lunes

 

Noche de la Luz Compartida

Llegaron con la primavera

 
Cuando el coche rojo cruzó el arco oxidado que marcaba la entrada a San Bartolomé del Valle, más de un vecino se asomó por la ventana. No por el color del vehículo, ni por su matrícula de Barcelona. Era esa mezcla de curiosidad y costumbre de un pueblo donde todo el mundo conoce a todo el mundo… y donde cualquier novedad es como una fiesta silenciosa.


Hugo y Andrés bajaron del coche con una sonrisa en los labios. Él más alto, con barba perfectamente recortada y gafas de sol; el otro más menudo, con una expresión luminosa que parecía saludar incluso antes de abrir la boca. Llevaban semanas hablando de ese momento. Mudarse al campo. Cambiar el ruido de la ciudad por los pájaros, las campanas y el olor a leña. No era un capricho: era un sueño largamente cultivado.

—Es aquí —dijo Hugo, mirando la fachada de la vieja casa de piedra, aún con las persianas cerradas pero con un aire acogedor. Tenía buganvillas secas trepando por un lateral y un banco de madera frente a la puerta.

—Es más bonita de lo que recordaba —respondió Andrés, respirando hondo—. Huele a tomillo.

Y mientras descargaban las primeras cajas, alguien cruzó la calle. Un hombre de unos sesenta, gorra de cuadros y un bastón que no parecía necesitar realmente.

—Buenos días —dijo, arrastrando un poco la voz pero sin hostilidad—. ¿Sois los de Barcelona?

Hugo y Andrés se miraron, sonrientes.

—Sí, señor. Yo soy Hugo y él es Andrés. Encantados.

—Ya lo decía yo… No parecéis de por aquí —respondió el hombre, con una media sonrisa que no terminaba de definirse entre la cortesía y la sospecha—. Soy Ramón, vivo en la casa de enfrente.

—Un gusto conocerle, Ramón. Esperamos no dar mucha guerra —dijo Andrés, tendiéndole la mano.

El viejo dudó un segundo, pero se la estrechó con firmeza.

—Con que no pongáis reguetón a todo volumen, nos llevaremos bien —dijo, antes de girarse—. Aunque ya se ha corrido la voz... Que sois "pareja", ¿no?

La palabra quedó flotando en el aire, como un insecto molesto. Hugo notó cómo Andrés le apretó el brazo, pero no por miedo, sino como un gesto de unidad.

—Sí, estamos casados —respondió él, con naturalidad—. ¿Algún problema?

Ramón se encogió de hombros.

—Mira, hijo... aquí cada uno hace lo que quiere en su casa. Mientras respetéis, seréis respetados. Aunque... no todos piensan como yo.

Y se marchó, arrastrando el bastón por las piedras.

El silencio que quedó no duró mucho. Desde la casa del lado, una mujer de unos cuarenta salió con un delantal floreado y una sonrisa amplia. Llevaba un tupper en la mano y una mirada vivaracha.

—¡Hola, vecinos nuevos! ¿Os gusta el estofado de ternera?

La risa volvió. Y con ella, el aire del pueblo empezó a cambiar de temperatura.

Calles que hablan

La mañana siguiente amaneció clara y fresca. Las campanas de la iglesia sonaron con puntualidad, marcando las nueve. Hugo ya estaba en pie, preparando café en la pequeña cocina que olía a pintura reciente y madera vieja. Andrés, descalzo y somnoliento, se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

—¿Te das cuenta? —murmuró—. No hay sirenas. No hay cláxones. Solo pájaros y campanas.

—Y un gallo que parece que canta cada cinco minutos —dijo Hugo, con una sonrisa.

Después de desayunar, salieron a caminar. Querían conocer el pueblo más allá de las imágenes de Google Maps y las fotos antiguas del portal inmobiliario. Vestidos con ropa informal —nada ostentosa, pero tampoco del todo discreta—, caminaron tomados del brazo por las calles empedradas que parecían salidas de otro tiempo.

San Bartolomé del Valle no era grande. Unas sesenta casas, una iglesia, una plaza, un pequeño bar, la tienda de comestibles y un consultorio médico que solo abría dos días por semana. El resto era campo, olivos, y caminos de tierra que llevaban a ninguna parte.

A su paso, algunos vecinos saludaban con un gesto de cabeza. Otros se limitaban a mirar de reojo desde detrás de las cortinas. Una mujer mayor, sentada en una silla junto a su puerta, los miró fijamente y luego escupió al suelo.

—¿Lo has visto? —susurró Andrés.

—Sí, pero también vi al niño que nos sonrió antes, junto a la panadería.

—¿Niño?

—Un crío de unos diez años. Nos ha dicho “hola” y luego ha salido corriendo. No todos los ojos juzgan.

Siguieron andando. En la plaza, un grupo de hombres mayores jugaba al dominó bajo los soportales. Cuando los vieron pasar, el murmullo bajó. Uno de ellos, de sombrero y cigarro apagado entre los labios, les siguió con la mirada mientras murmuraba algo a su compañero.

—Están calculando de dónde venimos y a qué hemos venido —dijo Andrés, medio en broma.

—Seguro piensan que venimos a abrir una tienda de jabones artesanales o algo así.

—O un centro de yoga.

Ambos rieron con suavidad. Pero sabían que había algo real en esa sensación de ser observados, medidos, clasificados.

En la puerta del bar, un hombre joven les hizo un gesto con la cabeza. Tenía barba descuidada y llevaba un delantal manchado. Parecía el camarero o quizá el dueño.

—¡Buenas! —dijo—. Sois los de la casa de Don Eusebio, ¿no?

—Eso parece —respondió Hugo.

—Pues bienvenidos. Si queréis un café o una caña, aquí estamos. Me llamo Raúl.

—Gracias, Raúl. Lo tendremos en cuenta —dijo Andrés con una sonrisa sincera.

Caminaron un poco más hasta llegar al mirador del pueblo. Desde allí se veía el valle, el río al fondo, y los campos en terrazas que iban tornándose dorados con el fin del verano. Se sentaron en un banco de piedra, en silencio.

—No sé si nos miran porque somos nuevos, o porque somos nosotros —dijo Andrés, tras un rato.

—Un poco de ambas. Pero recuerda lo que dijo Ramón: no todos piensan igual.

—¿Y tú crees que nos aceptarán?

Hugo lo miró con calma.

—No hemos venido a que nos acepten. Hemos venido a vivir. Si luego nos aceptan, mejor. Pero si no… también sabremos cómo estar.

Andrés asintió. El sol caía suave sobre los tejados, y un grupo de palomas revoloteaba por la torre de la iglesia.

—Bueno —dijo al fin—. Pues que se preparen, porque pienso caerles bien… uno por uno.

Y Hugo sonrió, sabiendo que era cierto.

 

Desde el punto de vista de Doña Matilde

 

El sol aún no había tocado del todo la piedra de la fachada cuando Matilde arrastró su silla hasta el umbral. El mismo de cada día, el mismo de los últimos veinte años. Apoyó las manos en las rodillas, se sentó con un suspiro leve y miró la calle vacía.

Allí estaba el banco de madera. Allí la acera rota. Allí, los gorriones haciendo su algarabía inútil en los cables.

Y allí, al fondo, la casa de Don Eusebio. O lo que quedaba de ella.

Matilde entornó los ojos. Los nuevos ya estaban dentro. No hacía falta preguntar: la mitad del pueblo hablaba de ellos como si fueran una amenaza. La otra mitad, como si fueran una bendición. Ella no era mitad de nada. Ella solo miraba. Y no le gustaba lo que veía.

