lunes

 



“LA PRIMERA OLA”

 


Eliseo tenía ochenta y tres años cuando vio el mar por primera vez. Había nacido en un caserío entre montañas, donde el horizonte era de piedra y niebla. Su vida transcurrió entre sembradíos, animales y silencios rotos sólo por el canto de los grillos o el crujir de las ramas. Nunca viajó lejos; el mundo, para él, cabía en una comarca.

 

Pero esa mañana, de la mano de su nieta, llegó a la playa. Ella lo llevó como quien cumple una promesa antigua, de esas que no se dicen en voz alta pero pesan en los huesos. Cuando bajaron del coche, Eliseo no habló. Caminó lento por la arena, y al ver la línea del horizonte, se detuvo. Sus ojos, cansados, pero aún limpios, se abrieron como si volvieran a nacer. El viento le revolvía el cabello escaso, le metía sal en la boca, y sin embargo, no se movía. Era como si el tiempo lo hubiese soltado allí, en ese borde entre tierra y agua, para que entendiera algo.

 

- Es tan grande -murmuró, sin saber si hablaba del mar o de la vida que le había pasado sin él.

 

            Una ola vino, tímida, a besarle los pies. Él se inclinó un poco, como saludando. Tenía lágrimas, pero no de tristeza. Era otra cosa. Una mezcla de asombro, humildad y un agradecimiento que no encontraba palabras. Por fin comprendió lo que decían los marineros, los poetas, los locos: que el mar no se mira, se siente. Que es espejo y abismo. Que uno no lo ve con los ojos, sino con todo el cuerpo.

 

Esa tarde, Eliseo no dijo mucho más. Se sentó en la arena, dejó que las olas vinieran y se fueran. Como la vida. Y por primera vez, no tuvo miedo de morir. Llegó la noche, y Eliseo, tumbado sobre su cama dejó que sus pensamientos inundaran la estancia. “… Si pudieras oírme, Aurora, si de algún modo estas palabras te alcanzaran, como esas cartas que nunca mandamos pero que igual escribimos… te contaría lo que vi hoy. No para presumir, ya sabes que eso nunca fue lo mío. Te lo contaría porque es injusto que no lo hayas visto tú también. Porque este momento no termina de ser completo sin tu mirada a mi lado. Hoy vi el mar, Aurora.

 

Sí, así como lo oyes. Ese que tantas veces imaginamos mientras lavábamos la ropa en el río. El que decían que olía a sal y a promesas. Hoy lo tuve delante. Inmenso. Inmóvil y al mismo tiempo vivo. Era como si el cielo se hubiera caído de costado, pero sin romperse. ¿Te acuerdas cómo solías decir que el mar debía sonar como un suspiro grande? Tenías razón. Es un suspiro que no acaba nunca, que entra y sale como el pecho de un gigante dormido. Y ese sonido… ay, mujer. Es como si el tiempo mismo respirara en él.

 

Me quedé parado un buen rato, sin saber si llorar o reír. Creo que hice las dos cosas. Me sentí pequeño, ¿sabes? Pero no con tristeza, no. Me sentí parte de algo. Como cuando te agarraba la mano por las noches y todo estaba en su sitio. Pensé en ti. Pensé en tus ganas de verlo, en tus ojos cuando me decías que algún día, cuando los hijos ya volaran solos, iríamos juntos. Pero la vida no esperó. Ya ves, como tantas cosas que dejamos para después.

 

Si hubieras estado ahí, te habría llevado hasta la orilla, y te habría dicho: “Mira, Aurora aquí está. No era un cuento. Era más grande de lo que pensamos”. Y seguro que te habrías quitado los zapatos sin decir nada, como siempre hacías, y te habrías metido en el agua con la falda remangada, con esa risa que me salvaba del mundo.

 

Y te juro que por un segundo, cuando la brisa me pegó en la cara, sentí tu olor. Ese tuyo, entre lavanda y pan recién hecho. Y supe que, de algún modo, estabas ahí. En el aire, en la espuma, en el temblor de mis rodillas. Perdona si tardé tanto, Aurora. Que no cumplí antes esa promesa sin palabras. Pero estuve. Por los dos. Y cuando la primera ola me tocó los pies, sentí que también te tocaba a ti. Te vi en el agua, en el cielo, en el eco de lo que fuimos. Y por fin, entendí: no hay adiós en el mar. Todo lo que entra en él, vuelve…”.

 

Cuando volvió al pueblo, Eliseo traía algo distinto en los ojos. No era que caminara más derecho ni que hablara más fuerte -los años seguían pesando igual en sus huesos-, pero algo en su silencio era nuevo, como si su alma hubiera encontrado una ventana abierta. La gente del pueblo lo miraba curioso. Algunos sabían del viaje, otros apenas se enteraban cuando lo veían llegar, con su sombrero ladeado, la piel un poco más tostada y una expresión serena, de esas que no se compran ni se heredan.

 

Lo primero que hizo fue sentarse en la plaza, en el banco de siempre. El mismo donde, décadas atrás, había cortejado a Aurora con palabras torpes y dulces. Ahora hablaba con más calma, pero con una pasión que sorprendía.

 

-¿Y entonces, don Eliseo? -le preguntó Gregorio, el panadero, entre risas-. ¿Tanto dicen del mar y no es más que agua?

 

Eliseo sonrió, lento. Se tomó su tiempo. Después alzó la vista, como si aún pudiera ver aquella línea donde el cielo se cae en el agua.

 

-No, Gregorio… No es sólo agua. Es todo lo que no sabíamos.

 

La gente se fue acercando. La viuda Rosa, los mellizos Sánchez, el cura, hasta los niños que lo conocían sólo como “el abuelo que arregla sillas”. Todos querían escucharlo. Y Eliseo habló. No como un maestro, sino como un testigo. Describió el olor a sal, el rugido de las olas, el azul que cambia con la luz, el modo en que el viento parecía decir cosas en voz baja.

 

-Uno cree que ya lo ha visto todo -dijo—. Que la vida ya no tiene sorpresas. Pero cuando te parás frente al mar… te das cuenta de que apenas fuiste una gota en medio de algo mucho más grande. Y en vez de asustarte, te da paz.

 

-¿Y no le dio miedo? -preguntó una niña con trenzas.

 

-No, hijita. Al contrario. El mar no da miedo. Te pone en tu lugar, y eso, a esta edad, es un consuelo.

 

Luego habló de Aurora, claro. De cómo la había sentido ahí. No como un recuerdo triste, sino como una presencia firme, fundida con el vaivén del agua.

 

-¿Y volverá, don Eliseo?-le preguntó alguien.

 

-No lo sé -dijo, encogiéndose de hombros—. Tal vez no me haga falta. El mar ya se me metió adentro. Y cuando uno lleva el mar por dentro… lo tiene para siempre.

 

Esa noche, en el pueblo, se habló más del mar que en los últimos cincuenta años. Algunos comenzaron a planear viajes. Otros, simplemente, soñaron distinto. Y aunque muchos quizá nunca lo vean con sus propios ojos, desde entonces, todos sabían que algo allá afuera -inmenso, vibrante y lleno de misterio- los esperaba.

 

Y en el banco de la plaza, bajo un cielo estrellado, Eliseo se quedó un rato más, escuchando el murmullo del viento. Como si el mar, desde tan lejos, aún le hablara.

 

Pasaron algunos meses desde aquel viaje. Eliseo siguió con su vida en el pueblo, como siempre: barriendo el patio al amanecer, cuidando sus geranios, contando historias a los nietos del barrio y arreglando sillas. Pero ya no era el mismo. Algo en él había cambiado. No se le notaba en lo que hacía, sino en cómo lo hacía: con una ligereza nueva, como quien ya no le teme al final del camino porque ha visto lo suficiente. Nunca volvió al mar. Ni quiso. Decía que aquel momento era perfecto, y que volver sería romperlo. “Fue un regalo”, decía, “y los regalos no se piden dos veces”.

 

Una mañana, no salió de su cuarto. La nieta que vivía con él, al ver que no se levantaba, entró en silencio. Lo encontró acostado de lado, con la manta hasta la cintura, las manos cruzadas sobre el pecho y una expresión serena en el rostro. No había señales de dolor ni de lucha. Parecía dormido. Pero en sus labios había algo más: una sonrisa. Pequeña, apenas un gesto, pero profunda como las olas.

 

En su mesita de noche, había una piedra lisa, redonda, que había recogido en la playa aquel día. Y un papel doblado. La nieta lo leyó con los ojos húmedos. Era una carta, corta, dirigida a Aurora. “Amor mío: Ya nos queda poco. El mar me lo dijo. Pero no tengas miedo. Donde rompen las olas, te estaré esperando. Tu Eliseo.”

 

El pueblo entero lo despidió. No con lamentos, sino con respeto. Lo enterraron al lado de Aurora, bajo un almendro, en la loma donde solían sentarse a mirar caer la tarde. Y fue como si, al fin, él también hubiera llegado a la orilla.

 

Desde entonces, cada vez que el viento sopla desde el sur, los más viejos dicen que se escucha un rumor leve entre los árboles, como una ola rompiendo muy despacio. Y quienes lo conocieron aseguran que, al morir, Eliseo no se fue. Se hizo mar.


A
.C.M.

Madrid, 2025

 

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