cada paso era una mezcla de nostalgia y esperanza. Sabían
que pronto llegarían a Atocha, donde el tren marcaría su separación, pero no
importaba: lo vivido era un regalo que se quedaría con ellos para siempre.
-A pesar de todo, me alegro de haberte encontrado -susurró
Laura apoyando la cabeza en el hombro de David.
-Yo también -respondió él-. Y cuando miremos atrás,
quiero que recordemos lo felices que fuimos. Esa felicidad nos acompañará
siempre, más allá de cualquier adiós.
Mientras se alejaban, las sombras alargadas de los árboles
parecían fundirse con los recuerdos que llevaban dentro. La luz cálida del
Retiro se quedaba flotando en el aire, como un testigo silencioso de su
historia. Aunque la despedida fuera inevitable, el amor que compartieron había
dejado su huella indeleble, un tesoro que siempre iluminaría sus vidas, como la
última luz de un atardecer perfecto.
Salieron del Retiro con paso tranquilo, como si el mundo
exterior aún pudiera esperar por ellos. La brisa de la tarde traía un fresco
olor a tierra húmeda y hojas caídas, y el murmullo lejano del tráfico de Madrid
parecía apenas rozar su burbuja de recuerdos compartidos. Cada paso los
acercaba a la ciudad, y con ella, al momento en que tendrían que enfrentar la
distancia que había surgido entre ellos, como un fenómeno inesperado, igual de
inexplicable que su amor.
-Siempre me ha gustado cómo cambia la ciudad cuando sales
del Retiro -dijo Laura-. Todo parece más vivo, más lleno de historias.
David asintió, pensativo.
-Sí… y a veces siento que nuestro amor nació así, sin
buscarlo. Y ahora se va igual de inesperadamente, sin razón aparente.
Laura apretó suavemente su mano.
-Es cierto -dijo-. No hay culpables, ni reproches.
Simplemente, algo cambió dentro de nosotros, igual que apareció el amor. Y eso
no borra todo lo que fuimos ni lo que compartimos.
Descendieron por la Cuesta de Moyano,
rodeados de los puestos de libros de segunda mano. Los lomos gastados, las
páginas amarillentas y las anotaciones en márgenes parecían susurrar historias
de otros tiempos, y el bullicio de los compradores buscando “joyas
literarias” formaba un telón de fondo perfecto para sus recuerdos. Laura
acariciaba un libro con delicadeza, mientras David observaba el movimiento de
la calle, reconociendo en cada gesto la fugacidad de la vida.
-Mira este -dijo David, sosteniendo un volumen con
cubierta gastada-. Igual que nuestro amor, cada historia tiene su tiempo. Y
aunque algunas se terminen, su esencia queda.
Laura asintió, con una sonrisa triste.
-Sí… Igual que surgió, el desamor apareció sin que lo
entendiéramos. Pero todo lo que vivimos fue hermoso, y siempre lo será.
Caminaban entre los puestos, pasando las manos por lomos de
libros, observando portadas y títulos, disfrutando del bullicio y del olor a
papel antiguo. Cada gesto era un recuerdo silencioso: las risas, los abrazos,
los paseos sin prisa, los momentos simples que habían dado sentido a su
relación.
-Nunca pensé que algo tan fuerte pudiera desvanecerse sin
explicación -murmuró David-. Pero quizá así es la vida. Lo importante es
que todo lo que compartimos sigue siendo nuestro, intacto.
Laura lo miró con ternura.
-Exacto -dijo-. No hay culpables, no hay rencores.
Solo recuerdos y gratitud. Y aunque nuestras vidas tomen caminos distintos,
siempre nos llevaremos esto con nosotros.
Continuaron caminando, dejando atrás la Cuesta de Moyano y
acercándose a la estación de Atocha. Desde el exterior, podían ver la silueta
de su techado de hierro y cristal, el flujo constante de personas entrando y
saliendo, los taxis en la explanada. Allí, en ese espacio de transición, ambos
eran conscientes de que un cambio definitivo estaba por llegar, aunque aún
podían disfrutar de este tramo juntos, de la conversación, del silencio y de la
presencia del otro.