Dos hombres, solos, en una casa de campo. Caminando como si no les pesara el mundo. Riendo como si aquí no hubiera tierra bajo las uñas ni duelo en las paredes. Uno más alto, con gafas. El otro, siempre como si le acabaran de dar buenas noticias. Se cogían del brazo. Se saludaban con modales de ciudad.

Matilde los había visto pasar el día anterior. No dijo nada. Solo escupió al suelo, como quien quita una espina de la lengua.

No porque fueran “eso”. A estas alturas, ¿qué más daba? El mundo había cambiado tantas veces que ella ya se había quedado atrás tres veces sin darse cuenta. No era eso, no del todo.

Era la manera en que no pedían permiso. La manera en que entraban en la calle como si los fantasmas no les tocaran. Como si no supieran que aquí, hasta las piedras tienen memoria.

En esa casa había muerto un niño. Lo sabía. El hijo menor de Don Eusebio, en el invierno del 74. Bronquitis mal curada. Luego la mujer se volvió loca. Y nadie volvió a mirar igual esa puerta. Pero ellos no lo sabían. Y si lo sabían, les daba igual.

Eso le dolía más que cualquier beso en público: la forma en que los nuevos vivían sin consultar a los muertos.

Matilde cerró los ojos un momento. Se acomodó la rebeca sobre los hombros. Las manos le dolían menos que otros días, pero el corazón le dolía igual: lento, duro, sin remedio.

Un crío pasó corriendo por la calle. Les gritó “hola” a los dos hombres. Ellos rieron, le respondieron con alegría. El niño no miró a Matilde. Nadie la miraba ya, salvo las paredes.

Y sin embargo, ahí seguía. Guardiana del umbral. Última columna de lo que fue. Tal vez, pensó, mañana no escupa. O tal vez sí. Dependía del viento.

 Cañas y silencios

 El sol del mediodía empezaba a apretar cuando Hugo y Andrés regresaron a la plaza. Llevaban la mañana caminando y, aunque el pueblo era pequeño, las sensaciones habían sido intensas. A lo lejos, el bar del que Raúl les habló la mañana anterior ofrecía algo parecido a sombra, con sus tres mesas de metal y sillas desparejadas bajo un toldo que decía "Cerveza El Águila".

Entraron. El interior era sencillo. Paredes de piedra, algunas fotos en blanco y negro de fiestas antiguas, una máquina tragaperras apagada y una televisión colgada en la esquina, mostrando un programa de cocina sin volumen.

Raúl estaba tras la barra, limpiando vasos. Al verlos, sonrió.

—Hombre, los catalanes. ¿Al final os animasteis?

—Venimos con hambre —respondió Andrés—. Y con curiosidad.

—Pues estáis de suerte. Hoy hay menú: lentejas, pollo al ajillo, y de postre flan casero de mi madre. O eso dice ella.

Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Hugo pidió una caña, Andrés agua con gas. Raúl apuntó con un gesto y desapareció en la cocina.

Al poco, empezaron a llegar más parroquianos. Gente que parecía tener la costumbre de comer allí todos los días. Entraban, saludaban, y al ver a los dos forasteros, el gesto se les tensaba un poco antes de sentarse. Un grupo de tres hombres —uno con mono de trabajo, otro con camisa a cuadros, el tercero con gafas oscuras— eligió la mesa contigua. Apenas hablaron entre ellos. Solo miraban.

—¿Crees que este será el pan de cada día? —preguntó Hugo en voz baja.

—No lo sé —dijo Andrés, fingiendo estudiar la servilleta de papel—. Pero empiezo a entender lo que dijo Ramón.

Raúl salió con los primeros platos. Las lentejas humeaban.

—Aquí tenéis. Cuidado que queman. Están hechas con chorizo del pueblo, del bueno.

—Gracias, Raúl —respondió Hugo—. Huele a gloria.

Justo entonces, uno de los hombres de la mesa de al lado dijo algo en voz baja. No fue un comentario directo, pero lo bastante alto como para que se oyera:

—Ya no se puede ni comer tranquilo. Hasta aquí vienen los de ciudad a dar espectáculo.

Raúl, que aún estaba cerca, giró la cabeza en seco.

—Pepe, no empieces.

—Yo no he dicho nada —respondió el aludido, encogiéndose de hombros—. Solo que hay costumbres que no hacen falta en ciertos sitios.

Andrés levantó la vista, con calma. Miró al hombre directamente.

—¿Costumbres como comer en un bar?

—No me vengas con tonterías, chaval —dijo Pepe, cruzando los brazos—. Que ya bastante tenemos con las noticias como para que nos vengan ahora con modernidades.

Hubo un silencio denso. Raúl se acercó a la mesa de Hugo y Andrés.

—Ignoradlo —dijo en voz baja—. Está amargado desde que le dejó la mujer. No tiene nada que ver con vosotros.

—Sí tiene —respondió Andrés, sereno—. Pero no te preocupes, no vamos a dejar de venir por un comentario cobarde.

Raúl sonrió, esta vez más sinceramente.

—Eso espero. Porque sois buena gente. Y porque este bar necesita más gente que no se calle.

El resto de la comida pasó en un clima algo tenso, pero no insoportable. Al terminar, Raúl les invitó al flan. “Cortesía de la casa”, dijo, guiñando un ojo. Hugo y Andrés agradecieron el gesto y, al levantarse, saludaron con un "buen provecho" a la mesa de al lado. No hubo respuesta.

En la puerta, Andrés se detuvo un segundo.

—¿Crees que se acostumbrarán a vernos?

Hugo le tomó de la mano.

—Tendrán que hacerlo. Porque no pienso esconderme ni un milímetro.

Y juntos salieron del bar, dejando atrás las miradas, las palabras mudas… y la primera grieta en la costumbre del pueblo.

 

Pensamiento de Pepe

 

“… Otra vez este bar, otra vez la misma mesa, el mismo plato de lentejas, el mismo ruido de fondo. Y ahora, además, los de ciudad. Qué manía tienen de venir aquí como si les hiciera gracia este sitio. Como si fuéramos parte de un decorado rural para sus vidas modernas.

Desde ayer los vi. Se nota a leguas. Las miradas, la forma en que uno le habla al otro, cómo se sientan juntos. No hacen falta besos para saberlo. Y no es que yo tenga nada contra nadie, ¿eh? Pero hay cosas que no encajan aquí. No en este pueblo. No en este bar. Aquí las cosas siempre han sido como han sido. Cada uno en su sitio. Cada uno sabiendo lo que se espera de él.

Raúl se hace el simpático, como si no supiera. Pero claro, al bar le hace falta gente. Yo lo entiendo. Pero ¿a qué precio? ¿Aplaudir todo lo nuevo solo porque es nuevo? ¿Porque viene de la ciudad? ¿Porque ahora está de moda no decir nada, agachar la cabeza y tragar con todo?

No sé. A veces me pregunto si soy yo el que está mal. Desde que se fue Carmen, todo parece moverse demasiado deprisa. El pueblo ya no es el mismo. La gente joven se va, los que vienen son distintos. Y yo me quedo aquí, con mis costumbres, con mi mono de trabajo, con esta mesa, con esta cerveza.

Pero ¿qué quieren que haga? ¿Qué aplauda? ¿Qué me ría? ¿Qué finja que no me chirría ver lo que antes solo veías en la tele? No puedo. No quiero. Aunque no diga nada, aunque solo mire, ya parece que uno es el enemigo. No soy mala persona. Solo quiero comer tranquilo. Sentirme en mi sitio. Que no me cambien todo sin preguntar…”

 Nuevas raíces

 El camión de mudanza llegó una mañana de martes, rompiendo el silencio habitual de la calle con el ruido de cajas, voces y algún que otro portazo. Hugo estaba en su huerto improvisado, peleándose con una tomatera que no terminaba de agarrar, cuando vio aparecer el vehículo blanco y oxidado por la curva. Andrés salió al porche, aún con las manos mojadas de fregar los platos.

