Noche de la Luz Compartida
Llegaron con la primavera
Hugo y Andrés bajaron del coche con
una sonrisa en los labios. Él más alto, con barba perfectamente recortada y
gafas de sol; el otro más menudo, con una expresión luminosa que parecía
saludar incluso antes de abrir la boca. Llevaban semanas hablando de ese
momento. Mudarse al campo. Cambiar el ruido de la ciudad por los pájaros, las
campanas y el olor a leña. No era un capricho: era un sueño largamente
cultivado.
—Es aquí —dijo Hugo, mirando la
fachada de la vieja casa de piedra, aún con las persianas cerradas pero con un
aire acogedor. Tenía buganvillas secas trepando por un lateral y un banco de
madera frente a la puerta.
—Es más bonita de lo que recordaba
—respondió Andrés, respirando hondo—. Huele a tomillo.
Y mientras descargaban las primeras
cajas, alguien cruzó la calle. Un hombre de unos sesenta, gorra de cuadros y un
bastón que no parecía necesitar realmente.
—Buenos días —dijo, arrastrando un
poco la voz pero sin hostilidad—. ¿Sois los de Barcelona?
Hugo y Andrés se miraron,
sonrientes.
—Sí, señor. Yo soy Hugo y él es
Andrés. Encantados.
—Ya lo decía yo… No parecéis de por
aquí —respondió el hombre, con una media sonrisa que no terminaba de definirse
entre la cortesía y la sospecha—. Soy Ramón, vivo en la casa de enfrente.
—Un gusto conocerle, Ramón.
Esperamos no dar mucha guerra —dijo Andrés, tendiéndole la mano.
El viejo dudó un segundo, pero se
la estrechó con firmeza.
—Con que no pongáis reguetón a todo
volumen, nos llevaremos bien —dijo, antes de girarse—. Aunque ya se ha corrido
la voz... Que sois "pareja", ¿no?
La palabra quedó flotando en el
aire, como un insecto molesto. Hugo notó cómo Andrés le apretó el brazo, pero
no por miedo, sino como un gesto de unidad.
—Sí, estamos casados —respondió él,
con naturalidad—. ¿Algún problema?
Ramón se encogió de hombros.
—Mira, hijo... aquí cada uno hace
lo que quiere en su casa. Mientras respetéis, seréis respetados. Aunque... no
todos piensan como yo.
Y se marchó, arrastrando el bastón
por las piedras.
El silencio que quedó no duró
mucho. Desde la casa del lado, una mujer de unos cuarenta salió con un delantal
floreado y una sonrisa amplia. Llevaba un tupper en la mano y una mirada
vivaracha.
—¡Hola, vecinos nuevos! ¿Os gusta
el estofado de ternera?
La risa volvió. Y con ella, el aire
del pueblo empezó a cambiar de temperatura.
Calles que hablan
La mañana siguiente amaneció clara
y fresca. Las campanas de la iglesia sonaron con puntualidad, marcando las
nueve. Hugo ya estaba en pie, preparando café en la pequeña cocina que olía a
pintura reciente y madera vieja. Andrés, descalzo y somnoliento, se le acercó
por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.
—¿Te das cuenta? —murmuró—. No hay
sirenas. No hay cláxones. Solo pájaros y campanas.
—Y un gallo que parece que canta
cada cinco minutos —dijo Hugo, con una sonrisa.
Después de desayunar, salieron a
caminar. Querían conocer el pueblo más allá de las imágenes de Google Maps y
las fotos antiguas del portal inmobiliario. Vestidos con ropa informal —nada
ostentosa, pero tampoco del todo discreta—, caminaron tomados del brazo por las
calles empedradas que parecían salidas de otro tiempo.
San Bartolomé del Valle no era
grande. Unas sesenta casas, una iglesia, una plaza, un pequeño bar, la tienda
de comestibles y un consultorio médico que solo abría dos días por semana. El
resto era campo, olivos, y caminos de tierra que llevaban a ninguna parte.
A su paso, algunos vecinos
saludaban con un gesto de cabeza. Otros se limitaban a mirar de reojo desde
detrás de las cortinas. Una mujer mayor, sentada en una silla junto a su
puerta, los miró fijamente y luego escupió al suelo.
—¿Lo has visto? —susurró Andrés.
—Sí, pero también vi al niño que
nos sonrió antes, junto a la panadería.
—¿Niño?
—Un crío de unos diez años. Nos ha
dicho “hola” y luego ha salido corriendo. No todos los ojos juzgan.
Siguieron andando. En la plaza, un
grupo de hombres mayores jugaba al dominó bajo los soportales. Cuando los
vieron pasar, el murmullo bajó. Uno de ellos, de sombrero y cigarro apagado
entre los labios, les siguió con la mirada mientras murmuraba algo a su
compañero.
—Están calculando de dónde venimos
y a qué hemos venido —dijo Andrés, medio en broma.
—Seguro piensan que venimos a abrir
una tienda de jabones artesanales o algo así.
—O un centro de yoga.
Ambos rieron con suavidad. Pero
sabían que había algo real en esa sensación de ser observados, medidos,
clasificados.
En la puerta del bar, un hombre
joven les hizo un gesto con la cabeza. Tenía barba descuidada y llevaba un
delantal manchado. Parecía el camarero o quizá el dueño.
—¡Buenas! —dijo—. Sois los de la
casa de Don Eusebio, ¿no?
—Eso parece —respondió Hugo.
—Pues bienvenidos. Si queréis un
café o una caña, aquí estamos. Me llamo Raúl.
—Gracias, Raúl. Lo tendremos en
cuenta —dijo Andrés con una sonrisa sincera.
Caminaron un poco más hasta llegar
al mirador del pueblo. Desde allí se veía el valle, el río al fondo, y los
campos en terrazas que iban tornándose dorados con el fin del verano. Se
sentaron en un banco de piedra, en silencio.
—No sé si nos miran porque somos
nuevos, o porque somos nosotros —dijo Andrés, tras un rato.
—Un poco de ambas. Pero recuerda lo
que dijo Ramón: no todos piensan igual.
—¿Y tú crees que nos aceptarán?
Hugo lo miró con calma.
—No hemos venido a que nos acepten.
Hemos venido a vivir. Si luego nos aceptan, mejor. Pero si no… también sabremos
cómo estar.
Andrés asintió. El sol caía suave
sobre los tejados, y un grupo de palomas revoloteaba por la torre de la
iglesia.
—Bueno —dijo al fin—. Pues que se
preparen, porque pienso caerles bien… uno por uno.
Y Hugo sonrió, sabiendo que era
cierto.
Desde el punto de vista de Doña Matilde
El sol aún no había tocado del todo la
piedra de la fachada cuando Matilde arrastró su silla hasta el umbral. El mismo
de cada día, el mismo de los últimos veinte años. Apoyó las manos en las
rodillas, se sentó con un suspiro leve y miró la calle vacía.
Allí
estaba el banco de madera. Allí la acera rota. Allí, los gorriones haciendo su
algarabía inútil en los cables.
Y allí, al fondo, la casa de Don Eusebio. O
lo que quedaba de ella.
Matilde entornó los ojos. Los nuevos ya
estaban dentro. No hacía falta preguntar: la mitad del pueblo hablaba de ellos
como si fueran una amenaza. La otra mitad, como si fueran una bendición. Ella
no era mitad de nada. Ella solo miraba. Y no le gustaba lo que veía.