-Estamos llegando -dijo David, con un hilo de voz-. Muy
pronto cada uno seguirá su camino. Y aunque no sepamos cómo ni por qué, es
parte de lo que nos toca.
Laura lo miró a los ojos, con una mezcla de tristeza y
serenidad.
-Sí -murmuró-. Igual que el amor apareció sin
avisar, el desamor también llegó. Y aún así, no cambiaría nada. Todo lo que
vivimos sigue siendo perfecto para mí.
Se tomaron de la mano un momento más, respirando el aire de la
ciudad y dejando que cada paso hasta la estación estuviera lleno de recuerdos y
gratitud. No había desesperanza ni rencor, solo la conciencia de que la
historia que compartieron había sido hermosa y completa.
Mientras se acercaban a la explanada de Atocha, el bullicio de la estación comenzaba a
mezclarse con el aire fresco de la tarde. Era un punto de transición, un lugar
entre lo vivido y lo que vendría. Y allí, frente al cristal y el hierro que
contenían el fluir constante de la vida, David y Laura caminaron juntos,
sosteniendo el pareo, sus manos entrelazadas, sabiendo que el capítulo final
aún estaba por escribirse dentro de la estación.
La explanada de Atocha era un río constante de movimiento:
maletas rodando, ruedas chirriantes, pasos apresurados, conversaciones
superpuestas y anuncios por megafonía que se mezclaban en un murmullo
interminable. Entre todo eso, David y Laura caminaban lentamente, tomados de la
mano, sintiendo cada paso como un latido compartido, un pulso que marcaba la
cercanía del final. El aire olía a hierro, a trenes, a café y a un humo tenue
que flotaba desde algún andén. Cada aroma estaba impregnado de memoria y de tiempo
compartido, convirtiendo la estación en un espacio casi sagrado.
David observaba a Laura mientras avanzaban, y en sus ojos
podía ver el reflejo de la luz filtrada por el techo de cristal.
-Aquí es -dijo, con voz baja, casi temblorosa-. Pronto
subiré al tren y todo esto… todo esto cambiará para siempre.
Laura apretó su mano, intentando no dejar que la emoción se
desbordara.
-Sí… -murmuró-. Pero quiero que sepas algo: todo lo
que vivimos no se borra. Ni las risas, ni los abrazos, ni los silencios
compartidos. Todo sigue siendo nuestro.
Se abrazaron por un instante, un abrazo que parecía comprimir
años de recuerdos en un solo contacto. El pareo que los había acompañado desde
el Retiro cubrió sus hombros por un momento, protegiendo su historia de
cualquier borrado. El murmullo de la estación parecía desvanecerse, dejando
solo el sonido de su respiración y los latidos de sus corazones.
David apartó suavemente su rostro del hombro de Laura para
mirarla a los ojos.
-No sé cómo ni por qué llegamos a este punto -dijo, con
voz cargada de emoción-. Igual que surgió nuestro amor, el desamor apareció
sin avisar. Y no hay culpables, ni errores, ni resentimientos. Solo… la vida
siguiendo su curso.
Laura lo tocó con delicadeza, con los dedos recorriéndole la
mejilla.
-Lo sé -susurró-. Y no cambiaría nada. Todo lo que
vivimos fue real y perfecto mientras duró. Cada abrazo, cada paseo, cada
silencio compartido… todo seguirá con nosotros, aunque los trenes nos separen.
El tren aún no llegaba, y sin embargo cada segundo parecía
eterno. Laura apoyó su cabeza en el pecho de David, escuchando el latido de su
corazón como un tambor que marcaba los recuerdos. El aroma del café, el eco de
los pasos sobre el mármol, el tintineo de las maletas rodando y la conversación
de los pasajeros formaban un fondo que hacía más intensas sus emociones. Cada
sonido era un hilo que los conectaba a su historia: los paseos por el Retiro,
las tardes entre libros en la Cuesta de Moyano, los domingos sin planes, los
cafés compartidos, los silencios que decían más que mil palabras.
