miércoles

El medio rural: un valor que se nos va

D. José Serrano Belinchón pronunció esta conferencia
en el III Congreso de Escritores Conquenses (2009),
la cual hemos rescatado por la actualidad y calidad de su contenido.

El medio rural: un valor que se nos va


A pesar de que una buena parte de mi vida -los últimos treinta años sobre todo-los he venido dedicando a recorrer los pueblos de Castilla: los de Guadalajara por motivo de residencia, y varios de las provincia de Cuenca por razón de nacimiento y de querencia, debo decir que cuando José Luís Muñoz, organizador de este congreso, me sugirió que preparase una ponencia bajo el título genérico de "Memoria", con relación nuestros pueblos, la propuesta no me pareció demasiado complicada habida cuenta de mi interés y mi preocupación por el tema rural, de modo que le respondí enseguida de manera afirmativa, e ilusionada. De manera afirmativa, porque pensé que en su preparación no me encontraría con dificultades u obstáculos mayores que lo impidiera; y de manera ilusionada, porque uno lleva el gusto de la tierra prendido entre los dientes y se goza en saborearlo, en servirlo, y en servirse de él como elemento imprescindible.


Los dictados del corazón nos suelen traicionar con bastante frecuencia; pues una inquietud persistente, desde el momento mismo en que me puse delante del ordenador para dar forma y contenido a esta ponencia, me comenzó a torturar el ánimo, pensé que me exponía a correr el riesgo de caer en un error al que siempre he tenido especial pánico, en una trampa a la que a menudo nos suelen llevar de la mano los buenos deseos, y que si no se advierte a su debido tiempo acaba por dar con nosotros en un final no deseado, y que no es otro que el llegar a la conclusión de que, como escribió el poeta, cualquiera tiempo pasado fue mejor.


No; sean bien venidos los tiempos en los que nos ha tocado vivir, que nos permiten disfrutar de tantas ventajas a diario, como el hecho mismo de estar reunidos aquí; de darnos la oportunidad de poder aprender unos de otros; de tener ocasión de manifestar libremente, dentro de las más diferentes maneras de ver y de juzgar, la preocupación por nuestra tierra como aportación de los escritores conquenses a una tarea común. Eso sí; sin olvidar la aportación del pasado a al mundo de hoy, como valor que conviene tener siempre presente; pues si es cierto -y no tiene por qué no serlo- aquello de que "la Historia es la maestra de la vida", recurso permanente al que acudir en todas las culturas y civilizaciones como fruto de la experiencia colectiva, que nadie ponga en duda que la "memoria" queda ahí, como código a seguir nunca descartable, universalmente reconocido, y que en nuestro caso es, además, el punto sobre el que gira este Congreso.

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La memoria, el recuerdo, el saber orientar nuestra manera de ser y de vivir aceptando lo mejor y rechazando lo perverso que dejó el pasado, es un producto tan delicado, tan susceptible al desvanecimiento, con una tendencia tal a desaparecer, que podemos encontrarnos con la fatal realidad de que se nos escapa de las manos, a poco que nos confiemos.


El olvido de tantas cosas aprovechables de nuestro pasado se muestra patente en la vida actual. Somos olvidadizos por naturaleza, unas veces quizás por interés, otras por comodidad, y en la mayor parte de los casos porque lo nuevo nos deslumbra; la técnica y los medios modernos nos seducen, hasta causarnos sin que nos demos cuenta, perjuicios irreparables. Se prescinde de ideas y de conductas, de comportamientos que sabemos por experiencia que dieron magníficos resultados en otros momentos de la vida, simplemente por aquello de la novedad, por considerar arcaicos e inútiles ante los demás, los códigos que nos dejó el pasado, sin haber previsto algo mejor que lo sustituya.


Pensando un poco sobre la marcha, titulé a esta ponencia El pasado en el medio rural, un valor que se nos va. Pienso que se ajusta a lo que quiero decir. Tengo interés por remarcar ese "nos", pues está ahí de manera intencionada, porque se refiere muy especialmente a nosotros, a los que tomamos parte de este Congreso y a tantos más a quienes el destino ha querido que seamos cronistas de una época, y, por tanto, responsables en cierto modo de lo que se pueda decir, pasados los años y aun los siglos, de lo que fue este momento y este lugar en el que nos ha tocado vivir.

Muchos de los congresistas, y con más razón todos los que peinamos canas, estamos siendo testigos del periodo más veloz de la historia en el suceder de los acontecimientos, en los avances de la civilización manifestados principalmente en el progreso de la técnica, en el descubrimiento de nuevas maneras y de modernos instrumentos al servicio del hombre.


Los que hemos nacido en cualquiera de los pueblos de esta provincia, como es mi caso y el de muchos de vosotros, hemos visto a nuestros padres y a nuestros abuelos labrar la tierra empuñando el arado romano, y demoler las mieses de las eras con tesón valiéndose de una pesada trilla de madera con incrustaciones de pedernal arrastrada por una pareja de mulas, y separar el grano de la paja con la horca sirviéndose del viento de la tarde, más o menos como ya lo hacían nuestros ancestros de muchos siglos atrás. De ahí, hasta el uso de los medios de comunicación más recientes, de tener el mundo y las cosas del mundo al alcance de nuestras manos en tiempo real, del rápido avance de la informática que cada día nos sorprende con algo nuevo, hay un abismo tan grande que a menudo nos esforzamos por comprender inútilmente. Y entre uno y otro momento -apenas cincuenta o sesenta años por medio-un juego de generaciones que no va más allá que desde la de nuestros padres hasta la de nuestros hijos; dos mundos completamente distintos, casi dispares, y en ese paréntesis intergeneracional nos encontramos muchos de nosotros, los que aprendimos a escribir mojando en el tintero del pupitre en la escuela del pueblo, y moriremos, quién sabe si escribiendo sobre el papel o sobre una pantalla luminosa con sólo el pensamiento.


