"VOX CLAMANTIS IN DESERTO"
En diciembre de 1931 salió a la luz pública el primer número de ACCCIÓN ESPAÑOLA. Desde entonces hasta junio de 1936 inclusive ha venido publicándose sin otra interrupción que aquella, impuesta coactivamente por el gobierno Azaña, de agosto a noviembre de 1932, a la que sirvió de pretexto el gloriosamente fracasado movimiento del 10 de agosto.
ACCIÓN ESPAÑOLA nació y vivió sólo para exponer y propagar la existencia de una Verdad política; porque sabíamos de coro sus hombres que, cuando los gobernantes la ignoran, pagan los pueblos esta ignorancia al duro precio de trocar su paz interior en permanente y crónica anarquía.
Y como para nosotros se hacía evidente, en la razón y en el conocimiento, que la democracia y el sufragio universal eran formas embrionarias de comunismo y de anarquía, pregonamos que había que combatirlas por todos los medios lícitos; "hasta los legales" añadíamos con palabras ajenas, para dar a entender, en la medida que las mallas de la censura dejaban pasar la intención, que si nos apresurábamos a poner en práctica los medios que una legalidad—formal, pero ilegitima—nos consentía, sólo era con la mira puesta en que ellos allanasen el camino a los que un día hubieran de marchar cara al honor y a la gloria, echándose a la espalda escrúpulos legalistas. Teníamos que combatir, por lo tanto, la errónea idea, propagada a veces por gentes significadas en determinados medios católicos, de la ilicitud de la insurrección y del empleo de la fuerza. Frente a todas las más o menos hábiles exhortaciones de acatamiento a los poderes constituidos y de proscripción de todo recurso heroico, hicimos desfilar por nuestras páginas trabajos bien documentados de quienes, como Balmes, Solana, Guenechea o Castro Albarrán, exponían la verdadera doctrina de la Iglesia, hasta entonces oscurecida y deliberadamente falseada con fines políticos.
Más aún; cuando, fracasado el movimiento del 10 de agosto, los generales García de la Herrán y Sanjurjo vieron trocados sus uniformes de generales del Ejército por uniformes de presidiarios, fué un honor para ACCIÓN ESPAÑOLA dar un puesto preferente en sus páginas a escritos que al valor intrínseco de su contenido unían el imperecedero y ejemplar de estar uno fechado en el Penal del Dueso y otros en el Penal de San Miguel de los Reyes.
La fuerza, la sangre, el martirio, al servicio de la Verdad. Hoy están suscribiendo la sincera generosidad con que pregonábamos reiteradamente nuestra tesis los cuerpos acribillados por balas asesinas de Calvo Sotelo, de Víctor Pradera, de Ramiro de Maeztu y de tantos otros de nuestros colaboradores en la tribuna y en la revista, que con su muerte han puesto al pie de su obra una rúbrica sangrienta y gloriosa.
Llegará el día, venturosamente próximo, en que nos ocupemos con la atención que el caso merece, de cada uno de aquellos hombres que, luego de fundar ACCIÓN ESPAÑOLA para que sirviera de firme en que asentar la acción de una nueva España, le ofrecieron primero, a la idea, lo mejor de su espíritu, y, más tarde, a la obra de España, generosamente, el cimiento de su propia carne.
Pero aún no es la hora. Esta es, en cambio, la de recordar cuál es la verdad por la que dieron su vida los mejores talentos políticos del campo nacional. Una palabra que nuestro director Ramiro de Maeztu introdujo en el léxico usual sintetiza nuestra doctrina: Hispanidad. El espíritu de la España del siglo XVI, con sus teólogos, sus juristas, sus misioneros, sus reyes y sus conquistadores. El espíritu de aquella España, a la que calificó Menéndez y Pelayo de evangelizadora de la mitad del orbe, lumbrera de Trento, espada de Roma, martillo de herejes, cuna de San Ignacio...
Durante cinco años hemos estado predicando la verdad de España por encima de los intereses de grupos y partidos. Para todo cuanto descubríamos de verdad católica y española estuvieron pronto nuestro aplauso y abiertas nuestras páginas.
Con el mismo alborozo acogíamos la fundación de Falange Española y, haciendo una excepción, reproducíamos íntegro, en noviembre de 1933, el discurso de fosé A. Primo de Rivera en el mitin del último domingo de aquel octubre, cuyas palabras, una por una, hadarnos nuestras, que pocos números después recogíamos en un editorial lo que pareció una promesa valiente de Gil Robles: "Hay que ir—decía— a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso, nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro, y eso es lo que pedimos. Entre tanto, no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal, no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento, o se somete, o le haremos desaparecer."
