EL
RECREO DE LOS TRES MUNDOS
En el patio de la escuela, tres niños jugaban cada día bajo el mismo sol.
Mateo, de ojos claros, llegaba con la sonrisa todavía pegada del saludo de su madre en misa. Samir, inquieto y veloz, llevaba en su mochila un bocadillo sin jamón, envuelto con cuidado por su padre. Li Wei, más callado, guardaba en un bolsillo una piedrecita lisa que su abuela le había dado “para la calma”.
Tenían
cuatro o cinco años, y todavía no sabían nada de fronteras ni de religiones. Su
mundo era un balón, un columpio que siempre parecía más alto de lo que en
verdad era, y un enorme deseo de compartir merienda.
Un
día, Mateo propuso que construyeran una “casa invisible”. Samir dijo que
mejor fuera un “barco que navega en el aire”. Y Li Wei, con su voz
tranquila, añadió: “Puede ser las dos cosas, porque imaginar no gasta
espacio”. Entre risas, amontonaron hojas, piedras y ramas hasta que su
obra, torpe y mágica, tomó forma.
Los
maestros los miraban desde lejos y sonreían: allí, en ese rincón del patio,
tres mundos distintos se daban la mano sin preguntar por qué.
Cuando
sonó el timbre, ninguno quería dejar el juego. “Mañana seguimos”, dijo
Mateo. “En el barco-casa, todos cabemos”, respondió Samir. “Siempre”,
cerró Li Wei.
Aquella
tarde, después del recreo, los tres niños volvieron a casa con la emoción aún
fresca.
Mateo,
entrando en la cocina, contó entre bocados de galleta:
—Hoy
hicimos una casa invisible, pero también era un barco.
Su
padre sonrió, acariciándole el pelo. Pensó que, igual que en la parábola del
buen samaritano, la inocencia une lo que los adultos a veces separan. “Quizá
el juego de mi hijo es ya una enseñanza de fraternidad”, se dijo,
agradecido.
En
el piso de al lado, Samir corrió hasta los brazos de su madre.
—Hemos
navegado en un barco que también era casa —explicó, gesticulando con
entusiasmo.
Ella
lo abrazó fuerte. Recordó los versos del Corán que hablan de la hospitalidad,
de cómo abrir la tienda al viajero. “Mi hijo ya entiende que el mundo puede
ser refugio, aunque aún no lo sepa decir con palabras”, pensó con ternura.
Más
lejos, Li Wei se sentó junto a su abuela y dejó sobre la mesa la piedrecita que
siempre llevaba consigo.
—Hoy
construimos algo que era casa y barco al mismo tiempo —comentó con una sonrisa
leve.
La
anciana cerró los ojos y meditó un instante. En aquel juego sencillo vio la
enseñanza del Buda: nada es solo una cosa, todo puede transformarse.
Sonrió, segura de que el niño ya aprendía a mirar con ojos abiertos.
Los
tres pequeños dormían esa noche sin pensar demasiado en lo que habían hecho.
Para ellos solo había sido un juego compartido.
Los
padres, en cambio, velaban en silencio sobre la misma idea: que la inocencia de
los hijos había logrado unir, sin esfuerzo, lo que tantas veces los adultos
separan.
Al
día siguiente, en el recreo, los tres amigos regresaron a su casa–barco hecha
de ramas y hojas. Pero antes de que pudieran reforzarla, un niño de ojos azules
y cabello rubio se acercó corriendo. Sin decir palabra, dio un puntapié y
varias ramas rodaron por el suelo.
Mateo
se quedó quieto, sorprendido.
—¿Por
qué lo rompes? —preguntó, sin enfado, más bien con curiosidad.
Samir
recogió una de las ramas y se la tendió al recién llegado:
—Si
quieres, puedes ayudarnos a hacerlo más grande.
Li
Wei, con su calma habitual, añadió:
—No
pasa nada. Todo lo que se rompe se puede volver a construir.
El
niño rubio dudó un instante. Acostumbrado a ver que una pelea seguía a un
empujón, no entendió del todo aquella respuesta sin gritos ni reproches. Miró
la rama en su mano, miró la sonrisa de los tres, y de pronto sintió que quizá
era mejor jugar que destruir.
Al
volver a casa, los tres niños compartieron con naturalidad la aventura del
recreo.
