lunes

La Hoz

A Mayda Antelo, poetisa de Albalate de las Nogueras
Arturo Culebras, mayo 2010



No me importa la soledad. Vivo con ella, y de ella. Mi vida transcurre entre peñascos y montes pelados. Mis compañeros de viaje no permiten mucha conversación. Mis ojos ven lo que otros apenas miran. Mis oídos escuchan lo que otros oyen sin atención. Mi olfato distingue los aromas allí donde otros solo perciben olores.

Soledad. ¿Cuántas personas hay más solas que yo?

Yo tengo compañía en cada paso. Compañeros de viaje a los que reconozco con solo mirar. No tienen nombre porque no necesito ponérselo. Esta soledad fue una elección. ¿Qué es mejor: vivir una soledad escogida o una impuesta en medio de la multitud? Qué tristeza debe ser estar solo, rodeado de gente. Qué maravilla es estar solo, rodeado de vida.

Ruidos. Aquí no existen los ruidos; aquí solo hay sonidos.

El canto de la perdiz, el de los grillos, el chirrido de las cigarras. El ladrido lejano de los perros y el balido tierno de los corderos. ¿Qué mejor sinfonía podría escuchar que la de los jilgueros juguetones, revoloteando entre los almendros mientras se confiesan sus amores? Escuchar el agua despeñándose por su cauce estrecho, o el susurro de las hojas de los álamos abrazando los remansos... ¿también es ruido?

¡Qué maravillosa orquesta es este “ruido”!

Huele a romero, ajedrea y tomillo. Una mezcla que embriaga como un perfume silvestre. Las pequeñas florecillas blancas liberan su poder sin afán de destacar; tan solo buscan acompañar con dulzura a quienes las visitan. Acariciarlas e impregnarse de su esencia despierta una grata sensación en el olfato. Basta un leve roce para que salgan de su sopor y, al hacerlo, inunden el entorno con el aroma que guardan celosamente en su interior.

¿A qué huele el humo? Huele a retama, a romero y tomillo. A pino, a olivo. Es el aroma desprendido voluptuosamente de la hoguera donde aso mi tocino o caliento mi cuerpo entumecido. El fuego extrae la esencia de la leña y la esparce con el humo. Pero no es humo: es perfume. Perfume que purifica el viento.

Cuando la áspera tierra es saludada por las primeras gotas de agua, el olor a tierra mojada, mezclado con los perfumes del campo, se cuela directo al corazón. El olfato no alcanza a sostener tanta maravilla, y entonces, ese aroma se convierte en recuerdo. Un recuerdo que revive la plenitud de la vida: la vida del campo, la vida en soledad, la vida gozosa de la naturaleza.

La naturaleza creó los colores, y el hombre se los apropió para distinguirse. El azul del cielo fue imitado por los pintores, pero su transparencia se volvió opaca en sus pinceles. El verde, símbolo del despertar natural, lo adoptaron como emblema de la esperanza, imitando el renacer de la primavera, aunque privado del perfume que da sentido a su textura. ¿Y los ocres? Solo el otoño sabe perfilarlos con mano paciente y esmerada. ¿Y el blanco y el negro? ¿Acaso no hay ovejas blancas y negras? ¿Y por eso, es peor su lana?

Allí, en aquel otero pelado y seco, encontraré un remanso de paz. Desde su altura contemplaré la magnitud del valle, y seguiré con la mirada el trazo de los álamos que recortan el camino del arroyo hacia la población. En mi memoria, algunos de esos árboles ya no resisten el paso del tiempo. Se han derrumbado yacen sobre la tierra, esperando su defunción. Otros han crecido en su lugar, vigorosos y fuertes. Y algunos, tristemente, fueron víctimas del hacha y del fuego, consumidos en un instante tras años de esplendor.

Extasiarse contemplando el vuelo de los pájaros, adentrarse en su cuerpo y ver desde las alturas la campiña... eso solo es posible cuando los pensamientos vuelan libres, como ellos. Recorrer con la mirada aérea los rincones de piedra donde anidan, solo se logra si la mente tiene alas. Viajar de un valle a otro con un simple vistazo, recogiendo sus encantos y atesorando sus recuerdos, solo se consigue volando… sin alas.

Suelo andar por estrechas sendas, o a veces por atajos que han convertido mis pies en un amasijo de huesos doloridos. Siento en mi espalda el tenue calor de los primeros rayos de sol y, sin detenerme, desmenuzo con la navaja el primer bocado entre mis manos para mantener fuerzas durante la dura jornada: pan y tocino, y algún día, queso.