—¿Otra mudanza? —preguntó, curioso.

—Eso parece. Y no es gente del pueblo… —Hugo se incorporó, limpiándose las manos en el pantalón—. ¿Vamos a cotillear como buenos vecinos?

—Como buenos jubilados, dirás.

Caminaron tranquilamente hacia la casa dos calles más abajo, la antigua vivienda de la maestra, cerrada desde hacía más de un año. Ya en la acera, vieron a dos mujeres descargar cajas con ritmo y risas. Una de ellas tenía el pelo rizado y corto, la otra llevaba una gorra de visera y gafas de sol. Ambas parecían jóvenes, fuertes, y… completamente en su elemento.

—¿Ayuda o solo venís a mirar? —preguntó la de la gorra, en tono amigable.

—Ambas cosas, si somos sinceros —respondió Hugo, sonriendo—. Soy Hugo, y él es Andrés. Vivimos en la casa de la esquina.

—Pues un gusto. Yo soy Clara y ella es Lucía —dijo la de pelo rizado, tendiéndoles la mano—. Acabamos de llegar. Venimos de Madrid… y sí, ya sé lo que estáis pensando: que estamos locas.

—Un poco, sí —dijo Andrés con una risa—. Pero no más que nosotros. Nosotros venimos de Barcelona.

Lucía arqueó una ceja, divertida.

—¿En serio? ¿Dos parejas de ciudad huyendo al mismo pueblo perdido?

—Y las dos... digamos, poco tradicionales —añadió Hugo, con una media sonrisa.

Las cuatro personas se miraron durante un segundo. Fue un silencio diferente. No incómodo, sino lleno de reconocimiento. Como si, sin decirlo, se entendieran profundamente.

—¡Vaya giro para San Bartolomé! —dijo Clara—. Las viejas del pueblo van a necesitar doble tila.

—O triple —añadió Andrés.

Ayudaron con un par de cajas mientras charlaban. Lucía les contó que ambas trabajaban en remoto —una diseñadora gráfica, la otra programadora—, y que, tras años de agobio en la ciudad, buscaron el lugar más barato y con más encanto posible. “No teníamos grandes expectativas. Solo queríamos respirar.”

—Pues habéis aterrizado en un lugar especial —dijo Hugo—. No es fácil. Pero merece la pena… si sabes encontrar tu sitio.

Antes de marcharse, quedaron en verse esa misma noche para tomar algo en su casa. “Traed vino, y algo de música si queréis”, les dijo Andrés. “Aquí no nos quejamos de las ‘modernidades’, al menos entre nosotros.

Esa noche, sentados bajo las luces cálidas del porche, con botellas abiertas y platos improvisados, las risas fluyeron con una naturalidad que el pueblo aún no conocía. Por primera vez desde que llegaron, Hugo y Andrés sintieron que algo se había equilibrado.

No estaban solos. Y el pueblo... bueno, el pueblo tendría que aprender a caminar al ritmo de quienes decidieran echar raíces en su tierra. Aunque fueran diferentes. Aunque trajeran otra forma de amar, de vivir y de mirar el mundo.

 Lo que el pueblo murmura

 En San Bartolomé del Valle, las noticias no necesitaban teléfono ni prensa para circular. Bastaba un carrito de la compra, una panadera con ganas de charla o una persiana entreabierta.

Clara y Lucía llevaban apenas tres días instaladas, pero ya se habían convertido en tema recurrente en la tienda, en la peluquería y, cómo no, en el banco de piedra junto a la fuente donde Doña Herminia, Rosita y Teresa se sentaban cada tarde a tejer y vigilar.

—Dicen que son pareja —murmuró Herminia, sin dejar de hacer ganchillo—. Y que se casaron. Como los otros dos.

—Pues si son tan majas como ellos, bienvenida sea la modernidad —opinó Rosita, que siempre había sido más abierta, o al menos más práctica—. Al menos saludan. No como los de antes, que pasaban y ni te miraban.

—¿Pero esto qué es? —bufó Teresa, la más rígida de las tres—. ¿Ahora San Bartolomé va a parecer un barrio de esos... progresistas? Primero los chicos, ahora las chicas… Esto ya no es pueblo.

—Pues será pueblo distinto, pero sigue siendo el nuestro —dijo Rosita, mirando al frente con la misma firmeza con la que untaba pan con ajo los domingos.

Mientras tanto, en el bar de Raúl, el ambiente era otro. Los hombres del dominó callaron cuando las vieron entrar a comprar agua y tabaco. Raúl, sin embargo, salió de la barra con una sonrisa.

—¡Hombre! Las madrileñas. ¿Cómo va la mudanza?

—Bien. Poco a poco. Aún con cajas hasta el techo —respondió Lucía, mientras Clara recorría con la mirada el bar, consciente del silencio.

—Aquí no tiramos nada —dijo Raúl, refiriéndose a las cajas—. Hay gente que todavía guarda la de la tele del 94.

Los murmullos crecieron en volumen en cuanto salieron. Uno de los parroquianos, el mismo Pepe que había soltado el comentario desagradable con Hugo y Andrés, hizo una mueca.

—Esto se nos va de las manos.

—¿El qué? ¿Que venga gente que quiere vivir tranquilo? —dijo Raúl, harto.

—Que ahora resulta que para estar en el pueblo hay que ser raro. ¿Dónde está la gente normal?

Raúl cruzó los brazos sobre la barra.

—Pepe, ¿sabes qué es raro? Que tú sigas viniendo aquí todos los días a quejarte de todo y no compres ni un café.

Las risas apagadas del fondo del bar rompieron el hielo. Pepe masculló algo y volvió al dominó. Raúl, por su parte, anotó mentalmente: invitar a las chicas a una cerveza algún día. Solo por fastidiar.

En la tienda de comestibles, Clara vivió su propia escena. Se acercó al mostrador con una cesta y saludó amablemente a Elvira, la dueña.

—Buenos días. Soy Clara, nueva en el pueblo. Hemos alquilado la casa de la antigua maestra.

—Sí, ya me han dicho —respondió Elvira, sin mirarla directamente—. ¿Algo más?

Clara respiró hondo. Sabía leer el subtexto.

—No, gracias.

Al salir, notó la mirada de dos clientas que cuchicheaban junto a la sección de galletas. Sonrió de todos modos. Con la mandíbula apretada, pero sonrió.

Pero no todo fue resistencia. Esa misma tarde, alguien llamó a su puerta. Clara, con las manos aún llenas de polvo de estanterías, abrió sorprendida. Era una chica de unos quince años, con coleta alta y un cuaderno en la mano.

—Hola. Me llamo Sofía. Vivo ahí enfrente —dijo, señalando con la cabeza—. ¿Vosotras sois programadoras?

—Lucía sí. ¿Por?

—Es que... estoy aprendiendo código por mi cuenta, y aquí no hay nadie que sepa. Y me preguntaba si…

Lucía apareció en el pasillo y escuchó el resto. Sonrió.

—Claro que sí, Sofía. Pasa cuando quieras. Trae tu cuaderno.

La adolescente dudó un segundo, luego sonrió también, tímidamente.

—Gracias.

Cuando se fue, Clara cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.

—¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—De que no vamos a cambiar el pueblo entero… pero sí vamos a cambiar algo en quienes están creciendo dentro de él.

Lucía se le acercó y la abrazó por la cintura.

—Eso es exactamente lo que quiero.

 La crítica de Elvira

 Elvira llegó a media tarde, con el sol oblicuo dorando los muros del pueblo y una bandeja de bizcocho cubierto con un paño de cuadros. Tocó la puerta con tres golpecitos secos, como si no fuera una visita, sino un recordatorio.

