sábado

El tiñosillo

De Arturo Culebras Mayordomo
Marzo, 2005
Como cada día, cuando los primeros rayos del sol asoman con timidez por encima de las peñas, Fray Juan de Cordobilla, se dirige a tocar a maitines.
Su enjuto cuerpo, envuelto en el ajado hábito le hace parecer más pequeño de lo que su grandeza de espíritu contiene. Curtido por las llagas, causadas en los ejercicios de penitencia, no parecen impedirle una agilidad digna del más joven novicio.
Con movimientos rápidos; silenciosos, asciende por la estrecha escalera que le llevará al campanario, imitando a su acompañante felino, que busca en su compañía obtener de su piadosa caridad el primer sustento del día.
El pequeño campanario, apenas permite los movimientos precisos para el toque de las campanas. Fray Juan, con las manos en la soga hará voltear las campanas que llamaran a sus hermanos. Siente como un escalofrío le recorre toda la espalda. En el ambiente se respira un olor desagradable, como si alguien estuviese quemando azufre. No es la primera vez que Fray Juan ha notado ésta sensación; pero esta vez no parece ser como las anteriores. Intenta dar un tirón a la soga, y a pesar de haberlo hecho con el mismo ímpetu que otras mañanas, la campana no se mueve. Lo intenta de nuevo, ésta vez con más fuerza. La campana se ha quedado muda, no responde a sus intentos de hacerle sonar para inundar todo el Santo Monte con su claro tañido.
Ya no tiene la sensación de que alguien le acompaña, siente su presencia a su lado. Su acompañante explota en una sonora carcajada y el pequeño cuartucho que sirve de campanario se inunda de un nauseabundo olor. Fray Juan, corre escaleras abajo entre gritos de espanto y rogativas, mientras a sus espaldas la campana comienza a tañir su habitual tintineo como si fuese manejada por la mano del mejor campanero.
No se detiene en ningún rincón del convento, se dirige directamente a la Iglesia, y allí postrado de rodillas ante el Altar Mayor, y ante la imagen de San Miguel confiesa su debilidad y manifiesta su voluntad de no ceder ante las tentaciones del demonio. Toda la Comunidad está reunida. Nadie pregunta nada. Todos saben de las andanzas de "patillas" detrás de Fray Juan y están convencidos de cómo él lo vencerá con su penitencia.
La estrechez de las escaleras que ascienden al dormitorio principal no permiten más que el paso de un religioso; y cuando llega la hora de retirarse a sus habitaciones las enfilan en silencio; uno tras de otro, esperando su turno; la cabeza baja y las manos entrelazadas, guardadas, en las bocamangas de sus hábitos; siseando una oración imperceptible a los oídos de los demás. Fray Alonso de Asperilla se ha quedado el último; en sus labios todavía quedan las últimas rogativas a la Madre de Dios. Ensimismado en sus oraciones no se ha percatado que se encuentra solo, y comienza el ascenso por la empinada escalera.
Apenas ha avanzado unos escalones cuando siente la presencia del demonio, y sin darle tiempo a reaccionar, de un empujón es arrojado escaleras abajo. Cae rodando al rellano, y allí, encogido, comienza a rogar a Nuestra Señora la Virgen del Coro en busca de su auxilio, que acude como madre presurosa en defensa de su siervo, enfrentándose al demonio y librándole de su tormento.
Arrodillada, como madre ante el dolor de un hijo, lo atrajo a su regazo y le consoló, haciendo que desaparecieran todos sus pesares y temores. Fray Alonso, ascendió nuevamente las escaleras y por el pasillo largo y oscuro, no dejaba de dar gracias a María Santísima, hasta llegar a su pequeña celda donde el consuelo recibido le hizo sumergirse en un profundo y placentero sueño sobre su pobre camastro.
A la mañana siguiente cuando la Comunidad era un hervidero en los quehaceres de los religiosos, se dirigió al Prelado para solicitarle confesión al que contó su experiencia de la noche anterior, y su más firme disposición a vencer las tentativas del demonio.
Había recorrido muchos lugares en compañía de San Pedro de Alcántara cuando Fray Junípero decidió quedarse a vivir hasta su muerte en este Convento. Fue maestro de novicios. Su figura parecía no tener peso, sus andares eran tan ligeros que más que andar parecía flotar sobre el suelo. Su actitud piadosa y recogida le había hecho ganarse el respeto de sus hermanos y le tenían en gran admiración.
Su hábito raído y comido por el sol, así como por la multitud de veces que había sido objeto de su limpieza en los lavaderos de piedra tallada, no le mermaban en su grandeza, y a pesar de ser la pobreza la virtud con la que la Comunidad había decidido su entrega a la vida religiosa su porte espiritual le hacía brillar con una aureola de esplendor.
En sus paseos por los bancales de la huerta y el camino que lleva a Cañamares, mientras regodeaba sus pensamientos en las gloriosas vidas de santos y mártires, trenzó el cordón con que ceñía su hábito, y con sus manos talló una pequeña cruz de madera de boj que siempre llevaba colgada a su cintura.
El demonio se le apareció varias veces en sus paseos. Su recogimiento no se perturbaba ya que en su corazón siempre anidó la más fuerte convicción y fervor cristiano. Siempre le despidió con suaves ademanes, sin sobresaltos, sin pavor, le mostraba su cruz y le despedía con un apártate de mi tiñosillo, despreciando su presencia, sin mirarle.
Regresaba Fray Jorge de la Calzada de hacer oración en la ermita de la Purísima Concepción; donde remata la Vía Sacra, a unos cincuenta pasos de esta ermita; y se le apareció el demonio en forma de mujer. Comenzó este religioso a rezar a la Purísima y le enseñó una cruz; ilustrado de Dios, hizo que el demonio se convirtiese en una bestia y en su espanto sacudió unas coces dejando en una peña estampada una herradura, y en el monte opuesto sonó un gran estruendo, allí construyeron los religiosos de la comunidad del Santo Monte una cruz para su memoria.
Entre peñas, pinos y encinas; cipreses y sabinas; romeros o tomillos, hizo sus andanzas el tiñosillo; más no pudo patillas con el fervor de estos monjes capuchinos. Llamó a las Puertas de Cielo, y el portero no le escuchó. Hoy, cuando el viento ulula entre las peñas, recuerda a los visitantes lo que aquellos frailes descalzos escribieron en las paredes del convento:

"Detén el paso y advierte,
que este sitio te convida,
aunque mueras en la vida,
para vivir en la muerte".

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