Mateo
dijo en la mesa:
—Hoy
un niño quiso romper nuestro barco-casa, pero no nos enfadamos. Le invitamos a
jugar.
Su
padre recordó las palabras del Evangelio: “Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen”. Vio en la reacción de su hijo una semilla
de misericordia. “La fe es también esto: responder con ternura donde otros
esperan dureza”, pensó.
En
la cocina de Samir, entre aromas de comino y pan caliente, el niño exclamó:
—Un
niño rompió nuestro barco, pero le dimos ramas para que ayudara a hacerlo
mejor.
Su
madre sintió orgullo. Recordó un hadiz que dice: ‘El fuerte no es el que vence al otro,
sino el que domina su ira’.
“Mi hijo ha respondido con paciencia y generosidad. Ojalá los adultos
aprendiéramos igual”, meditó.
Li
Wei, al llegar, se sentó con su abuela y comentó con calma:
—Un
niño destruyó un poco lo que hicimos, pero le dijimos que podía construir con
nosotros. Todo lo que se rompe puede volver a levantarse.
La
anciana cerró los ojos, evocando las enseñanzas de Buda. “Nada permanece
igual”, y en aceptar los cambios está la serenidad. Mi nieto ya lo sabe,
aunque aún lo diga como un juego”.
Esa
noche, los tres pequeños durmieron tranquilos, satisfechos de su barco-casa
compartido. Los padres, en silencio, comprendieron que las palabras más
sencillas de sus hijos eran también una lección profunda, capaz de atravesar
credos y culturas: la amistad no se defiende con muros, sino con puertas
abiertas.
Pasaron
los años, y el patio de recreo quedó atrás como un sueño envuelto en risas.
Mateo
se hizo médico, entregado a sanar cuerpos y aliviar dolores. Samir, apasionado
por las estrellas, llegó a ser ingeniero aeroespacial, capaz de imaginar naves
que surcaban el cielo. Li Wei eligió la enseñanza, convencido de que cada niño
guardaba dentro un universo por descubrir.
Un
día, el destino los reunió en un congreso internacional. Al principio se
miraron con sorpresa, casi incrédulos de reconocerse en aquellos hombres
vestidos de traje, con canas apenas visibles. Pero en cuanto compartieron una
sonrisa, volvió la complicidad de los años primeros.
Recordaron
entonces aquel barco-casa hecho de ramas y hojas. Rieron al evocarlo, como si
aún olieran el polvo del patio y escucharan el timbre del colegio.
—Mira
que era frágil —dijo Mateo—, y sin embargo nos dio tanta fuerza.
—Lo
importante no era la casa ni el barco —añadió Samir—, sino que siempre
dejábamos sitio para uno más.
—Y
aunque se rompía, lo volvíamos a levantar —concluyó Li Wei, con la misma
serenidad de antaño.
Brindaron
por la amistad, por la infancia compartida y por el hecho de que, pese a las
distancias y los caminos distintos, la enseñanza de aquel juego seguía viva:
construir juntos siempre es mejor que levantar muros.
Aquella
noche, cada uno volvió a su vida adulta con un nuevo brillo en la mirada. El
barco-casa ya no estaba en el patio de recreo, pero seguía navegando, invisible
y firme, en el recuerdo y en sus corazones.
En
medio del reencuentro, cuando el bullicio del congreso quedó a un lado y solo
quedaron ellos tres alrededor de una mesa, Mateo tomó la palabra. Su voz tenía
la serenidad de quien ha visto mucho dolor y también mucha esperanza.
—La
vida me llevó por caminos que nunca imaginé cuando jugábamos en aquel patio
—dijo, con una sonrisa nostálgica—. Estudié medicina, trabajé duro, y hoy puedo
decir que he tenido el honor de servir como médico en hospitales de diferentes
países. Mis colegas me consideran un referente, y algunos organismos
internacionales me llaman “eminencia”. Pero, sabéis, todo eso tiene sentido
porque aprendí desde niño algo que nunca olvidé: que lo más valioso es cuidar
de los demás. Aquel barco-casa que levantábamos con ramas me enseñó que, cuando
uno protege al otro, todos estamos a salvo.
Mateo
bajó la mirada, como quien guarda gratitud en silencio, y concluyó:
—En
cada paciente que atiendo, intento construir un refugio como aquel que
inventamos de niños. Un espacio donde se pueda descansar, aunque sea un
instante, de la fragilidad de la vida.
Samir
y Li Wei lo escuchaban con emoción. Sabían que detrás de la voz de su amigo no
había solo orgullo, sino la huella intacta de aquellos juegos compartidos.
Cuando
Mateo terminó, Samir, que había escuchado con los ojos brillantes, apoyó sus
manos en la mesa.
—Yo
siempre soñé con volar —dijo—. De niño miraba los aviones en el cielo y pensaba
que algún día estaría allí arriba. Estudié ingeniería, primero con miedo a no
ser suficiente, luego con la certeza de que el esfuerzo abre caminos. Hoy
trabajo diseñando naves espaciales, imaginando viajes más allá de nuestra
atmósfera.
Hizo
una pausa, como si buscara en la memoria una imagen más antigua.
—¿Sabéis?
Cuando construíamos nuestro barco-casa en el patio, yo ya sentía esa necesidad
de crear algo que pudiera ir más lejos, que no se conformara con estar quieto
en la tierra. El barco, para mí, siempre fue nave. Y aunque la vida me llevó
por fórmulas, cálculos y metal, lo esencial lo aprendí jugando con vosotros:
que un invento solo tiene sentido si se comparte. De nada sirve volar solo; el
verdadero viaje es cuando cabemos todos en la nave.
Mateo
sonrió con orgullo. Li Wei asintió en silencio.
Cuando
le llegó el turno, Li Wei habló con calma, sin alardes.
—Yo
escogí otro camino —empezó—. Me quedé cerca de las aulas, porque descubrí que
mi vocación era enseñar. En cada alumno he visto un poco de aquel niño que fui:
curioso, frágil y con ganas de construir.
Sus
ojos se iluminaron suavemente.
—Vosotros
seguisteis rutas que alcanzan hospitales y estrellas. Yo elegí sembrar, día
tras día, en pequeñas clases, en miradas que cambian. Muchos dirían que es
menos grandioso, pero para mí es lo más valioso. Porque si los niños aprenden a
imaginar barcos que son casas, a compartir ramas en vez de pelear, entonces el
mundo será distinto.
Se
quedó pensativo un instante y añadió:
—Cuando
enseño a mis alumnos, les digo que la vida es como aquel barco nuestro: se
puede romper, pero siempre se puede reconstruir. Y que nunca es un refugio
verdadero si no hay sitio para los demás.
Los
tres guardaron silencio, no por falta de palabras, sino porque sentían que, más
allá de profesiones y títulos, el verdadero hilo que los unía había nacido en
la infancia: la certeza de que juntos siempre se puede construir algo mejor.
El
silencio tras sus palabras no fue vacío, sino fértil. Cada uno, en su interior,
reconocía que la vida les había dado mucho, pero que aún quedaba una deuda con
aquella promesa de infancia: seguir construyendo juntos.
Mateo
fue el primero en decirlo:
—¿Y
si levantamos algo real, como aquel barco-casa? Un lugar que proteja y al mismo
tiempo navegue hacia el futuro.
Samir
levantó la vista, entusiasmado:
—Podría
ser un centro de investigación y desarrollo. Tecnología al servicio de la vida,
no del mercado. Podemos diseñar infraestructuras que sirvan a comunidades
enteras, con energía limpia, con sistemas para viajar más lejos sin destruir lo
que tenemos aquí.
Li
Wei, con la serenidad de siempre, cerró la idea:
—Y
que sea también escuela. Un espacio donde niños y jóvenes aprendan que ciencia,
salud y humanidad no están separados. Donde se enseñe a cuidar, a imaginar y a
compartir.
Así
nació el proyecto: una fundación que llamaron “El Barco-Casa”, en memoria de aquel juego infantil. Un
centro abierto al mundo, que unía la medicina de Mateo para sanar, la
ingeniería de Samir para volar más alto, y la enseñanza de Li Wei para sembrar
futuro.
En
la inauguración, años después, un grupo de niños jugaba en el patio del
edificio. Con ramas y hojas improvisaban su propio refugio. Los tres amigos se
miraron y sonrieron: la historia volvía a empezar.
A.C.M.
Madrid, 2025
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