El reloj marca las doce menos cuarto. Las campanas de la Iglesia voltean su llamada inundando cada rincón de la población. En su canto se les nota una alegría especial. En su alegre tintinear dejan notar con su ritmo qué llamada toca a su fin, dos campanadas secas al final indican que es la segunda.
Por las estrechas y empinadas callejuelas van ascendiendo hasta la Iglesia mujeres con sus mejores galas cubiertas con velo. Por el colorido de sus atuendos se distinguen las que fueron marcadas por la inmisericorde muerte, enlutadas, de riguroso negro desde los pies hasta la cabeza. Unos pasos más atrás grupos de hombres, embutidos en ternos que sólo ven la luz en los grandes días de fiesta, comentan entre sí cosas triviales como el buen tiempo con el amaneció el día.
Poco a poco la plaza se convierte en un hervidero de chiquillería que corretea entre los corrillos que se van formando. Las niñas con sus trajecitos blancos parecen pequeñas palomas. Los niños de impecable azul marino que les invita a ser marineros en estas tierras de mar adentro.
En el pórtico de la Iglesia espera un montón de ramas de olivo, traídas por un fiel anónimo que serán repartidas por el tío Rafael, el sacristán, a aquellos que en sus prisas o descuido se olvidaron de traerlas. Estas ramas que son el despojo de los olivos, serán tras la ceremonia y su bendición, los ramos, que abrazados a los barrotes de las rejas de ventanas y balcones los adornaran con sus hojas rizadas, perpetuando en cada una de ellas el rezo de un Padrenuestro u otra plegaria.
Tañen las campanas, es la tercera. Los grupos se ponen en movimiento. Al unísono cesan los comentarios. Cesan los cuchicheos sobre los vestidos y trajes de fulana o mengano, y todos se dirigen a la Iglesia. Los más pequeños han dejado sus correrías y acuden raudos a la llamada de sus mayores. Apresuran el paso para tomar posesión de un buen sitio, aunque es posible que los bancos de la Iglesia se hallan llenado de feligreses y tendrán que permanecer de pie durante toda la ceremonia.
En el interior se mezclan los olores gratificantes de los perfumes, los caros de las familias más pudientes con los humildes que se venden a granel; pero sobre ellos se impone el olor a cera que expiden los cirios encendidos en el Altar Mayor, difuminando sus diferencias, igualando su presencia.
Cabezas que se vuelven hacia la puerta de entrada, buscando a alguien. Otros que se empinan por entre los cuerpos de los que tienen delante, intentando encontrar entre la feligresía algún familiar que no saludaron antes de la entrada. Otros oteando, con perversa curiosidad, quién falta a este magno acontecimiento. Miradas que se entrecruzan. Gestos de saludo. Guiños de complicidad. Todos sumidos en un absoluto silencio que permite escuchar el crepitar de las llamas de los grandes velones del Altar.
Cuando el acto ha terminado, hay que desandar las callejuelas, ésta vez cuesta abajo. Las mujeres se van despidiendo entre sí con un "me voy, que tengo el cocido puesto, y no quiero que me salga un zanguango". Al amor de la lumbre, dejaron puestos los pucheros, y a fuego lento se fueron cociendo las viandas y los garbanzos mientras cantaron plegarias, rezaron oraciones y escucharon el sermón.
Los hombres, irán formando sus cuadrillas, se dirigirán a la Tercia, en busca de unos tragos. Serpentearan de cueva en cueva, degustando los vinos. Iniciarán varias conversaciones entre los escasos tertulianos. Se cruzarán las conversaciones, diversas y diferentes, elevando el tono de voz intentando hacerse oír. Hablaran de sus cosas, del tiempo, de los hielos que en primavera arrasan estas tierras, de cómo los almendros y cerezos visten sus ramas de esperanzadoras flores, de cómo el río baja este año más crecido gracias a las lluvias invernales.
A la puerta del bar los botellines corren de mano en mano, para terminar vacíos en una caja. Un grupo de jóvenes recuerdan como hace unos meses se juntaron para salir a pedir por las casas del pueblo, y cómo llamaban a las puertas a la voz de ¡los quintos!, y de su interior salían las mujeres con sus dádivas, unos huevos que recogían en una canasta o unas escasas monedas que nunca sobraban.
Es la tradición. Hay que dar algo a los quintos; mañana serán otros, quizás sus hijos, los que recorrerán las empedradas callejuelas con el mismo ritual, y casi siempre, por desgracia, el llanto aparece en algún portal recordando que ese año le tocaría ser quinto al hijo que murió. De poco sirven los consuelos para una madre cuando ve a los quintos de su hijo despedirse con la algazara de su recién estrenada mocedad y ella se queda sumida en sus recuerdos.
Desde que comenzaron sus andanzas de quintos se habían provisto de una casa, que deshabitada en su mayor tiempo y propiedad de alguno de ellos, acomodaron a su antojo con enseres cogidos aquí y allá. Llenaron la cocina de leña para que no faltase en las frías noches. Gavillas de sarmientos para preparar las brasas con que asar los chorizos y morcillas, forros de cabeza, panceta; y cuando el rescoldo se acababa, unas patatas asadas regadas con un trago de vino animarían el cuerpo para continuar la larga noche.
Llevaron vino y naranjas, azúcar y algún limón. Prepararon la limoná. La casa de los quintos desde principio de la semana se convierte en punto de reunión de jóvenes y mayores. Unos buscarán complacer su ansiado interés con un vaso de limoná, y otros, más mayores, con alguna copa de licor más fuerte.
Pequeñas sillas tejidas de anea se arremolinan alrededor del hogar de la lumbre. Se hace más llevadero el frío que cala hasta los huesos. Alguien coge un palo y atiza el fuego, la llama se prende en él y otro exclama, ¡Deja de jugar con el fuego que luego te mearás en la cama! Explota una carcajada unánime entre todos los reunidos. El que lo hace ya peina canas, no es un niño, y recuerdan que esto se lo decían sus padres a ellos, cuando en sus juegos infantiles reproducían círculos con el palo que jugueteaban sobre las ascuas del hogar materno. ¿Qué tiene el fuego que incita a jugar con él a los más pequeños? Su viveza, su color, sus formas, su excitante movimiento induce a jugar con él, trazando figuras efímeras en el espacio.
Comienzan a devanarse una retahíla de historietas. Lo que le ocurrió al Tío Fulano o al Tío Mengano. Se cuentan historias de personajes del pueblo que en su mayoría ya no viven, lo que da más sensación de madurez, de tener más edad de la que se tiene, de recordar hechos que sólo figuran en la memoria de los mayores, y en algunos casos de los más ancianos, queriendo formar parte de la historia viva del pueblo.
Se entremezclan las fantasías de la bonanza de la mili de aquellos que ya han regresado a sus hogares tras su castrense paso por los cuarteles. Fluyen en cascada las más variopintas situaciones de buen comer y mejor vivir, de las vacaciones que disfrutaron, de lo bien que lo pasaron, y surgen las preguntas de incertidumbre de lo que les espera en su próxima etapa. Uno, cabizbajo, apostilla: "Cada uno cuenta la feria como le fue" demostrando con su expresión lo que otros no quieren recordar, los malos ratos que pasó, la soledad que le produjo el alejamiento de su familia, y cómo cuando se fue su hermano era un recién nacido y cuando volvió corría que se las pelaba.
En una habitación contigua, otro grupo se sumerge en partidas de cartas interminables. Del julepe a los montones, y después al hijoputa, cambiando de mano y bolsillo unas cuantas monedas que no dan más allá que haber pasado la trasnochá y haber gozado del placer lúdico del juego.
Comienza la tarea de la construcción del judas. Unos viejos pantalones de pana, que en sus mejores tiempos fueron negros, comidos por el sol, zurcidos en la entrepierna y con remiendos en las perneras, se irán rellenando de encañadura formando las piernas del insolente pelele. Con unos viejos piales de lona se formaran los pies, calzados de unas abarcas deformadas por los desbaratados andares de su propietario. Una chaqueta de cuadros, que su dueño ni se acuerda cuando la estrenó, o si fue él quien lo hizo, se irá rellenando de paja haciendo que sus brazos en cruz semejen el sufrimiento de quien él delató. Completará su grotesca figura una cabeza de barro, un botijo blanco, de aquellos que hacían el agua fresca, al que con un tizón se le irán dibujando en su pálida tez los rasgos faciales. Cubrirá su hueca cabeza un viejo sombrero de paja abandonado en las eras después de haber soportado los rigores veraniegos de la trilla.