Dos hombres, solos, en una casa de campo.
Caminando como si no les pesara el mundo. Riendo como si aquí no hubiera tierra
bajo las uñas ni duelo en las paredes. Uno más alto, con gafas. El otro,
siempre como si le acabaran de dar buenas noticias. Se cogían del brazo. Se
saludaban con modales de ciudad.
Matilde los había visto pasar el día
anterior. No dijo nada. Solo escupió al suelo, como quien quita una espina de
la lengua.
No porque fueran “eso”. A estas alturas,
¿qué más daba? El mundo había cambiado tantas veces que ella ya se había
quedado atrás tres veces sin darse cuenta. No era eso, no del todo.
Era la manera en que no pedían permiso. La manera en que entraban en la calle
como si los fantasmas no les tocaran. Como si no supieran que aquí, hasta las
piedras tienen memoria.
En esa casa había muerto un niño. Lo sabía.
El hijo menor de Don Eusebio, en el invierno del 74. Bronquitis mal curada.
Luego la mujer se volvió loca. Y nadie volvió a mirar igual esa puerta. Pero
ellos no lo sabían. Y si lo sabían, les daba igual.
Eso le dolía más que cualquier beso en
público: la
forma en que los nuevos vivían sin consultar a los muertos.
Matilde cerró los ojos un momento. Se
acomodó la rebeca sobre los hombros. Las manos le dolían menos que otros días,
pero el corazón le dolía igual: lento, duro, sin remedio.
Un crío pasó corriendo por la calle. Les
gritó “hola” a los dos hombres. Ellos rieron, le respondieron con
alegría. El niño no miró a Matilde. Nadie la miraba ya, salvo las paredes.
Y sin embargo, ahí seguía. Guardiana del
umbral. Última columna de lo que fue. Tal vez, pensó, mañana no escupa. O tal
vez sí. Dependía del viento.
Entraron. El interior era sencillo.
Paredes de piedra, algunas fotos en blanco y negro de fiestas antiguas, una
máquina tragaperras apagada y una televisión colgada en la esquina, mostrando
un programa de cocina sin volumen.
Raúl estaba tras la barra,
limpiando vasos. Al verlos, sonrió.
—Hombre, los catalanes. ¿Al final
os animasteis?
—Venimos con hambre —respondió
Andrés—. Y con curiosidad.
—Pues estáis de suerte. Hoy hay
menú: lentejas, pollo al ajillo, y de postre flan casero de mi madre. O eso
dice ella.
Se sentaron en una mesa junto a la
ventana. Hugo pidió una caña, Andrés agua con gas. Raúl apuntó con un gesto y
desapareció en la cocina.
Al poco, empezaron a llegar más
parroquianos. Gente que parecía tener la costumbre de comer allí todos los
días. Entraban, saludaban, y al ver a los dos forasteros, el gesto se les
tensaba un poco antes de sentarse. Un grupo de tres hombres —uno con mono de
trabajo, otro con camisa a cuadros, el tercero con gafas oscuras— eligió la
mesa contigua. Apenas hablaron entre ellos. Solo miraban.
—¿Crees que este será el pan de
cada día? —preguntó Hugo en voz baja.
—No lo sé —dijo Andrés, fingiendo
estudiar la servilleta de papel—. Pero empiezo a entender lo que dijo Ramón.
Raúl salió con los primeros platos.
Las lentejas humeaban.
—Aquí tenéis. Cuidado que queman.
Están hechas con chorizo del pueblo, del bueno.
—Gracias, Raúl —respondió Hugo—.
Huele a gloria.
Justo entonces, uno de los hombres
de la mesa de al lado dijo algo en voz baja. No fue un comentario directo, pero
lo bastante alto como para que se oyera:
—Ya no se puede ni comer tranquilo.
Hasta aquí vienen los de ciudad a dar espectáculo.
Raúl, que aún estaba cerca, giró la
cabeza en seco.
—Pepe, no empieces.
—Yo no he dicho nada —respondió el
aludido, encogiéndose de hombros—. Solo que hay costumbres que no hacen falta
en ciertos sitios.
Andrés levantó la vista, con calma. Miró al hombre
directamente.
—¿Costumbres como comer en un bar?
—No me vengas con tonterías, chaval
—dijo Pepe, cruzando los brazos—. Que ya bastante tenemos con las noticias como
para que nos vengan ahora con modernidades.
Hubo un silencio denso. Raúl se
acercó a la mesa de Hugo y Andrés.
—Ignoradlo —dijo en voz baja—. Está
amargado desde que le dejó la mujer. No tiene nada que ver con vosotros.
—Sí tiene —respondió Andrés,
sereno—. Pero no te preocupes, no vamos a dejar de venir por un comentario
cobarde.
Raúl sonrió, esta vez más
sinceramente.
—Eso espero. Porque sois buena
gente. Y porque este bar necesita más gente que no se calle.
El resto de la comida pasó en un
clima algo tenso, pero no insoportable. Al terminar, Raúl les invitó al flan.
“Cortesía de la casa”, dijo, guiñando un ojo. Hugo y Andrés agradecieron el
gesto y, al levantarse, saludaron con un "buen provecho" a la
mesa de al lado. No hubo respuesta.
En la puerta, Andrés se detuvo un
segundo.
—¿Crees que se acostumbrarán a
vernos?
Hugo le tomó de la mano.
—Tendrán que hacerlo. Porque no
pienso esconderme ni un milímetro.
Y juntos salieron del bar, dejando
atrás las miradas, las palabras mudas… y la primera grieta en la costumbre del
pueblo.
Pensamiento de Pepe
“…
Otra vez este bar, otra vez la misma mesa, el mismo plato de lentejas, el mismo
ruido de fondo. Y ahora, además, los de ciudad. Qué manía tienen de venir aquí
como si les hiciera gracia este sitio. Como si fuéramos parte de un decorado
rural para sus vidas modernas.
Desde ayer los vi. Se nota a leguas. Las
miradas, la forma en que uno le habla al otro, cómo se sientan juntos. No hacen
falta besos para saberlo. Y no es que yo tenga nada contra nadie, ¿eh? Pero hay
cosas que no encajan aquí. No en este pueblo. No en este bar. Aquí las cosas
siempre han sido como han sido. Cada uno en su sitio. Cada uno sabiendo lo que
se espera de él.
Raúl se hace el simpático, como si no
supiera. Pero claro, al bar le hace falta gente. Yo lo entiendo. Pero ¿a qué
precio? ¿Aplaudir todo lo nuevo solo porque es nuevo? ¿Porque viene de la
ciudad? ¿Porque ahora está de moda no decir nada, agachar la cabeza y tragar
con todo?
No sé. A veces me pregunto si soy yo el
que está mal. Desde que se fue Carmen, todo parece moverse demasiado deprisa.
El pueblo ya no es el mismo. La gente joven se va, los que vienen son
distintos. Y yo me quedo aquí, con mis costumbres, con mi mono de trabajo, con
esta mesa, con esta cerveza.
Pero ¿qué quieren que haga? ¿Qué aplauda?
¿Qué me ría? ¿Qué finja que no me chirría ver lo que antes solo veías en la
tele? No puedo. No quiero. Aunque no diga nada, aunque solo mire, ya parece que
uno es el enemigo. No soy mala persona. Solo quiero comer tranquilo. Sentirme
en mi sitio. Que no me cambien todo sin preguntar…”
—¿Otra mudanza? —preguntó, curioso.