Andrés fue quien abrió. Vestía una camiseta blanca y un pantalón de lino. Sonrió con amabilidad.

—Hola, ¿puedo ayudarla?

-Tú debes de ser Andrés. —Elvira no preguntó, afirmó—. Soy Elvira. Vivo tres casas más abajo, junto a la fuente.

—Ah, encantado. ¿Quiere pasar?

—No, no, sólo venía a saludar... y a traer esto. —Le tendió la bandeja como quien entrega un paquete de compromiso—. Bizcocho de yogur. Esponjoso. Lo hago desde que tenía catorce años.

—Gracias, qué detalle. Pase, si quiere le doy un vaso de limonada.

—No, no, gracias. Estoy solo de paso. —Hizo una pausa, estudiando la entrada de la casa—. Aunque reconozco que tenéis la casa muy mona. Moderna, pero sin romper del todo el aire de aquí. A Eusebio le habría gustado... o tal vez no. Quién sabe.

Andrés sonrió con diplomacia. Intuía que venía algo más.

—Bueno, tratamos de conservar el carácter, sí. Nos gusta respetar el lugar.

—Ah, eso está bien. Porque claro, ya sabéis cómo es esto. El pueblo es pequeño. Todo el mundo habla. Todo el mundo mira. Y cuando llega gente nueva... distinta... pues se agita el avispero.

Andrés ladeó la cabeza, tranquilo.

—¿Distinta?

—Sí, bueno... —Elvira esbozó una sonrisa sin calidez—. Llegasteis de la ciudad. Tenéis otro ritmo. Otra manera de ver la vida. Se nota en cómo habláis, cómo os vestís, incluso en cómo saludáis. No es una crítica, ¿eh? Solo una observación.

Andrés no respondió enseguida. Le sostuvo la mirada sin parpadear.

—Entiendo. Aunque a veces la línea entre observación y crítica es tan delgada como el filo de un cuchillo.

Elvira rio, como si le hubieran contado un chiste elegante.

—No pretendía incomodar. Al contrario, ya sabéis que lo importante es integrarse. Hacer comunidad. Entender las costumbres. Aquí no nos gusta demasiado lo... foráneo. A veces no por maldad, sino por costumbre. Aquí la gente lleva generaciones viviendo igual. Cuando algo cambia, duele.

—A veces lo que duele no es el cambio —dijo Hugo, que acababa de entrar en la sala con dos tazas de té—. Lo que duele es ver que lo nuevo no pide perdón por existir.

Elvira se tensó apenas, lo justo para quien quiere seguir pareciendo amable.

—¿Y no creéis que a veces sería bueno pedir perdón... aunque no se deba? Por cortesía. Por suavizar.

—¿Suavizar qué? —preguntó Hugo, sin levantar la voz—. ¿Nuestra forma de vivir? ¿Nuestra forma de querernos?

Elvira bajó la vista un segundo. Luego carraspeó.

—No os lo toméis a mal. Solo os digo lo que muchos piensan y no se atreven a decir. Hay quienes os van a mirar raro. Quienes os van a rechazar. Y yo, sinceramente, preferiría que las cosas fueran fáciles para todos.

Andrés se acercó, le devolvió la bandeja vacía, ya sin el bizcocho.

—Le agradezco la visita, Elvira. Y el bizcocho estaba rico, de verdad. Pero si tenemos que caer bien por disimular lo que somos, entonces no valdrá la pena caer bien.

Elvira tomó la bandeja. Hizo un gesto de asentimiento, como si aceptara que su papel terminaba ahí. Salió sin decir más.

Cuando se cerró la puerta, Hugo se acercó a Andrés y le besó la frente.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió Andrés—. Solo me da rabia esa manera de envolver la homofobia en celofán.

—¿Y el bizcocho?

—Seco. Como ella.

Ambos rieron. No era la primera crítica. No sería la última. Pero en esa casa, el amor no se negociaba.

 El centro vacío

 Una tarde de domingo, mientras compartían café y dulces en la terraza de Hugo y Andrés, las cuatro personas hablaban de la vida en el pueblo, del silencio, del ritmo lento… y de todo lo que faltaba.

—¿Sabéis qué echo de menos? —dijo Clara, mientras quitaba migas de la mesa—. Una biblioteca. Un sitio donde pasar la tarde sin que sea el bar.

—O una sala donde ver películas. Un proyector, unas sillas viejas… —añadió Lucía.

—Un sitio para hacer cosas —remató Andrés—. Para hablar. Para aprender.

Se hizo un pequeño silencio. Las ideas flotaban como globos que solo necesitaban cuerda.

—¿Sabéis qué está vacío desde hace años? —dijo Hugo, señalando con la taza hacia la plaza—. El antiguo centro juvenil. Donde daban talleres hace mil años. Está cerrado, lleno de polvo, pero entero.

—¿Tú crees que el ayuntamiento nos lo dejaría usar? —preguntó Clara.

—El alcalde… es pragmático. Si le vendemos la idea como “revitalización cultural”, igual cuela —respondió Andrés—. Además, tiene que quedar bien con la diputación.

Así nació la idea. Un espacio comunitario: un rincón para talleres, cine fórum, clases para niños o mayores, charlas, incluso música. Lo llamarían La Casa Abierta. Porque eso era lo que querían ser en el pueblo: puertas abiertas, sin pretensiones, sin banderas… pero también sin miedo.

La reunión con el alcalde fue breve, pero reveladora.

—¿Y esto no es una cosa de… ideología? —preguntó, incómodo, cuando vio quién proponía el proyecto.

—Es una cosa de cultura, de comunidad. Nada más —respondió Hugo, firme.

—Si queréis hacerlo por vuestra cuenta, sin que me cueste un duro, yo os firmo el permiso. Pero no quiero líos con los de siempre.

—Trato hecho —dijo Lucía—. Solo necesitamos el local, algo de luz, y el resto lo movemos nosotras.

En menos de una semana, las cuatro personas estaban limpiando polvo, sacando muebles viejos al sol, reparando enchufes. Hugo y Andrés aportaron libros de su colección personal. Clara pintó un cartel con el nombre del espacio y lo colgó en la entrada: La Casa Abierta.

El primer evento fue modesto: una proyección de cine —Cinema Paradiso— con sillas plegables y una pantalla improvisada. Esperaban a cinco personas. Vinieron doce. Entre ellas, Sofía, la adolescente curiosa; Ramón, el vecino de enfrente; y, para sorpresa de todos, Rosita, una de las mujeres del banco de la fuente.

—Esto huele a merienda de las buenas —dijo Rosita, entrando con una bandeja de magdalenas.

—Y lo es —respondió Andrés, sonriendo—. Solo te has perdido el tráiler.

Pero claro, no todo fue entusiasmo.

A la mañana siguiente, apareció pintada en la puerta del local la palabra: FUERA, escrita con espray rojo.

No grande. Pero lo suficiente.

Lucía la borró sin decir nada. Clara miró a Hugo. Hugo miró a Andrés.

—¿Seguimos? —preguntó Andrés, mientras recogía los libros del suelo.

—Por supuesto —dijo Clara—. Ahora más que nunca.

Y mientras dentro reorganizaban el espacio, fuera pasaba Pepe, el hombre del bar. Les miró sin saludar. Pero esta vez no dijo nada. Solo bajó la vista y siguió caminando.

 Una reunión para hablar

 La convocatoria llegó como todo llega en San Bartolomé del Valle: sin papeles, sin carteles, sin redes. Una vecina la oyó en la tienda, otra lo comentó en misa, y así, la noticia se deslizó como el humo por todas las casas:

Reunión vecinal. Jueves. Siete de la tarde. Salón del Ayuntamiento. Tema: el centro cultural.

La palabra “tema” no engañaba a nadie.