Todos, los quintos y el resto de jóvenes, aunarán sus fuerzas en la pesada tarea de subir la viga. Con sogas, tirando como bestias de carga, sacaran de la ribera del río el pesado chopo. A una sola voz la izaran sobre sus hombros y caminaran como un ciempiés, con paso acompasado, por la empinada cuesta hasta llegar a lo más alto del pueblo, a la plaza. No faltarán las bromas, no sobrarán los comentarios. Alguien pedirá un descanso, y otro tomará su puesto. A pesar del esfuerzo la alegría lo hace más llevadero. El jolgorio de grandes y chicos anima para que el sufrimiento apenas se note en sus rostros. La cuesta arriba parece no terminar y será necesario un descanso; una voz anuncia el deseado respiro, gritando, "¡¡ al suelo!!,¡¡ cuidao con las manos!!".
Las manos acuden a los riñones intentando relajar su esfuerzo. El frío suelo será un cómodo asiento para reponer fuerzas, mientras, la botella de anís correrá de gaznate en gaznate propiciando un calor interno que alivie el dolor de los músculos. El frío es intenso, y será mejor no dejar enfriar el sudor. Una voz alerta del nuevo sufrimiento "¡Vamos, que nos quedamos fríos!" Sólo con la mirada será suficiente para ponerse de acuerdo en el empuje de levantar nuevamente la viga sobre sus hombros. Resoplando cuesta arriba, jadeando entre suspiros, como si el corto descanso hubiese hecho mella en sus fuerzas, llegan a la plaza.
Al calor de la hoguera, sentados en el royo la limoná saciará la sed. Las tareas no dejan lugar al entretenimiento. Hacer el hoyo que servirá de asiento al pesado mástil. Atar el judas al extremo más fino de la viga. Preparar las tijeretas con las que se ayudaran para izar la pesada viga. Preparar las sogas que tensaran el equilibrio vertical.
El frío corta como cristales. Un vozarrón hará salir del descanso a los del royo llamando su atención para que tomen sus posiciones, ¡Unos a las tijeretas!, ¡Otros a las sogas!. Se irá levantando la viga, poco a poco, con las tijeretas recorriendo metro a metro, hasta que la altura alcanzada sea tan peligrosa que ya sea necesario utilizar las sogas para evitar posibles accidentes. "¡Eeeeeeehh!" las sogas se tensan como nervios, las tijeretas recorren el cuerpo de la viga sujetándola en una nueva posición. Un último esfuerzo y la viga, con su judas, alcanzará la verticalidad deseada. La voz inunda la amplitud de la plaza, "¡Eeeeeehh! Tensar las sogas y atarlas a los balcones", es el grito final.
Allí arriba en lo alto, empalado, se bambolea el judas. Con gestos reverenciales dará por buena su acomodada situación. Supera en altura a la torre de la Iglesia, está por encima de todos y orgulloso de ser el objeto de admiración de los vecinos del pueblo cuando acudan en la fresca mañana a la Misa del Domingo de Resurrección.
El frío seco, a dado paso al helado viento regañón, que en su afán de protagonismo no ha querido perderse este acontecimiento, y al socaire de su viaje, crujen las tijeretas con gemidos de dolor y se retuercen las sogas como tripas vacías.
La plaza. Siempre la plaza. Centro de todos los actos. Coronando el pueblo. Allanando el descanso de las empinadas callejuelas donde se celebran los grandes acontecimientos. Gestos de admiración y sorpresa inundan las caras de los que acuden tempraneros a coger un buen sitio. Los más pequeños muestran su asombro preguntado a sus progenitores "¿cómo lo han hecho?" Y la respuesta se repite año tras año, "con esfuerzo". Poco importa el cómo, sólo importa que desde que tienen uso de razón recuerdan cómo cada Domingo de Resurrección ha crecido un judas en el centro de la plaza.
Las campanas tocan a gloria. Los rostros tensos y desencajados de los quintos, permiten a los presentes intuir como la noche ha sido larga y fría. Los movimientos rápidos presagian un nuevo desenlace. Todo se sucede rápidamente, todavía no han dejado de voltear las campanas cuando un sonido ensordecedor encoge los cuerpos, y el estampido contra el suelo de el "judas" desde su altura hace saltar en gritos de alegría a todos los reunidos. Su cabeza de barro salta en mil pedazos. La chiquillería se arremolina a su alrededor. Unos de las piernas y otros de los brazos lo arrastraran. Desgarran su vestimenta, y prenden fuego a su interior por la entrepierna, en un acto de castración. Comienzan a correr. La carrera avivará el fuego que descompondrá su cuerpo apenas hallan llegado a San Antón. El olor a paja quemada y a trapos chamuscados, precederá a la exigua comitiva que en procesión portará El Niño.