Aquel olivar, por donde hacía tiempo que no pasaba, dormita en su gris verdoso, preñado de su próxima cosecha y exhibiendo pequeñas florecillas. Sus troncos retorcidos y ásperos me cuentan el paso del tiempo: cómo han resistido el embate de las estaciones, cómo se han retorcido al abrigo del viento, aferrándose a la tierra que los sustenta. Sus raíces, poco profundas, buscan alimento en el interior de esta pobre tierra. Su piel escamosa y cuarteada ha perdido tersura por el rigor invernal y el abrasador calor estival.

En aquel majano, si mal no recuerdo, un pequeño vivar tiene su aposento. Con los primeros rayos de sol, los pequeños conejos salen de su gazapera. Las tiernas hierbas aún conservan las cristalinas y efímeras gotas del rocío, que descomponen pequeños arcoíris, haciendo más espectacular su apetitoso alimento. Apenas quedan conejos. Ya no corren entre tomillos ni saltan entre romeros, ni compiten en veloces carreras con mis podencos. El hombre, en su afán inventor, inventó su ceguera, y con ojos vidriados —o tal vez muertos— sirven de pasto a las aves carroñeras.

En aquel rincón, refugio del sol en invierno, crecen los cerezos. Visten sus brillantes ramas con flores blanquecinas, aún desnudas de hojas. Sus troncos esbeltos, cubiertos por una tersa y pulida piel amoratada, sostendrán firmes los frutos entrelazados. Rojo intenso, como gotas de vida nacidas en su interior, las cerezas mostrarán un bello contraste entre el verde y el rojo.

No lejos de allí, unas pocas colmenas guardan el meloso tesoro que producen las incansables abejas. El zumbido de sus vuelos delata la frenética actividad que reina en su interior. Miles de viajes acarrean el néctar floral, que con su regurgitar transforman en el dulce alimento real. Recorren varios kilómetros en busca de flores y, agotadas por su labor, regresan gozosas a su organizada comunidad.

Reina, zánganos y obreras, cada una con su función bien definida. No necesitan leyes ni códigos; la sabiduría de la naturaleza les ha dado su propia identidad. La reina vive para gobernar y procrear. Los zánganos custodian el hogar, y su único destino es fertilizar a la reina, siendo ese su final. Las obreras no conocen la acción sindical, sólo saben trabajar.

Bajo las aliagas, cubiertas de flores amarillentas, la perdiz ha tejido su hogar. Su resguardo espinoso impedirá el paso de depredadores y protegerá a sus perdigones mientras ella busca sustento. El macho, orgulloso de su posición, canta a los cuatro vientos, marcando su territorio. Su cuello corto, su pequeña cabeza y su pico y patas rojas, envueltos en un plumaje gris rojizo, la camuflan perfectamente en su entorno. Apenas vuela, solo cuando es necesario; camina y corretea como una gallina feliz en su corral.

A mi paso, un pequeño lagarto zigzaguea en una rápida carrera en busca de un lugar seguro. Su piel verdosa, salpicada de pequeñas manchas amarillentas, apenas se distingue en su veloz huida. La técnica irregular de su policromía permite que cada uno sea único. Con una mirada expectante, casi insolente, me observa desde la distancia, vigilando mis movimientos. Ha perdido el miedo y busca distraerme, llamándome la atención hacia otro punto, alejándome de su refugio. Así intenta protegerse y proteger a los suyos ante la presencia de un depredador mayor. Tras mis pasos, regresa al lugar donde inicialmente tomaba el sol y custodia a sus crías.

Cada día es diferente. Cada día descubro algo nuevo. La brújula de mi destino no deja de girar, sin detenerse en un punto fijo. Norte, sur, este u oeste, no importa. Al volver, tras recorrer distintos parajes, descubro cómo, aunque todo parece igual, todo ha cambiado. Aquel almendro que hace pocos días mostraba ramas desnudas, hoy se viste con un espléndido color violáceo. En aquel otero desnudo, cubierto apenas por un manto de tomillos, ha crecido el cantueso. Y aquel humilde arroyuelo ahora fluye más contento.