—¿Vamos? —preguntó Lucía, mientras merendaban en el porche.

—Vamos —respondió Hugo sin dudar—. No podemos no ir.

—Y tampoco podemos esperar que todo el mundo entienda lo que hacemos —añadió Andrés.

—Ni falta que hace —dijo Clara—. Lo hacemos igual.

El salón del Ayuntamiento era una sala fría, con sillas de plástico y fluorescentes que zumbaban levemente. A las 19:05 ya estaban sentados casi todos los vecinos habituales: jubilados, comerciantes, algún agricultor joven y hasta dos adolescentes, incluido Sofía. También estaba el alcalde, hombre bajo y cansado, que parecía no saber si presidir la reunión o esconderse bajo la mesa.

Las cuatro sillas del fondo, vacías, parecían esperarlas. Y cuando Clara, Lucía, Hugo y Andrés entraron juntos, el murmullo bajó de volumen como un mar que se repliega.

El alcalde carraspeó.

—Bueno, vecinos… gracias por venir. Como sabéis, en las últimas semanas se ha reabierto el antiguo centro juvenil, ahora con un nuevo proyecto cultural promovido por nuestros nuevos vecinos. Algunos habéis expresado inquietudes. Esta reunión es para hablar con respeto y ver cómo avanzar.

Silencio. Hasta que habló Teresa, la mujer más estricta del pueblo.

—Yo quiero saber si ese centro va a ser un espacio para todos o solo para “su gente”.

—¿Su gente? —preguntó Clara, sin alterarse.

—Pues eso. Que ya sabemos que tenéis… vuestras ideas, vuestra forma de vida. Y no digo nada, ¿eh? Pero si esto se convierte en un lugar de propaganda, entonces no es cultura. Es otra cosa.

—Lo único que hemos hecho es proyectar una película y montar un rincón de lectura —dijo Andrés—. No veo la propaganda por ninguna parte.

—¡Pero pintaron un mural con una frase de García Lorca! —saltó Pepe, desde el fondo—. ¿Eso qué es, sino política?

—Es poesía —respondió Hugo, mirando directo—. ¿O también vais a censurar a los poetas?

Más murmullos. El alcalde intentó calmar las aguas, pero ya era tarde.

—Yo no quiero que mis hijos vayan a un sitio donde se normalicen cosas que aquí nunca han sido normales —dijo otra mujer, con voz entrecortada.

—¿Y qué es normal, señora? —preguntó Lucía—. ¿Amar a quien uno ama? ¿Querer hacer algo útil para el pueblo?

—No se trata de eso —dijo el alcalde, nervioso—. Solo queremos que todos se sientan cómodos.

Entonces, desde el fondo, se levantó Rosita. Con sus manos arrugadas apoyadas en el bastón, caminó hasta el centro de la sala. Todos callaron.

—¿Cómodos? —dijo—. Cómodos estábamos antes, sí. Cómodos y aburridos. Cómodos y sin jóvenes. Cómodos y con las casas cerradas. Y ahora que vienen cuatro personas con ganas de hacer algo… ¿qué hacemos? ¿Les echamos porque no son como nosotros?

Silencio absoluto.

—Yo fui a la proyección. Y estuve en el taller de Clara sobre plantas aromáticas. Aprendí más en dos tardes que en los últimos cinco años. ¿Y sabéis qué? Me sentí viva. Así que si eso no es cultura, que me expliquen qué lo es.

Rosita volvió a sentarse, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Nadie se atrevió a responderle.

La reunión terminó sin acuerdos claros, pero con algo nuevo en el aire: una grieta. Una grieta en la fachada del rechazo, por donde entraba algo parecido a la duda… o a la esperanza.

Cuando salieron a la calle, ya de noche, Sofía se acercó a Clara.

—Gracias por no marcharos.

Clara le acarició el hombro con una sonrisa triste.

—Gracias por estar.

Esa noche, en el porche de siempre, las cuatro copas tintinearon sin brindar aún.

—¿Sabéis qué? —dijo Andrés—. Hoy, aunque haya sido duro… hemos ganado algo.

—Sí —respondió Lucía—. Visibilidad.

—Y respeto —dijo Hugo.

—Y aliadas —dijo Clara, mirando hacia la casa de Rosita.

 La jornada del cruce

 La idea surgió como todas las buenas ideas: entre risas, vino y esa mezcla de ingenuidad y coraje que solo tienen quienes se saben diferentes y, aun así, apuestan por construir.

—¿Y si organizamos una jornada cultural? —dijo Clara—. Un día completo: talleres, libros, música… Algo que reúna a todos, sin que nadie se sienta fuera.

—Y con comida —añadió Andrés—. Aquí, si no hay comida, no hay pueblo.

Se pusieron manos a la obra. Recorrieron casas, repartieron invitaciones hechas a mano, pidieron ayuda a quien se animara. Algunos dijeron que sí con entusiasmo; otros, con cortesía. Algunos, simplemente, no dijeron nada.

El sábado amaneció con sol y olor a romero. En la entrada de La Casa Abierta, colgaron una pancarta pintada por Sofía:

"DÍA DE PUERTAS ABIERTAS – CULTURA PARA TODOS"

Había sillas, mesas con libros donados, una cafetera que no paraba de burbujear, una pequeña tarima hecha con palets donde Andrés había colocado dos altavoces y un micrófono. Raúl, el del bar, prestó neveras portátiles. Rosita trajo una olla de lentejas con chorizo. Clara preparó limonada. Y Lucía colgó una hoja grande en la pared con una frase que muchos se detuvieron a leer: “No hay pueblo pequeño donde haya imaginación grande.”

A las once, llegaron los primeros: Sofía, con dos amigas del instituto del pueblo de al lado; Ramón, con su bastón y una bolsa de nueces; y una pareja de granjeros que traía mermeladas caseras. Para el mediodía, ya había más de treinta personas. Algunas curioseaban, otras escuchaban charlas, otras se sentaban simplemente a ver pasar el día.

Hugo dio un taller sobre fotografía con el móvil. Clara enseñó a hacer jabones con lavanda. Lucía dirigió una actividad de introducción al diseño digital para niños. Andrés, como maestro de ceremonias improvisado, se encargaba de presentar los eventos con su humor afilado pero amable.

Pero claro… no todos estaban para celebrar.

Cerca de las tres, mientras empezaban a servir los platos, apareció Pepe, de brazos cruzados, acompañado de otros dos vecinos de mirada torva.

—¿Y esto qué es, un carnaval de ciudad? —dijo, mirando con desprecio las banderitas de colores.

—Esto es una jornada cultural —respondió Andrés—. Pero si quieres llamarlo carnaval, también vale.

—Y con subvenciones, seguro. ¿O esto sale del aire?

—Esto sale de nosotros —intervino Lucía—. Nadie cobra, nadie gana nada. Solo compartimos.

Pepe resopló.

—¿Compartís o queréis adoctrinar?

Ahí, el ambiente se tensó. Pero antes de que alguien respondiera, se oyó la voz clara y fuerte de Rosita desde una mesa:

—Pepe, si te molesta lo que ves, tienes dos opciones: o te quedas y aprendes, o te vas y no molestas. Lo que no puedes hacer es envenenar lo que otros han cocinado con esfuerzo.

Silencio.

Uno de los hombres que venía con él bajó la vista. El otro se marchó sin decir palabra. Pepe se quedó un rato más, de pie, sin hablar. Luego, sin drama, se fue.

A las cinco de la tarde, cuando Lucía puso música suave y comenzaron a leerse fragmentos de libros en voz alta, algunos vecinos que no habían dicho ni “hola” se quedaron hasta el final. A las seis, hubo un pequeño recital improvisado. Y al atardecer, los niños jugaban en el patio trasero mientras los mayores tomaban café en sillas traídas de casa.