A partir de estas fechas dejaran de dirigirse a ellos como muchachos y habrán alcanzado el status de mozos. Se les permitirá participar en conversaciones que antes les estaban vedadas. Acudir a actos que antes copaban los hombres. Habrán conquistado el derecho a ejercer algunos vicios ocultos ante los ojos y el respeto de sus progenitores.
El padre, se sentirá orgulloso de tener un hombre que con sus brazos ayudará en sus quehaceres aportando su esfuerzo al sostenimiento del hogar. Compartirán sobremesas y trasnochás; amaneceres y atardeceres en sus arduos trabajos; arado y hoz; calima y regañón; petaca y botillo. Regarán con su sudor estas áridas tierras, y juntos participarán de los grandes acontecimientos.
La madre, piensa que en un corto espacio de tiempo les abandonará, y sentirá su ausencia. Pronto tendrá que lavar ropas de color verdoso. Uniformes, que tendidos al sol proclamarán la visita del militar. Se olvidará del penoso trabajo de lavarlos a mano sobre las duras losas de piedra en las frías aguas del río, y oculta a los ojos de sus convecinos nacerá una orgullosa sonrisa de sus labios; porque cuando vuelva, será un hombre, que les dará protección, y con ansias renovadas revitalizará la maltrecha economía familiar.
Así termina el recorrido de una semana llena de emociones. De esfuerzos gratificantes. De noches llenas de sueños que no durmieron lo suficiente. De resacas por un excesivo consumo de alcohol que deja destrozadas las gargantas y los estómagos. De horas interminables de amistad; de compañerismo, de recuerdos que se contaran al abrigo de otras lumbres; en otros años y con otros quintos. Sin proponérselo han creado un lazo que les unirá para el resto de sus vidas. Recordaran como fulano o mengano es quinto suyo. Ya no habrá edades para identificar una u otra generación, serán de una u otra quinta, y como cada quinta hablaran de "su judas".
Por las estrechas y empinadas callejuelas van ascendiendo hasta la Iglesia mujeres con sus mejores galas cubiertas con velo. Por el colorido de sus atuendos se distinguen las que fueron marcadas por la inmisericorde muerte, enlutadas, de riguroso negro desde los pies hasta la cabeza. Unos pasos más atrás grupos de hombres, embutidos en ternos que sólo ven la luz en los grandes días de fiesta, comentan entre sí cosas triviales como el buen tiempo con el amaneció el día.
Poco a poco la plaza se convierte en un hervidero de chiquillería que corretea entre los corrillos que se van formando. Las niñas con sus trajecitos blancos parecen pequeñas palomas. Los niños de impecable azul marino que les invita a ser marineros en estas tierras de mar adentro.
En el pórtico de la Iglesia espera un montón de ramas de olivo, traídas por un fiel anónimo que serán repartidas por el tío Rafael, el sacristán, a aquellos que en sus prisas o descuido se olvidaron de traerlas. Estas ramas que son el despojo de los olivos, serán tras la ceremonia y su bendición, los ramos, que abrazados a los barrotes de las rejas de ventanas y balcones los adornaran con sus hojas rizadas, perpetuando en cada una de ellas el rezo de un Padrenuestro u otra plegaria.
Tañen las campanas, es la tercera. Los grupos se ponen en movimiento. Al unísono cesan los comentarios. Cesan los cuchicheos sobre los vestidos y trajes de fulana o mengano, y todos se dirigen a la Iglesia. Los más pequeños han dejado sus correrías y acuden raudos a la llamada de sus mayores. Apresuran el paso para tomar posesión de un buen sitio, aunque es posible que los bancos de la Iglesia se hallan llenado de feligreses y tendrán que permanecer de pie durante toda la ceremonia.
En el interior se mezclan los olores gratificantes de los perfumes, los caros de las familias más pudientes con los humildes que se venden a granel; pero sobre ellos se impone el olor a cera que expiden los cirios encendidos en el Altar Mayor, difuminando sus diferencias, igualando su presencia.