Hoy, en mi deambular sin rumbo, he llegado con mis maltrechos huesos a mi lugar preferido. Rodeado de mastodontes pétreos, me siento seguro. Yo aquí abajo, ellos en las alturas. Vigilantes milenarios, impertérritos al paso del tiempo, han permanecido firmes mientras cientos hemos recorrido sus entrañas. Los cinceles anónimos que modelaron sus contornos debieron estar guiados por el mejor escultor que ha existido. Asomados sobre sus precipicios, me saludan con su mirada pétrea, sus rostros teñidos de ocres y grises exultantes. No hablan, pero cuentan historias de siglos, y apenas se nota su longevidad. Han visto pasar a los hombres bajo su inmutable vigilancia a lo largo de milenios. Han sido testigos mudos de cientos de amores, confesados o inconfesables, en sus recogidos rincones. Y aún hoy, cuando el viento sisea entre sus alturas, cuentan cómo siguen llegando jóvenes enamorados, cogidos de la mano, escondiendo arrumacos y declarándose amores.

Sobre sus crestas anaranjadas, salpicadas de romeros, sobrevuelan rapaces y también carroñeras, que en sus elevados círculos parecen alargar aún más su esbelta verticalidad, ofreciendo al visitante desde abajo una profunda sensación de pequeñez. Separados por el refrescante río, los farallones se miran frente a frente, desafiándose y compitiendo en belleza. Entre ellos, discurre un estrecho camino que nos adentra en su mundo: un mundo silencioso, lleno de sonidos, pletórico de colores y rebosante de vida.

Vigilante en su entrada, se encuentra la cueva de La Mora. De ella cuentan que, cada noche de San Juan, emerge una bella morisca para pasear sus penas. Penas de un amor prohibido, confesado entre estas peñas a un joven cristiano, cuyos progenitores rivales les impidieron consumar sus deseos matrimoniales. Según la tradición, al pasar por su puerta hay que arrojar una piedra para evitar que la mora salga. ¡Qué egoísmo tan cruel! Ya de mayor comprendí la verdadera intención detrás de esta costumbre. No era para impedir que la mora saliera, sino para despejar el camino de piedras sueltas que entorpecían el paso de los viandantes.

¿Acaso tenía sentido arrebatarle a la joven mora la libertad de pasear sus penas en su nocturno deambular? ¿Nos negaba así la posibilidad de disfrutar su espectacular belleza, guardándola en su lúgubre morada? Si era tan bella, ¿por qué no dejarle vagar para que las piedras silenciosas pudieran contemplarla? Hoy, el camino está más despejado, y seguramente la mora sigue saliendo a pasear en la noche de San Juan, cantando sus penas y desdichas junto a su amado cristiano. Allí, en un refugio sin igual, disfrutan de su amor toda la noche, apesadumbrados por las guerras que los separaron, pero a la vez alabando la fortaleza de estas piedras que, año tras año, guardan sus vidas espectrales y les permiten vivir eternamente su amor.

Apenas he dado unos pasos y mi boca reseca se llena de jugos salivares, impulsados por el susurro de mi subconsciente que me recuerda que, en el próximo recodo del camino, encontraré una fuente. Las rocas, en su maternal cobijo, guardan las aguas cristalinas y puras que saciarán mi sed, como lo han hecho con la de cientos de viajeros antes que yo. De rodillas, en gesto reverencial, formando un cuenco con mis manos, acerco a mis labios el frescor incoloro de su fluido. Su caricia calma mis ardores sedientos, y al descender por mi garganta, me inunda de un frenesí de felicidad.

Bajo la sombra protectora de la arboleda que la rodea —aquí llamada galluvillos—, un burro enjaezado con aguaderas pace las escasas hierbas que pisa. Su dueño, sumido en la contemplación del entorno, espera pacientemente a que termine de saciar mi sed para llenar los cántaros con los que llevará el agua a su casa. Allí, su familia la beberá en pequeños sorbos, recordando en su sabor insípido el paso milenario por los filtros de las rocas, que le imprimen una sensación única y especial.

Sorbo a sorbo, trago a trago, se beberán parte de la eternidad de esta fuente, que aun en los años de sequía sobrevive con vida tenue, dando la bienvenida a sus visitantes y ofreciendo su longeva y prolífica salud.