(No será nuestra la culpa si el recuerdo trae un aire de pirueta irónica, en el que flotan jirones lamentables de dos años de historia: picaresca, en el straperlo; trágica, en la claudicación con los asesinos de Oviedo y con los traidores de Barcelona; delirante, en la megalomanía democrática de unos presuntos electoreros, y, al cabo, sangrienta, en las últimas consecuencias de haber dejado a la Revolución armarse de todas armas para esta guerra civil de la que ningún español saldrá sin un luto en el alma.)
A lo largo de las 10.000 páginas bien cumplidas que llevamos publicadas han aparecido—algunas con gran reiteración—las firmas de tradicionalistas tan destacados como Víctor Pradera, el Conde de Rodezno, Javier Reina –“Fabio”-, Marcial Solana, González Amezúa; de falangistas como Eugenio Montes, Rafael Sánchez Mazas, Ernesto Giménez Caballero; católicos y monárquicos de distintas filiaciones, o independientes, como Calvo Sotelo—el colaborador que más ha escrito en la revista—, Ramiro de Maeztu, Sáinz Rodríguez, Ruiz del Castillo, el Marqués de Lozoya, González Ruiz, Llanos y Torriglia, Lorenzo Riber; y también académicos, historiadores, catedráticos, religiosos, prelados, etcétera, cuyos nombres—de nacionales y de extranjeros— puede repasar el lector en el índice que se inserta al final de este número. Y es aleccionador, en estas circunstancias, parar la atención en el hecho de que tan aparente variedad de filiaciones venía a fundirse, al cabo, en una unanimidad de doctrina y de pensamiento. Vale decir que, en la serena y elevada región de los principios, ACCIÓN ESPAÑOLA había logrado crear una zona de inteligencia y de unidad.
Al cumplirse, en plena guerra de religión y de independencia, el quinto aniversario de la aparición de ACCIÓN ESPAÑOLA, los pocos supervivientes de su plantilla de colaboradores que, para desgracia nuestra, no logramos estar en los frentes donde se encuentra el resto de nuestros compañeros, creemos cumplir un deber sagrado para con España y para con nuestros muertos publicando esta antología de los trabajos más significados salidos a la luz en nuestras páginas.
Es necesario que, al igual que ayer orillando los preceptos de leyes de excepción y desafiando persecuciones y cárceles hacíamos oír la Verdad política, hoy, sobre el eco vibrante de las victorias ganadas, se alce también nuestra voz que repita aún una vez que, sin una doctrina cierta, todos los sacrificios, lágrimas y ruinas pueden ser estériles. La paz y el progreso, como la guerra y la anarquía, se fraguan en la región de las ideas. Las falsas doctrinas propaladas en el siglo XVIII han dado con nosotros en la tragedia presente.
De nada sirven el patriotismo y la buena voluntad de un gobernante, aunque sea un dictador, si desconoce la Verdad política, a cuyo dictado es preciso gobernar. Es necesario estudiarla, propagarla, y, llegada la ocasión, imponerla, para arribar a puerto.
“Las ideas gobiernan a los pueblos”, clamaba Fichte ante un grupo de estudiantes al tiempo de la derrota de Jena. Y al conjuro de aquella voz, debidamente secundada, se alzó, décadas después, el Imperio alemán, en contraste—triste para nosotros—con lo que por el mismo tiempo sucedía en España, también aquí triunfamos de Napoleón en aquella memorable guerra iniciada el 2 de mayo de 1808 por unos artilleros que supieron desacatar al poder constituido y un pueblo que, en guerra santa, se lanzó contra el francés por extranjero; por impío y regicida también. Pero, mientras los buenos patriotas luchaban y morían combatiendo a las huestes napoleónicas, en Cádiz, a recaudo de las balas, unos cuantos españoles imbuidos de la ideología sustentada por los ejércitos enemigos iban fraguando unas leyes contrarias a los principios del derecho público cristiano y a nuestras saludables tradiciones. Pemán se lo ha hecho decir garbosamente al Filósofo Rancio:
"Y que aprenda España entera
de la pobre Piconera,
cómo van el mismo centro
royendo de su madera
los enemigos de dentro,
cuando se van los de fuera.
Mientras que el pueblo se engaña
con ese engaño marcial
de la guerra y de la hazaña,
le está royendo la entraña
una traición criminal...
¡La Lola murió del mal
de que está muriendo España!"
ACCIÓN ESPAÑOLA nació y vivió sólo para exponer y propagar la existencia de una Verdad política; porque sabíamos de coro sus hombres que, cuando los gobernantes la ignoran, pagan los pueblos esta ignorancia al duro precio de trocar su paz interior en permanente y crónica anarquía.
Y como para nosotros se hacía evidente, en la razón y en el conocimiento, que la democracia y el sufragio universal eran formas embrionarias de comunismo y de anarquía, pregonamos que había que combatirlas por todos los medios lícitos; "hasta los legales" añadíamos con palabras ajenas, para dar a entender, en la medida que las mallas de la censura dejaban pasar la intención, que si nos apresurábamos a poner en práctica los medios que una legalidad—formal, pero ilegitima—nos consentía, sólo era con la mira puesta en que ellos allanasen el camino a los que un día hubieran de marchar cara al honor y a la gloria, echándose a la espalda escrúpulos legalistas. Teníamos que combatir, por lo tanto, la errónea idea, propagada a veces por gentes significadas en determinados medios católicos, de la ilicitud de la insurrección y del empleo de la fuerza. Frente a todas las más o menos hábiles exhortaciones de acatamiento a los poderes constituidos y de proscripción de todo recurso heroico, hicimos desfilar por nuestras páginas trabajos bien documentados de quienes, como Balmes, Solana, Guenechea o Castro Albarrán, exponían la verdadera doctrina de la Iglesia, hasta entonces oscurecida y deliberadamente falseada con fines políticos.
Más aún; cuando, fracasado el movimiento del 10 de agosto, los generales García de la Herrán y Sanjurjo vieron trocados sus uniformes de generales del Ejército por uniformes de presidiarios, fué un honor para ACCIÓN ESPAÑOLA dar un puesto preferente en sus páginas a escritos que al valor intrínseco de su contenido unían el imperecedero y ejemplar de estar uno fechado en el Penal del Dueso y otros en el Penal de San Miguel de los Reyes.
La fuerza, la sangre, el martirio, al servicio de la Verdad. Hoy están suscribiendo la sincera generosidad con que pregonábamos reiteradamente nuestra tesis los cuerpos acribillados por balas asesinas de Calvo Sotelo, de Víctor Pradera, de Ramiro de Maeztu y de tantos otros de nuestros colaboradores en la tribuna y en la revista, que con su muerte han puesto al pie de su obra una rúbrica sangrienta y gloriosa.
Llegará el día, venturosamente próximo, en que nos ocupemos con la atención que el caso merece, de cada uno de aquellos hombres que, luego de fundar ACCIÓN ESPAÑOLA para que sirviera de firme en que asentar la acción de una nueva España, le ofrecieron primero, a la idea, lo mejor de su espíritu, y, más tarde, a la obra de España, generosamente, el cimiento de su propia carne.
Pero aún no es la hora. Esta es, en cambio, la de recordar cuál es la verdad por la que dieron su vida los mejores talentos políticos del campo nacional. Una palabra que nuestro director Ramiro de Maeztu introdujo en el léxico usual sintetiza nuestra doctrina: Hispanidad. El espíritu de la España del siglo XVI, con sus teólogos, sus juristas, sus misioneros, sus reyes y sus conquistadores. El espíritu de aquella España, a la que calificó Menéndez y Pelayo de evangelizadora de la mitad del orbe, lumbrera de Trento, espada de Roma, martillo de herejes, cuna de San Ignacio...
Durante cinco años hemos estado predicando la verdad de España por encima de los intereses de grupos y partidos. Para todo cuanto descubríamos de verdad católica y española estuvieron pronto nuestro aplauso y abiertas nuestras páginas.
Con el mismo alborozo acogíamos la fundación de Falange Española y, haciendo una excepción, reproducíamos íntegro, en noviembre de 1933, el discurso de fosé A. Primo de Rivera en el mitin del último domingo de aquel octubre, cuyas palabras, una por una, hadarnos nuestras, que pocos números después recogíamos en un editorial lo que pareció una promesa valiente de Gil Robles: "Hay que ir—decía— a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso, nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro, y eso es lo que pedimos. Entre tanto, no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal, no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento, o se somete, o le haremos desaparecer."