—Eso parece. Y no es gente del
pueblo… —Hugo se incorporó, limpiándose las manos en el pantalón—. ¿Vamos a
cotillear como buenos vecinos?
—Como buenos jubilados, dirás.
Caminaron tranquilamente hacia la
casa dos calles más abajo, la antigua vivienda de la maestra, cerrada desde
hacía más de un año. Ya en la acera, vieron a dos mujeres descargar cajas con
ritmo y risas. Una de ellas tenía el pelo rizado y corto, la otra llevaba una
gorra de visera y gafas de sol. Ambas parecían jóvenes, fuertes, y…
completamente en su elemento.
—¿Ayuda o solo venís a mirar?
—preguntó la de la gorra, en tono amigable.
—Ambas cosas, si somos sinceros
—respondió Hugo, sonriendo—. Soy Hugo, y él es Andrés. Vivimos en la casa de la
esquina.
—Pues un gusto. Yo soy Clara y ella
es Lucía —dijo la de pelo rizado, tendiéndoles la mano—. Acabamos de llegar.
Venimos de Madrid… y sí, ya sé lo que estáis pensando: que estamos locas.
—Un poco, sí —dijo Andrés con una
risa—. Pero no más que nosotros. Nosotros venimos de Barcelona.
Lucía arqueó una ceja, divertida.
—¿En serio? ¿Dos parejas de ciudad
huyendo al mismo pueblo perdido?
—Y las dos... digamos, poco
tradicionales —añadió Hugo, con una media sonrisa.
Las cuatro personas se miraron
durante un segundo. Fue un silencio diferente. No incómodo, sino lleno de
reconocimiento. Como si, sin decirlo, se entendieran profundamente.
—¡Vaya giro para San Bartolomé!
—dijo Clara—. Las viejas del pueblo van a necesitar doble tila.
—O triple —añadió Andrés.
Ayudaron con un par de cajas
mientras charlaban. Lucía les contó que ambas trabajaban en remoto —una
diseñadora gráfica, la otra programadora—, y que, tras años de agobio en la
ciudad, buscaron el lugar más barato y con más encanto posible. “No teníamos grandes
expectativas. Solo queríamos respirar.”
—Pues habéis aterrizado en un lugar
especial —dijo Hugo—. No es fácil. Pero merece la pena… si sabes encontrar tu
sitio.
Antes de marcharse, quedaron en
verse esa misma noche para tomar algo en su casa. “Traed vino, y algo de
música si queréis”, les dijo Andrés. “Aquí no nos quejamos de las
‘modernidades’, al menos entre nosotros.”
Esa noche, sentados bajo las luces
cálidas del porche, con botellas abiertas y platos improvisados, las risas
fluyeron con una naturalidad que el pueblo aún no conocía. Por primera vez
desde que llegaron, Hugo y Andrés sintieron que algo se había equilibrado.
No estaban solos. Y el pueblo...
bueno, el pueblo tendría que aprender a caminar al ritmo de quienes decidieran
echar raíces en su tierra. Aunque fueran diferentes. Aunque trajeran otra forma
de amar, de vivir y de mirar el mundo.
Clara y Lucía llevaban apenas tres
días instaladas, pero ya se habían convertido en tema recurrente en la tienda,
en la peluquería y, cómo no, en el banco de piedra junto a la fuente donde Doña
Herminia, Rosita y Teresa se sentaban cada tarde a tejer y vigilar.
—Dicen que son pareja —murmuró
Herminia, sin dejar de hacer ganchillo—. Y que se casaron. Como los otros dos.
—Pues si son tan majas como ellos,
bienvenida sea la modernidad —opinó Rosita, que siempre había sido más abierta,
o al menos más práctica—. Al menos saludan. No como los de antes, que pasaban y
ni te miraban.
—¿Pero esto qué es? —bufó Teresa,
la más rígida de las tres—. ¿Ahora San Bartolomé va a parecer un barrio de
esos... progresistas? Primero los chicos, ahora las chicas… Esto ya no es
pueblo.
—Pues será pueblo distinto, pero
sigue siendo el nuestro —dijo Rosita, mirando al frente con la misma firmeza
con la que untaba pan con ajo los domingos.
Mientras tanto, en el bar de Raúl, el ambiente era
otro. Los hombres del dominó callaron cuando las vieron entrar a comprar agua y
tabaco. Raúl, sin embargo, salió de la barra con una sonrisa.
—¡Hombre! Las madrileñas. ¿Cómo va
la mudanza?
—Bien. Poco a poco. Aún con cajas
hasta el techo —respondió Lucía, mientras Clara recorría con la mirada el bar,
consciente del silencio.
—Aquí no tiramos nada —dijo Raúl,
refiriéndose a las cajas—. Hay gente que todavía guarda la de la tele del 94.
Los murmullos crecieron en volumen
en cuanto salieron. Uno de los parroquianos, el mismo Pepe que había soltado el
comentario desagradable con Hugo y Andrés, hizo una mueca.
—Esto se nos va de las manos.
—¿El qué? ¿Que venga gente que
quiere vivir tranquilo? —dijo Raúl, harto.
—Que ahora resulta que para estar
en el pueblo hay que ser raro. ¿Dónde está la gente normal?
Raúl cruzó los brazos sobre la
barra.
—Pepe, ¿sabes qué es raro? Que tú
sigas viniendo aquí todos los días a quejarte de todo y no compres ni un café.
Las risas apagadas del fondo del
bar rompieron el hielo. Pepe masculló algo y volvió al dominó. Raúl, por su
parte, anotó mentalmente: invitar a las chicas a una cerveza algún día. Solo
por fastidiar.
En la tienda de comestibles, Clara
vivió su propia escena. Se acercó al mostrador con una cesta y saludó
amablemente a Elvira, la dueña.
—Buenos días. Soy Clara, nueva en
el pueblo. Hemos alquilado la casa de la antigua maestra.
—Sí, ya me han dicho —respondió
Elvira, sin mirarla directamente—. ¿Algo más?
Clara respiró hondo. Sabía leer el
subtexto.
—No, gracias.
Al salir, notó la mirada de dos
clientas que cuchicheaban junto a la sección de galletas. Sonrió de todos
modos. Con la mandíbula apretada, pero sonrió.
Pero no todo fue resistencia. Esa
misma tarde, alguien llamó a su puerta. Clara, con las manos aún llenas de
polvo de estanterías, abrió sorprendida. Era una chica de unos quince años, con
coleta alta y un cuaderno en la mano.
—Hola. Me llamo Sofía. Vivo ahí
enfrente —dijo, señalando con la cabeza—. ¿Vosotras sois programadoras?
—Lucía sí. ¿Por?
—Es que... estoy aprendiendo código
por mi cuenta, y aquí no hay nadie que sepa. Y me preguntaba si…
Lucía apareció en el pasillo y
escuchó el resto. Sonrió.
—Claro que sí, Sofía. Pasa cuando
quieras. Trae tu cuaderno.
La adolescente dudó un segundo,
luego sonrió también, tímidamente.
—Gracias.
Cuando se fue, Clara cerró la
puerta y apoyó la espalda contra ella.
—¿Te das cuenta?
—¿De qué?