Cabezas que se vuelven hacia la puerta de entrada, buscando a alguien. Otros que se empinan por entre los cuerpos de los que tienen delante, intentando encontrar entre la feligresía algún familiar que no saludaron antes de la entrada. Otros oteando, con perversa curiosidad, quién falta a este magno acontecimiento. Miradas que se entrecruzan. Gestos de saludo. Guiños de complicidad. Todos sumidos en un absoluto silencio que permite escuchar el crepitar de las llamas de los grandes velones del Altar.
Cuando el acto ha terminado, hay que desandar las callejuelas, ésta vez cuesta abajo. Las mujeres se van despidiendo entre sí con un "me voy, que tengo el cocido puesto, y no quiero que me salga un zanguango". Al amor de la lumbre, dejaron puestos los pucheros, y a fuego lento se fueron cociendo las viandas y los garbanzos mientras cantaron plegarias, rezaron oraciones y escucharon el sermón.
Los hombres, irán formando sus cuadrillas, se dirigirán a la Tercia, en busca de unos tragos. Serpentearan de cueva en cueva, degustando los vinos. Iniciarán varias conversaciones entre los escasos tertulianos. Se cruzarán las conversaciones, diversas y diferentes, elevando el tono de voz intentando hacerse oír. Hablaran de sus cosas, del tiempo, de los hielos que en primavera arrasan estas tierras, de cómo los almendros y cerezos visten sus ramas de esperanzadoras flores, de cómo el río baja este año más crecido gracias a las lluvias invernales.
A la puerta del bar los botellines corren de mano en mano, para terminar vacíos en una caja. Un grupo de jóvenes recuerdan como hace unos meses se juntaron para salir a pedir por las casas del pueblo, y cómo llamaban a las puertas a la voz de ¡los quintos!, y de su interior salían las mujeres con sus dádivas, unos huevos que recogían en una canasta o unas escasas monedas que nunca sobraban.
Es la tradición. Hay que dar algo a los quintos; mañana serán otros, quizás sus hijos, los que recorrerán las empedradas callejuelas con el mismo ritual, y casi siempre, por desgracia, el llanto aparece en algún portal recordando que ese año le tocaría ser quinto al hijo que murió. De poco sirven los consuelos para una madre cuando ve a los quintos de su hijo despedirse con la algazara de su recién estrenada mocedad y ella se queda sumida en sus recuerdos.
Desde que comenzaron sus andanzas de quintos se habían provisto de una casa, que deshabitada en su mayor tiempo y propiedad de alguno de ellos, acomodaron a su antojo con enseres cogidos aquí y allá. Llenaron la cocina de leña para que no faltase en las frías noches. Gavillas de sarmientos para preparar las brasas con que asar los chorizos y morcillas, forros de cabeza, panceta; y cuando el rescoldo se acababa, unas patatas asadas regadas con un trago de vino animarían el cuerpo para continuar la larga noche.
Llevaron vino y naranjas, azúcar y algún limón. Prepararon la limoná. La casa de los quintos desde principio de la semana se convierte en punto de reunión de jóvenes y mayores. Unos buscarán complacer su ansiado interés con un vaso de limoná, y otros, más mayores, con alguna copa de licor más fuerte.
Pequeñas sillas tejidas de anea se arremolinan alrededor del hogar de la lumbre. Se hace más llevadero el frío que cala hasta los huesos. Alguien coge un palo y atiza el fuego, la llama se prende en él y otro exclama, ¡Deja de jugar con el fuego que luego te mearás en la cama! Explota una carcajada unánime entre todos los reunidos. El que lo hace ya peina canas, no es un niño, y recuerdan que esto se lo decían sus padres a ellos, cuando en sus juegos infantiles reproducían círculos con el palo que jugueteaban sobre las ascuas del hogar materno. ¿Qué tiene el fuego que incita a jugar con él a los más pequeños? Su viveza, su color, sus formas, su excitante movimiento induce a jugar con él, trazando figuras efímeras en el espacio.
Comienzan a devanarse una retahíla de historietas. Lo que le ocurrió al Tío Fulano o al Tío Mengano. Se cuentan historias de personajes del pueblo que en su mayoría ya no viven, lo que da más sensación de madurez, de tener más edad de la que se tiene, de recordar hechos que sólo figuran en la memoria de los mayores, y en algunos casos de los más ancianos, queriendo formar parte de la historia viva del pueblo.
