miércoles

Una cierta forma de mirar y entender

I CONGRESO DE ESCRITORES CONQUENSES (1998)


Diego Jesús Jiménez


En primer lugar quiero dar las gracias a la Excma. Diputación de Cuenca y a su presidenta, Sra. Dª Marina Moya -que tiene la deferencia de acompañarnos- por posibilitar la celebración de este I Congreso de Escritores Conquenses, y también por haberme ofrecido en él lugar tan preferente como el de su presidencia, dignidad que me llena de orgullo y de satisfacción personal.
Mi agradecimiento a don José Luis Muñoz, alma de este evento, cuya ilusión y esfuerzo han resultado definitivos para hacer realidad tan singular reunión.
Mi más cordial bienvenida a todos.
Creo que somos conscientes de que nos encontramos ante un acontecimiento cultural de primer orden. Ha sido y es el de la escritura terreno fértil por excelencia en nuestra provincia, si bien no en todos los lugares ni en todas las épocas fueron bien recibidos sus frutos, sobre todo cuando éstos significaron pluralidad de pensamiento, diferencia con lo establecido. No habría, para constatar la fertilidad a la que me refiero, sino hacer un recorrido por nuestra historia literaria, incluyendo en ella el presente que todos componéis, para comprobar que Cuenca ocupó y continúa ocupando, un espacio nada despreciable en el panorama de las letras españolas.
Contamos los conquenses con una gran cultura escrita y con una envidiable tradición literaria. Ciertamente, pocas literaturas podrían exhibir una obra tan extraordinaria como la de Fray Luis de León, poeta de inspiración compleja que si, con exactitud, ocupa la cima mayor de nuestro Renacimiento, su obra también muestra zonas que podemos considerar prebarrocas. Desde la altura que ocupó su sensibilidad acaso le fuera dado entrever lo que, de manera mucho más clara, más radical, sucedería en el siglo siguiente. No hay nunca cortes rotundos en cuanto a los estilos literarios se refiere. Cuando por ellos se apuesta se suele apostar por una falsificación.
Lamamos Barroco al lugar en el que el Renacimiento se disuelve; ésta es la definición más precisa que del Baroco he podido encontrar. Creo que nuestro Fray Luis es el momento más interesante y atractivo de esa disolución renacentista en lo barroco.
Fray Luis aporta una cierta forma de mirar y entender la realidad, que es y empieza ya a no ser la típica del Renacimiento. No olvidemos que es el petrarquismo neoplatónico el encargado de “preparar las fórmulas barrocas” y el que hace abrirse a nuestro poeta, como afirma Luciano Anceschi, “el sentimiento de la infinita movilidad e insatisfacción de la forma”. Pero forma y fondo, en poesía componen una unidad; por tanto, la insatisfacción de Fray Luis ante su poesía no será sino reflejo de la insatisfacción de un espíritu que anhela unirse con lo divino. Los estadios que a través de la poesía visita su espíritu de manera tan vehemente -él es un místico neoplatónico que vive intensamente el cristianismo- le proporcionan la tensión necesaria para ser dueño de un “lenguaje especialmente imaginativo” que nos muestra hasta qué punto ciertas zonas de su obra, como decíamos, pueden ser consideradas prebarrocas.
Pienso que toda unión terrenal con lo divino es siempre una unión poética. En el caso de Fray Luis el poema no nace de una experiencia mística como en San Juan de la Cruz sino que la experiencia mística surge de la propia creación poética y, desde luego, no siempre. La creación poética transporta a nuestro humanista a zonas de auténtica iluminación mística, a regiones -estoy pensando en la Oda a Francisco Salinas- imposibles de habitar si no existe esa elevación desde lo terrenal a lo inexpresable. La inspiración mística de Fray Luis podemos detectarla no sólo en la utilización platónica de símbolos místicos -alguno personal como el de la noche estrellada- sino, también en la concepción pitagórica de la música y de las matemáticas. No podemos dejar de considerar la actitud de los agustinos radicalmente reacia a cuanto pudiera contener cualquier reminiscencia iluminista. Su obra mayor (De los nombres de Cristo) es contenedora también de principios místicos que indican la unión del alma con “lo amado”: “Mas nacer Christo en nosotros, es, no solamente venir el don de la gracia a nuestra alma, sino el mismo espíritu de Christo venir a ella y juntarse con ella y como si fuese alma del alma, derramarse por ella…”
Pero es en la Oda a Francisco Salinas (debemos tener en cuenta la escasa producción poética personal de Fray Luis) donde tiene lugar de manera más clara su ascensos místico, donde su alma en ascensión hacia la máxima armonía se despoja del cuerpo y de toda contaminación terrenal. Fray Luis lo consigue, sí, a través de la música que le conduce a la impregnación “con lo deseado”. Y en esta composición a Salinas llama incluso a sus amigos para que participen de tan alta experiencia: “A aqueste bien os llamo, gloria del apolíneo sacro coro”. Entiendo, pues, por misticismo -como Don Emilio Orozco- “la presencia de lo infinito en lo finito”. Y de esa presencia hay muestras suficientes en la poesía de Fray Luis de León.
En los renacentistas italianos existe una tensión espiritual provocada principalmente por sucesos que tienen lugar en el exterior del artista, como la gran crisis económica que vive Italia en esos momentos, la Reforma o el “Saco de Roma”.
En Fray Luis esa tensión se debe a sucesos que ocurren en su interior como la profunda fe cristiana que posee; si bien, hechos como la Inquisición, de la que fue víctima, excitarían sin duda su estado anímico. Nuestro poeta, entre otras por estas consideraciones, es también un autor manierista; y el manierismo, como sabemos, preparada el terreno al arte barroco. Recordamos, como ejemplo, estos versos a él atribuidos:


En el profundo del abismo estaba
del no ser encerrado y detenido
sin poder ni saber salir afuera
y todo lo que es algo en mí faltaba,
la vida, el alma, el cuerpo y el sentido,
y en fin, me ser no ser entonces era
.


Pensemos, también, en Juan de Valdés, por el que, confieso una, creo que lúcida, debilidad. Su Diálogo de la Lengua muestra una concepción dinámica del idioma, siendo en este sentido mucho más moderno que Lebrija. Las normas, para Juan de Valdés, no preceden al hecho lingüistico y a éste le caracteriza un gran dinamismo, una movilidad constante. Para nuestro humanista, la lengua no es algo definitivo sino que cambia y evoluciona debido al uso que de ella se hace a través del tiempo. La lengua es animada e histórica. Juan de Valdés sabe de su originalidad y de su espontaneidad, conceptos que se pierden en el autor sevillano. Todo ello hace que Juan de Valdés pueda ser considerado, al igual que fray Luis de León, un prebarroco.
Posee igualmente una cierta manera de mirar y entender la realidad de la lengua, peculiarísima en su época.
Nuestros clásicos mayores no se complacen, como vemos, en aquello que está siendo en su momento histórico ni, como diría Dámaso Alonso, en perfección lograda.
Se mezclan, de alguna manera, con el futuro; son, por decirlo con imágenes más expresivas, como un fundido cinematográfico en el que todavía se aprecia la imagen precedente con suficiente nitidez y empieza a surgir, superpuesta, una nueva imagen que cobrará todo su resplandor con posterioridad. Deben ser, pues, para todos nosotros, un claro ejemplo, una referencia que nos aleje de uno de los peores males que pueden aquejar al escritor: la autocomplacencia. Trabajemos con rigor. También con serenidad. No tengamos prisa en publicar textos de los que tengamos que arrepentirnos. La poesía de fray Luis, conocido en su época solo a través de manuscritos, fue publicada por Quevedo cuarenta años después de su muerte.
Diálogo de la Lengua vio la luz por primera vez y de manera anónima en 1737: dos siglos más tarde de su escritura (Orígenes de la lengua española compuestos por varios autores, recogidos por don Gregorio Mayans y Siscar, bibliotecario del rei nuestro señor es el título de la obra, editada por Juan de Zúñiga).
Conquense es también Mosén Diego de Valera, a quien Juan de Valdés consideraba “falto de juicio”(1) si bien, como afirma José María Díez Borque en su ensayo Ideas de Mosén Diego de Valera sobre la Monarquía, se anticipa a algunas de las ideas centrales de Erasmo de Rótterdam; o fray Ambrosio Montesino, que fuera obispo de Cerdeña, confesor de Isabel la Católica y autor, sobre todo, de unos villancicos espléndidos; o Alfonso de Valdés, Antonio Enríquez, Hervás y Panduro - otro de los grandes lingüistas españoles de todos los tiempos- o Astrana Marín –cuyas
magistrales traducciones de Shakespeare no han sido superadas-, o Andrés González Blanco, lamentablemente un gran desconocido entre nosotros y autor que ejerciera una gran influencia en López Velarde, el poeta nacional de México.
De Andrés son estos versos que eligiera Octavio Paz para su libro Cuadrivio en los que trata -son palabras de O.P.- “la lluvia, que acentúa el tedio y la melancolía de la provincia, la sensualidad de las muchachas encerradas en sus casonas, el bisbiseo de los rezos y de la llovizna” en los que uno puede entrever alguna de las calles de nuestra ciudad:


