EL REY QUE NO
QUISO REINAR
Cuando nació el príncipe Elian, las estrellas temblaron. No fue una metáfora poética ni un augurio simbólico: la noche se estremeció con una danza anómala de astros que desafiaron las leyes celestes. En la remota torre del observatorio real, los sabios contemplaron con asombro el fenómeno mientras los ecos del llanto del recién nacido llenaban el castillo.
Elian creció entre muros de mármol,
acompañado por tutores que le enseñaron historia, astronomía, música y
estrategia militar. Sin embargo, desde muy temprano, demostró un desapego
inquietante por todo lo relacionado con el poder. Los discursos sobre deberes,
linaje y gloria le resultaban extrañamente ajenos, como si le hablaran de otra
persona.
Mientras otros jóvenes nobles
jugaban con espadas de madera, él pasaba las tardes mirando el cielo, dibujando
constelaciones invisibles, escuchando silencios que nadie más oía. Decía cosas
que ponían nerviosos a los adultos. Que había visitado otros lugares mientras
dormía. Que recordaba ciudades construidas sobre océanos de cristal. Que soñaba
con criaturas aladas cuyos pensamientos hablaban sin palabras.
-Tiene
demasiada imaginación —decían los
consejeros al rey-. Eso puede ser peligroso para un heredero.
Pero el monarca, viejo y cansado,
solo asentía sin comentar nada. En el fondo, sabía que su hijo no había nacido
para seguir su senda. Lo veía en sus ojos: no había ambición ni codicia.
Tampoco miedo. Solo una melancolía infinita, como si su alma se hubiera
extraviado al nacer.
A los diecisiete años, Elian
desapareció durante tres días. Lo buscaron por toda la comarca. Encontraron sus
ropas a orillas del lago sagrado, pero no había rastro de él. Algunos
murmuraron que se había ahogado. Otros sospecharon un secuestro.
Regresó al amanecer del cuarto día,
caminando descalzo por el bosque, cubierto de polvo de estrellas. Sus ojos
brillaban con una luz distinta, casi mineral. No quiso hablar. Durante semanas
permaneció en silencio, mirando el horizonte con expresión ausente.
Finalmente, en una noche sin luna,
reunió al consejo real y anunció:
-No reinaré. No pertenezco a
este mundo.
Las carcajadas no se hicieron
esperar. Uno de los duques, viejo guerrero de campañas pasadas, se levantó
indignado.
-¡Majestad,
vuestro hijo ha perdido la razón!
Pero Elian no discutió. Solo los
miró con calma, con una tristeza que desarmaba cualquier autoridad. A la reina
se le quebró el alma al ver a su hijo tan distante. Al rey, en cambio, no le
sorprendió. Tal vez siempre lo había intuido.
-¿A qué mundo
crees pertenecer, hijo? —le preguntó
el soberano, sin ironía.
Elian cerró los ojos un instante.
-A uno que aún
no ha llegado. Pero se acerca. Y me llama.
El reino de Miraval se sumió en
incertidumbre. La línea sucesoria se tambaleaba. Los nobles presionaban. El
pueblo, confundido, murmuraba leyendas. Algunos creían que Elian era un
profeta. Otros, que había sido poseído por espíritus de la montaña. Un grupo de
eruditos propuso que el joven había tenido una revelación mística.
Mientras tanto, Elian se retiró al
torreón norte del palacio. No hablaba con nadie, salvo con un anciano astrónomo
que compartía su fascinación por el firmamento. Pasaban horas observando el
cielo, tomando notas, construyendo aparatos extraños con lentes, espejos y
piedras que brillaban en la oscuridad.
Fue entonces cuando comenzaron las
visiones colectivas. Personas de distintas aldeas afirmaban haber visto luces
descendiendo sobre los campos. Animales actuaban de forma errática. Algunos
niños soñaban con ciudades flotantes. Las autoridades intentaron sofocar los
rumores, pero era inútil: algo estaba ocurriendo.
Elian se mantuvo impasible. Cada día parecía más
lejano, como si parte de él ya hubiera partido. En una ocasión, la reina lo
encontró en el jardín real, acariciando una planta desconocida que nadie había
sembrado allí. La flor tenía pétalos metálicos que reflejaban escenas
imposibles: desiertos azules, lunas gemelas, océanos invertidos.
-¿Qué es eso? -preguntó la
madre, temblorosa.
-Un recuerdo -respondió Elian- De otro lugar. De antes de ser
yo.
El día del eclipse llegó sin previo
aviso. Nadie lo había predicho. Los sabios consultaron sus calendarios,
confundidos. El sol fue cubierto por una sombra que no era lunar. La
temperatura bajó. El silencio se hizo total.