-Quisiera poder congelar este instante -dijo David-. Mirarte,
sentir tu mano, tu olor, tu risa… todo antes de que el tren nos lleve lejos.
Laura respiró hondo, dejando que sus manos sostuvieran las de
él con fuerza.
-Yo también -dijo-. Pero sé que lo que vivimos no se
va. Todo esto sigue aquí, dentro de nosotros, en cada recuerdo, en cada
sensación, en cada silencio compartido.
Un silbido lejano anunció la llegada del tren, y un
estremecimiento recorrió a ambos. David la abrazó de nuevo, más fuerte, como
intentando comprimir en su pecho toda su historia juntos. Laura apoyó la cabeza
en su hombro, sintiendo la vibración del tren acercándose bajo sus pies, el
sonido metálico mezclándose con los ecos de su amor.
-No quiero que esto sea un adiós lleno de tristeza -susurró
David, con la voz temblando-. Quiero que recuerdes todo lo bueno, todo lo
hermoso. Eso es lo que nos pertenece y nadie puede quitárnoslo.
-Sí -dijo Laura, con lágrimas que brillaban en sus ojos-.
Cada momento, cada risa, cada abrazo, cada paseo… todo será nuestro, siempre. Y
algún día, cuando miremos atrás, sonreiremos sabiendo que tuvimos algo único y
verdadero.
El tren se detuvo finalmente con un chirrido metálico que
vibró en sus pies y en sus corazones. David tomó su maleta, y antes de subir al
vagón, volvió a mirarla, grabando cada rasgo de su rostro en su memoria. Laura
sostuvo el pareo a su pecho, como intentando retener en él el calor de su amor.
-Nos veremos en los recuerdos -dijo David, con una
sonrisa ligera, triste y serena al mismo tiempo-. Porque ahí, en cada
memoria, siempre estaremos juntos.
Laura permaneció en el andén mientras el tren comenzaba a
avanzar. Sus manos, todavía entrelazadas por última vez, se soltaron
lentamente. El pareo cayó sobre sus hombros como un manto protector de todo lo
vivido. Observó cómo David se alejaba, cada vez más pequeño entre la multitud y
los pasajeros que subían y bajaban del vagón. Cada silbido del tren era un
golpe en el pecho y, al mismo tiempo, una promesa: lo que compartieron nunca se
perdería.
Mientras el tren arrancaba y desaparecía en la distancia,
Laura respiró hondo, sintiendo la mezcla de dolor y gratitud, de pérdida y amor
eterno, de final y de esperanza. El eco de sus risas, de sus pasos por el
Retiro, de los libros de la Cuesta de Moyano, permanecía con ella, cálido y
luminoso, como un tesoro que nadie podría arrebatarle.
Cerró los ojos un momento, y dejó que los recuerdos la
envolvieran: el roce de sus manos, el sonido de sus risas, los pequeños gestos
que solo ellos compartían, el aroma de su perfume mezclado con el aire fresco
de la tarde. La estación seguía viva a su alrededor, pero en su corazón, el
tiempo se había detenido. Cada emoción, cada instante, cada mirada quedaba
grabada para siempre.
Sabía que este adiós no era el final de su historia, sino la
continuación de algo más profundo: la certeza de que el amor verdadero no
siempre significa permanecer juntos, sino llevar consigo la belleza de lo
vivido, la memoria intacta y la esperanza de que cada recuerdo sería eterno.
Laura respiró nuevamente, dejando escapar un suspiro que
mezclaba tristeza y aceptación. Sus ojos brillaban con lágrimas silenciosas,
pero su corazón estaba lleno. Aferró el pareo a su pecho una vez más y caminó
lentamente hacia la salida, con la sensación de que cada paso la acercaba a un
futuro incierto, pero también con la certeza de que lo que compartieron sería
siempre un faro cálido en su memoria.
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