Novenas de provincia,
novenas
que amenguaban el tedio
de aquella población tan soñolienta…
Y la lluvia caía
fuera
con un rumor de sílabas
de letanía lenta…
Dificultoso el tránsito
por las calles en cuesta…
Tintineo de lluvia,
conversaciones sueltas
de las niñas que en grupos
narraban sus tristezas…


Con Andrés González Blanco se rompe el paréntesis que para la poesía conquense había venido siendo el modernismo.
Disfrutemos, pues, de una tradición nada despreciable en la que aprender, trabajar y a la que divulgar. Esperemos que convocatorias como ésta cuenten con la necesaria continuidad. De todos modos, durante los años que transcurran hasta nuestro segundo congreso, sugiero la celebración de unas jornadas literarias que podrían tener lugar en distintas ciudades de nuestra provincia. La de los escritores con el pueblo es una relación de la que ambas partes siempre salieron beneficiadas. Hago pública la petición a la Excma. Diputación de unas Jornadas Poéticas para el próximo año que podrían, naturalmente, celebrarse en Priego.
Durante estos días asistiremos a la presentación de ponencias que enriquecerán la bibliografía existente sobre autores y temas específicos de nuestras letras. Los nombres de cuantos intervienen son de la máxima solvencia. Quiero destacar la presencia entre nosotros, y agradecerla, de Antonio Martínez Sarrión, poeta rigurosamente excepcional, que presentará esta tarde el libro La poesía en las revistas de Castilla-La Mancha, del que son autores don Hilario Priego y don José Antonio Silva.
Los congresos nos ofrecen, como valor añadido, la posibilidad de conocernos mejor, de intercambiar opiniones, de presentar y/o colaborar en proyectos para el futuro. La escritura sigue siendo insustituible para “preservar la individualidad, alentar la diferencia, favorecer campos como los del pensamiento independiente y la imaginación creativa, sin los cuales el ser humano no podría ser enteramente libre”.
Son éstas palabras de Andrés Sorel. Presentar a Andrés, y más aún si se trata de hacerlo a un congreso de escritores, me parece pecado. Todos sabemos que es un excelente novelista –autor, entre otras, de obras como Crónicas de amor y muerte en diez ciudades del mundo o Concierto en Sevilla-, un ensayista riguroso e incisivo con títulos tan emblemáticos como Guía popular de Antonio Machado, Castilla como agonía, Castilla como esperanza o Cuba: la revolución crucificada.
Ha sido traducido a numerosos idiomas, entre ellos el alemán, sueco, polaco e inglés. Andrés Sorel es, además, secretario de la Asociación Colegial de Escritores de España, donde ha venido realizando una labor decisiva en todos aquellos temas relacionados con la problemática de los escritores. Es un verdadero lujo y motivo de orgullo para todos nosotros poder contar hoy con su presencia.



1 No se refiere Juan de Valdés al estilo de Mosén Diego de Valera sino a su desinterés y a su falta de rigor en la elección de los datos con los que trabaja, lo que le hacen difícilmente creíble y falto de verosimilitud. Véase el prólogo de Cristina Barbolani a Diálogo de la Lengua, en Ed. Cátedra, Letras Hispánicas, pág. 91

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