Desde el torreón, un haz de luz se
alzó al cielo como una columna sólida. La gente huyó aterrada. El castillo
tembló. Elian bajó las escaleras, vestido con una túnica que no pertenecía a
ninguna cultura conocida. Caminó con paso sereno hacia el centro del patio,
donde la luz vibraba.
Allí, frente a toda la corte,
pronunció sus últimas palabras:
-Mi reino no
está en este planeta. No me pertenece esta historia. Os dejo la paz, y me llevo
la memoria.
Y entonces desapareció.
La luz se desvaneció. El día
volvió. Pero Elian no regresó jamás.
El trono de Miraval quedó vacío
durante una década. Los intentos por coronar a otro descendiente fracasaron.
Las intrigas se sucedieron, pero el pueblo no aceptaba a nadie más. Había en el
aire una sensación de espera, como si supieran, de algún modo, que el verdadero
rey no había terminado su viaje.
Años después, una niña nacida
durante el eclipse comenzó a dibujar mapas de estrellas inexistentes. Hablaba
con voces que no eran suyas. Decía conocer a un rey que caminaba por mundos de
luz, buscando a los suyos.
Los sabios intentaron entender,
pero ella solo sonreía.
-Él volverá -decía-. Pero
no para gobernar. Vendrá a despertar a los dormidos.
Décadas después, cuando los nombres
de los reyes pasados solo se pronunciaban en las ceremonias del calendario, el
jardín real fue sellado. Nadie sabía por qué, pero cada primavera, entre las
zarzas y la hiedra, brotaba una flor imposible.
Tenía los pétalos del color del crepúsculo en un mundo
sin sol, y su aroma evocaba recuerdos que los visitantes no sabían que poseían.
Algunos lloraban sin entender la razón. Otros, al tocar sus hojas, veían
fugazmente ciudades suspendidas sobre abismos de estrellas.
Una inscripción, grabada en piedra
junto a la fuente seca, decía:
“No todo trono es una silla, ni
todo reino tiene fronteras. Hay soberanos cuyo deber no es gobernar, sino
recordar.”
Los ancianos contaban que, en
noches muy claras, una figura luminosa podía verse cruzando el firmamento,
dejando tras de sí un rastro de sueños.
Y aunque ningún documento oficial
lo mencione, en el corazón del pueblo, Elian nunca dejó de ser rey.
No porque usara corona, sino porque
eligió un destino mayor que el poder. Uno que no estaba en este planeta.
La doncella del jardín prohibido
Su nombre era Lyra, y no era noble,
aunque había nacido dentro de los muros de palacio. Su madre servía en la
cocina; su padre, un jardinero silencioso que cultivaba plantas con más
devoción que palabras. Desde pequeña, Lyra vagaba por los rincones ocultos del
castillo, descubriendo pasadizos olvidados, escuchando conversaciones que no
debía, y sobre todo, observando.
Lo vio por primera vez cuando ella
tenía doce años, y él, el príncipe Elian, dieciséis. No fue un encuentro, sino
una revelación: lo encontró sentado en el muro más alto del jardín, mirando el
cielo como si buscara un hogar entre las estrellas.
Nadie hablaba mucho de él. Se le
consideraba un enigma, una decepción, o una amenaza, dependiendo de quién
opinara. Pero a ella le pareció otra cosa: alguien partido en dos, un muchacho
con cuerpo de rey y alma de exiliado.
Desde entonces, Lyra comenzó a
buscarlo sin que él lo supiera.
No era un amor romántico al
principio. Era una devoción silenciosa, una fascinación pura. No quería
tocarlo, ni siquiera hablarle. Solo verlo, como se mira una pintura que no se
comprende pero conmueve.
Cuando Elian desapareció durante
aquellos tres días -aquellos que cambiaron para siempre la historia del reino-,
Lyra fue una de las pocas que no sintió miedo. En su interior, algo le decía
que no había peligro. Que él simplemente estaba regresando a donde pertenecía,
aunque fuera solo por un momento.
Cuando volvió, distinto, más
ausente, más luminoso... ella entendió que lo había perdido. Pero su corazón no
se lo permitió.
Los años pasaron y Lyra creció
entre sombras. Aprendió a cuidar plantas raras, a leer los colores de las
hojas, a distinguir el susurro de los brotes cuando se abrían en la madrugada.
Su padre, que rara vez hablaba, le enseñó a tratar a la naturaleza como a una
criatura viva y cambiante.
-Las flores mienten menos que
los hombres -le dijo una vez-. Si escuchas bien, sabrás cuándo alguien
ama en silencio.