Se entremezclan las fantasías de la bonanza de la mili de aquellos que ya han regresado a sus hogares tras su castrense paso por los cuarteles. Fluyen en cascada las más variopintas situaciones de buen comer y mejor vivir, de las vacaciones que disfrutaron, de lo bien que lo pasaron, y surgen las preguntas de incertidumbre de lo que les espera en su próxima etapa. Uno, cabizbajo, apostilla: "Cada uno cuenta la feria como le fue" demostrando con su expresión lo que otros no quieren recordar, los malos ratos que pasó, la soledad que le produjo el alejamiento de su familia, y cómo cuando se fue su hermano era un recién nacido y cuando volvió corría que se las pelaba.
En una habitación contigua, otro grupo se sumerge en partidas de cartas interminables. Del julepe a los montones, y después al hijoputa, cambiando de mano y bolsillo unas cuantas monedas que no dan más allá que haber pasado la trasnochá y haber gozado del placer lúdico del juego.
Comienza la tarea de la construcción del judas. Unos viejos pantalones de pana, que en sus mejores tiempos fueron negros, comidos por el sol, zurcidos en la entrepierna y con remiendos en las perneras, se irán rellenando de encañadura formando las piernas del insolente pelele. Con unos viejos piales de lona se formaran los pies, calzados de unas abarcas deformadas por los desbaratados andares de su propietario. Una chaqueta de cuadros, que su dueño ni se acuerda cuando la estrenó, o si fue él quien lo hizo, se irá rellenando de paja haciendo que sus brazos en cruz semejen el sufrimiento de quien él delató. Completará su grotesca figura una cabeza de barro, un botijo blanco, de aquellos que hacían el agua fresca, al que con un tizón se le irán dibujando en su pálida tez los rasgos faciales. Cubrirá su hueca cabeza un viejo sombrero de paja abandonado en las eras después de haber soportado los rigores veraniegos de la trilla.
Todos, los quintos y el resto de jóvenes, aunarán sus fuerzas en la pesada tarea de subir la viga. Con sogas, tirando como bestias de carga, sacaran de la ribera del río el pesado chopo. A una sola voz la izaran sobre sus hombros y caminaran como un ciempiés, con paso acompasado, por la empinada cuesta hasta llegar a lo más alto del pueblo, a la plaza. No faltarán las bromas, no sobrarán los comentarios. Alguien pedirá un descanso, y otro tomará su puesto. A pesar del esfuerzo la alegría lo hace más llevadero. El jolgorio de grandes y chicos anima para que el sufrimiento apenas se note en sus rostros. La cuesta arriba parece no terminar y será necesario un descanso; una voz anuncia el deseado respiro, gritando, "¡¡ al suelo!!,¡¡ cuidao con las manos!!".
Las manos acuden a los riñones intentando relajar su esfuerzo. El frío suelo será un cómodo asiento para reponer fuerzas, mientras, la botella de anís correrá de gaznate en gaznate propiciando un calor interno que alivie el dolor de los músculos. El frío es intenso, y será mejor no dejar enfriar el sudor. Una voz alerta del nuevo sufrimiento "¡Vamos, que nos quedamos fríos!" Sólo con la mirada será suficiente para ponerse de acuerdo en el empuje de levantar nuevamente la viga sobre sus hombros. Resoplando cuesta arriba, jadeando entre suspiros, como si el corto descanso hubiese hecho mella en sus fuerzas, llegan a la plaza.
Al calor de la hoguera, sentados en el royo la limoná saciará la sed. Las tareas no dejan lugar al entretenimiento. Hacer el hoyo que servirá de asiento al pesado mástil. Atar el judas al extremo más fino de la viga. Preparar las tijeretas con las que se ayudaran para izar la pesada viga. Preparar las sogas que tensaran el equilibrio vertical.
El frío corta como cristales. Un vozarrón hará salir del descanso a los del royo llamando su atención para que tomen sus posiciones, ¡Unos a las tijeretas!, ¡Otros a las sogas!. Se irá levantando la viga, poco a poco, con las tijeretas recorriendo metro a metro, hasta que la altura alcanzada sea tan peligrosa que ya sea necesario utilizar las sogas para evitar posibles accidentes. "¡Eeeeeeehh!" las sogas se tensan como nervios, las tijeretas recorren el cuerpo de la viga sujetándola en una nueva posición. Un último esfuerzo y la viga, con su judas, alcanzará la verticalidad deseada. La voz inunda la amplitud de la plaza, "¡Eeeeeehh! Tensar las sogas y atarlas a los balcones", es el grito final.
