Los Jardines de Realidad
"Cada
mundo es la creación de un individuo."
Eso decía la pequeña placa de
bronce clavada al pie del banco del parque. Nadie la notaba, excepto él. Edelmiro
caminaba todos los días por ese mismo sendero, con el mismo paso distraído, los
mismos audífonos en los oídos y la misma falta de interés por el mundo. Era
bibliotecario en la Facultad de Filosofía, un empleo que parecía hecho para
alguien como él: silencioso, meticuloso, invisible. Leía compulsivamente, no
por placer, sino por necesidad. Sentía que si dejaba de leer, su mente se
evaporaría en el aire, como una gota sobre el asfalto caliente.
Aquella mañana de otoño, algo
cambió. Tal vez fue la forma en que la niebla se enredaba entre los árboles, o
el silencio inusual que envolvía el parque. O quizás fue simplemente que, por
primera vez en mucho tiempo, Edelmiro miró a su alrededor. Y vio la placa. Se
detuvo. Leyó la frase una, dos, tres veces. Un estremecimiento le recorrió la
espalda. Había algo inquietante en esas palabras, algo que parecía resonar con
un rincón olvidado de su memoria.
Volvió la vista al banco. Estaba
vacío, pero lo sintió… distinto. Como si alguien acabara de marcharse, o como
si estuviera a punto de llegar. Sin saber por qué, se sentó. Y en ese instante,
el mundo se apagó. No fue un desmayo, ni un sueño, ni siquiera un sobresalto.
Fue más bien como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo, como si las
hojas dejaran de crujir, los autos dejaran de rugir, y el viento se detuviera
en el aire. Y entonces, lo vio. Frente a él, donde antes solo había arbustos y
tierra húmeda, ahora se alzaba una puerta. No era una puerta común: parecía
hecha de cristal líquido, fluctuante, translúcido, como una superficie que
mostraba paisajes que no estaban ahí. Una montaña nevada. Un desierto carmesí.
Una ciudad flotante. Un campo de luz.
Edelmiro se levantó del banco,
sintiendo que su cuerpo pesaba menos que de costumbre. Dio un paso hacia la
puerta, sin pensar. No había miedo. Solo una certeza: debía cruzar. Al hacerlo,
no hubo transición. Un parpadeo bastó para que el parque desapareciera y fuera
reemplazado por otra cosa. Otro mundo. Era de noche. Estaba de pie sobre una
colina de hierba fosforescente, bajo un cielo plagado de lunas. Tres, cuatro,
tal vez cinco, todas diferentes, girando lentamente entre constelaciones
desconocidas. En el valle, luces que se movían con ritmo y propósito, como si
alguien lo estuviera esperando.
Edelmiro respiró hondo. El aire
sabía a menta y a algo más: algo eléctrico. Por primera vez en mucho tiempo, se
sintió despierto. Un pensamiento cruzó su mente, claro como el cristal: "Este
mundo es mío. Y, sin embargo, no lo he creado yo."
…Y con ese pensamiento, llegó la duda. Si
no era su creación… ¿de quién era?
Edelmiro descendió la colina con una mezcla
de vértigo y urgencia. A cada paso, la hierba emitía un leve zumbido, como si
respondiera a su presencia. Las luces en el valle no eran faroles ni casas,
sino criaturas: seres altos y delgados, hechos de sombra y relámpago, con ojos
tan profundos como el cielo que los cubría. No hablaban con palabras, pero Edelmiro
los entendió.
-Has cruzado-le dijo uno, sin abrir la boca.
-¿Qué es este lugar?-preguntó Edelmiro, y su voz sonó
extrañamente distante, como si la dijera alguien más.
-Un mundo sin dueño. Un mundo olvidado.
Otro de los seres se acercó. Su forma
ondulaba como humo en el viento.
-Los mundos olvidados buscan a los que
recuerdan. Tú miraste la placa. Eso basta.
Edelmiro quería preguntar más, pero las
palabras se le escapaban. Todo en aquel lugar parecía más real que su vida
anterior, y al mismo tiempo, más frágil. Como si un pensamiento pudiera
romperlo todo.
-¿Y ahora qué hago?-preguntó
finalmente.
-Descubrir -dijeron al unísono los
seres-. O crear.
Y entonces, el suelo tembló. Desde el
horizonte, una línea negra comenzaba a expandirse, como una grieta en la
realidad misma. Las criaturas retrocedieron. El cielo cambió: las lunas
comenzaron a parpadear como luces defectuosas. Algo estaba entrando en el
mundo, algo que no debía estar allí.
-¡No eres el único que ha leído la
placa! -exclamó uno de los seres, con una urgencia que ya no era
telepática, sino un rugido de trueno.
Edelmiro dio un paso atrás.
-¿Otro ha cruzado?
-Muchos lo intentan. Pero no todos
crean. Algunos... destruyen.
El aire volvió a cambiar. Ya no sabía a
menta, sino a hierro y humo. En la cima opuesta de la colina, una figura se
recortaba contra el cielo quebrado. Un humano. O algo parecido. Tenía su
rostro. Exactamente su rostro. Pero su expresión no era de asombro, sino de
dominio. Y su mirada, cuando se cruzó con la de Edelmiro, era la de alguien que
había estado esperando demasiado tiempo.
-Bienvenido, Edelmiro -dijo el
doble, con una sonrisa torcida-. Llegaste tarde.
Edelmiro sintió que el aire a su alrededor
se espesaba. La hierba dejó de brillar. Las criaturas de sombra y relámpago
comenzaron a desvanecerse como humo al viento, temerosas, impotentes. Todo en
aquel mundo parecía inclinarse hacia esa figura en la colina opuesta: su
reflejo oscuro, su otro yo.
-¿Quién eres? -preguntó Edelmiro,
aunque en el fondo ya lo sabía.
-Soy el que fuiste cuando dejaste de
imaginar. Cuando preferiste los mundos de otros, en lugar de crear el tuyo. Soy
lo que nace cuando dejas que la realidad te moldee sin resistirte -respondió
el doble, con voz firme, sin eco.
Y entonces Edelmiro entendió. Este mundo no
había sido creado por él… pero sí lo había llamado. Lo había convocado al
pensar, por un instante, que algo más era posible. Que quizás su existencia
silenciosa, repetitiva, no era todo. Aquella mirada fugaz a la placa, aquel estremecimiento,
había abierto la grieta. Pero la grieta había sido observada también por
alguien más: la parte de sí mismo que alimentaba la resignación, el miedo, la
inercia. El Otro.
-Este lugar estaba esperando ser formado
-continuó el doble-. Y yo llegué primero. Lo estoy haciendo a mi imagen.
La línea negra que se extendía desde el
horizonte comenzó a ramificarse, como venas rotas en un cristal. Los mundos
detrás de la puerta -la montaña, el desierto, la ciudad flotante- parpadeaban
al borde de la desaparición.
-¿Por qué destruirlos? -gritó Edelmiro,
avanzando unos pasos.
-Porque no me pertenecen. Y si no son
míos, no deben ser de nadie.
Fue entonces cuando Edelmiro sintió algo
nuevo: una presión en las palmas de las manos, como si sostuviera algo
invisible. Bajó la mirada. Luz. Su piel comenzaba a brillar con la misma
fosforescencia que la hierba había perdido. Los seres de sombra, ya casi
desvanecidos, se detuvieron. Uno de ellos, apenas una silueta con ojos como
estrellas, habló:
-La imaginación crea. El miedo copia. La
duda imita.
-Tú elegiste mirar la placa -dijo
otro, más pequeño-. Entonces, también puedes elegir crear.
Edelmiro cerró los ojos. Por un instante,
no pensó en libros, ni en autores, ni en ideas ajenas. Pensó en sí mismo. En el
banco del parque. En la primera historia que había querido escribir y que nunca
escribió. En la sensación de tener un mundo dentro que siempre pareció
demasiado tonto, demasiado inútil para mostrar.
Y entonces, ocurrió. Del suelo brotaron
raíces de luz. El cielo dejó de parpadear. Una luna -la más pequeña- descendió
lentamente y se detuvo sobre él, como un farol en la niebla. En su mente, una
imagen: una torre de cristal cubierta de hiedra, un río de tinta que fluía en
el aire, una criatura hecha de palabras vivas. No estaban allí... pero ahora sí
lo estaban. Porque él las había pensado.
-No, no puedes… -dijo el doble,
retrocediendo.
-Sí -respondió Edelmiro, sin alzar
la voz-. Este mundo no era mío. Pero ahora lo es.
La grieta se detuvo. Comenzó a cerrarse,
como si la realidad reparara sus costuras. El reflejo oscuro se desvanecía poco
a poco, no con violencia, sino como una sombra al mediodía.
-¿Qué pasará conmigo? -preguntó su
doble, ya sin ira. Solo vacío.
-Lo que siempre pasa con lo que no se
alimenta -respondió Edelmiro.- Desapareces.
Y así fue.
Las criaturas regresaron, ahora más
definidas, más vívidas. Edelmiro no les habló. No lo necesitaba. El mundo lo
sentía. Lo escuchaba. Y esperaba. Porque ahora sabía:
Cada mundo es la creación de un individuo.
Y él acababa de empezar a crear el suyo.
El cielo volvió a ser múltiple. Las lunas
giraban en silencio como guardianas de una promesa cumplida. Edelmiro
permanecía en pie, en medio de aquel mundo que ahora lo reconocía como su
creador. No como un dios, ni como un salvador, sino como algo más íntimo: el
primero que se atrevió a imaginarlo sin miedo. A su alrededor, las criaturas se
inclinaron levemente, no como súbditos, sino como testigos. La hierba
resplandecía de nuevo bajo sus pies, no con el fulgor frío de antes, sino con
un calor tenue, familiar, como una lámpara encendida en una habitación que se
creía abandonada.
Edelmiro no pensaba en regresar. Tampoco
pensaba en quedarse. Pensaba en algo más grande: en las puertas que no había
visto aún. En los mundos que estaban esperando ser despertados con un solo
pensamiento, una chispa, una mirada. Caminó, sin prisa, hacia donde antes había
estado la puerta líquida. Ahora no era una sola: eran muchas. Decenas. Algunas
apenas un reflejo en el aire. Otras, estructuras completas flotando en el
espacio como promesas de historias aún no contadas. Cada una llevaba su nombre.
O el de alguien más. "Cada mundo es la creación de un individuo",
pensó una vez más. Pero ahora lo entendía por completo: no era una advertencia,
ni una sentencia. Era una invitación. Edelmiro sonrió por primera vez en mucho
tiempo. No era un bibliotecario. No solo. Era un umbral. Un puente entre lo que
es y lo que podría ser.
Y entonces eligió. No por destino, ni por azar. Por deseo. La puerta que tocó no ofrecía certezas, ni finales. Solo posibilidades. Y las posibilidades, ahora lo sabía, eran infinitas.
Madrid, 2025
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