martes

Los aposentos

Por Arturo Culebras
A Ricardo Hernández Megías, mi AMIGO.
Componedor y escribidor de historias de su tierra,
y de la mía



Con el rostro impávido y la mirada perdida en el horizonte, ante la ventana desde la que permanentemente será su vigía, el maestro de ceremonias, espera. Espera a que los últimos troncos que componían la pira funeraria agoten su fuego purificador. Esperará a que las cenizas se enfríen. Con respetuosos y ceremoniales movimientos las irá depositando en la definitiva urna que contendrá con ellas su pasado; sus recuerdos; sus luchas, y el respeto de sus descendientes. Las depositará en la tumba excavada en la piedra. Sus más íntimos desfilaran ante ella. Le ofrecerán sus mejores presentes para que le acompañen en su largo viaje a la eternidad. Una pequeña espada y un brazalete. Un racimo de uvas y unas granadas. Su compañera verterá un aceite oloroso. Su hijo derramará el vino en el interior del pétreo descanso eterno. Lo habían cosechado el otoño anterior, y lo guardaban para mejores festejos.

Rezarán una oración a los dioses, y todo habrá terminado. De regreso a su refugio por la empinada ladera del montículo, los recuerdos se suceden vertiginosamente. Las disputas con otros grupos por la posesión de una zona de caza. Las cacerías de conejos, abundantes en esta zona y parte de su alimentación. El gran esfuerzo que realizaron para construir su refugio, arañando las entrañas del montículo hasta convertirlo en su confortable hogar. Los calurosos días de la recolección de los frutos que depositaron en las tierras, con la esperanza de garantizarse el sustento en el duro invierno. Todo se desvanece, hasta la vida, efímera en el pensamiento del oficiante.

El interior del refugio huele a sudor. Sudor de ovejas hacinadas, que en la tarde lluviosa de otoño su pastor les condujo a este resguardo. El olor ácido y acre de la lana empapada, mezclado con las esencias de romero y tomillo es tan denso, que el pastor prefiere el fresco olor a tierra mojada que penetra por la ventana. Recostado sobre la pared observa el valle. Sus ojos penetran a través de la fina cortina de agua, y se detienen sobre las rocas que a sus pies se encuentran, tan cercanas que siente la tentación de tocarlas.

Sus largos años de pastor, arrastrando su salud por estas tierras, nunca le habían permitido un momento tan apacible, ni disfrutar de un paisaje tan bello.

Sus ojos ávidos por descubrir lo que en tantos años habían soslayado, se detienen, centra su atención, y con la sorpresa de un descubridor observa cómo sobre las piedras comienza a formarse un charco. Cientos de veces en sus andazas pastoriles ha pasado por allí. Sólo hay rocas, o al menos eso es lo que él pensaba.

Ha dejado de llover. No puede dejar de pensar en aquel charco. Deja las ovejas encerradas en el refugio, y desciende la ladera del montículo en dirección a las rocas, con rapidez, con ansias de saber que es aquello. Se ha despertado en su interior el afán del conocimiento que llevaba encerrado, y que su rutinaria labor había adormecido.

Allí está. Con sus manos trata de vaciar el agua acumulada durante la lluvia. Poco a poco, el charco va tomando la forma de una tumba. Está llena de barro. No importa, tiene que saber que es aquello. Sus manos las convierte en palas, extrae todo lo que puede. No hay duda, aquello es una tumba. Más corta que la estatura de una persona pero con la misma forma. En su interior deben estar los restos de quién habitó aquella morada. No hay nada. No encuentra nada. Otros, antes que él llegaron al mismo sitio, y con el ardor depredador de los que desprecian el valor del pasado se lo habían llevado, posiblemente para adornar cualquier rincón del salón o el jardín de un acomodado chalet de las grandes ciudades.

Siente como las entrañas le duelen. Intenta que su mente reconstruya los actos funerarios que allí se celebraron, ver los rostros compungidos de los familiares despidiendo a su ser querido. Le aparece en sus pensamientos el recuerdo de sus padres ya fallecidos, y con sus cuerpos convertidos en parte de la tierra que les vio nacer; sin querer se le representan unas figuras tétricas, excavando, removiendo la tierra que cubrió sus cuerpos, buscando, ¿buscando qué? No puede reprimirse; una lágrima inunda su quemada mejilla, en honor de sus antepasados, o sin saber por qué, en recuerdo de aquellos otros hombres que poblaron estos parajes.

Sus recuerdos le llevan a unas palabras que escuchó en el cementerio. Él, desgraciadamente, no sabe de letras; piensa que las debió escribir un gran hombre; pero en aquel instante pensó que eran cosas que se decían en los entierros, y ahora se acordó de ellas: " ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!". Pensó en la soledad de esta tumba y en el que en ella habitó para siempre, ... hasta que se lo llevaron.

Cabizbajo, giró su vista hacia la otra colina, con los ojos vidriados, vio en lo alto un buitre, que en círculos, planeaba su festín sobre los despojos de una oveja muerta, que él había abandonado.

Regresó a "los aposentos". Las ovejas, adormiladas por la alta temperatura acumulada en su interior, parecían ovillos de lana. Tomó su cayado, y las fue espabilando. Las sacó lo más deprisa que pudo. Cuando todas estaban fuera, pasó al interior, miró alrededor, y en voz alta para que le escuchasen aquellas paredes, y con actitud de dirigirse a sus moradores, dijo: "Nunca más escuchareis los cencerros de mis ovejas aquí dentro, nunca más ensuciaran vuestro hogar, que tanto trabajo os debió costar construir". Salió, y ya en la puerta, volvió su rostro hacia el interior con gesto de despedida. Nunca más volvió con sus ovejas al interior de este refugio.

Cuando sus tareas le llevan al valle no puede contenerse, mira con vehemencia, casi con devoción, hacia los aposentos, lugar de vida y muerte de otros hombres, y de sus labios se escapa una oración por sus almas, mientras que con su pequeña navaja entre las manos, talla una cruz.

Hoy, el tintinear de los cencerros circunda los "Aposentos". Ya no hay conejos. Apenas queda agua en la inmediaciones, sólo la pequeña fuente de "La Miranda". El valle, es un hervidero de tractores preparando la tierra para la siembra, y el pequeño otero, con sus "aposentos" vigila el paso del tiempo. Como lo ha hecho desde cientos de años, ... abandonado a su suerte.


: Este relato fué inspirado con las "historias" que me contaba mi buen amigo José Espada, pastor, que durante toda su vida fue dejando retazos de su salud por el término de Cañaveras cuidando las ovejas de los demás. Sirva también esta publicación para su presencia permanente en mi recuerdo. In memoriam.



Nota

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