—De que no vamos a cambiar el
pueblo entero… pero sí vamos a cambiar algo en quienes están creciendo dentro
de él.
Lucía se le acercó y la abrazó por
la cintura.
—Eso es exactamente lo que quiero.
Andrés fue quien abrió. Vestía una camiseta blanca y
un pantalón de lino. Sonrió con amabilidad.
—Hola, ¿puedo ayudarla?
-Tú debes de ser Andrés. —Elvira no
preguntó, afirmó—. Soy Elvira. Vivo tres casas más abajo, junto a la fuente.
—Ah, encantado. ¿Quiere pasar?
—No, no, sólo venía a saludar... y
a traer esto. —Le tendió la bandeja como quien entrega un paquete de
compromiso—. Bizcocho de yogur. Esponjoso. Lo hago desde que tenía catorce años.
—Gracias, qué detalle. Pase, si
quiere le doy un vaso de limonada.
—No, no, gracias. Estoy solo de
paso. —Hizo una pausa, estudiando la entrada de la casa—. Aunque reconozco que
tenéis la casa muy mona. Moderna, pero sin romper del todo el aire de aquí. A
Eusebio le habría gustado... o tal vez no. Quién sabe.
Andrés sonrió con diplomacia.
Intuía que venía algo más.
—Bueno, tratamos de conservar el
carácter, sí. Nos gusta respetar el lugar.
—Ah, eso está bien. Porque claro,
ya sabéis cómo es esto. El pueblo es pequeño. Todo el mundo habla. Todo el
mundo mira. Y cuando llega gente nueva... distinta... pues se agita el
avispero.
Andrés ladeó la cabeza, tranquilo.
—¿Distinta?
—Sí, bueno... —Elvira esbozó una
sonrisa sin calidez—. Llegasteis de la ciudad. Tenéis otro ritmo. Otra manera
de ver la vida. Se nota en cómo habláis, cómo os vestís, incluso en cómo
saludáis. No es una crítica, ¿eh? Solo una observación.
Andrés no respondió enseguida. Le
sostuvo la mirada sin parpadear.
—Entiendo. Aunque a veces la línea
entre observación y crítica es tan delgada como el filo de un cuchillo.
Elvira rio, como si le hubieran
contado un chiste elegante.
—No pretendía incomodar. Al
contrario, ya sabéis que lo importante es integrarse. Hacer comunidad. Entender
las costumbres. Aquí no nos gusta demasiado lo... foráneo. A veces no por
maldad, sino por costumbre. Aquí la gente lleva generaciones viviendo igual.
Cuando algo cambia, duele.
—A veces lo que duele no es el
cambio —dijo Hugo, que acababa de entrar en la sala con dos tazas de té—. Lo
que duele es ver que lo nuevo no pide perdón por existir.
Elvira se tensó apenas, lo justo
para quien quiere seguir pareciendo amable.
—¿Y no creéis que a veces sería
bueno pedir perdón... aunque no se deba? Por cortesía. Por suavizar.
—¿Suavizar qué? —preguntó Hugo, sin
levantar la voz—. ¿Nuestra forma de vivir? ¿Nuestra forma de querernos?
Elvira bajó la vista un segundo.
Luego carraspeó.
—No os lo toméis a mal. Solo os
digo lo que muchos piensan y no se atreven a decir. Hay quienes os van a mirar
raro. Quienes os van a rechazar. Y yo, sinceramente, preferiría que las cosas
fueran fáciles para todos.
Andrés se acercó, le devolvió la
bandeja vacía, ya sin el bizcocho.
—Le agradezco la visita, Elvira. Y
el bizcocho estaba rico, de verdad. Pero si tenemos que caer bien por disimular
lo que somos, entonces no valdrá la pena caer bien.
Elvira tomó la bandeja. Hizo un
gesto de asentimiento, como si aceptara que su papel terminaba ahí. Salió sin
decir más.
Cuando se cerró la puerta, Hugo se
acercó a Andrés y le besó la frente.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió Andrés—. Solo me da
rabia esa manera de envolver la homofobia en celofán.
—¿Y el bizcocho?
—Seco. Como ella.
Ambos rieron. No era la primera
crítica. No sería la última. Pero en esa casa, el amor no se negociaba.
—¿Sabéis qué echo de menos? —dijo
Clara, mientras quitaba migas de la mesa—. Una biblioteca. Un sitio donde pasar
la tarde sin que sea el bar.
—O una sala donde ver películas. Un
proyector, unas sillas viejas… —añadió Lucía.
—Un sitio para hacer cosas —remató
Andrés—. Para hablar. Para aprender.
Se hizo un pequeño silencio. Las
ideas flotaban como globos que solo necesitaban cuerda.
—¿Sabéis qué está vacío desde hace
años? —dijo Hugo, señalando con la taza hacia la plaza—. El antiguo centro
juvenil. Donde daban talleres hace mil años. Está cerrado, lleno de polvo, pero
entero.
—¿Tú crees que el ayuntamiento nos
lo dejaría usar? —preguntó Clara.
—El alcalde… es pragmático. Si le
vendemos la idea como “revitalización cultural”, igual cuela —respondió
Andrés—. Además, tiene que quedar bien con la diputación.
Así nació la idea. Un espacio
comunitario: un rincón para talleres, cine fórum, clases para niños o
mayores, charlas, incluso música. Lo llamarían La Casa Abierta. Porque
eso era lo que querían ser en el pueblo: puertas abiertas, sin pretensiones,
sin banderas… pero también sin miedo.
La reunión con el alcalde fue
breve, pero reveladora.
—¿Y esto no es una cosa de…
ideología? —preguntó, incómodo, cuando vio quién proponía el proyecto.
—Es una cosa de cultura, de
comunidad. Nada más —respondió Hugo, firme.
—Si queréis hacerlo por vuestra
cuenta, sin que me cueste un duro, yo os firmo el permiso. Pero no quiero líos
con los de siempre.
—Trato hecho —dijo Lucía—. Solo
necesitamos el local, algo de luz, y el resto lo movemos nosotras.
En menos de una semana, las cuatro
personas estaban limpiando polvo, sacando muebles viejos al sol, reparando
enchufes. Hugo y Andrés aportaron libros de su colección personal. Clara pintó
un cartel con el nombre del espacio y lo colgó en la entrada: La Casa
Abierta.
El primer evento fue modesto: una
proyección de cine —Cinema Paradiso— con sillas plegables y una pantalla
improvisada. Esperaban a cinco personas. Vinieron doce. Entre ellas, Sofía, la
adolescente curiosa; Ramón, el vecino de enfrente; y, para sorpresa de todos,
Rosita, una de las mujeres del banco de la fuente.
—Esto huele a merienda de las
buenas —dijo Rosita, entrando con una bandeja de magdalenas.
—Y lo es —respondió Andrés,
sonriendo—. Solo te has perdido el tráiler.
Pero claro, no todo fue entusiasmo.
A la mañana siguiente, apareció
pintada en la puerta del local la palabra: “FUERA”,
escrita con espray rojo.
No grande. Pero lo suficiente.
Lucía la borró sin decir nada.
Clara miró a Hugo. Hugo miró a Andrés.
—¿Seguimos? —preguntó Andrés,
mientras recogía los libros del suelo.
—Por supuesto —dijo Clara—. Ahora
más que nunca.