Y así, delante de nosotros, la fría realidad de la estela del tiempo que no se borra, que nos lleva a necesitar del pasado tanto como del presente, encontrándonos a menudo con unos espacios en blanco que tal vez no se llenarán nunca; pues, cuando fue posible nadie lo hizo, y ahora queda fuera de nuestro alcance.

La gente mayor de nuestros pueblos fue un verdadero pozo de sabiduría, que se marchó al otro mundo sin dejar para las generaciones futuras la mayor parte de su saber en palabras escritas y perdurables. En los cementerios de nuestros pueblos están enterrados muchos más saberes que en los escasos libros de pasadas épocas, y que en los archivos, cuando los hay, de las sacristías y de los ayuntamientos. Lo poco que haya podido llegar hasta nosotros, y luego de esforzarse por conseguir una fuente de información que consideremos válida, son saberes de segunda o de tercera mano, casi siempre escasos de rigor; pero es lo único que nos queda.

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La segunda mitad del siglo XX, y muy en especial las décadas de los años cincuenta y sesenta, fue en nuestro medio rural -en general en toda Castilla- la época más funesta para la cultura popular, el periodo de la historia reciente en que el fenómeno de la despoblación clavó sus garras hasta límites alarmantes, en demasiados casos hasta dejar los pueblos vacíos. Es la época, además, en la que se puso de moda ir abandonando costumbres con varios siglos de antigüedad casi todas ellas, sin otra razón que lo justifique; fue el periodo del pillaje y del abuso, cuando los anticuarios y los desalmados de turno hicieron su agosto despiadadamente, llevándose de los pueblos, de las iglesias y de las familias, auténticas joyas del pasado a cambio de nada, ahora imposibles de recuperar por mucho que nos duela. Fue el tiempo, en fin, de la cultura "snob", con toda una larga serie de derivaciones, que tantos estragos ha venido causando a la cultura de raíz.

Sorprende mucho -me dice José Luís Muñoz en uno de sus mensajes-comprobar cómo se va perdiendo la memoria sobre dónde estuvieron las ermitas, molinos, caseríos, incluso que tuvieron existencia hasta hace muy pocos años. Pienso que la respuesta a esa interrogante está dada en parte con lo ya dicho. No hay constancia escrita; las generaciones pasan y todos esos posibles conocimientos permanecen únicamente en el saber de quienes los vivieron y los llegaron a ver con sus propios ojos. Es esa sabiduría rural, "la cultura del campo", que con tanto acierto y bellísima sencillez explica un buen amigo que pasa su calvario en un lugar de la Alcarria, Manu Leguineche, en esa obra admirable que escribió allí, y que tituló La felicidad de la tierra; ¿Qué ha sido -se pregunta- de todo aquel cúmulo de palabras, de costumbres, de refranes, de formas de vivir y de entenderse, de aquella riqueza de saberes que nos hemos dejado perder sin que hayan encontrado refugio en libro o documento alguno?

Los últimos veinte años se han venido distinguiendo por intentos esporádicos de recuperar algo de lo perdido, a veces apoyados sobre falsas peanas, cuando no tocados con una vestimenta engañosa, con mezcolanzas y añadidos en un intento nada riguroso de adaptación a los nuevos tiempos, que a menudo se convierten en auténticas caricaturas, por falta de autenticidad y de respeto al pasado en este tiempo del "todo vale". En cualquier caso, sea bienvenido el empeño de una parte distinguida de la juventud que parece interesada por recuperar esos valores perdidos que ni siquiera llegaron a conocer, e intentan reconstruir, digamos que de oídas, con formas nuevas, introduciendo variaciones y detalles fuera de tiempo y de lugar. Hay que reconocer que la buena voluntad prevalece por encima del acierto.

Los datos que a veces reclamamos de la escasa literatura sobre temática rural que ha llegado hasta nosotros, del "Diccionario de Madoz" por ejemplo, a falta de algo mejor en donde informarnos de épocas pasadas, sí que nos son útiles, qué duda cabe, pero superficiales y de contenido generalmente escaso. Antonio Ponz en sus "Viajes por España" nos sorprende con datos relativos al mundo rural de nuestro entorno, bastante interesantes, pero pecan de ser excesivamente subjetivos. Las "Relaciones Topográficas de Felipe II" y el célebre "Catastro del marqués de la Ensenada" dan una información más completa, aunque menos fiable, debido principalmente a que en su día las respuestas al cuestionario oficial propuesto y obligatorio, fueron cumplimentadas en cada municipio por las fuerzas vivas, teniendo como fin primero el de controlar la economía de los pueblos y de las personas, y en consecuencia, el de aumentar los impuestos a los ciudadanos con destino a las arcas reales. Las gentes de los pueblos podrían pecar de ignorantes, pero no necios; de ahí que la fiabilidad que nos ofrecen, en uno y otro caso, sea cuando menos merecedora de sospecha.

Y surge la pregunta clave: ¿Cómo recuperar en nuestros pueblos la riqueza cultural perdida? