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Dominguillo "Arrebatacapas", botarga templario

Extraido del libro: "La huella de los Templarios", de Rafael Alarcón Herrera, 2004, Ediciones Robinbook sl., Barcelona. El texto corresponde a las pgas. 323 a la 327.

DOMINGUILLO,
"Arrebatacapas"

A fines de abril de 1168 el «rey niño» llegó con sus huestes a la estratégica villa de Priego (Cuenca), en manos de los Castro. La villa se entregó sin dificultad a las tropas reales, pero cuando el monarca solicitó entrar en la fortaleza, el alcaide le negó el paso alegando lealtad a su señor natural. El joven rey lleno de indignación, ordenó poner sitio al castillo maldiciendo contra su altanero alcaide con palabras poco dignas de su edad y condición. Mas como había tenido sobradas ocasiones de aprender prudencia y sensatez, previendo lo dificultoso del asedio y lo dudoso de un asalto, intentó acordar una avenencia. Mediado mayo envió dos nobles a negociar con el alcaide, pero éste tomó por debilidad lo que era prudencia y retuvo en rehenes a los negociadores, pese a haberlos recibido como embajadores reales.
Esta ofensa encendió las iras del rey, quien llamó a todas las milicias disponibles, así como un contingente de templarios del castillo de Torija, más algunos calatravos mandados por su Maestre don Fernando de Escaza. Con ellos, el «rey niño» montó un sitio en toda regla, dispuesto a no abandonar la empresa hasta dar feliz remate a la misma y un escarmiento al desleal alcaide. El castillo estaba bien guarnecido y pertrechado, por lo que mediado junio el sitio había adelantado poco. En este punto la historia se convierte en leyenda, para explicar cómo la fortaleza pudo ser finalmente tomada sin una sola baja. O casi.
Una mañana salió por un portillo, como huido del castillo, cierto botarga que traído al real resultó ser un tal Dominguillo o Dominguejo. Truhán con fama de simple, cono de luces al decir de los lugareños, había sido sirviente del Temple en el castillo de Torija y ahora, no se sabe las que peripecias, aparecía en tan insólito lugar y ocasión. Reconocido por algunos templarios, dijo haber salido de la fortaleza para ofrecer sus servicios al rey Alfonso VIII, pues él creía poder abrir las puedas del recinto a las tropas que lo cercaban. Fundaba su pretensión en que tenía la confianza del alcaide y este no habría de sospechar nada de su salida, pues en el interior del castillo era tenido por tonto de remate, sirviendo de bufón a todos. Hasta el extremo de haber reído como una gracia su escapada, cuando él pretextó que necesitaba estirar las piernas y respirar el aire de fuera. Incluso llegaron a cruzarse apuestas sobre el resultado, funesto o no de esta necedad. Consultó el «rey niño» a sus consejeros y al capitán de la tropa templaría, acordando que poco perderían en el intento, pues a veces se sirve Dios de los necios para humillar a los doctos e iluminar su camino.

Monte Santo. Lugar donde se encontraba el
antiguo convento. Imagen 1
El simple Dominguillo, convertido en estratega por no se sabe qué despiste del feroz Marte, propuso que iría caminando hasta el portillo de la fortaleza por donde había salido, como para entrar de nuevo en ella. Entonces, un caballero principal de los sitiadores haría por detenerlo con un parlamento de este jaez: «Grandísimo tonto, ¿cómo vuelves a tu perdición? ¿No sabes que nuestro rey ha de tomar la fortaleza del alcaide felón y castigar a cuantos con él se hallen? Regresa aquí y líbrate de tanto daño», a lo que él, Dominguillo, respondería con un sorpresivo golpe de daga. Caería el caballero al suelo, como si hubiese sido mortalmente herido, acudirían los demás al desaguisado, y él se acogería a los muros de la fortaleza, donde lo recibirían como a héroe digno de premio. No sin cierta sonrisa embozada por encontrar tales razonamientos en el caletre de un tonto, aceptó el rey su plan y un caballero del Temple ofrecióse voluntario para hacer de segundo actor en la representación del simple,
Al día siguiente, realizaron su comedia. Cayó el caballero «apuñalado» y Dominguillo, con la rapidez del rayo, quitó la capa al templario, aunque esto no figurase en el guión, se la colocó sobre sus galas de botarga y se coló de rondón en la fortaleza. Desde sus murallas tullían visto toda la facecia boquiabiertos y no tuvieron inconveniente en recibir de nuevo al tonto, mientras unos maldicientes templarios retiraban el despojado «cadáver» de su compañero. Una vez dentro, el simple Dominguejo se paseó ufano como un pavo por entre la soldadesca que lo aclamaba, cual si fuese «rey» en la «Fiesta de los Locos», sin acabar de creer que aquel moharracho con capa de templario hubiese sido capaz de semejante hazaña. Llevado que fue a presencia del alcaide, declaró haber matado al templario por haber lanzado frases ofensivas contra su señor, el noble alcaide, a quien él debía toda lealtad.
El caso «coló», mas en razón del estado mental del Dominguillo y de lo jocoso del lance, que por la veracidad presumible de sus palabras, ilógicas en un tonto de su categoría. Y bien que le plugo la historieta al alcaide, pues siguiendo la broma nombró al Dominguejo nada menos que “Guarda mayor” de las almenas. Con dicho motivo, el malicioso botarga paseábase con mucha autoridad por los pasos de ronda, haciendo ondear al viento la blanca capa hurtada al templario. No sin causar cierta inquietud en sus cómplices del campo sitiador, que habían empezado a pensar si los tontos no serían ellos al hacer caso del simplón aquel especialmente los templarios que habían de soportar las puyas nada finas de los sitiados en relación con la capa arrebatada.

Monte Santo. Pared de la huerta
del antiguo convento

Entre sus muchas extravagancias, el necio dio en pasear las noches oscuras por el almenaje, envuelto en la blanca capa y portando sobre su cabeza una calabaza hueca que contenía una vela, y cuya luz escapaba por las aberturas que a modo de rostro infernal había abierto el truhán en la corteza, al tiempo que emitía unos aullidos de alma en pena que pusieron los pelos de punta a sitiadores y sitiados hasta que se pasó la novedad. En otra ocasión, se las ingenió para izar la capa templaría, a modo de irreverente pendón, sobre una de las letrinas que desde las almenas daban al exterior de la fortaleza. Desde allí entonaba cancioncillas asaz soeces sobre la valentía de los caballeros templarios cada vez que acudía a soltar el vientre. Suceso que acabó de colmar la paciencia de la tropa templaría, por lo que hubo de escuchar el atrevido Dominguillo más de un insulto arrieril junto con variadas amenazas hacia sus partes pudendas.
Más como fuera que se cansase de hacer el ganso, o que al fin consideró haberse ganado la total confianza de sus víctimas, decidió pasar a la acción. Puesto que en razón de su cargo de «Guarda mayor» entraba y salía con total libertad en los aposentos del alcaide, al final vino a consumar su pensamiento conviniendo aquella comedia en auténtica tragedia. Un día que el alcaide estaba solo en sus aposentos, Dominguillo entró con algún pretexto, sacó un venablo que llevaba prevenido bajo la capa y con el traspasó el pecho de su descuidado señor. Acto seguido corrió como el rayo, gritando que unos traidores habían atentado contra el alcaide y en la confusión salió por el portillo de marras, que dejó entornado para que por el invadiesen los sitiadores. Aunque no fue menester, porque, al sentirse morir, el dueño de la plaza mandó soltar los dos rehenes para obtener una rendición honrosa, ya que no para él, al menos para los suyos. Como así se hizo de inmediato, evitando inútiles muertes y rencores futuros.

San Miguel de la Victoria.
Nuevo convento

Ocupada la fortaleza. Dominguillo pidió a don Alfonso VIII alguna granjeria por recompensa de su trabajo, en lo cual demostró no ser tan simple ni desinteresado como aparentaba. El rey como gobernante justo, concedió al pillastre una renta vitalicia suficiente para que no le faltase el sustento durante el resto de sus días, por premio a sus servicios de súbdito fiel. Pero como su felonía hacia el alcaide no podía quedar sin castigo, porque era un acto peligroso por el ejemplo que pudiera suscitar, llamó al verdugo para que cortase la mano derecha al Dominguillo por deslealtad con su señor natural. Si parece una actitud cruel para un joven rey de trece artos, pensemos que entonces eran moneda contante tales justicias distributivos. Y que no iba muy descaminado el rey si pensó aquello de que «el que ha traicionado a un señor bien puede traicionar a dos». Aunque algunos malintencionados murmuran por lo bajo que los templarios no fueron ajenos a la terrible justicia real, en parte por comulgar con el monarca en el razonamiento aludido y en parte por venganza contra el Dominguillo «Arrebatacapas» que así se conoció hasta su muerte al manco botarga. Ya que era una grave afrenta para un templario ser privado de su capa, símbolo distintivo de su Orden y grado de caballero, que el propio papa, por bula pontificia, había prohibido utilizar a nadie más bajo pena de excomunión.
El Temple también obtuvo su recompensa por esta jornada, ya que el rey les entregó cierto terreno, enclavado en una de las laderas del estrecho de Priego, sobre el pueblo, donde los caballeros levantaron una casa fuerte con capilla gótica. Allí acabó sus días el botarga Dominguillo, redimiéndose de sus locuras, al servicio de la Virgen del Templo como santero. Una Virgen extraña en verdad, que sugiere cultos y tradiciones muy anteriores al Medievo.

Notas del autor de  «Arrebatacapas», botarga templario

1.- Narración obtenida de Valentiniano Ruiz Tondos, «barman» en el «ambigú» del Teatro Sucar, de Cuenca (21 de noviembre de 1973); otra versión nos dio doña Librada Alocén —vid. nota 20 de la p. 366—, aunque ésta la situaba en el castillo de Zorita de los Canes (Guadalajara), que atribuía al Temple, este Zorita nunca fue del Temple. Alfonso VIII lo entregó en 1174 a la Orden de Calatrava, que instaló aquí la cabeza de sus encomiendas al perder el castillo de Calatrava la Vieja en 1195 ante los almohades. Cuando retoman allí, en 1212, Zorita queda como encomienda mayor.
2.- Hoy sólo quedan algunas piedras, pues sobre el edificio templario se levantó, en 1571, el monasterio de San Miguel de las Victorias (-no de las Victorias, sino de la Victoria-, y el nuevo monasterio se encuentra algo más alejado del emplazamiento que cita como templario, este se encontraría aproximadamente por el lugar que recoge la imagen 1), obra del sexto conde de Priego, don Femando Carrillo de Mendoza, como agradecimiento por haber escapado con bien el y sus hijos en la batalla de Lepanto.

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