No fue perfecto. Pero fue real.

Y al final del día, cuando las luces se apagaron y los platos se fregaron, las cuatro personas que lo habían hecho posible se miraron en el centro de la sala vacía.

—¿Creéis que ha servido de algo? —preguntó Clara, con voz cansada.

—Hoy no nos han querido todos. Pero tampoco nos han evitado todos —dijo Hugo.

—Algunos se han reído. Otros se han callado. Y otros han escuchado —añadió Andrés.

Lucía asintió, mirando las huellas de los zapatos en el suelo.

—Eso ya es un comienzo.

Y en un pueblo donde los comienzos se miden en silencios rotos, eso era mucho.

 San Bartolomé y el equilibrio

 Cada año, a finales de septiembre, el pueblo se vestía con su mejor versión: banderines de tela cosidos a mano, luces colgando de balcón en balcón, olor a churros y fritanga impregnando el aire, música de charanga que se colaba hasta en los establos.

La Fiesta Patronal de San Bartolomé no era solo una fiesta: era la fiesta. La cita ineludible. El espejo en que el pueblo se miraba para recordarse a sí mismo. Y este año, por primera vez, sería diferente.

—¿Entonces nos han invitado? —preguntó Clara, escéptica, mirando el cartel pegado en la puerta del bar.

—A todos —respondió Rosita, saliendo con una bolsa de magdalenas—. Invitación abierta. Pero no os engañéis: lo que quieren ver es si vais o si os escondéis.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó Hugo.

Rosita sonrió.

—Que si no vais, ganan ellos. Y si vais… bueno, también puede que ganen ellos, pero os vais a divertir.

Durante los días previos, los comentarios volaban. Algunos decían que “las parejitas” iban a organizar su propio tenderete dentro de la feria. Otros, que iban a montar un "espectáculo moderno" durante la misa (rumor que incluso hizo que el cura llamara al alcalde, asustado).

La verdad era más simple: Hugo y Andrés habían ofrecido montar una exposición fotográfica con imágenes del pueblo y sus gentes. Clara y Lucía proponían un pequeño stand con talleres para niños. Todo aprobado. Todo dentro del programa. Pero bastaba su presencia para remover las aguas.

La tarde de la víspera, el pueblo ya estaba en ebullición. Cohetes, niños corriendo, camiones descargando mesas, viejos peleando por el volumen del altavoz de la plaza. La Casa Abierta había sido decorada con flores secas y fotos antiguas que Sofía y Ramón habían ayudado a enmarcar.

Nadie hablaba del tema. Pero todos lo pensaban: ¿irán? ¿Y cómo? Y fueron.

El día de San Bartolomé, las dos parejas llegaron caminando, sin esconderse, sin disfrazarse de nadie más. Hugo con camisa blanca, Andrés con sombrero de paja, Lucía con un vestido de lino y Clara con los labios pintados de rojo.

Se pararon en cada puesto. Saludaron. Compraron dulces. Ayudaron a una niña que se había caído. Se sentaron junto a Rosita y Ramón en una mesa. Y esperaron.

El primer choque llegó durante el pregón. El alcalde, más sudoroso que solemne, subió al estrado. A su lado, el cura. Y al otro, un silencio que parecía contener varias generaciones de tensión.

—Este año… —comenzó el alcalde— …celebramos San Bartolomé con más participación que nunca. Nuevas caras, nuevas ideas, y, sí, nuevas formas de ver nuestro pueblo.

Murmullos.

—Y aunque no todos estemos de acuerdo en todo, creo que podemos estar de acuerdo en una cosa: este es un pueblo vivo, que sigue adelante. Y eso merece una fiesta.

Hubo aplausos, algunos tímidos. Otros sinceros. Hugo sintió una mano en su hombro. Era Sofía, con una cámara colgada al cuello.

—¿Me dejas haceros una foto?

—Claro —dijo Andrés, sonriendo—. Pero solo si nos etiquetas.

Al final de la noche, cuando la música cesó y las luces colgantes parpadeaban en retirada, pasó algo inesperado.

Pepe se acercó. Lento. Tenso. Con el gesto de quien ha perdido una batalla interna y no sabe si darla por acabada.

—La exposición estaba bien —dijo, mirando a Hugo.

—Gracias —respondió él—. Son fotos del pueblo. No nuestras.

Pepe asintió. Hizo amago de decir algo más, pero se dio la vuelta y se fue.

No era perdón. No era aceptación. Pero tampoco era rechazo.

Era otra grieta. Otra.

Al volver a casa, con los zapatos llenos de polvo y la ropa impregnada de verbena, Clara se detuvo en mitad del camino.

—¿Lo oís?

—¿El qué? —preguntó Lucía.

—Eso. El silencio. Pero esta vez no pesa tanto.

Porque San Bartolomé del Valle seguía siendo el mismo. Pero también, ya no.

Y eso, poco a poco, era una victoria.

 Votos y esperanzas

 El otoño avanzaba con su luz dorada y sus tardes más cortas. En San Bartolomé del Valle, los días empezaban a llenarse de carteles, discursos y promesas.

Las elecciones municipales se acercaban, y con ellas, una oportunidad única: decidir qué tipo de pueblo querían ser.

El actual alcalde, hombre práctico pero tradicional, había anunciado que se presentaría para un nuevo mandato. Su principal oponente era Marina, una joven maestra que había vuelto al pueblo tras años en la ciudad, con ideas frescas y una mirada crítica.

Marina había hablado con Hugo y Andrés, escuchado a Clara y Lucía, y apoyaba el proyecto cultural. Pero sabía que no todos estaban listos para ese cambio.

En el bar, Pepe, que rara vez hablaba de política, murmuraba con otros vecinos:

—Esto ya no es solo fotos ni fiestas. Esto es decidir quién manda.

—Y yo no quiero que cambien mi pueblo —decía Teresa—. Que venga quien venga, que mantenga lo nuestro.

—Pero lo nuestro ya no es para todos —respondió Ramón—. Eso hay que reconocerlo.

Mientras tanto, en La Casa Abierta, las cuatro personas preparaban un encuentro abierto para debatir con los vecinos sus propuestas y escuchar opiniones. Era su forma de participar, de hacer política sin ser políticos, de construir puentes.

La noche del debate, el salón del Ayuntamiento volvió a llenarse. Esta vez, con más caras nuevas y más miradas expectantes.

El alcalde habló primero, prometiendo “orden y respeto a las tradiciones”. Marina, con voz clara, habló de “innovación, inclusión y futuro”.

Hugo tomó la palabra:

—No pedimos privilegios. Pedimos un lugar para ser y para hacer. Que San Bartolomé no sea solo un recuerdo, sino un presente abierto.

Clara añadió:

—No somos la amenaza. Somos la oportunidad.

Las palabras no borraron los miedos, pero sí comenzaron a disolver el silencio.

Y cuando se apagaron las luces del salón, las urnas estaban listas.

El pueblo, esa noche, no solo votaba candidatos. Votaba su propio reflejo.

 Campaña a fuego lento

 Las calles de San Bartolomé del Valle, que hasta hacía poco parecían detenidas en el tiempo, comenzaron a llenarse de carteles y murmullos. Los colores de las campañas —azul del alcalde, verde de Marina— aparecían en ventanas, tiendas y postes de luz, mientras el pueblo se debatía entre la nostalgia y el cambio.

En la taberna de Raúl, epicentro de debates y cuchicheos, se sentaron Pepe y Ramón una tarde gris, la primera semana de campaña.

Pepe, con el ceño fruncido, se quejaba de las “modernidades” que venían con Marina y sus amigos nuevos.

—¿Quieres que te diga? Esto se está poniendo feo. Ni los jóvenes saben lo que quieren.

