“LA PRIMERA OLA”
Pero esa mañana, de la mano de su nieta,
llegó a la playa. Ella lo llevó como quien cumple una promesa antigua, de esas
que no se dicen en voz alta pero pesan en los huesos. Cuando bajaron del coche,
Eliseo no habló. Caminó lento por la arena, y al ver la línea del horizonte, se
detuvo. Sus ojos, cansados, pero aún limpios, se abrieron como si volvieran a
nacer. El viento le revolvía el cabello escaso, le metía sal en la boca, y sin
embargo, no se movía. Era como si el tiempo lo hubiese soltado allí, en ese
borde entre tierra y agua, para que entendiera algo.
- Es tan grande -murmuró, sin saber
si hablaba del mar o de la vida que le había pasado sin él.
Una
ola vino, tímida, a besarle los pies. Él se inclinó un poco, como saludando.
Tenía lágrimas, pero no de tristeza. Era otra cosa. Una mezcla de asombro,
humildad y un agradecimiento que no encontraba palabras. Por fin comprendió lo
que decían los marineros, los poetas, los locos: que el mar no se mira, se
siente. Que es espejo y abismo. Que uno no lo ve con los ojos, sino con todo el
cuerpo.
Esa tarde, Eliseo no dijo mucho más. Se
sentó en la arena, dejó que las olas vinieran y se fueran. Como la vida. Y por
primera vez, no tuvo miedo de morir. Llegó la noche, y Eliseo, tumbado sobre su cama dejó que sus
pensamientos inundaran la estancia. “… Si pudieras oírme, Aurora, si de algún modo
estas palabras te alcanzaran, como esas cartas que nunca mandamos pero que
igual escribimos… te contaría lo que vi hoy. No para presumir, ya sabes que eso
nunca fue lo mío. Te lo contaría porque es injusto que no lo hayas visto tú
también. Porque este momento no termina de ser completo sin tu mirada a mi
lado. Hoy vi el mar, Aurora.
Sí, así como lo oyes. Ese que tantas veces
imaginamos mientras lavábamos la ropa en el río. El que decían que olía a sal y
a promesas. Hoy lo tuve delante. Inmenso. Inmóvil y al mismo tiempo vivo. Era
como si el cielo se hubiera caído de costado, pero sin romperse. ¿Te acuerdas
cómo solías decir que el mar debía sonar como un suspiro grande? Tenías razón.
Es un suspiro que no acaba nunca, que entra y sale como el pecho de un gigante
dormido. Y ese sonido… ay, mujer. Es como si el tiempo mismo respirara en él.
Me quedé parado un buen rato, sin saber si
llorar o reír. Creo que hice las dos cosas. Me sentí pequeño, ¿sabes? Pero no
con tristeza, no. Me sentí parte de algo. Como cuando te agarraba la mano por
las noches y todo estaba en su sitio. Pensé en ti. Pensé en tus ganas de verlo,
en tus ojos cuando me decías que algún día, cuando los hijos ya volaran solos,
iríamos juntos. Pero la vida no esperó. Ya ves, como tantas cosas que dejamos
para después.
Si hubieras estado ahí, te habría llevado
hasta la orilla, y te habría dicho: “Mira, Aurora aquí está. No era un cuento.
Era más grande de lo que pensamos”. Y seguro que te habrías quitado los zapatos
sin decir nada, como siempre hacías, y te habrías metido en el agua con la
falda remangada, con esa risa que me salvaba del mundo.
Y te juro que por un segundo, cuando la
brisa me pegó en la cara, sentí tu olor. Ese tuyo, entre lavanda y pan recién
hecho. Y supe que, de algún modo, estabas ahí. En el aire, en la espuma, en el
temblor de mis rodillas. Perdona si tardé tanto, Aurora. Que no cumplí antes
esa promesa sin palabras. Pero estuve. Por los dos. Y cuando la primera ola me
tocó los pies, sentí que también te tocaba a ti. Te vi en el agua, en el cielo,
en el eco de lo que fuimos. Y por fin, entendí: no hay adiós en el mar. Todo lo
que entra en él, vuelve…”.
Cuando volvió al pueblo, Eliseo traía algo
distinto en los ojos. No era que caminara más derecho ni que hablara más fuerte
-los años seguían pesando igual en sus huesos-, pero algo en su silencio era
nuevo, como si su alma hubiera encontrado una ventana abierta. La gente del pueblo
lo miraba curioso. Algunos sabían del viaje, otros apenas se enteraban cuando
lo veían llegar, con su sombrero ladeado, la piel un poco más tostada y una
expresión serena, de esas que no se compran ni se heredan.
Lo primero que hizo fue sentarse en la
plaza, en el banco de siempre. El mismo donde, décadas atrás, había cortejado a
Aurora con palabras torpes y dulces. Ahora hablaba con más calma, pero con una
pasión que sorprendía.
-¿Y entonces, don Eliseo? -le
preguntó Gregorio, el panadero, entre risas-. ¿Tanto dicen del mar y no es
más que agua?
Eliseo sonrió, lento. Se tomó su tiempo.
Después alzó la vista, como si aún pudiera ver aquella línea donde el cielo se
cae en el agua.
-No, Gregorio… No es sólo agua. Es todo
lo que no sabíamos.
La gente se fue acercando. La viuda Rosa,
los mellizos Sánchez, el cura, hasta los niños que lo conocían sólo como “el
abuelo que arregla sillas”. Todos querían escucharlo. Y Eliseo habló. No
como un maestro, sino como un testigo. Describió el olor a sal, el rugido de
las olas, el azul que cambia con la luz, el modo en que el viento parecía decir
cosas en voz baja.
-Uno cree que ya lo ha visto todo -dijo—.
Que la vida ya no tiene sorpresas. Pero cuando te parás frente al mar… te
das cuenta de que apenas fuiste una gota en medio de algo mucho más grande. Y
en vez de asustarte, te da paz.
-¿Y no le dio miedo? -preguntó una
niña con trenzas.
-No, hijita. Al contrario. El mar no da
miedo. Te pone en tu lugar, y eso, a esta edad, es un consuelo.
Luego habló de Aurora, claro. De cómo la
había sentido ahí. No como un recuerdo triste, sino como una presencia firme,
fundida con el vaivén del agua.
-¿Y volverá, don Eliseo?-le preguntó
alguien.
-No lo sé -dijo, encogiéndose de
hombros—. Tal vez no me haga falta. El mar ya se me metió adentro. Y cuando
uno lleva el mar por dentro… lo tiene para siempre.
Esa noche, en el pueblo, se habló más del
mar que en los últimos cincuenta años. Algunos comenzaron a planear viajes.
Otros, simplemente, soñaron distinto. Y aunque muchos quizá nunca lo vean con
sus propios ojos, desde entonces, todos sabían que algo allá afuera -inmenso,
vibrante y lleno de misterio- los esperaba.
Y en el banco de la plaza, bajo un cielo
estrellado, Eliseo se quedó un rato más, escuchando el murmullo del viento. Como
si el mar, desde tan lejos, aún le hablara.
Pasaron algunos meses desde aquel viaje. Eliseo
siguió con su vida en el pueblo, como siempre: barriendo el patio al amanecer,
cuidando sus geranios, contando historias a los nietos del barrio y arreglando
sillas. Pero ya no era el mismo. Algo en él había cambiado. No se le notaba en
lo que hacía, sino en cómo lo hacía: con una ligereza nueva, como quien ya no
le teme al final del camino porque ha visto lo suficiente. Nunca volvió al mar.
Ni quiso. Decía que aquel momento era perfecto, y que volver sería romperlo. “Fue
un regalo”, decía, “y los regalos no se piden dos veces”.
Una mañana, no salió de su cuarto. La nieta
que vivía con él, al ver que no se levantaba, entró en silencio. Lo encontró
acostado de lado, con la manta hasta la cintura, las manos cruzadas sobre el
pecho y una expresión serena en el rostro. No había señales de dolor ni de
lucha. Parecía dormido. Pero en sus labios había algo más: una sonrisa.
Pequeña, apenas un gesto, pero profunda como las olas.
En su mesita de noche, había una piedra
lisa, redonda, que había recogido en la playa aquel día. Y un papel doblado. La
nieta lo leyó con los ojos húmedos. Era una carta, corta, dirigida a Aurora. “Amor mío: Ya nos queda poco. El mar me
lo dijo. Pero no tengas miedo. Donde rompen las olas, te estaré esperando. Tu
Eliseo.”
El pueblo entero lo despidió. No con
lamentos, sino con respeto. Lo enterraron al lado de Aurora, bajo un almendro,
en la loma donde solían sentarse a mirar caer la tarde. Y fue como si, al fin,
él también hubiera llegado a la orilla.
Desde entonces, cada vez que el viento
sopla desde el sur, los más viejos dicen que se escucha un rumor leve entre los
árboles, como una ola rompiendo muy despacio. Y quienes lo conocieron aseguran
que, al morir, Eliseo no se fue. Se
hizo mar.
A.C.M.
Madrid, 2025
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