El castillo de los siete condes:
el crimen
Publicado en "El Día de Cuenca"
Viernes 5 de enero de 1923
Isidoro Pardo
(Maestro de la escuela Pública de Masegosa)
(Maestro de la escuela Pública de Masegosa)
«¡Buena oración para un conde
—dijo el escudero asesino,
dejando caer
el cuerpo exánime
de su señor por el Salto del Moro,
al oir el castañeteo de
un fuerte trueno.»
Corrían los años mil ciento noventa y cuatro a
mil ciento noventa y cinco; el señor de este castillo, no tiene sucesión, toda
su grandeza no es lo bastante fuerte para oponerse a la liquidación de su existencia;
él lo comprende que su edad es avanzada. No teniendo hijo a quien dejar su
fortuna y blasones heráldicos, acortan distancia, él y sus parientes más
próximos para legarles su herencia.
El conde D. Ñuño, este es el nombre que el
narrador le da al dueño y señor de un extenso territorio, no sabemos si será
el auténtico o uno supuesto, tomado al azar para seguir la trama de muy
copiosos episodios acaecidos a la muerte del que regía el castillo de los
siete condes, por cierto, al parecer a gusto y contento de sus vasallos por sus
dotes de bondad.
Don Ñuño tenía un sobrino, no se menciona si muy
rico o a ras con la pobreza; lo que sí se desprende es que el conde propuso al
sobrino siguiese la carrera eclesiástica, cosa que el joven no accedió; de
aquí el rompimiento de las cordiales relaciones entre los dos, y aun inquiérese
que el mozo no debió satisfacer con su determinación a sus padres tampoco, si
vivían; ya que se desprende que su existencia fué agitada, en que se perciben
días azarosos, en que pelea hoy en un sitio, mañana en otro, contra las huestes
mahometanas; pero en los retazos que hemos leído, no se ve con claridad los
rasgos típicos de este hombre que, al ir a contraer matrimonio y entrar en
posesión del castillo y sus dominios señoriales, encuentra la muerte alevosamente.
Por el diálogo sostenido con su escudero Juanillo, obsérvase que no se halla
satisfecho de su suerte.
Por fin D. Ñuño, en sus últimos días se reconcilia con el sobrino, que en otro tiempo no
le complaciese, siguiendo la carrera que él le propusiese, y mediante
autorización del rey de Aragón, queda como heredero a la muerte del tío cuanto
de poseía, a condición de casarse con otra sobrina de Ñuño, doña Gontroda, que
estaba en el castillo, cuyos contrayentes futuros, se prestaron el juramento
de matrimonio; sin conocerse este compromiso previo, dedúcese era un
requisito formal en la nobleza de aquellos tiempos. ¡Ah!, pero doña Gontroda
«la mal maridada», sin que D. Ñuño lo supiera, había ya hecho depositario de su
corazón a otro hombre, al «convertido», y éste era un vigilante muy celoso
del castillo y sus contornos aunque manteniéndose en el incógnito; así pudo
enterarse de la conversación del nuevo conde, ya muerto el tío y su escudero,
cuando iba a unirse con su prometida y a ser señor del castillo y ser testigo
del crimen cometido por el escudero en la persona de su señor a quien hacía
seis años servía.
«—¡Por
Nuestra Señora de Covadonga!—decía el que caminaba detrás.
— Os juro, mi amo y
señor, que los años que tengo de vida no he visto llover como ahora
ni tronar con tanta furia.
—Pase la lluvia y los truenos— dijo el otro—que no
es lo peor si se tiene en cuenta que podemos ser devorados por los
lobos.
—Muchos hay por aquí, ya os lo dije, y mejor hubiéramos hecho en dejar
para mañana la travesía de estos condenados montes.
—Y gracias que conoces
estos sitios.
—Sin embargo, señor, no estoy tranquilo hasta que hayamos
llegado.
— Poco falta.
—Más de una hora de camino.
—¿Pues no son del castillo
aquellas luces que se distinguen sobre la cumbre?
—Del castillo son; pero no
podemos ir en línea recta, hay que subir a su inmensa altura.
—Una hora se pasa
pronto..
—No olvido vuestra recompensa.
—Mi tío ha tenido tiempo para que el rey
apruebe mi herencia y me den el título de conde, tú verás el premio a mis
servicios.
—Y más aún, señor, para destinaros a su otra sobrina que era como
quien dice la luz de sus ojos.
—Es que al fin se convenció de que yo no servía
para la Iglesia.
—¡Pobre conde, Dios le tenga en el cielo!
— Y por allá nos
espere muchos años con permiso de los lobos.
— Distante veo la felicidad que ha
tiempo busco.
Un fuerte trueno sonó.
—Malos anuncios de boda—dijo el
conde.
—Supersticiosos estáis, señor.
—Mi potro tiembla.
—Y el mío.
—No andarán
muy lejos los lobos
.—Creo vas a soñar con ellos, Juan.
— Mientras no sea dormir
entre ellos no me importa la pesadilla.»
En estas pláticas llegaron señor y amo a una
roca cortada en que se hallaba la «Atalaya del Diablo», edificio en ruinas, más
antiguo que el castillo.
El
escudero inventó mil argucias para que el nuevo conde no llegase aquella noche
al castillo, con el fin de consumar sus propósitos de asesinarle en tanto que
dormía, como en efecto lo hizo, cogiendo el cuerpo y arrojándolo al abismo,
cortando con su puñal la cincha de uno de los caballos y lanzando la montura
donde estaba muerto el señor, diciéndose para sí: ahora soy yo el conde.
En
el castillo había aquella noche mucho movimiento para recibir al nuevo conde;
sólo había una persona triste, «la mal marida»; el conde suplantador del
título de nobleza presentóse en formas bruscas y destempladas. Le seguía el
convertido.
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