JUAN
MARTÍN “EL EMPECINADO” Y SUS LUCHAS
EN LAS PROVINCIAS DE GUADALAJARA Y CUENCA
Por Ricardo Hernández Megías
La denominada “Guerra
de la Independencia” (1808-1814), fue uno de los episodios más interesantes de
la Historia de este país que aún llamamos España. La crueldad de la invasión
del territorio nacional por parte de los franceses (primeramente de forma
pacífica y con la excusa de conquistar el territorio portugués, aliado de su
enemiga Inglaterra) y después ya de manera descarada en un intento por parte de
Napoleón de construir bajo su mandato un gran imperio que abarcase gran parte
de Europa; la calamitosa actuación de los reyes españoles, quienes pusieron a
disposición del Emperador, perjurando de la defensa de los intereses de la
Corona y del pueblo español; la vil y cobarde actuación por parte del Príncipe
de Asturias y después rey Fernando VII, apoyando y aplaudiendo desde territorio
francés –donde vivía protegido por el
mismo Emperador– el avance y las victorias del ejército francés sobre las
reducidas y mal pertrechadas fuerzas con que contaba el ejército español que
defendía su derecho a reinar; el saqueo de los pueblos y ciudades por donde
pasaban las tropas napoleónicas y las terribles venganzas sobre los civiles
que, ansiosos de mantener su independencia y deseando la vuelta de su rey, hizo
que en estos largos años de enfrentamientos se dieran episodios y actuaciones
de valentía y grandeza por parte de los españoles, como así ha sido reconocido
por prestigiosos investigadores e historiadores de todo el mundo, quienes,
asombrados ante la diferencia del potencial bélico de uno y otro ejército, nos
han narrado cada uno de los numerosos episodios que se dieron durante la
contienda.
La mala administración de los ya menguados recursos
económicos que provenientes de las colonias españolas en Hispanoamérica se
dilapidaban de manera harto censurable por parte de los gobiernos totalmente
alejados del pueblo, el dislate de los gastos de la Corona y los
enfrentamientos constantes desde el siglo XVIII entre los mismos españoles,
habían dibujado un panorama poco halagüeño a la hora de comenzar con garantías el nuevo siglo que alboreaba.
El ejército español, si bien había tenido en siglos
postreros una gran relevancia en Europa, y España había sigo poseedora de la
mayor flota de barcos de guerra con los que defender su privilegiado comercio y
transporte de oro y plata desde los territorios americanos, a estas alturas era
un verdadero desastre, sin jefes que entusiasmaran a la tropa, sin armamento
adecuado a los nuevos tiempos que corrían, ni mucho menos, pertrechado de ropa
y cobertura para enfrentarse a un ejército disciplinado y bien armado como lo
era el francés, cuando quiso dar el paso de conquistar el continente europeo.
Esta gran diferencia de hombres bien armados, bien
alimentados, mejor pagados y en perfectas condiciones de entrar en batalla, frente
a unas tropas faltas de moral, mal remuneradas y sin oficiales que supieran
conducirlas, hizo que los franceses –en
un principio– se pasearan por el territorio español con todas las garantías de
victoria.
Tuvo que ser, una vez más, el pueblo civil español, el que
pusiera de su parte, no ya sus escasos bienes, sino hasta su propia vida, para
ganar una guerra que desde el principio estaba perdida. Otra vez, hombres y
mujeres de todas las edades y de todos los estamentos sociales salieron en
defensa de su libertad frente al invasor, como vamos a ir viendo en estos
breves apuntes.
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