Y mientras dentro reorganizaban el
espacio, fuera pasaba Pepe, el hombre del bar. Les miró sin saludar. Pero esta
vez no dijo nada. Solo bajó la vista y siguió caminando.
Reunión
vecinal. Jueves. Siete de la tarde. Salón del Ayuntamiento. Tema: el centro
cultural.
La palabra “tema” no engañaba a
nadie.
—¿Vamos? —preguntó Lucía, mientras
merendaban en el porche.
—Vamos —respondió Hugo sin dudar—.
No podemos no ir.
—Y tampoco podemos esperar que todo
el mundo entienda lo que hacemos —añadió Andrés.
—Ni falta que hace —dijo Clara—. Lo
hacemos igual.
El salón del Ayuntamiento era una
sala fría, con sillas de plástico y fluorescentes que zumbaban levemente. A las
19:05 ya estaban sentados casi todos los vecinos habituales: jubilados,
comerciantes, algún agricultor joven y hasta dos adolescentes, incluido Sofía.
También estaba el alcalde, hombre bajo y cansado, que parecía no saber si
presidir la reunión o esconderse bajo la mesa.
Las cuatro sillas del fondo,
vacías, parecían esperarlas. Y cuando Clara, Lucía, Hugo y Andrés entraron
juntos, el murmullo bajó de volumen como un mar que se repliega.
El alcalde carraspeó.
—Bueno, vecinos… gracias por venir.
Como sabéis, en las últimas semanas se ha reabierto el antiguo centro juvenil,
ahora con un nuevo proyecto cultural promovido por nuestros nuevos vecinos.
Algunos habéis expresado inquietudes. Esta reunión es para hablar con respeto y
ver cómo avanzar.
Silencio. Hasta que habló Teresa,
la mujer más estricta del pueblo.
—Yo quiero saber si ese centro va a
ser un espacio para todos o solo para “su gente”.
—¿Su gente? —preguntó Clara, sin
alterarse.
—Pues eso. Que ya sabemos que
tenéis… vuestras ideas, vuestra forma de vida. Y no digo nada, ¿eh? Pero si
esto se convierte en un lugar de propaganda, entonces no es cultura. Es otra
cosa.
—Lo único que hemos hecho es
proyectar una película y montar un rincón de lectura —dijo Andrés—. No veo la
propaganda por ninguna parte.
—¡Pero pintaron un mural con una
frase de García Lorca! —saltó Pepe, desde el fondo—. ¿Eso qué es, sino
política?
—Es poesía —respondió Hugo, mirando
directo—. ¿O también vais a censurar a los poetas?
Más murmullos. El alcalde intentó
calmar las aguas, pero ya era tarde.
—Yo no quiero que mis hijos vayan a
un sitio donde se normalicen cosas que aquí nunca han sido normales —dijo otra
mujer, con voz entrecortada.
—¿Y qué es normal, señora?
—preguntó Lucía—. ¿Amar a quien uno ama? ¿Querer hacer algo útil para el
pueblo?
—No se trata de eso —dijo el
alcalde, nervioso—. Solo queremos que todos se sientan cómodos.
Entonces, desde el fondo, se
levantó Rosita. Con sus manos arrugadas apoyadas en el bastón, caminó hasta el
centro de la sala. Todos callaron.
—¿Cómodos? —dijo—. Cómodos
estábamos antes, sí. Cómodos y aburridos. Cómodos y sin jóvenes. Cómodos y con
las casas cerradas. Y ahora que vienen cuatro personas con ganas de hacer algo…
¿qué hacemos? ¿Les echamos porque no son como nosotros?
Silencio absoluto.
—Yo fui a la proyección. Y estuve
en el taller de Clara sobre plantas aromáticas. Aprendí más en dos tardes que
en los últimos cinco años. ¿Y sabéis qué? Me sentí viva. Así que si eso no es
cultura, que me expliquen qué lo es.
Rosita volvió a sentarse, con las
mejillas encendidas y los ojos brillantes. Nadie se atrevió a responderle.
La reunión terminó sin acuerdos
claros, pero con algo nuevo en el aire: una grieta. Una grieta en la fachada
del rechazo, por donde entraba algo parecido a la duda… o a la esperanza.
Cuando salieron a la calle, ya de
noche, Sofía se acercó a Clara.
—Gracias por no marcharos.
Clara le acarició el hombro con una
sonrisa triste.
—Gracias por estar.
Esa noche, en el porche de siempre,
las cuatro copas tintinearon sin brindar aún.
—¿Sabéis qué? —dijo Andrés—. Hoy,
aunque haya sido duro… hemos ganado algo.
—Sí —respondió Lucía—. Visibilidad.
—Y respeto —dijo Hugo.
—Y aliadas —dijo Clara, mirando
hacia la casa de Rosita.
—¿Y si organizamos una jornada
cultural? —dijo Clara—. Un día completo: talleres, libros, música… Algo que
reúna a todos, sin que nadie se sienta fuera.
—Y con comida —añadió Andrés—.
Aquí, si no hay comida, no hay pueblo.
Se pusieron manos a la obra.
Recorrieron casas, repartieron invitaciones hechas a mano, pidieron ayuda a
quien se animara. Algunos dijeron que sí con entusiasmo; otros, con cortesía.
Algunos, simplemente, no dijeron nada.
El sábado amaneció con sol y olor a
romero. En la entrada de La Casa Abierta, colgaron una pancarta pintada
por Sofía:
"DÍA DE
PUERTAS ABIERTAS – CULTURA PARA TODOS"
Había sillas, mesas con libros
donados, una cafetera que no paraba de burbujear, una pequeña tarima hecha con
palets donde Andrés había colocado dos altavoces y un micrófono. Raúl, el del
bar, prestó neveras portátiles. Rosita trajo una olla de lentejas con chorizo.
Clara preparó limonada. Y Lucía colgó una hoja grande en la pared con una frase
que muchos se detuvieron a leer: “No hay pueblo pequeño donde haya
imaginación grande.”
A las once, llegaron los primeros:
Sofía, con dos amigas del instituto del pueblo de al lado; Ramón, con su bastón
y una bolsa de nueces; y una pareja de granjeros que traía mermeladas caseras.
Para el mediodía, ya había más de treinta personas. Algunas curioseaban, otras
escuchaban charlas, otras se sentaban simplemente a ver pasar el día.
Hugo dio un taller sobre fotografía
con el móvil. Clara enseñó a hacer jabones con lavanda. Lucía dirigió una
actividad de introducción al diseño digital para niños. Andrés, como maestro de
ceremonias improvisado, se encargaba de presentar los eventos con su humor
afilado pero amable.
Pero claro… no todos estaban para
celebrar.
Cerca de las tres, mientras
empezaban a servir los platos, apareció Pepe, de brazos cruzados, acompañado de
otros dos vecinos de mirada torva.
—¿Y esto qué es, un carnaval de
ciudad? —dijo, mirando con desprecio las banderitas de colores.
—Esto es una jornada cultural
—respondió Andrés—. Pero si quieres llamarlo carnaval, también vale.
—Y con subvenciones, seguro. ¿O
esto sale del aire?
—Esto sale de nosotros —intervino
Lucía—. Nadie cobra, nadie gana nada. Solo compartimos.
Pepe resopló.
—¿Compartís o queréis adoctrinar?