Allí arriba en lo alto, empalado, se bambolea el judas. Con gestos reverenciales dará por buena su acomodada situación. Supera en altura a la torre de la Iglesia, está por encima de todos y orgulloso de ser el objeto de admiración de los vecinos del pueblo cuando acudan en la fresca mañana a la Misa del Domingo de Resurrección.
El frío seco, a dado paso al helado viento regañón, que en su afán de protagonismo no ha querido perderse este acontecimiento, y al socaire de su viaje, crujen las tijeretas con gemidos de dolor y se retuercen las sogas como tripas vacías.
La plaza. Siempre la plaza. Centro de todos los actos. Coronando el pueblo. Allanando el descanso de las empinadas callejuelas donde se celebran los grandes acontecimientos. Gestos de admiración y sorpresa inundan las caras de los que acuden tempraneros a coger un buen sitio. Los más pequeños muestran su asombro preguntado a sus progenitores "¿cómo lo han hecho?" Y la respuesta se repite año tras año, "con esfuerzo". Poco importa el cómo, sólo importa que desde que tienen uso de razón recuerdan cómo cada Domingo de Resurrección ha crecido un judas en el centro de la plaza.
Las campanas tocan a gloria. Los rostros tensos y desencajados de los quintos, permiten a los presentes intuir como la noche ha sido larga y fría. Los movimientos rápidos presagian un nuevo desenlace. Todo se sucede rápidamente, todavía no han dejado de voltear las campanas cuando un sonido ensordecedor encoge los cuerpos, y el estampido contra el suelo de el "judas" desde su altura hace saltar en gritos de alegría a todos los reunidos. Su cabeza de barro salta en mil pedazos. La chiquillería se arremolina a su alrededor. Unos de las piernas y otros de los brazos lo arrastraran. Desgarran su vestimenta, y prenden fuego a su interior por la entrepierna, en un acto de castración. Comienzan a correr. La carrera avivará el fuego que descompondrá su cuerpo apenas hallan llegado a San Antón. El olor a paja quemada y a trapos chamuscados, precederá a la exigua comitiva que en procesión portará El Niño.
A partir de estas fechas dejaran de dirigirse a ellos como muchachos y habrán alcanzado el status de mozos. Se les permitirá participar en conversaciones que antes les estaban vedadas. Acudir a actos que antes copaban los hombres. Habrán conquistado el derecho a ejercer algunos vicios ocultos ante los ojos y el respeto de sus progenitores.
El padre, se sentirá orgulloso de tener un hombre que con sus brazos ayudará en sus quehaceres aportando su esfuerzo al sostenimiento del hogar. Compartirán sobremesas y trasnochás; amaneceres y atardeceres en sus arduos trabajos; arado y hoz; calima y regañón; petaca y botillo. Regarán con su sudor estas áridas tierras, y juntos participarán de los grandes acontecimientos.
La madre, piensa que en un corto espacio de tiempo les abandonará, y sentirá su ausencia. Pronto tendrá que lavar ropas de color verdoso. Uniformes, que tendidos al sol proclamarán la visita del militar. Se olvidará del penoso trabajo de lavarlos a mano sobre las duras losas de piedra en las frías aguas del río, y oculta a los ojos de sus convecinos nacerá una orgullosa sonrisa de sus labios; porque cuando vuelva, será un hombre, que les dará protección, y con ansias renovadas revitalizará la maltrecha economía familiar.
Así termina el recorrido de una semana llena de emociones. De esfuerzos gratificantes. De noches llenas de sueños que no durmieron lo suficiente. De resacas por un excesivo consumo de alcohol que deja destrozadas las gargantas y los estómagos. De horas interminables de amistad; de compañerismo, de recuerdos que se contaran al abrigo de otras lumbres; en otros años y con otros quintos. Sin proponérselo han creado un lazo que les unirá para el resto de sus vidas. Recordaran como fulano o mengano es quinto suyo. Ya no habrá edades para identificar una u otra generación, serán de una u otra quinta, y como cada quinta hablaran de "su judas".
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