No
me importa la soledad. Vivo con ella, y de ella. Mi vida transcurre entre
peñascos y montes pelados. Mis compañeros de viaje no permiten mucha
conversación. Mis ojos ven lo que otros apenas miran. Mis oídos escuchan lo que
otros oyen sin atención. Mi olfato distingue los aromas allí donde otros solo
perciben olores.
Soledad.
¿Cuántas personas hay más solas que yo?
Yo
tengo compañía en cada paso. Compañeros de viaje a los que reconozco con solo
mirar. No tienen nombre porque no necesito ponérselo. Esta soledad fue una
elección. ¿Qué es mejor: vivir una soledad escogida o una impuesta en medio de
la multitud? Qué tristeza debe ser estar solo, rodeado de gente. Qué maravilla
es estar solo, rodeado de vida.
Ruidos.
Aquí no existen los ruidos; aquí solo hay sonidos.
El
canto de la perdiz, el de los grillos, el chirrido de las cigarras. El ladrido
lejano de los perros y el balido tierno de los corderos. ¿Qué mejor sinfonía
podría escuchar que la de los jilgueros juguetones, revoloteando entre los
almendros mientras se confiesan sus amores? Escuchar el agua despeñándose por
su cauce estrecho, o el susurro de las hojas de los álamos abrazando los
remansos... ¿también es ruido?
¡Qué
maravillosa orquesta es este “ruido”!
Huele
a romero, ajedrea y tomillo. Una mezcla que embriaga como un perfume silvestre.
Las pequeñas florecillas blancas liberan su poder sin afán de destacar; tan
solo buscan acompañar con dulzura a quienes las visitan. Acariciarlas e
impregnarse de su esencia despierta una grata sensación en el olfato. Basta un
leve roce para que salgan de su sopor y, al hacerlo, inunden el entorno con el
aroma que guardan celosamente en su interior.
¿A
qué huele el humo? Huele a retama, a romero y tomillo. A pino, a olivo. Es el
aroma desprendido voluptuosamente de la hoguera donde aso mi tocino o caliento
mi cuerpo entumecido. El fuego extrae la esencia de la leña y la esparce con el
humo. Pero no es humo: es perfume. Perfume que purifica el viento.
Cuando
la áspera tierra es saludada por las primeras gotas de agua, el olor a tierra
mojada, mezclado con los perfumes del campo, se cuela directo al corazón. El
olfato no alcanza a sostener tanta maravilla, y entonces, ese aroma se
convierte en recuerdo. Un recuerdo que revive la plenitud de la vida: la vida
del campo, la vida en soledad, la vida gozosa de la naturaleza.
La
naturaleza creó los colores, y el hombre se los apropió para distinguirse. El
azul del cielo fue imitado por los pintores, pero su transparencia se volvió
opaca en sus pinceles. El verde, símbolo del despertar natural, lo adoptaron
como emblema de la esperanza, imitando el renacer de la primavera, aunque
privado del perfume que da sentido a su textura. ¿Y los ocres? Solo el otoño
sabe perfilarlos con mano paciente y esmerada. ¿Y el blanco y el negro? ¿Acaso
no hay ovejas blancas y negras? ¿Y por eso, es peor su lana?
Allí,
en aquel otero pelado y seco, encontraré un remanso de paz. Desde su altura
contemplaré la magnitud del valle, y seguiré con la mirada el trazo de los
álamos que recortan el camino del arroyo hacia la población. En mi memoria,
algunos de esos árboles ya no resisten el paso del tiempo. Se han derrumbado
yacen sobre la tierra, esperando su defunción. Otros han crecido en su lugar,
vigorosos y fuertes. Y algunos, tristemente, fueron víctimas del hacha y del
fuego, consumidos en un instante tras años de esplendor.
Extasiarse
contemplando el vuelo de los pájaros, adentrarse en su cuerpo y ver desde las
alturas la campiña... eso solo es posible cuando los pensamientos vuelan
libres, como ellos. Recorrer con la mirada aérea los rincones de piedra donde
anidan, solo se logra si la mente tiene alas. Viajar de un valle a otro con un
simple vistazo, recogiendo sus encantos y atesorando sus recuerdos, solo se
consigue volando… sin alas.
Suelo
andar por estrechas sendas, o a veces por atajos que han convertido mis pies en
un amasijo de huesos doloridos. Siento en mi espalda el tenue calor de los
primeros rayos de sol y, sin detenerme, desmenuzo con la navaja el primer
bocado entre mis manos para mantener fuerzas durante la dura jornada: pan y
tocino, y algún día, queso.
Aquel
olivar, por donde hacía tiempo que no pasaba, dormita en su gris verdoso,
preñado de su próxima cosecha y exhibiendo pequeñas florecillas. Sus troncos
retorcidos y ásperos me cuentan el paso del tiempo: cómo han resistido el
embate de las estaciones, cómo se han retorcido al abrigo del viento,
aferrándose a la tierra que los sustenta. Sus raíces, poco profundas, buscan
alimento en el interior de esta pobre tierra. Su piel escamosa y cuarteada ha
perdido tersura por el rigor invernal y el abrasador calor estival.
En
aquel majano, si mal no recuerdo, un pequeño vivar tiene su aposento. Con los
primeros rayos de sol, los pequeños conejos salen de su gazapera. Las tiernas
hierbas aún conservan las cristalinas y efímeras gotas del rocío, que
descomponen pequeños arcoíris, haciendo más espectacular su apetitoso alimento.
Apenas quedan conejos. Ya no corren entre tomillos ni saltan entre romeros, ni
compiten en veloces carreras con mis podencos. El hombre, en su afán inventor,
inventó su ceguera, y con ojos vidriados —o tal vez muertos— sirven de pasto a
las aves carroñeras.
En
aquel rincón, refugio del sol en invierno, crecen los cerezos. Visten sus
brillantes ramas con flores blanquecinas, aún desnudas de hojas. Sus troncos
esbeltos, cubiertos por una tersa y pulida piel amoratada, sostendrán firmes
los frutos entrelazados. Rojo intenso, como gotas de vida nacidas en su
interior, las cerezas mostrarán un bello contraste entre el verde y el rojo.
No
lejos de allí, unas pocas colmenas guardan el meloso tesoro que producen las
incansables abejas. El zumbido de sus vuelos delata la frenética actividad que
reina en su interior. Miles de viajes acarrean el néctar floral, que con su
regurgitar transforman en el dulce alimento real. Recorren varios kilómetros en
busca de flores y, agotadas por su labor, regresan gozosas a su organizada
comunidad.
Reina,
zánganos y obreras, cada una con su función bien definida. No necesitan leyes
ni códigos; la sabiduría de la naturaleza les ha dado su propia identidad. La
reina vive para gobernar y procrear. Los zánganos custodian el hogar, y su
único destino es fertilizar a la reina, siendo ese su final. Las obreras no
conocen la acción sindical, sólo saben trabajar.
Bajo
las aliagas, cubiertas de flores amarillentas, la perdiz ha tejido su hogar. Su
resguardo espinoso impedirá el paso de depredadores y protegerá a sus
perdigones mientras ella busca sustento. El macho, orgulloso de su posición,
canta a los cuatro vientos, marcando su territorio. Su cuello corto, su pequeña
cabeza y su pico y patas rojas, envueltos en un plumaje gris rojizo, la
camuflan perfectamente en su entorno. Apenas vuela, solo cuando es necesario;
camina y corretea como una gallina feliz en su corral.
A
mi paso, un pequeño lagarto zigzaguea en una rápida carrera en busca de un
lugar seguro. Su piel verdosa, salpicada de pequeñas manchas amarillentas,
apenas se distingue en su veloz huida. La técnica irregular de su policromía
permite que cada uno sea único. Con una mirada expectante, casi insolente, me
observa desde la distancia, vigilando mis movimientos. Ha perdido el miedo y
busca distraerme, llamándome la atención hacia otro punto, alejándome de su
refugio. Así intenta protegerse y proteger a los suyos ante la presencia de un
depredador mayor. Tras mis pasos, regresa al lugar donde inicialmente tomaba el
sol y custodia a sus crías.
Cada
día es diferente. Cada día descubro algo nuevo. La brújula de mi destino no
deja de girar, sin detenerse en un punto fijo. Norte, sur, este u oeste, no
importa. Al volver, tras recorrer distintos parajes, descubro cómo, aunque todo
parece igual, todo ha cambiado. Aquel almendro que hace pocos días mostraba
ramas desnudas, hoy se viste con un espléndido color violáceo. En aquel otero
desnudo, cubierto apenas por un manto de tomillos, ha crecido el cantueso. Y
aquel humilde arroyuelo ahora fluye más contento.
Hoy, en mi deambular sin rumbo, he llegado con mis maltrechos huesos a mi lugar preferido. Rodeado de mastodontes pétreos, me siento seguro. Yo aquí abajo, ellos en las alturas. Vigilantes milenarios, impertérritos al paso del tiempo, han permanecido firmes mientras cientos hemos recorrido sus entrañas. Los cinceles anónimos que modelaron sus contornos debieron estar guiados por el mejor escultor que ha existido. Asomados sobre sus precipicios, me saludan con su mirada pétrea, sus rostros teñidos de ocres y grises exultantes. No hablan, pero cuentan historias de siglos, y apenas se nota su longevidad. Han visto pasar a los hombres bajo su inmutable vigilancia a lo largo de milenios. Han sido testigos mudos de cientos de amores, confesados o inconfesables, en sus recogidos rincones. Y aún hoy, cuando el viento sisea entre sus alturas, cuentan cómo siguen llegando jóvenes enamorados, cogidos de la mano, escondiendo arrumacos y declarándose amores.
Sobre
sus crestas anaranjadas, salpicadas de romeros, sobrevuelan rapaces y también
carroñeras, que en sus elevados círculos parecen alargar aún más su esbelta
verticalidad, ofreciendo al visitante desde abajo una profunda sensación de
pequeñez. Separados por el refrescante río, los farallones se miran frente a
frente, desafiándose y compitiendo en belleza. Entre ellos, discurre un
estrecho camino que nos adentra en su mundo: un mundo silencioso, lleno de
sonidos, pletórico de colores y rebosante de vida.
Vigilante
en su entrada, se encuentra la cueva de La Mora. De ella cuentan que, cada
noche de San Juan, emerge una bella morisca para pasear sus penas. Penas de un
amor prohibido, confesado entre estas peñas a un joven cristiano, cuyos
progenitores rivales les impidieron consumar sus deseos matrimoniales. Según la
tradición, al pasar por su puerta hay que arrojar una piedra para evitar que la
mora salga. ¡Qué egoísmo tan cruel! Ya de mayor comprendí la verdadera
intención detrás de esta costumbre. No era para impedir que la mora saliera,
sino para despejar el camino de piedras sueltas que entorpecían el paso de los
viandantes.
¿Acaso
tenía sentido arrebatarle a la joven mora la libertad de pasear sus penas en su
nocturno deambular? ¿Nos negaba así la posibilidad de disfrutar su espectacular
belleza, guardándola en su lúgubre morada? Si era tan bella, ¿por qué no
dejarle vagar para que las piedras silenciosas pudieran contemplarla? Hoy, el
camino está más despejado, y seguramente la mora sigue saliendo a pasear en la
noche de San Juan, cantando sus penas y desdichas junto a su amado cristiano.
Allí, en un refugio sin igual, disfrutan de su amor toda la noche,
apesadumbrados por las guerras que los separaron, pero a la vez alabando la
fortaleza de estas piedras que, año tras año, guardan sus vidas espectrales y
les permiten vivir eternamente su amor.
Apenas
he dado unos pasos y mi boca reseca se llena de jugos salivares, impulsados por
el susurro de mi subconsciente que me recuerda que, en el próximo recodo del
camino, encontraré una fuente. Las rocas, en su maternal cobijo, guardan las
aguas cristalinas y puras que saciarán mi sed, como lo han hecho con la de
cientos de viajeros antes que yo. De rodillas, en gesto reverencial, formando
un cuenco con mis manos, acerco a mis labios el frescor incoloro de su fluido.
Su caricia calma mis ardores sedientos, y al descender por mi garganta, me
inunda de un frenesí de felicidad.
Bajo
la sombra protectora de la arboleda que la rodea —aquí llamada galluvillos—, un
burro enjaezado con aguaderas pace las escasas hierbas que pisa. Su dueño,
sumido en la contemplación del entorno, espera pacientemente a que termine de
saciar mi sed para llenar los cántaros con los que llevará el agua a su casa.
Allí, su familia la beberá en pequeños sorbos, recordando en su sabor insípido
el paso milenario por los filtros de las rocas, que le imprimen una sensación
única y especial.
Sorbo
a sorbo, trago a trago, se beberán parte de la eternidad de esta fuente, que
aun en los años de sequía sobrevive con vida tenue, dando la bienvenida a sus
visitantes y ofreciendo su longeva y prolífica salud.
Alzo
la mirada unos metros y me encuentro con la cueva del Búho, un capricho de la
naturaleza cuya modesta altura ha sido escenario de las más intrépidas andanzas
juveniles en busca de aventura y conocimiento. La aspereza de las aristas
rocosas que conforman su estrecho y arriesgado ascenso brilla hoy pulida por los
cientos de manos que se han aferrado a sus salientes. Su interior apenas
permite la estancia de dos o tres personas, y en su mayor extensión, solo
quienes aún conservan la ligereza de la adolescencia pueden acceder. Desde
dentro, la vista se limita a unos metros más allá de la arboleda que rodea la
fuente; pero la sensación de altura, combinada con el espíritu aventurero del
joven explorador, eleva la experiencia a la de un escalador que corona su cima
más preciada.
Aquí,
en este refugio inexpugnable, se han dado las primeras bocanadas de humo, los
primeros cigarrillos compartidos a escondidas de miradas parentales y con la
vergüenza de ser sorprendidos por algún aguador. Si alguna vez habitó un búho
en esta cueva, nunca tuve la suerte de verlo. Pero si aún vive, que su mirada
vigilante proteja la fuente para que nunca desaparezca, y que nos acompañe a lo
largo de nuestras vidas, junto a todos aquellos que acudan a ella a saciar su
sed.
Aquí la Hoz se abre en su estrechez para dar cobijo, entre sus altas paredes rocosas, al molino. El molino de la Hoz, hoy fatigado y cansado, contempla perplejo cómo pasa el agua que antes movía con furia su rodezno y trituraba los granos en sus muelas. Ahora descansa, resignado a su desaparición, mientras sus humildes muros se van desmoronando lentamente. En sus tiempos de esplendor, reatas de mulas y burros pugnaban, azuzados por sus amos, por llegar los primeros. Cargados con costales de trigo o cebada, serpenteaban por el estrecho camino deseando alcanzar la sombra fresca de los frondosos sauces que, junto a la entrada del molino, aliviaban el tórrido calor y saciaban la sed en el saltarín regato que el molinero había dispuesto para regar su huerta. Su caída en delicada cascada inundaba el aire de pequeñas gotas, convirtiendo el ambiente en un refugio fresco y orquestado por los cánticos de gorriones, jilgueros y, de vez en cuando, algún martín pescador.
Cuántas
historias han corrido de boca en boca bajo la sombra de esos sauces, mientras
el molinero cumplía con su labor: a un lado la harina, al otro, el salvado. Y,
como pago por sus servicios, la maquila.
En
nuestras andanzas juveniles, desafiando la verticalidad de las rocas en un afán
por descubrir y conquistar sus alturas, cuando un traspié o un desprendimiento
nos hacía rodar ladera abajo entre piedras, y veíamos el final cercano, la
molinera que cuidaba la huerta, alertada por el ruido y el crepitar de las
piedras, gritaba: “¡Algún día se van a matar!”. Corría entonces en busca de
nuestros maltrechos cuerpos y, con un trapo empapado en agua fresca, restañaba
nuestras heridas, aplacaba nuestros golpes y, con voz maternal, nos aconsejaba:
“Ea, no ha pasado nada. Iros a vuestras casas, y no volváis a subiros por las
piedras, que algún día os vais a matar”.
Descender
por la empinada y estrecha senda que rodea el molino nos sumerge en las
entrañas de este bello rincón. El estruendo ensordecedor del agua que, desde lo
alto, se precipita en una cascada imponente apenas deja espacio para las
palabras. No hace falta hablar. Contemplar su caída apresurada, que estalla en
un profundo remanso y llena la superficie con una efímera espuma blanquecina,
deja al visitante boquiabierto. Desde aquí abajo, su furia parece aún más
desatada, aunque en pocos metros ha descargado su ímpetu para transformarse en
un remanso suave, descendiendo su cristalino caudal en un paseo sosegado,
dejándose admirar mientras se encaja entre estilizados chopos que marcan su
lento caminar.
Desde la altura, donde la cascada parece aún mayor, tres gigantes rocosos vigilan imperturbables. Asomados al precipicio, en nuestra imaginación se convierten en las tres carabelas de Colón, zarandeadas por inmensas olas, frágiles cascarones desafiando el océano de piedra. La quilla de la proa reta las alturas desde la cresta de una ola pétrea, provocando un vértigo sobrecogedor.
Camino
despacio, sin querer perderme ni un solo detalle. El dulce aroma de las flores
de almendro inunda este rincón. La aspereza de su corteza contrasta con la
delicadeza de su fragancia. Sus troncos se retuercen, como en un desesperado
intento de aferrarse a la vida en su añeja decadencia. Los romeros compiten en
un desesperado concurso de perfumes, luchando por imponer sus esencias, y en el
ambiente se respira un glamuroso concierto de fragancias. La resina de los
pinos no quiere quedarse atrás, aportando su tono agrio a esta sutil batalla
aromática.
Con
mirada inexpresiva, como la de un antiguo faraón, la roca anaranjada se alza
imponente sobre nosotros. El viento y el agua han esculpido sus rasgos
endurecidos, maquillando en tonos grises su perfil achatado y contorneando su
imponente faz. La verticalidad de sus paredes ha atraído a numerosos
escaladores, que con cuerdas y artilugios han conquistado el umbral de su
mirada, llenando de vida humana el pensamiento silencioso de su mente
milenaria.
El
Nido, reza un pequeño cartel de estilo talaverano, colocado sobre la pared
junto a la puerta de un coqueto refugio que su dueña levantó para dar rienda
suelta a sus palabras, convirtiéndolas en poemas. Y hoy, bajo el eco repetido
de los truenos que resuenan al cobijo de las peñas, se escuchan aún los versos
que brotaron de su voz, cantándole a su tierra.
EN
MIS HOCES dejadme en duermevela,entre
piedra
y música del viento. Quiero quedar en
soledad
de estepa envejecida,como está mi
almendro;
al arrullo del río y las abejas,
horizontes
marinos en mis sueños.
Cuanto
color gozamos en la tierra, cuan bella la
esperanza
de un cielo y qué buenaventura y
embeleso
surge del agua, de la madreselva, del
tomillo,
la sielva, el cantueso, y el fértil
humus
de las hojas muertas. (*)
En
un pequeño pretil tomo aire, no porque esté cansado ni agotado, sino para
llenar mis pulmones con los perfumes del campo. Quiero colmar mis ojos con la
visión de los pájaros y llenar mi corazón de tanto encanto. Quiero guardar en
mi zurrón su tiempo y su vida, para llevármelos a otro lugar y poder
disfrutarlos cuando ya no pueda volver a este rincón.
Sentado,
con la espalda vuelta al descenso del río, los reflejos del sol sobre sus aguas
saltarinas atraen mi mirada hacia su alegre correr. Corren como la vida misma,
apenas deteniéndose, sólo en pequeños remansos que reflejan tranquilidad y
sosiego en su caudal cada vez más escaso. La algazara de sus cánticos, entre
las piedras que intentan detener su paso, se funde en una melodiosa sinfonía
con los trinos de los jilgueros. Engalanados con su vistosa corbata roja, se
afanan en la construcción de sus nidos. En un ir y venir casi escandaloso, con
frenético regocijo, tejen con sus hábiles picos el refugio de sus amores y el
lecho de sus futuros polluelos.
El
Malpaso. No es que haya tropezado ni dado un traspié; así llaman a esta parte
del camino por su agreste y costoso tránsito. Son pocos metros, pero su
empinado ascenso y lecho pedregoso dificultan el paso sosegado y tranquilo que
me ha acompañado hasta aquí. Al culminar la subida respiro profundo y, por fin,
descanso. Pierdo la mirada en el vértigo de la profundidad y observo desde
arriba, a mis pies, la serpenteante bajada del río, que en su quietud parece
tener prisa por llegar a la cascada del molino para airear sus pensamientos y
anunciarle al molinero: «¡Aquí estoy! ¡Ya vengo!».
Debo regresar, pues el tiempo convierte el espacio en infinito. Ya es hora de volver. Volver significa desandar el camino de emociones, es revivir la vida dentro de la vida, en su esencia y sus perfumes. Los pasos ya no son iguales; llegan impregnados del aroma de vestigios ancestrales, y aún en su marcha a veces desesperada, encuentran los ecos frágiles de la efímera existencia, tropiezos de ansiedad que aceleran el final del recorrido que hoy ha marcado mi destino.
Espero
vivir para poder regresar a este lugar, para cantar con todo el aliento de mis
pulmones aquel poema, aquel canto, aquel amor que aquí brotó:
Matojos
perfumados
recubren las
laderas de los
montes
alzados. Almendros
moribundos
anuncian
primavera con
ruborosos
pétalos; el
zumbido de
abejas laboran
el nenúfar de
su dulzor
dorado y el
susurro del
agua del río en
el quebrado
sin duda nos
encierra...
(*)
Mayda Antelo, "Arco Iris"; Amigos de la Poesía; 2.004; Pags. 20 y 23
2 comentarios:
Precioso, nuestra vida me ha encantado me lo voy a guardar para reerlo 😘😘
Que bonito, me siento totalmente identificada, y emocionada
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