Ahí, el ambiente se tensó. Pero
antes de que alguien respondiera, se oyó la voz clara y fuerte de Rosita desde
una mesa:
—Pepe, si te molesta lo que ves,
tienes dos opciones: o te quedas y aprendes, o te vas y no molestas. Lo que no
puedes hacer es envenenar lo que otros han cocinado con esfuerzo.
Silencio.
Uno de los hombres que venía con él
bajó la vista. El otro se marchó sin decir palabra. Pepe se quedó un rato más,
de pie, sin hablar. Luego, sin drama, se fue.
A las cinco de la tarde, cuando
Lucía puso música suave y comenzaron a leerse fragmentos de libros en voz alta,
algunos vecinos que no habían dicho ni “hola” se quedaron hasta el final. A las
seis, hubo un pequeño recital improvisado. Y al atardecer, los niños jugaban en
el patio trasero mientras los mayores tomaban café en sillas traídas de casa.
No fue perfecto. Pero fue real.
Y al final del día, cuando las
luces se apagaron y los platos se fregaron, las cuatro personas que lo habían
hecho posible se miraron en el centro de la sala vacía.
—¿Creéis que ha servido de algo?
—preguntó Clara, con voz cansada.
—Hoy no nos han querido todos. Pero
tampoco nos han evitado todos —dijo Hugo.
—Algunos se han reído. Otros se han
callado. Y otros han escuchado —añadió Andrés.
Lucía asintió, mirando las huellas
de los zapatos en el suelo.
—Eso ya es un comienzo.
Y en un pueblo donde los comienzos
se miden en silencios rotos, eso era mucho.
La Fiesta Patronal de San Bartolomé no era solo una
fiesta: era la fiesta. La cita ineludible. El espejo en que el pueblo se
miraba para recordarse a sí mismo. Y este año, por primera vez, sería
diferente.
—¿Entonces nos han invitado?
—preguntó Clara, escéptica, mirando el cartel pegado en la puerta del bar.
—A todos —respondió Rosita,
saliendo con una bolsa de magdalenas—. Invitación abierta. Pero no os engañéis:
lo que quieren ver es si vais o si os escondéis.
—¿Y tú qué opinas? —preguntó Hugo.
Rosita sonrió.
—Que si no vais, ganan ellos. Y si
vais… bueno, también puede que ganen ellos, pero os vais a divertir.
Durante los días previos, los
comentarios volaban. Algunos decían que “las parejitas” iban a organizar su
propio tenderete dentro de la feria. Otros, que iban a montar un "espectáculo
moderno" durante la misa (rumor que incluso hizo que el cura llamara
al alcalde, asustado).
La verdad era más simple: Hugo y
Andrés habían ofrecido montar una exposición fotográfica con imágenes del
pueblo y sus gentes. Clara y Lucía proponían un pequeño stand con talleres para
niños. Todo aprobado. Todo dentro del programa. Pero bastaba su presencia para
remover las aguas.
La tarde de la víspera, el pueblo
ya estaba en ebullición. Cohetes, niños corriendo, camiones descargando mesas,
viejos peleando por el volumen del altavoz de la plaza. La Casa Abierta
había sido decorada con flores secas y fotos antiguas que Sofía y Ramón habían
ayudado a enmarcar.
Nadie hablaba del tema. Pero todos
lo pensaban: ¿irán? ¿Y cómo? Y fueron.
El día de San Bartolomé, las dos
parejas llegaron caminando, sin esconderse, sin disfrazarse de nadie más. Hugo
con camisa blanca, Andrés con sombrero de paja, Lucía con un vestido de lino y
Clara con los labios pintados de rojo.
Se pararon en cada puesto.
Saludaron. Compraron dulces. Ayudaron a una niña que se había caído. Se
sentaron junto a Rosita y Ramón en una mesa. Y esperaron.
El primer choque llegó durante el
pregón. El alcalde, más sudoroso que solemne, subió al estrado. A su lado, el
cura. Y al otro, un silencio que parecía contener varias generaciones de
tensión.
—Este año… —comenzó el alcalde—
…celebramos San Bartolomé con más participación que nunca. Nuevas caras, nuevas
ideas, y, sí, nuevas formas de ver nuestro pueblo.
Murmullos.
—Y aunque no todos estemos de
acuerdo en todo, creo que podemos estar de acuerdo en una cosa: este es un
pueblo vivo, que sigue adelante. Y eso merece una fiesta.
Hubo aplausos, algunos tímidos.
Otros sinceros. Hugo sintió una mano en su hombro. Era Sofía, con una cámara
colgada al cuello.
—¿Me dejas haceros una foto?
—Claro —dijo Andrés, sonriendo—.
Pero solo si nos etiquetas.
Al final de la noche, cuando la
música cesó y las luces colgantes parpadeaban en retirada, pasó algo
inesperado.
Pepe se acercó. Lento. Tenso. Con
el gesto de quien ha perdido una batalla interna y no sabe si darla por
acabada.
—La exposición estaba bien —dijo,
mirando a Hugo.
—Gracias —respondió él—. Son fotos
del pueblo. No nuestras.
Pepe asintió. Hizo amago de decir
algo más, pero se dio la vuelta y se fue.
No era perdón. No era aceptación.
Pero tampoco era rechazo.
Era otra grieta. Otra.
Al volver a casa, con los zapatos
llenos de polvo y la ropa impregnada de verbena, Clara se detuvo en mitad del
camino.
—¿Lo oís?
—¿El qué? —preguntó Lucía.
—Eso. El silencio. Pero esta vez no
pesa tanto.
Porque San Bartolomé del Valle
seguía siendo el mismo. Pero también, ya no.
Y eso, poco a poco, era una victoria.
Las elecciones municipales se
acercaban, y con ellas, una oportunidad única: decidir qué tipo de pueblo
querían ser.
El actual alcalde, hombre práctico
pero tradicional, había anunciado que se presentaría para un nuevo mandato. Su
principal oponente era Marina, una joven maestra que había vuelto al pueblo
tras años en la ciudad, con ideas frescas y una mirada crítica.
Marina había hablado con Hugo y
Andrés, escuchado a Clara y Lucía, y apoyaba el proyecto cultural. Pero sabía
que no todos estaban listos para ese cambio.
En el bar, Pepe, que rara vez
hablaba de política, murmuraba con otros vecinos:
—Esto ya no es solo fotos ni
fiestas. Esto es decidir quién manda.
—Y yo no quiero que cambien mi
pueblo —decía Teresa—. Que venga quien venga, que mantenga lo nuestro.
—Pero lo nuestro ya no es para
todos —respondió Ramón—. Eso hay que reconocerlo.
Mientras tanto, en La Casa
Abierta, las cuatro personas preparaban un encuentro abierto para debatir
con los vecinos sus propuestas y escuchar opiniones. Era su forma de
participar, de hacer política sin ser políticos, de construir puentes.
La noche del debate, el salón del
Ayuntamiento volvió a llenarse. Esta vez, con más caras nuevas y más miradas
expectantes.
El alcalde habló primero, prometiendo “orden y
respeto a las tradiciones”. Marina, con voz clara, habló de “innovación,
inclusión y futuro”.
Hugo tomó la palabra:
—No pedimos privilegios. Pedimos un
lugar para ser y para hacer. Que San Bartolomé no sea solo un recuerdo, sino un
presente abierto.
Clara añadió:
—No somos la amenaza. Somos la
oportunidad.