Ramón, siempre tranquilo, lo miró con paciencia.

—Tal vez no saben lo que quieren todavía. Pero al menos están intentando algo.

—¿Intentar? Eso es cambiar la esencia del pueblo.

Mientras tanto, en La Casa Abierta, Clara y Lucía organizaban una reunión para apoyar a Marina. Habían conseguido que Rosita y algunos vecinos veteranos también participaran, en un acto de alianza que sorprendió a muchos.

—No se trata de borrar el pasado —decía Rosita—. Se trata de sumar, de que este pueblo respire.

Pero no todos los días fueron amables. Una noche, cuando Hugo regresaba a casa, encontró pintadas en la puerta de La Casa Abierta: “Fuera forasteros” y “Aquí no sois bienvenidos”. El golpe era duro, pero también sirvió para que más vecinos mostraran su apoyo, dejando flores y mensajes de ánimo.

La campaña avanzaba con debates en el bar, reuniones en la plaza, y visitas casa por casa. Sofía, con su cámara siempre lista, documentaba los momentos: las sonrisas, las miradas esquivas, las discusiones acaloradas.

En un giro inesperado, Pepe apareció un día en La Casa Abierta. No llevaba carteles, ni propuestas, solo una caja de manzanas de su huerto.

—No vengo a pelear —dijo—. Solo quiero que sepáis que el pueblo no es solo de unos ni de otros.

Las semanas fueron tensas, pero también llenas de pequeños puentes.

Entre las calles empedradas y las casas blancas, San Bartolomé aprendía a convivir con la incertidumbre.

 Esperas y silencios

 La víspera de las elecciones cayó sobre San Bartolomé del Valle con un cielo limpio y un aire frío que parecía querer limpiar el polvo de meses de campaña. En La Casa Abierta, las cuatro personas se reunieron alrededor de la mesa del comedor, rodeadas de papeles, tazas de té y una luz cálida que contrastaba con la incertidumbre que flotaba en el ambiente.

—Mañana es un día importante —dijo Hugo, rompiendo el silencio mientras repasaba las notas que había tomado durante los debates—. No solo para nosotros, sino para todo el pueblo.

Andrés asintió, jugando con una cucharilla.

—Lo sé. Pero también siento miedo. ¿Y si ganan los que quieren mantener todo igual? ¿Y si retrocedemos?

Clara miró por la ventana.

—Yo trato de pensar que, gane quien gane, ya hemos plantado una semilla. La raíz está ahí.

Lucía suspiró.

—Pero ¿y si esa raíz no crece? ¿Y si la tierra no es fértil?

Los cuatro hablaron de sus sueños, de las miradas que habían recibido, de las conversaciones que aún tenían en la cabeza. Hugo recordó a Rosita, a Sofía, a los pocos vecinos que se habían acercado con sinceridad.

—Ellos son el pueblo también —dijo—. No estamos solos.

Esa noche, antes de dormir, Clara escribió en su diario:

“Estamos en la cuerda floja. Pero no importa cuán difícil sea el camino, no quiero que este lugar sea solo un refugio para nosotros, sino una casa abierta para todos.”

A la mañana siguiente, se levantaron temprano. Lucía preparó café, Andrés revisó las urnas simbólicas que habían colocado en La Casa Abierta para la gente que quisiera expresar sus opiniones, y Clara ayudó a Hugo a organizar las cámaras.

—Sea cual sea el resultado, estaremos juntos —dijo Andrés, apretando la mano de Hugo.

Y esa certeza, más que cualquier voto, les dio fuerza para enfrentar lo que viniera.

 El día decisivo

 El sol amaneció tímido, como si también quisiera contener la respiración. San Bartolomé del Valle despertaba con el murmullo de susurros mezclados con el canto de los pájaros, el crujir de las hojas secas y el latido acelerado de un pueblo al borde de un cambio.

Las calles se fueron llenando poco a poco. Las mujeres mayores, vestidas con mantones, saludaban con reservas. Los jóvenes caminaban de dos en dos, intercambiando miradas y palabras en voz baja. En el bar, Raúl servía cafés a un ritmo inusual, mientras algunos vecinos consultaban las noticias en la radio.

En La Casa Abierta, Hugo, Andrés, Clara y Lucía organizaron un pequeño punto de encuentro para quienes quisieran acompañarse en la espera. Había chocolate caliente, galletas, y una pizarra donde iban anotando el avance de las votaciones.

Las horas transcurrieron lentas, llenas de silencios nerviosos y miradas cruzadas. Cada voto depositado era una historia, una esperanza, un temor.

—¿Crees que han ido a votar todos? —preguntó Lucía a Andrés, que apenas podía apartar la vista del móvil.

—No lo sé —respondió él—. Pero lo que importa es que hemos dado voz a quienes antes no la tenían.

Cuando la urna se cerró en el Ayuntamiento y el recuento comenzó, la plaza se fue llenando de vecinos, algunos con sus mejores galas, otros con la ropa de trabajo aún manchada de tierra.

El alcalde, con gesto serio pero firme, anunció los primeros números. Marina y su equipo observaban en silencio, sosteniendo las manos.

—Con un 52% de los votos —dijo el secretario—, la nueva alcaldesa de San Bartolomé del Valle es Marina.

Un grito de alegría se escapó de la plaza. Algunos aplaudieron con entusiasmo; otros miraron hacia otro lado, incapaces de aceptar el cambio.

Pepe, con las manos en los bolsillos, se acercó a Hugo.

—No pensé que fuera a pasar —dijo con voz baja—. Pero supongo que el pueblo habla.

Hugo asintió.

—Sí. Y es hora de escuchar.

La noche cayó sobre el pueblo con una mezcla de júbilo y nerviosismo. En La Casa Abierta, las parejas celebraron en calma, conscientes de que el camino apenas comenzaba.

—No va a ser fácil —dijo Clara—, pero hoy ganamos algo más que un puesto. Ganamos un futuro.

Y en ese futuro, a pesar de las dudas, ya brillaba una luz.

 Las sombras del cambio

 La alegría por la victoria de Marina aún flotaba en La Casa Abierta cuando comenzaron a llegar las primeras señales de rechazo. No era una tormenta abierta, sino un goteo constante, un susurro que se hacía más duro con el paso de los días.

Pepe, que había aceptado la derrota con resignación, comenzó a mostrarse más distante. En el bar, comentaba con los suyos:

—Esto no es lo que queríamos. Nos están cambiando el pueblo sin preguntarnos.

Una noche, mientras Andrés cerraba las ventanas, vio a un grupo de hombres jóvenes cruzar la plaza murmurando entre ellos, con miradas duras hacia La Casa Abierta.

Una mañana, Clara encontró la puerta del taller con arañazos profundos. No había palabras, solo marcas que gritaban rechazo.

Lucía, al ir al mercado, escuchó a un par de mujeres mayores decir:

—No sé qué harán esas gentes, pero esto no es para nosotros.

Pero no todo era resistencia. Rosita organizó una comida comunitaria en la plaza para intentar calmar los ánimos y tender puentes.

—El pueblo somos todos —dijo con voz firme—, no importa de dónde vengamos ni a quién amemos.

Sin embargo, la tensión seguía aumentando. Un grupo comenzó a difundir rumores sobre La Casa Abierta, acusándolos de “imponer ideas foráneas” y “romper tradiciones”.

Hugo y Andrés, preocupados, decidieron reunirse con el alcalde saliente y con Marina para buscar soluciones.

—No podemos permitir que el miedo divida el pueblo —dijo Marina—. La inclusión no es una amenaza, es una oportunidad.

Pero la realidad era más compleja. En las sombras, los conflictos crecían, y el equilibrio frágil de San Bartolomé del Valle comenzaba a tambalearse.