(No será nuestra la culpa si el recuerdo trae un aire de pirueta irónica, en el que flotan jirones lamentables de dos años de historia: picaresca, en el straperlo; trágica, en la claudicación con los asesinos de Oviedo y con los traidores de Barcelona; delirante, en la megalomanía democrática de unos presuntos electoreros, y, al cabo, sangrienta, en las últimas consecuencias de haber dejado a la Revolución armarse de todas armas para esta guerra civil de la que ningún español saldrá sin un luto en el alma.)
A lo largo de las 10.000 páginas bien cumplidas que llevamos publicadas han aparecido—algunas con gran reiteración—las firmas de tradicionalistas tan destacados como Víctor Pradera, el Conde de Rodezno, Javier Reina –“Fabio”-, Marcial Solana, González Amezúa; de falangistas como Eugenio Montes, Rafael Sánchez Mazas, Ernesto Giménez Caballero; católicos y monárquicos de distintas filiaciones, o independientes, como Calvo Sotelo—el colaborador que más ha escrito en la revista—, Ramiro de Maeztu, Sáinz Rodríguez, Ruiz del Castillo, el Marqués de Lozoya, González Ruiz, Llanos y Torriglia, Lorenzo Riber; y también académicos, historiadores, catedráticos, religiosos, prelados, etcétera, cuyos nombres—de nacionales y de extranjeros— puede repasar el lector en el índice que se inserta al final de este número. Y es aleccionador, en estas circunstancias, parar la atención en el hecho de que tan aparente variedad de filiaciones venía a fundirse, al cabo, en una unanimidad de doctrina y de pensamiento. Vale decir que, en la serena y elevada región de los principios, ACCIÓN ESPAÑOLA había logrado crear una zona de inteligencia y de unidad.
Al cumplirse, en plena guerra de religión y de independencia, el quinto aniversario de la aparición de ACCIÓN ESPAÑOLA, los pocos supervivientes de su plantilla de colaboradores que, para desgracia nuestra, no logramos estar en los frentes donde se encuentra el resto de nuestros compañeros, creemos cumplir un deber sagrado para con España y para con nuestros muertos publicando esta antología de los trabajos más significados salidos a la luz en nuestras páginas.
Es necesario que, al igual que ayer orillando los preceptos de leyes de excepción y desafiando persecuciones y cárceles hacíamos oír la Verdad política, hoy, sobre el eco vibrante de las victorias ganadas, se alce también nuestra voz que repita aún una vez que, sin una doctrina cierta, todos los sacrificios, lágrimas y ruinas pueden ser estériles. La paz y el progreso, como la guerra y la anarquía, se fraguan en la región de las ideas. Las falsas doctrinas propaladas en el siglo XVIII han dado con nosotros en la tragedia presente.
De nada sirven el patriotismo y la buena voluntad de un gobernante, aunque sea un dictador, si desconoce la Verdad política, a cuyo dictado es preciso gobernar. Es necesario estudiarla, propagarla, y, llegada la ocasión, imponerla, para arribar a puerto.
“Las ideas gobiernan a los pueblos”, clamaba Fichte ante un grupo de estudiantes al tiempo de la derrota de Jena. Y al conjuro de aquella voz, debidamente secundada, se alzó, décadas después, el Imperio alemán, en contraste—triste para nosotros—con lo que por el mismo tiempo sucedía en España, también aquí triunfamos de Napoleón en aquella memorable guerra iniciada el 2 de mayo de 1808 por unos artilleros que supieron desacatar al poder constituido y un pueblo que, en guerra santa, se lanzó contra el francés por extranjero; por impío y regicida también. Pero, mientras los buenos patriotas luchaban y morían combatiendo a las huestes napoleónicas, en Cádiz, a recaudo de las balas, unos cuantos españoles imbuidos de la ideología sustentada por los ejércitos enemigos iban fraguando unas leyes contrarias a los principios del derecho público cristiano y a nuestras saludables tradiciones. Pemán se lo ha hecho decir garbosamente al Filósofo Rancio:
"Y que aprenda España entera
de la pobre Piconera,
cómo van el mismo centro
royendo de su madera
los enemigos de dentro,
cuando se van los de fuera.
Mientras que el pueblo se engaña
con ese engaño marcial
de la guerra y de la hazaña,
le está royendo la entraña
una traición criminal...
¡La Lola murió del mal
de que está muriendo España!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario