
El reloj marca las doce menos cuarto. Las
campanas de la iglesia voltean su llamada, inundando cada rincón del pueblo. En
su canto se percibe una alegría especial. Su tintinear, festivo y rítmico, deja
entrever que una etapa toca a su fin; dos campanadas secas al final indican que
es la segunda.
Por las estrechas y empinadas callejuelas
ascienden hacia la iglesia mujeres ataviadas con sus mejores galas, cubiertas
con velos. Por el colorido de sus vestidos se distingue a aquellas marcadas por
la inmisericorde muerte: van de riguroso luto, cubiertas de negro de pies a
cabeza. Unos pasos más atrás, grupos de hombres, enfundados en ternos que sólo
ven la luz en los grandes días de fiesta, conversan entre sí sobre asuntos
triviales, como el buen tiempo con el que amaneció el día.
Poco a poco, la plaza se convierte en un
hervidero de chiquillería que corretea entre los corrillos que se van formando.
Las niñas, con sus trajecitos blancos, parecen pequeñas palomas. Los niños, de
impecable azul marino, parecen pequeños marineros en estas tierras de mar
adentro.
En el pórtico de la iglesia aguarda un
montón de ramas de olivo, traídas por un fiel anónimo. Serán repartidas por el
tío Rafael, el sacristán, entre aquellos que, por prisas o descuido, olvidaron
traer las suyas. Estas ramas, despojos humildes del olivo, se convertirán, tras
la ceremonia y su bendición, en ramos sagrados. Luego, abrazados a los barrotes
de ventanas y balcones, los adornarán con sus hojas rizadas, perpetuando en
cada una de ellas la oración de un Padrenuestro o cualquier otra plegaria silenciosa.
Tañen las campanas: es la tercera. Los
grupos se ponen en movimiento. Al unísono cesan los comentarios. Callan los
cuchicheos sobre los vestidos y trajes de fulana o mengano, y todos se dirigen,
con recogimiento, hacia la iglesia. Los más pequeños interrumpen sus correrías
y acuden raudos al llamado de sus mayores. Apresuran el paso en busca de un
buen lugar, aunque es probable que los bancos ya estén ocupados por los más
madrugadores, y deban permanecer de pie durante toda la ceremonia.
En el interior se entremezclan los olores
gratificantes de los perfumes: los caros, de las familias más pudientes, y los
humildes, comprados a granel. Pero sobre todos ellos se impone el aroma
inconfundible de la cera que emanan los cirios encendidos en el Altar Mayor.
Ese olor, solemne y sereno, difumina las diferencias, igualando en su presencia
a todos los fieles.
Cabezas que se giran hacia la puerta de
entrada, buscando a alguien. Otros se empinan por entre los cuerpos que tienen
delante, intentando localizar entre la feligresía a algún familiar al que no
saludaron antes de la ceremonia. Algunos otean, con perversa curiosidad, quién
ha faltado a este magno acontecimiento. Miradas que se cruzan. Gestos de
saludo. Guiños de complicidad. Todo en medio de un silencio absoluto que
permite escuchar el leve crepitar de las llamas en los grandes velones del
altar.
Cuando el acto ha concluido, toca desandar
las callejuelas, esta vez cuesta abajo. Las mujeres se van despidiendo entre sí
con un “me voy, que tengo el cocido puesto y no quiero que me salga
zanguango”. Al amor de la lumbre, dejaron preparados los pucheros, y a
fuego lento se fueron cociendo las viandas y los garbanzos, mientras ellas
cantaban plegarias, rezaban oraciones y escuchaban el sermón.
Los hombres, por su parte, irán formando
sus cuadrillas y se dirigirán a la Tercia en busca de unos tragos. Serpentearán
de cueva en cueva, degustando los vinos. Iniciarán varias conversaciones entre
los escasos tertulianos. Las charlas se entrecruzarán, diversas y dispares, y
el tono de voz irá subiendo en un intento de imponerse entre todas. Hablarán de
sus cosas, del tiempo, de las heladas que en primavera castigan estas tierras,
de cómo los almendros y cerezos ya visten sus ramas de esperanzadoras flores, o
de cómo este año el río baja más crecido gracias a las lluvias invernales.
Un grupo de jóvenes recuerda
cómo, hace unos meses, se juntaron para salir a pedir por las casas del pueblo.
Llamaban a las puertas al grito de: “¡Los quintos!”, y de dentro salían
las mujeres con sus dádivas: unos huevos que depositaban en una canasta, o unas
escasas monedas que nunca sobraban.
Es la tradición. Hay que dar algo a los
quintos. Mañana serán otros —quizá sus propios hijos— quienes recorrerán las
empedradas callejuelas repitiendo el mismo ritual. Y casi siempre, por
desgracia, el llanto se hace presente en algún portal, cuando alguien recuerda
que ese año le habría tocado ser quinto al hijo que murió. De poco sirven los
consuelos para una madre cuando ve partir, entre risas y algarabía, a los
compañeros de su hijo, mientras ella queda sumida en sus recuerdos.
Desde que comenzaron sus andanzas como
quintos, se habían provisto de una casa, deshabitada la mayor parte del tiempo
y propiedad de uno de ellos. La acondicionaron a su antojo, con enseres
recogidos aquí y allá. Llenaron la cocina de leña para que no faltara en las
frías noches: gavillas de sarmientos para preparar las brasas con las que asar
chorizos, morcillas, forros de cabeza, panceta... Y cuando el rescoldo se
extinguía, unas patatas asadas, regadas con un trago de vino, animaban el
cuerpo para continuar la larga velada.
Llevaron vino y naranjas, azúcar y algún
limón. Prepararon la limoná. Desde principios de la semana, la casa de los
quintos se convierte en punto de reunión para jóvenes y mayores. Unos acuden en
busca de un vaso de limoná para satisfacer su ansiado gusto; otros, los más
mayores, prefieren una copa de licor más fuerte.
Pequeñas sillas tejidas de anea se
arremolinan en torno al hogar de la lumbre. El calor del fuego hace más
llevadero el frío que cala hasta los huesos. Alguien toma un palo y atiza las
brasas; la llama se prende en él y otro exclama, entre risas:
—¡Deja de jugar con el fuego, que luego te
mearás en la cama!
Estalla una carcajada unánime entre todos
los presentes. Quien lo hace ya peina canas, no es precisamente un niño, y
todos recuerdan que eso mismo les decían sus padres cuando, de pequeños,
jugueteaban con un palo sobre las ascuas del hogar materno.
¿Qué tiene el fuego que tanto atrae a los
niños? Su viveza, su color, sus formas cambiantes, ese movimiento hipnótico que
invita a trazar figuras efímeras en el aire, como si fueran sueños de humo.
Empieza entonces una retahíla de historias.
Anécdotas de lo que le ocurrió al Tío Fulano o al Tío Mengano. Se evocan
personajes del pueblo que en su mayoría ya no están, lo que da a quienes narran
una cierta sensación de madurez, como si al recordarlos heredaran algo de su
tiempo. Relatos que solo viven en la memoria de los mayores —y, en algunos
casos, de los más ancianos—, buscando así formar parte de la historia viva del
pueblo.
Se entremezclan fantasías sobre la bonanza
de la mili, contadas por aquellos que ya han regresado a casa tras su paso por
los cuarteles. Brotan, como en cascada, las más variadas historias de buen
comer y mejor vivir, de las “vacaciones” que allí disfrutaron, de lo bien que
lo pasaron… hasta que alguien plantea la pregunta inevitable: ¿qué les espera
en esa próxima etapa que aún desconocen?
Uno, cabizbajo, rompe el entusiasmo con una
frase que cae como un peso:
—Cada uno cuenta la feria como le fue.
En su rostro se dibuja la verdad que muchos
prefieren callar: los malos ratos, la soledad, el desarraigo. Recuerda cómo,
cuando partió, su hermano era apenas un recién nacido, y cómo, al volver,
corría ya que se las pelaba.
En
una habitación contigua, otro grupo se sumerge en interminables partidas de
cartas. Del julepe a los montones, y de ahí al hijoputa,
cambian de mano y bolsillo unas cuantas monedas que no dan para mucho, salvo
para haber pasado la trasnochá y haber gozado del placer lúdico del
juego compartido.
Comienza la tarea de construir al Judas. Unos viejos pantalones de pana —que en sus mejores tiempos fueron negros—, descoloridos por el sol, zurcidos en la entrepierna y remendados en las perneras, serán rellenados con encañadura para formar las piernas del insolente pelele. Con unos piales de lona se modelarán los pies, calzados con unas abarcas deformadas por los desbaratados andares de su antiguo dueño.
Una chaqueta de cuadros, tan antigua que su
propietario ni recuerda si fue él quien la estrenó, se rellenará de paja hasta
que los brazos, en cruz, evoquen el sufrimiento de aquel a quien el Judas
delató.
Rematará la grotesca figura una cabeza de
barro: un botijo blanco —de esos que mantenían fresca el agua—, al que, con un
tizón, irán dibujándole los rasgos en su pálida faz. Cubrirá su hueca cabeza un
viejo sombrero de paja, abandonado en las eras tras soportar los rigores del
verano durante la trilla.
Todos, los quintos y el resto de los
jóvenes, unirán fuerzas en la pesada tarea de subir la viga. Con sogas, tirando
como bestias de carga, sacarán del cauce del río un pesado chopo. A una sola
voz, lo alzarán sobre sus hombros y, como un ciempiés de pasos acompasados,
subirán por la empinada cuesta hasta la plaza, en lo alto del pueblo.
No faltarán las bromas ni escasearán los
comentarios. Alguien pedirá un descanso, otro tomará su lugar. A pesar del
esfuerzo, la alegría lo hace más llevadero. El jolgorio de grandes y chicos
alienta la marcha, y el cansancio apenas se refleja en los rostros.
La cuesta parece no tener fin, y un
descanso se hace necesario. Entonces, una voz firme anuncia el alto tan
deseado:
—¡Al suelo! ¡¡Cuidao con las manos!!
Las manos acuden a los riñones, intentando
aliviar el esfuerzo. El suelo, frío como nunca, se convierte en un asiento
cómodo para reponer fuerzas, mientras la botella de anís pasa de gaznate en
gaznate, propagando un calor interno que atenúa el dolor muscular. El frío es
intenso, y conviene no dejar que el sudor se enfríe en la piel. Una voz rompe
la tregua:
—¡Vamos, que nos quedamos fríos!
Solo una mirada basta para entenderse. Con
renovado empuje, vuelven a levantar la viga sobre los hombros. Resoplan cuesta
arriba, jadean entre suspiros, como si el breve descanso hubiera debilitado sus
fuerzas. Finalmente, llegan a la plaza.
Al calor de la hoguera, sentados en el royo, la limoná sacia la sed. Pero las tareas no permiten distracciones. Hay que cavar el hoyo que recibirá el mástil. Atar al Judas en el extremo más fino de la viga. Preparar las tijeretas, que servirán de palanca para izarla. Disponer las sogas que estabilizarán su verticalidad.
El frío corta como cristales. Un vozarrón
saca del ensimismamiento a los del royo:
—¡Unos a las tijeretas, otros a las sogas!
—¡Eeeeeeh! —grita alguien, mientras las cuerdas se
tensan como nervios. Las tijeretas sujetan la viga en una nueva posición.
Un último esfuerzo y la viga, con su Judas,
alcanza por fin la ansiada vertical.
—¡Eeeeeeh! ¡Tensad las sogas y atadlas a
los balcones! —retumba la
orden en toda la plaza.
Allí arriba, en lo alto, empalado, se
bambolea el Judas. Con sus gestos toscos, casi reverenciales, parece
aceptar su destino. Supera en altura a la torre de la iglesia, está por encima
de todos, orgulloso de ser el centro de todas las miradas cuando los vecinos
acudan, en la fresca mañana, a la misa del Domingo de Resurrección.
El frío seco ha dado paso al viento helado
y regañón, que, en su afán de protagonismo, no ha querido perderse el
acontecimiento. A su paso, crujen las tijeretas con quejidos de madera vieja, y
las sogas se retuercen como tripas vacías, estremecidas por la gélida ráfaga.
Las campanas tocan a gloria. Los rostros
tensos y desencajados de los quintos permiten a los presentes intuir que la
noche ha sido larga y fría. Los movimientos rápidos presagian un nuevo
desenlace. Todo sucede con rapidez: aún no han dejado de voltear las campanas
cuando un sonido ensordecedor estremece los cuerpos, y el estampido contra el
suelo del "judas" desde su altura hace estallar en gritos de
alegría a todos los reunidos. Su cabeza de barro salta en mil pedazos. La
chiquillería se arremolina a su alrededor; unos tiran de sus piernas y otros de
los brazos para arrastrarlo. Desgarran su vestimenta y prenden fuego a su
interior por la entrepierna, en un acto simbólico de castración.
Comienzan a correr. La carrera aviva las
llamas que descomponen su cuerpo apenas llegan a San Antón. El olor a paja
quemada y trapos chamuscados precede a la exigua comitiva que, en procesión,
porta al Niño.
El padre se sentirá orgulloso de tener un
hombre que, con sus brazos, ayudará en los quehaceres, aportando su esfuerzo al
sostenimiento del hogar. Compartirán sobremesas y trasnochadas; amaneceres y
atardeceres en sus arduos trabajos; arado y hoz; calima y regañón; petaca y
botillo. Regarán con su sudor estas áridas tierras y, juntos, participarán en
los grandes acontecimientos.
La madre piensa que, en un corto espacio de
tiempo, él los abandonará y sentirá su ausencia. Pronto tendrá que lavar
prendas de color verdoso: uniformes que, tendidos al sol, proclamarán la visita
del militar. Se olvidará del penoso trabajo de lavarlos a mano sobre las duras
losas de piedra, en las frías aguas del río, y, oculta a los ojos de sus
convecinos, nacerá una orgullosa sonrisa en sus labios; porque cuando él
regrese, será un hombre que les brindará protección y, con ansias renovadas,
revitalizará la maltrecha economía familiar.
Así termina el recorrido de una semana
llena de emociones, de esfuerzos gratificantes, de noches cargadas de sueños
interrumpidos por el poco descanso. De resacas causadas por un exceso de
alcohol que deja destrozadas las gargantas y los estómagos. De horas
interminables de amistad, de compañerismo, de recuerdos que se contarán al
abrigo de otras lumbres, en otros años y con otros quintos. Sin proponérselo,
han creado un lazo que los unirá para el resto de sus vidas. Recordarán cómo
fulano o mengano es de su quinta. Ya no habrá edades para identificar una u
otra generación; serán de una u otra quinta y, como en cada una, hablarán de
“su Judas”.
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