Las palabras no borraron los
miedos, pero sí comenzaron a disolver el silencio.
Y cuando se apagaron las luces del salón, las urnas
estaban listas.
El pueblo, esa noche, no solo
votaba candidatos. Votaba su propio reflejo.
En la taberna de Raúl, epicentro de
debates y cuchicheos, se sentaron Pepe y Ramón una tarde gris, la primera
semana de campaña.
Pepe, con el ceño fruncido, se
quejaba de las “modernidades” que venían con Marina y sus amigos nuevos.
—¿Quieres que te diga? Esto se está
poniendo feo. Ni los jóvenes saben lo que quieren.
Ramón, siempre tranquilo, lo miró
con paciencia.
—Tal vez no saben lo que quieren
todavía. Pero al menos están intentando algo.
—¿Intentar? Eso es cambiar la
esencia del pueblo.
Mientras tanto, en La Casa
Abierta, Clara y Lucía organizaban una reunión para apoyar a Marina. Habían
conseguido que Rosita y algunos vecinos veteranos también participaran, en un
acto de alianza que sorprendió a muchos.
—No se trata de borrar el pasado
—decía Rosita—. Se trata de sumar, de que este pueblo respire.
Pero no todos los días fueron
amables. Una noche, cuando Hugo regresaba a casa, encontró pintadas en la
puerta de La Casa Abierta: “Fuera forasteros” y “Aquí no sois
bienvenidos”. El golpe era duro, pero también sirvió para que más vecinos
mostraran su apoyo, dejando flores y mensajes de ánimo.
La campaña avanzaba con debates en
el bar, reuniones en la plaza, y visitas casa por casa. Sofía, con su cámara
siempre lista, documentaba los momentos: las sonrisas, las miradas esquivas,
las discusiones acaloradas.
En un giro inesperado, Pepe
apareció un día en La Casa Abierta. No llevaba carteles, ni propuestas,
solo una caja de manzanas de su huerto.
—No vengo a pelear —dijo—. Solo
quiero que sepáis que el pueblo no es solo de unos ni de otros.
Las semanas fueron tensas, pero
también llenas de pequeños puentes.
Entre las calles empedradas y las
casas blancas, San Bartolomé aprendía a convivir con la incertidumbre.
—Mañana es un día importante —dijo
Hugo, rompiendo el silencio mientras repasaba las notas que había tomado
durante los debates—. No solo para nosotros, sino para todo el pueblo.
Andrés asintió, jugando con una
cucharilla.
—Lo sé. Pero también siento miedo.
¿Y si ganan los que quieren mantener todo igual? ¿Y si retrocedemos?
Clara miró por la ventana.
—Yo trato de pensar que, gane quien
gane, ya hemos plantado una semilla. La raíz está ahí.
Lucía suspiró.
—Pero ¿y si esa raíz no crece? ¿Y
si la tierra no es fértil?
Los cuatro hablaron de sus sueños,
de las miradas que habían recibido, de las conversaciones que aún tenían en la
cabeza. Hugo recordó a Rosita, a Sofía, a los pocos vecinos que se habían
acercado con sinceridad.
—Ellos son el pueblo también
—dijo—. No estamos solos.
Esa noche, antes de dormir, Clara
escribió en su diario:
“Estamos en la
cuerda floja. Pero no importa cuán difícil sea el camino, no quiero que este
lugar sea solo un refugio para nosotros, sino una casa abierta para todos.”
A la mañana siguiente, se
levantaron temprano. Lucía preparó café, Andrés revisó las urnas simbólicas que
habían colocado en La Casa Abierta para la gente que quisiera expresar
sus opiniones, y Clara ayudó a Hugo a organizar las cámaras.
—Sea cual sea el resultado,
estaremos juntos —dijo Andrés, apretando la mano de Hugo.
Y esa certeza, más que cualquier
voto, les dio fuerza para enfrentar lo que viniera.
Las calles se fueron llenando poco
a poco. Las mujeres mayores, vestidas con mantones, saludaban con reservas. Los
jóvenes caminaban de dos en dos, intercambiando miradas y palabras en voz baja.
En el bar, Raúl servía cafés a un ritmo inusual, mientras algunos vecinos
consultaban las noticias en la radio.
En La Casa Abierta, Hugo,
Andrés, Clara y Lucía organizaron un pequeño punto de encuentro para quienes
quisieran acompañarse en la espera. Había chocolate caliente, galletas, y una
pizarra donde iban anotando el avance de las votaciones.
Las horas transcurrieron lentas,
llenas de silencios nerviosos y miradas cruzadas. Cada voto depositado era una
historia, una esperanza, un temor.
—¿Crees que han ido a votar todos?
—preguntó Lucía a Andrés, que apenas podía apartar la vista del móvil.
—No lo sé —respondió él—. Pero lo
que importa es que hemos dado voz a quienes antes no la tenían.
Cuando la urna se cerró en el
Ayuntamiento y el recuento comenzó, la plaza se fue llenando de vecinos,
algunos con sus mejores galas, otros con la ropa de trabajo aún manchada de
tierra.
El alcalde, con gesto serio pero
firme, anunció los primeros números. Marina y su equipo observaban en silencio,
sosteniendo las manos.
—Con un 52% de los votos —dijo el
secretario—, la nueva alcaldesa de San Bartolomé del Valle es Marina.
Un grito de alegría se escapó de la
plaza. Algunos aplaudieron con entusiasmo; otros miraron hacia otro lado,
incapaces de aceptar el cambio.
Pepe, con las manos en los
bolsillos, se acercó a Hugo.
—No pensé que fuera a pasar —dijo
con voz baja—. Pero supongo que el pueblo habla.
Hugo asintió.
—Sí. Y es hora de escuchar.
La noche cayó sobre el pueblo con
una mezcla de júbilo y nerviosismo. En La Casa Abierta, las parejas
celebraron en calma, conscientes de que el camino apenas comenzaba.
—No va a ser fácil —dijo Clara—,
pero hoy ganamos algo más que un puesto. Ganamos un futuro.
Y en ese futuro, a pesar de las
dudas, ya brillaba una luz.
Pepe, que había aceptado la derrota
con resignación, comenzó a mostrarse más distante. En el bar, comentaba con los
suyos:
—Esto no es lo que queríamos. Nos
están cambiando el pueblo sin preguntarnos.
Una noche, mientras Andrés cerraba
las ventanas, vio a un grupo de hombres jóvenes cruzar la plaza murmurando
entre ellos, con miradas duras hacia La Casa Abierta.
Una mañana, Clara encontró la
puerta del taller con arañazos profundos. No había palabras, solo marcas que
gritaban rechazo.
Lucía, al ir al mercado, escuchó a
un par de mujeres mayores decir:
—No sé qué harán esas gentes, pero
esto no es para nosotros.
Pero no todo era resistencia.
Rosita organizó una comida comunitaria en la plaza para intentar calmar los
ánimos y tender puentes.
—El pueblo somos todos —dijo con
voz firme—, no importa de dónde vengamos ni a quién amemos.
Sin embargo, la tensión seguía
aumentando. Un grupo comenzó a difundir rumores sobre La Casa Abierta,
acusándolos de “imponer ideas foráneas” y “romper tradiciones”.
Hugo y Andrés, preocupados,
decidieron reunirse con el alcalde saliente y con Marina para buscar
soluciones.