Alzo la mirada unos metros y me encuentro con la cueva del Búho, un capricho de la naturaleza cuya modesta altura ha sido escenario de las más intrépidas andanzas juveniles en busca de aventura y conocimiento. La aspereza de las aristas rocosas que conforman su estrecho y arriesgado ascenso brilla hoy pulida por los cientos de manos que se han aferrado a sus salientes. Su interior apenas permite la estancia de dos o tres personas, y en su mayor extensión, solo quienes aún conservan la ligereza de la adolescencia pueden acceder. Desde dentro, la vista se limita a unos metros más allá de la arboleda que rodea la fuente; pero la sensación de altura, combinada con el espíritu aventurero del joven explorador, eleva la experiencia a la de un escalador que corona su cima más preciada.

Aquí, en este refugio inexpugnable, se han dado las primeras bocanadas de humo, los primeros cigarrillos compartidos a escondidas de miradas parentales y con la vergüenza de ser sorprendidos por algún aguador. Si alguna vez habitó un búho en esta cueva, nunca tuve la suerte de verlo. Pero si aún vive, que su mirada vigilante proteja la fuente para que nunca desaparezca, y que nos acompañe a lo largo de nuestras vidas, junto a todos aquellos que acudan a ella a saciar su sed.


Aquí la Hoz se abre en su estrechez para dar cobijo, entre sus altas paredes rocosas, al molino. El molino de la Hoz, hoy fatigado y cansado, contempla perplejo cómo pasa el agua que antes movía con furia su rodezno y trituraba los granos en sus muelas. Ahora descansa, resignado a su desaparición, mientras sus humildes muros se van desmoronando lentamente. En sus tiempos de esplendor, reatas de mulas y burros pugnaban, azuzados por sus amos, por llegar los primeros. Cargados con costales de trigo o cebada, serpenteaban por el estrecho camino deseando alcanzar la sombra fresca de los frondosos sauces que, junto a la entrada del molino, aliviaban el tórrido calor y saciaban la sed en el saltarín regato que el molinero había dispuesto para regar su huerta. Su caída en delicada cascada inundaba el aire de pequeñas gotas, convirtiendo el ambiente en un refugio fresco y orquestado por los cánticos de gorriones, jilgueros y, de vez en cuando, algún martín pescador.

Cuántas historias han corrido de boca en boca bajo la sombra de esos sauces, mientras el molinero cumplía con su labor: a un lado la harina, al otro, el salvado. Y, como pago por sus servicios, la maquila.

En nuestras andanzas juveniles, desafiando la verticalidad de las rocas en un afán por descubrir y conquistar sus alturas, cuando un traspié o un desprendimiento nos hacía rodar ladera abajo entre piedras, y veíamos el final cercano, la molinera que cuidaba la huerta, alertada por el ruido y el crepitar de las piedras, gritaba: “¡Algún día se van a matar!”. Corría entonces en busca de nuestros maltrechos cuerpos y, con un trapo empapado en agua fresca, restañaba nuestras heridas, aplacaba nuestros golpes y, con voz maternal, nos aconsejaba: “Ea, no ha pasado nada. Iros a vuestras casas, y no volváis a subiros por las piedras, que algún día os vais a matar”.

Descender por la empinada y estrecha senda que rodea el molino nos sumerge en las entrañas de este bello rincón. El estruendo ensordecedor del agua que, desde lo alto, se precipita en una cascada imponente apenas deja espacio para las palabras. No hace falta hablar. Contemplar su caída apresurada, que estalla en un profundo remanso y llena la superficie con una efímera espuma blanquecina, deja al visitante boquiabierto. Desde aquí abajo, su furia parece aún más desatada, aunque en pocos metros ha descargado su ímpetu para transformarse en un remanso suave, descendiendo su cristalino caudal en un paseo sosegado, dejándose admirar mientras se encaja entre estilizados chopos que marcan su lento caminar.


Desde la altura, donde la cascada parece aún mayor, tres gigantes rocosos vigilan imperturbables. Asomados al precipicio, en nuestra imaginación se convierten en las tres carabelas de Colón, zarandeadas por inmensas olas, frágiles cascarones desafiando el océano de piedra. La quilla de la proa reta las alturas desde la cresta de una ola pétrea, provocando un vértigo sobrecogedor.

Camino despacio, sin querer perderme ni un solo detalle. El dulce aroma de las flores de almendro inunda este rincón. La aspereza de su corteza contrasta con la delicadeza de su fragancia. Sus troncos se retuercen, como en un desesperado intento de aferrarse a la vida en su añeja decadencia. Los romeros compiten en un desesperado concurso de perfumes, luchando por imponer sus esencias, y en el ambiente se respira un glamuroso concierto de fragancias. La resina de los pinos no quiere quedarse atrás, aportando su tono agrio a esta sutil batalla aromática.

Con mirada inexpresiva, como la de un antiguo faraón, la roca anaranjada se alza imponente sobre nosotros. El viento y el agua han esculpido sus rasgos endurecidos, maquillando en tonos grises su perfil achatado y contorneando su imponente faz. La verticalidad de sus paredes ha atraído a numerosos escaladores, que con cuerdas y artilugios han conquistado el umbral de su mirada, llenando de vida humana el pensamiento silencioso de su mente milenaria.

El Nido, reza un pequeño cartel de estilo talaverano, colocado sobre la pared junto a la puerta de un coqueto refugio que su dueña levantó para dar rienda suelta a sus palabras, convirtiéndolas en poemas. Y hoy, bajo el eco repetido de los truenos que resuenan al cobijo de las peñas, se escuchan aún los versos que brotaron de su voz, cantándole a su tierra.

EN MIS HOCES dejadme en duermevela,entre

piedra y música del viento. Quiero quedar en

soledad de estepa envejecida,como está mi

almendro; al arrullo del río y las abejas,

horizontes marinos en mis sueños.

 

Cuanto color gozamos en la tierra, cuan bella la

esperanza de un cielo y qué buenaventura y

embeleso surge del agua, de la madreselva, del

tomillo, la sielva, el cantueso, y el fértil

humus de las hojas muertas. (*)

 

En un pequeño pretil tomo aire, no porque esté cansado ni agotado, sino para llenar mis pulmones con los perfumes del campo. Quiero colmar mis ojos con la visión de los pájaros y llenar mi corazón de tanto encanto. Quiero guardar en mi zurrón su tiempo y su vida, para llevármelos a otro lugar y poder disfrutarlos cuando ya no pueda volver a este rincón.

Sentado, con la espalda vuelta al descenso del río, los reflejos del sol sobre sus aguas saltarinas atraen mi mirada hacia su alegre correr. Corren como la vida misma, apenas deteniéndose, sólo en pequeños remansos que reflejan tranquilidad y sosiego en su caudal cada vez más escaso. La algazara de sus cánticos, entre las piedras que intentan detener su paso, se funde en una melodiosa sinfonía con los trinos de los jilgueros. Engalanados con su vistosa corbata roja, se afanan en la construcción de sus nidos. En un ir y venir casi escandaloso, con frenético regocijo, tejen con sus hábiles picos el refugio de sus amores y el lecho de sus futuros polluelos.

El Malpaso. No es que haya tropezado ni dado un traspié; así llaman a esta parte del camino por su agreste y costoso tránsito. Son pocos metros, pero su empinado ascenso y lecho pedregoso dificultan el paso sosegado y tranquilo que me ha acompañado hasta aquí. Al culminar la subida respiro profundo y, por fin, descanso. Pierdo la mirada en el vértigo de la profundidad y observo desde arriba, a mis pies, la serpenteante bajada del río, que en su quietud parece tener prisa por llegar a la cascada del molino para airear sus pensamientos y anunciarle al molinero: «¡Aquí estoy! ¡Ya vengo!».


Debo regresar, pues el tiempo convierte el espacio en infinito. Ya es hora de volver. Volver significa desandar el camino de emociones, es revivir la vida dentro de la vida, en su esencia y sus perfumes. Los pasos ya no son iguales; llegan impregnados del aroma de vestigios ancestrales, y aún en su marcha a veces desesperada, encuentran los ecos frágiles de la efímera existencia, tropiezos de ansiedad que aceleran el final del recorrido que hoy ha marcado mi destino.

Espero vivir para poder regresar a este lugar, para cantar con todo el aliento de mis pulmones aquel poema, aquel canto, aquel amor que aquí brotó:

Matojos perfumados

recubren las laderas de los

montes alzados. Almendros

moribundos anuncian

primavera con ruborosos

pétalos; el zumbido de

abejas laboran el nenúfar de

su dulzor dorado y el

susurro del agua del río en

el quebrado sin duda nos

encierra...

 

 

 

 

 

 

(*) Mayda Antelo, "Arco Iris"; Amigos de la Poesía; 2.004; Pags. 20 y 23

2 comentarios:

Unknown dijo...

Precioso, nuestra vida me ha encantado me lo voy a guardar para reerlo 😘😘

Anónimo dijo...

Que bonito, me siento totalmente identificada, y emocionada

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