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La vivienda en los tiempos de don Quijote

La célebre novela de Cervantes nos muestra cómo eran por dentro las casas españolas de los siglos XVI y XVII
Por María Lara Martínez. 
Profesora de Historia Moderna. UDIMA., 
Historia NG nº 107


En un pasaje de su inmortal novela, Cervantes cuenta cómo don Quijote, en medio de sus aventuras, entró en la morada de un hidalgo de la Mancha. «Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva [despensa subterránea], en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que por ser del Toboso le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea». Tal sería el arquetipo de vivienda de un labrador castellano rico en el siglo XVI, no muy distinta, por otra parte, de las casas más humildes, aunque tuviera mayores comodidades.

Del patio a la cocina
  
Al cruzar el umbral de una casa, el visitante pasaba al vestíbulo, denominado zaguán, en cuyo techo, como en el resto de las habitaciones, se percibirían las vigas de madera. Desde el recibidor se accedería directamente a la cocina o al patio y, en caso de tenerla, a la cuadra. En algunos edificios también había un lagar o bodega, donde se prensaban las uvas así como la pasta de aceitunas trituradas obtenida en la almazara para extraer de ella aceite.

En muchas casas solariegas, el núcleo lo constituía un patio interior empedrado. Era de gran utilidad que este patio dispusiera de un pozo, pues evitaba el trasiego de agua desde la fuente más próxima. También se conocían los pozos de nieve, destinados a almacenar el hielo de las montañas, un producto muy cotizado en las cortes para refrescar las bebidas aromatizadas con guindas, jazmín, anís o canela. Las dependencias de la planta baja eran las que frecuentaban las visitas, mientras que las habitaciones reservadas a la familia solían situarse en torno al corredor porticado del primer piso.

En la planta baja normalmente había una sala amplia. Durante el verano, sus muros se tapizaban con guadameciles, unas pieles de carnero curtidas y labradas con dibujos dorados o policromos, con el fin de aislar del calor exterior y de impresionar a las visitas. Por ejemplo, don Quijote, de vuelta a su aldea al final de la novela, se aloja en un mesón, «en una sala baja, a la que hacían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas». Para refrescar el ambiente en verano se regaba el pavimento, mientras que en invierno el suelo se cubría de alfombras. De los muros de la sala colgaban estampas y pinturas con temas bíblicos o mitológicos. Los asientos o «arrimaderos» reflejaban la jerarquía de sus moradores: el dueño se reservaba la silla principal, a menudo provista de brazos (sillones fraileros), y se la cedía a los invitados en contadas ocasiones. Los demás habían de conformarse con sillas simples y taburetes, y en las paredes blanqueadas se instalaban mesas de escritorio denominadas bufetes.

Al calor del hogar

No existía en la época un comedor de uso diario. Era más habitual utilizar la cocina para desayunar bien temprano y tomar el almuerzo al mediodía. En las familias acomodadas, los sirvientes llevaban a sus amos, antes de medianoche, algún plato ligero para comer en la cama, sobre una mesilla diseñada para ese fin. Por su parte, los más humildes tenían como comidas principales el desayuno y la cena. En las ocasiones especiales, por una fiesta pública o para degustar la «olla» (el cocido más común en la época), el salpicón (guiso de carne) o los novillos repletos de lechones, se habilitaba en la sala principal de la casa una mesa que se sacaba de la cocina o de la zona de servicio.

La hoguera de la cocina se encendía a primera hora de la mañana. La leña para alimentarla se arrimaba mediante unos caballetes conocidos como morillos. El fuego, además de servir para cocinar los alimentos, expandía su calor por toda la vivienda. Además, los criados, los gañanes y los aparceros se reunían, conversaban y cantaban en torno al hogar. Dejaban sus capas en una barra llamada alcándara y disponían de un banco para sentarse. De este modo, la cocina servía de comedor, de cuarto de costura y de centro de reunión durante las largas veladas invernales.

El ama de la casa machacaba las especias en el mortero. Sentada en la silla de mujer o de estrado –desde la cual también cosía, acunaba niños y, en ocasiones, hasta daba a luz–, atizaba el fuego y daba vueltas a las cocciones con cucharas de palo. La vajilla, generalmente de loza, se apilaba en la alacena, y los cubiertos en cuchareros. La cuchara era el instrumento básico, ya que el tenedor y el cuchillo no se empleaban todavía con soltura y se acostumbraba a comer con los dedos. La mesa se cubría con un «arambel» o tapete, el agua se servía en búcaros (una especie de jarrones) y la fruta se colocaba en capachos y tabaques de mimbre. Todas las habitaciones se iluminaban con candiles o velas colocadas sobre hacheros y candelabros.

Las estancias íntimas

La alcoba del caballero estaba situada en la zona más próxima a la esfera pública y era expresión del diálogo de las armas y las letras. A las espadas y dagas se sumaba el «bufete de fiadores», que era la mesa de escritorio más habitual en el Siglo de Oro, sobre la que el señor encontraría dispuestos los materiales de escritura: el tintero, la pluma y la salvadera. Esta última era un vaso, por lo común cerrado y con agujeros en la parte superior, lleno de arenilla para enjugar lo escrito recientemente, a fin de que se secara el exceso de tinta que hubiera quedado sobre el pliego. Cervantes escribió su novela sobre uno de estos bufetes; él mismo recordaba las dudas que le asaltaron al redactar el prólogo, cuando estaba «en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría».

El dinero y los documentos se custodiaban en cofres fuertes. El crucifijo y el reclinatorio recordaban al caballero sus obligaciones piadosas. El lecho podía estar más o menos decorado; el más lujoso era la cama con cielo y cortinajes, pero había gran variedad de ornatos en torno. En una de sus Novelas ejemplares Cervantes escribió: «Vio que era dorada la cama, y tan ricamente compuesta que más parecía lecho de príncipe que de particular caballero». En otros dormitorios, el cabecero era un pequeño retablo heredero de la tradición árabe.

El espacio destinado a las mujeres era una habitación, a ras del suelo, de herencia musulmana. Para aislarse de la humedad se colocaba una tarima de madera o de corcho en invierno y una estera en verano. Sobre la alfombra, con motivos animales, vegetales o mudéjares, había almohadones y cojines para que las mujeres se sentaran «a la morisca» o se recostaran.

El estrado de las damas

Los hombres debían permanecer fuera de la tarima, reservada a las mujeres. En el Quijote, Cervantes
cuenta la historia de una joven que, estando en su aposento con un amigo que daba signos de cansancio, le dijo «que mejor reposaría en el estrado que en la silla, y, así, le rogó se entrase a dormir en él»; pero el joven prefirió descansar en la silla. Durante las largas tardes que pasaban en el estrado, las damas se dedicaban a hilar, a leer los libros de horas o a tocar el laúd o la vihuela.


En el siglo XVI se fue introduciendo en el estrado el tocador: una mesa con espejo independiente, cubierta con un paño, sobre la que se colocaban la palmatoria y los pomos de vidrio (frascos de perfume). En los escritorillos, confeccionados con ébano, marfil o concha de tortuga, se guardaban jícaras (vasijas) de porcelana china y otros objetos de alto valor. Cerca de la cama se colocaba un banco con asiento abatible que servía de arcón y, con uno de los muros como telón, se abría un oratorio en torno a una imagen religiosa o un relicario que llamara al recogimiento.

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