Fue en uno de esos días de poda,
cuando ya tenía diecinueve años, que volvió a verlo. Elian caminaba entre las
enredaderas con su túnica extraña, murmurando frases que no pertenecían a
ninguna lengua conocida. Pero sus ojos se detuvieron en los suyos, por primera
vez.
-Tú no me temes -dijo.
Lyra negó con la cabeza.
-Te he visto florecer sin tierra.
Elian sonrió, una sonrisa leve,
como una estrella lejana.
Desde entonces, comenzaron a
encontrarse cada mañana, entre rosales y helechos. No hablaban mucho. Él
señalaba constelaciones, ella recogía semillas raras. A veces compartían
frutas, otras solo silencio.
Y sin saber cuándo, ni cómo, Lyra
descubrió que lo amaba. No como se ama a un hombre, sino como se ama a un sueño
que uno ha tenido durante toda la vida.
Cuando Elian anunció que no
reinaría, el mundo de Lyra se quebró. No porque aspirara a ser reina -eso era
una fantasía ajena a su naturaleza-, sino porque entendió que pronto él
partiría.
Una noche, bajo el cerezo blanco
del jardín, se atrevió por fin a hablar con claridad.
-¿Te irás? -preguntó, sin
dramatismo.
Elian asintió.
-Este lugar me ha dado cuerpo,
pero no alma. No puedo quedarme donde no hay eco de mi origen.
Lyra respiró hondo.
-Entonces déjame ir contigo.
Elian cerró los ojos. Algo en su
expresión fue más humano que nunca.
-Tú aún no has olvidado quién
eres. No debes partir.
-No quiero quedarme sin ti.
-Pero yo ya no soy yo aquí. Solo
soy una sombra de lo que fui.
Ella lo miró con una mezcla de
ternura y rabia.
-Entonces déjame amar tu sombra.
Él se inclinó, y sin tocarla, rozó
su frente con la suya. Fue el único contacto físico entre ellos. En ese
instante, Lyra vio lo que nadie más vio: su verdadero rostro. Un ser de luz
antigua, con ojos como lunas y piel que contenía galaxias.
Y después, solo oscuridad.
El día del eclipse, cuando Elian
desapareció, Lyra no lloró. En lugar de eso, volvió al jardín, se arrodilló
entre las raíces del cerezo blanco y esperó. No por su regreso, sino por la
continuación del mensaje.
Durante años cultivó flores que
nadie entendía. Plantas que hablaban sin hablar. Animales extraños comenzaron a
frecuentar el lugar. El jardín se volvió un santuario.
Visitantes venían desde tierras
lejanas, atraídos por sueños que los conducían allí. Algunos se curaban. Otros
encontraban respuestas. Pero nadie se iba igual.
Lyra, ya mujer, vestía siempre de
azul profundo. Decía que ese era el color del mundo de Elian. Nunca volvió a
amar a nadie, pero tampoco vivió con tristeza. Decía que el amor no está hecho
para retener, sino para expandir.
Un día, dejó de ser vista. Solo
quedó una flor nueva en el jardín, nunca antes vista: tenía pétalos dobles, uno
con forma humana, el otro con luz en su interior.
Y una inscripción escrita en
piedra:
“El que parte lleva su corazón.
El que queda cuida el jardín.”
Mucho tiempo después, en una noche
sin viento, una niña huérfana encontró refugio en el jardín prohibido.
Escarbando bajo una raíz, halló un libro con hojas transparentes. Al abrirlo,
escuchó una voz que no usaba palabras.
Hablaba de un rey sin trono. De una
doncella que eligió florecer en lugar de esperar. De un amor que no necesitó
cuerpo para vivir.
La niña sonrió. Y, por primera vez
en siglos, una nueva flor brotó entre las ruinas del jardín.
Era la misma que Lyra había soñado.
Y tenía el nombre de Elian grabado
en el tallo.
La gente aprendió a no preguntar. A
vivir con la vista hacia el suelo. La noche se volvió mero telón del descanso,
no misterio. Las leyendas fueron encerradas en libros polvorientos,
clasificados como “ficciones folclóricas”.
Pero hubo quienes seguían soñando
con luces que descendían del cielo. Niños que hablaban con lenguas desconocidas
mientras dormían. Viejos que veían reflejos de sí mismos en charcos donde
brillaban dos lunas.
A ellos se les llamó "los
perturbados".
Y fueron llevados al Asilo del
Norte, un lugar silencioso en lo alto de las montañas, donde los internaban
para que "descansaran de su imaginación". Allí vivían entre
muros blancos, sin relojes, sin espejos, sin estrellas.