 Construyendo puentes

 Las heridas abiertas por los días anteriores aún dolían, pero Marina no estaba dispuesta a dejar que la división se instalara en San Bartolomé del Valle. Con Hugo, Andrés, Clara y Lucía a su lado, comenzó a trazar un plan para enfrentar la resistencia con diálogo y acciones que incluyeran a todos.

La primera iniciativa fue convocar una Asamblea Abierta en la plaza mayor, un espacio simbólico donde cada vecino pudiera expresar sus miedos, dudas y esperanzas sin miedo a ser juzgado.

El día de la asamblea, el aire estaba cargado de expectación. Al principio, las palabras fueron duras y directas. Algunos defendían con fervor las tradiciones, otros pedían respeto y reconocimiento.

Marina abrió la sesión:

—Este pueblo es el hogar de todos. No venimos a cambiar sus raíces, sino a que crezcan y den frutos nuevos. Queremos escucharles, aprender de ustedes y construir juntos.

Poco a poco, las voces se suavizaron. Hugo habló sobre la importancia de la diversidad, Andrés recordó la riqueza que traen las diferentes formas de vida, Clara y Lucía compartieron sus sueños para un pueblo abierto y acogedor.

Vecinos como Pepe, aunque cautelosos, reconocieron que el miedo no podía ser la base para vivir.

La asamblea terminó con un acuerdo: un calendario de actividades culturales, talleres y encuentros donde todas las generaciones y puntos de vista tendrían lugar. Se comprometieron a trabajar juntos, no sin dificultades, pero con respeto.

En las semanas siguientes, La Casa Abierta se llenó de risas, debates y trabajo conjunto. Los vecinos comenzaron a conocerse más allá de los prejuicios, y el pueblo respiró un aire de esperanza renovada.

Marina, en una entrevista para la radio local, concluyó:

—El cambio no es solo una cuestión de leyes o cargos, es una cuestión de corazones. Y en San Bartolomé, estamos aprendiendo a abrirlos.

 Semillas de cambio

 El otoño fue testigo de una nueva energía en San Bartolomé del Valle. Las calles, las plazas y hasta las esquinas más olvidadas se llenaron de vida, risas y gestos que comenzaron a deshacer años de desconfianza.

Cada domingo, La Casa Abierta acogía talleres de fotografía dirigidos por Hugo y Andrés. Vecinos de todas las edades se reunían para aprender a mirar con otros ojos, a capturar la belleza escondida en los rincones cotidianos del pueblo.

Clara y Lucía organizaron por su parte clases de cocina tradicional y contemporánea, donde abuelas compartían recetas con los jóvenes, mientras todos descubrían sabores nuevos y recuerdos antiguos.

Rosita lideraba los encuentros de memoria oral, sentando a los mayores con los más jóvenes alrededor de una hoguera en la plaza, donde las historias se convertían en puente entre generaciones.

Los niños, antes tímidos, comenzaron a jugar juntos sin importar diferencias. El mercado semanal se transformó en un lugar donde el arte local se mezclaba con la música en vivo, y los debates sobre el futuro se daban en tono de conversación más que de confrontación.

Un día, Pepe se acercó a La Casa Abierta con una cesta de manzanas y una sonrisa más abierta que nunca.

—Nunca pensé que diría esto —confesó—, pero esto está mejorando.

Aunque no faltaron momentos de tensión, esos fueron cada vez menos frecuentes. Y en las caras, en los gestos, se veía que algo nuevo había echado raíces.

En la plaza, durante una de las últimas jornadas culturales, Marina levantó la copa y brindó:

—Por San Bartolomé, por sus gentes, por el pasado que nos enseña y el futuro que construimos juntos.

Y así, poco a poco, la España profunda mostraba que la convivencia y el cambio eran posibles, cuando la voluntad y el corazón se unen.

 La noche de la luz compartida

 La primavera llegó con una promesa de renovación. En San Bartolomé del Valle, la última jornada cultural de la temporada se preparaba con especial ilusión.

El evento estrella sería “La Noche de la Luz Compartida”, una velada diseñada para celebrar la diversidad, la historia y el futuro del pueblo, donde cada vecino tenía un papel.

Durante semanas, Hugo y Andrés habían coordinado la instalación de una exposición fotográfica en la plaza mayor, con imágenes capturadas por vecinos de todas las edades, mostrando “miradas del pueblo”: desde los campos dorados al amanecer hasta las manos arrugadas que habían labrado la tierra.

Clara y Lucía, con la ayuda de Rosita, organizaron un recital de poesía y música tradicional, mezclando versos antiguos con canciones contemporáneas que hablaban de amor, lucha y esperanza.

A medida que el sol se ocultaba, los vecinos comenzaron a llegar con pequeñas linternas, velas y faroles hechos a mano. Los niños corrían entre risas, los mayores charlaban emocionados, y la plaza se iluminaba poco a poco con una luz cálida que parecía abrazar el pueblo entero.

Marina tomó el micrófono y dijo:

—Esta luz que compartimos no solo ilumina la noche. Ilumina también nuestro camino como comunidad. Aquí estamos, juntos, dejando atrás las sombras del miedo.

Uno a uno, los vecinos encendieron sus faroles y los colocaron en la fuente central de la plaza, creando un mosaico de luces que reflejaba la diversidad y unidad del pueblo.

Pepe, con una sonrisa orgullosa, colocó su linterna al lado de la de Clara, y el gesto fue recibido con aplausos y miradas cómplices.

La noche avanzó entre música, abrazos y promesas.

Esa noche, San Bartolomé del Valle no solo celebró un evento, sino que selló un pacto silencioso: el compromiso de construir un pueblo donde cada luz, cada historia, contara.

Al final, Hugo susurró a Andrés:

—Mira todo esto… Nunca imaginé que podríamos llegar tan lejos.

Andrés le apretó la mano.

—Y aún queda mucho camino. Pero esta noche, somos uno.

 Luz que perdura

 Pasaron los meses y San Bartolomé del Valle nunca volvió a ser el mismo.

La “Noche de la Luz Compartida” se había convertido en una tradición anual, un momento en que el pueblo recordaba su capacidad para renovarse sin perder su esencia.

Las actividades culturales crecieron, con nuevos talleres, ferias y encuentros. Los vecinos aprendieron a valorar sus diferencias, a ver en la diversidad una fortaleza, no una amenaza.

Incluso aquellos que al principio miraban con recelo, hoy formaban parte activa, compartiendo historias, risas y sueños.

Hugo y Andrés siguieron fotografiando el pueblo, pero ahora sus imágenes reflejaban también la alegría en los rostros, las manos entrelazadas, las fiestas que unían generaciones.

Clara y Lucía abrieron un pequeño café cultural en una antigua casona, donde se mezclaban las recetas tradicionales con ideas nuevas, y donde todos se sentían bienvenidos.

Marina, reelegida alcaldesa, impulsó políticas que cuidaban tanto el patrimonio como la inclusión, con proyectos de vivienda, educación y cultura que integraban a todos.

Pepe, ahora un hombre más abierto y sonriente, a veces se sentaba en el banco de la plaza a contemplar el movimiento, recordando con nostalgia y gratitud el camino recorrido.

Un día, en una de las paredes del pueblo, apareció una frase pintada a mano:
“Aquí aprendimos que la luz más fuerte nace de la unión de muchas pequeñas luces.”

La historia de San Bartolomé del Valle no era solo la de un pueblo pequeño en la España profunda.

Era la historia de un lugar que decidió abrir sus puertas y sus corazones, y donde el amor, la diversidad y el respeto sembraron raíces profundas.

Y así, entre la belleza de sus paisajes y la calidez de su gente, la luz compartida siguió brillando, para siempre.

  

Arturo Culebras Mayordomo

Madrid, 2025

 

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