—No podemos permitir que el miedo
divida el pueblo —dijo Marina—. La inclusión no es una amenaza, es una
oportunidad.
Pero la realidad era más compleja.
En las sombras, los conflictos crecían, y el equilibrio frágil de San Bartolomé
del Valle comenzaba a tambalearse.
La primera iniciativa fue convocar
una Asamblea Abierta en la plaza mayor, un espacio simbólico donde cada
vecino pudiera expresar sus miedos, dudas y esperanzas sin miedo a ser juzgado.
El día de la asamblea, el aire
estaba cargado de expectación. Al principio, las palabras fueron duras y
directas. Algunos defendían con fervor las tradiciones, otros pedían respeto y
reconocimiento.
Marina abrió la sesión:
—Este pueblo es el hogar de todos.
No venimos a cambiar sus raíces, sino a que crezcan y den frutos nuevos.
Queremos escucharles, aprender de ustedes y construir juntos.
Poco a poco, las voces se
suavizaron. Hugo habló sobre la importancia de la diversidad, Andrés recordó la
riqueza que traen las diferentes formas de vida, Clara y Lucía compartieron sus
sueños para un pueblo abierto y acogedor.
Vecinos como Pepe, aunque
cautelosos, reconocieron que el miedo no podía ser la base para vivir.
La asamblea terminó con un acuerdo:
un calendario de actividades culturales, talleres y encuentros donde todas las
generaciones y puntos de vista tendrían lugar. Se comprometieron a trabajar
juntos, no sin dificultades, pero con respeto.
En las semanas siguientes, La
Casa Abierta se llenó de risas, debates y trabajo conjunto. Los vecinos
comenzaron a conocerse más allá de los prejuicios, y el pueblo respiró un aire
de esperanza renovada.
Marina, en una entrevista para la
radio local, concluyó:
—El cambio no es solo una cuestión
de leyes o cargos, es una cuestión de corazones. Y en San Bartolomé, estamos
aprendiendo a abrirlos.
Cada domingo, La Casa Abierta
acogía talleres de fotografía dirigidos por Hugo y Andrés. Vecinos de todas las
edades se reunían para aprender a mirar con otros ojos, a capturar la belleza
escondida en los rincones cotidianos del pueblo.
Clara y Lucía organizaron por su
parte clases de cocina tradicional y contemporánea, donde abuelas compartían
recetas con los jóvenes, mientras todos descubrían sabores nuevos y recuerdos
antiguos.
Rosita lideraba los encuentros de
memoria oral, sentando a los mayores con los más jóvenes alrededor de una
hoguera en la plaza, donde las historias se convertían en puente entre
generaciones.
Los niños, antes tímidos,
comenzaron a jugar juntos sin importar diferencias. El mercado semanal se
transformó en un lugar donde el arte local se mezclaba con la música en vivo, y
los debates sobre el futuro se daban en tono de conversación más que de confrontación.
Un día, Pepe se acercó a La Casa
Abierta con una cesta de manzanas y una sonrisa más abierta que nunca.
—Nunca pensé que diría esto
—confesó—, pero esto está mejorando.
Aunque no faltaron momentos de
tensión, esos fueron cada vez menos frecuentes. Y en las caras, en los gestos,
se veía que algo nuevo había echado raíces.
En la plaza, durante una de las
últimas jornadas culturales, Marina levantó la copa y brindó:
—Por San Bartolomé, por sus gentes,
por el pasado que nos enseña y el futuro que construimos juntos.
Y así, poco a poco, la España
profunda mostraba que la convivencia y el cambio eran posibles, cuando la
voluntad y el corazón se unen.
El evento estrella sería “La Noche de la Luz Compartida”, una velada
diseñada para celebrar la diversidad, la historia y el futuro del pueblo, donde
cada vecino tenía un papel.
Durante semanas, Hugo y Andrés
habían coordinado la instalación de una exposición fotográfica en la plaza
mayor, con imágenes capturadas por vecinos de todas las edades, mostrando
“miradas del pueblo”: desde los campos dorados al amanecer hasta las manos
arrugadas que habían labrado la tierra.
Clara y Lucía, con la ayuda de
Rosita, organizaron un recital de poesía y música tradicional, mezclando versos
antiguos con canciones contemporáneas que hablaban de amor, lucha y esperanza.
A medida que el sol se ocultaba,
los vecinos comenzaron a llegar con pequeñas linternas, velas y faroles hechos
a mano. Los niños corrían entre risas, los mayores charlaban emocionados, y la
plaza se iluminaba poco a poco con una luz cálida que parecía abrazar el pueblo
entero.
Marina tomó el micrófono y dijo:
—Esta luz que compartimos no solo
ilumina la noche. Ilumina también nuestro camino como comunidad. Aquí estamos,
juntos, dejando atrás las sombras del miedo.
Uno a uno, los vecinos encendieron sus faroles y los
colocaron en la fuente central de la plaza, creando un mosaico de luces que
reflejaba la diversidad y unidad del pueblo.
Pepe, con una sonrisa orgullosa, colocó su linterna al
lado de la de Clara, y el gesto fue recibido con aplausos y miradas cómplices.
La noche avanzó entre música,
abrazos y promesas.
Esa noche, San Bartolomé del Valle
no solo celebró un evento, sino que selló un pacto silencioso: el compromiso de
construir un pueblo donde cada luz, cada historia, contara.
Al final, Hugo susurró a Andrés:
—Mira todo esto… Nunca imaginé que
podríamos llegar tan lejos.
Andrés le apretó la mano.
—Y aún queda mucho camino. Pero
esta noche, somos uno.
La “Noche de la Luz Compartida” se había convertido en una tradición
anual, un momento en que el pueblo recordaba su capacidad para renovarse sin
perder su esencia.
Las actividades culturales
crecieron, con nuevos talleres, ferias y encuentros. Los vecinos aprendieron a
valorar sus diferencias, a ver en la diversidad una fortaleza, no una amenaza.
Incluso aquellos que al principio
miraban con recelo, hoy formaban parte activa, compartiendo historias, risas y
sueños.
Hugo y Andrés siguieron
fotografiando el pueblo, pero ahora sus imágenes reflejaban también la alegría
en los rostros, las manos entrelazadas, las fiestas que unían generaciones.
Clara y Lucía abrieron un pequeño
café cultural en una antigua casona, donde se mezclaban las recetas
tradicionales con ideas nuevas, y donde todos se sentían bienvenidos.
Marina, reelegida alcaldesa,
impulsó políticas que cuidaban tanto el patrimonio como la inclusión, con
proyectos de vivienda, educación y cultura que integraban a todos.
Pepe, ahora un hombre más abierto y
sonriente, a veces se sentaba en el banco de la plaza a contemplar el
movimiento, recordando con nostalgia y gratitud el camino recorrido.
Un día, en una de las paredes del
pueblo, apareció una frase pintada a mano:
“Aquí aprendimos que la luz más fuerte nace de la unión de muchas pequeñas
luces.”
La historia de San Bartolomé del Valle no era solo la
de un pueblo pequeño en la España profunda.
Era la historia de un lugar que
decidió abrir sus puertas y sus corazones, y donde el amor, la diversidad y el
respeto sembraron raíces profundas.
Y así, entre la belleza de sus
paisajes y la calidez de su gente, la luz compartida siguió brillando, para
siempre.
Arturo Culebras Mayordomo
Madrid, 2025
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