Pero esperaban.
Aunque no sabían a quién.
El más viejo de todos los internos
se hacía llamar Kalem. Nadie recordaba cuándo había llegado, ni si tenía
familia. Pero cada noche, antes de dormir, murmuraba los mismos nombres: Elian,
Lyra, Miraval, Jardín. Lo hacía como si recitara un conjuro, o rezara en un
templo sin dioses.
A los demás, su voz les daba paz.
En sueños, veían fragmentos de otro mundo: mares que flotaban, caminos de
cristal, ciudades donde la música curaba la tristeza.
Un día, Kalem escribió en la pared
con una piedra:
"El que sembró la luz
volverá a cosecharla."
Nadie entendió.
Hasta que las paredes empezaron a
temblar.
Fue a la hora más quieta, cuando ni
siquiera los pensamientos hacen ruido. De pronto, el cielo se encendió como si
el sol hubiera nacido en el centro de la noche. No una explosión, no una
tormenta: una aurora vertical, descendente, como si el universo hubiera abierto
un ojo.
Y dentro de esa luz, alguien bajó.
No caminaba: flotaba. No hablaba:
su presencia lo decía todo. Su silueta era humana, pero más alta, más clara,
como si estuviera hecha de viento y recuerdo. Su rostro no era del todo
visible. No necesitaba serlo.
Pero no el joven príncipe de
antaño. Este era el Rey sin reino, el viajero de las galaxias olvidadas, el
sembrador de realidades. A su paso, las cerraduras se deshacían. Los muros
cedían. Los relojes se detenían. La noche se inclinaba para verlo pasar.
Entró al Asilo del Norte sin abrir
puertas. Caminó entre los "dormidos", y los tocó con un gesto
sin contacto. Cada uno, al despertar, lloró. No por dolor, sino porque algo que
habían perdido -un fragmento de origen, una melodía de cuna, un color nunca
visto- regresaba a ellos.
Kalem, al verlo, solo sonrió.
-Tardaste.
Elian le respondió, sin palabras:
-Solo ahora estáis listos.
Entonces, el silencio se rompió.
Una ola invisible de conciencia
barrió el continente. La gente comenzó a soñar despierta. Recordaron lo que no
sabían que habían olvidado: sus vidas antes de nacer, las voces de los que no
fueron humanos, los pactos sellados con estrellas distantes.
Los niños dibujaban sin saber qué,
pero en los trazos se veían mapas estelares. Los ancianos caminaban sin
bastones. Animales extintos comenzaron a aparecer, lentamente, como si
emergieran de otro plano.
Y en medio del jardín que se creía
perdido, brotó una flor que no era de este mundo.
Tenía los pétalos de Lyra, el tallo
de Elian, y el aroma de todos los sueños jamás soñados.
Nadie reclamó el trono vacío. Porque ya no había
trono, ni necesidad de reyes. El poder había sido devuelto a la conciencia.
Elian caminó por el mundo sin dejar
huellas.
Donde pasaba, florecían árboles que
no daban frutos, sino recuerdos. Gente que no se conocía comenzaba a hablar el
mismo idioma sin aprenderlo. Los enfermos sanaban no por milagros, sino porque
recordaban cómo no estar rotos.
Cuando todo estuvo dicho sin
decirse, hecho sin imponerse, sembrado sin conquista, Elian volvió al lugar
donde todo empezó: la vieja torre del observatorio.
Allí, donde una vez nació entre
estrellas temblorosas, esperó el último eclipse.
No uno que oscurecía, sino que
revelaba.
La luna pasó frente al sol, y por
un instante, el mundo fue traslúcido. Se vieron todas las capas de la realidad:
la de los que sueñan, la de los que recuerdan, y la de los que aún no han
nacido.
Entonces, Elian habló por última
vez.
-El despertar no es un fin, sino
una semilla. Ahora sois jardineros del tiempo.-Y se desvaneció en luz.
Hoy, no quedan registros de Elian
en los libros oficiales.
Pero hay escuelas donde los niños
aprenden geometría a partir de cons- telaciones. Hay mujeres que dan a luz sin
dolor, recordando cantos del mundo de antes. Hay bosques donde, si uno guarda
silencio, puede escuchar un nombre entre los árboles:
Y también hay quienes, al cerrar
los ojos, ven su reflejo en un lago desconocido, en el que una flor de pétalos
metálicos flota eternamente, iluminando todo lo que toca.
Porque Elian volvió. No para
gobernar. Sino para que el mundo, por fin, despertara.
A.C.M.
Madrid, 2025

No hay comentarios:
Publicar un comentario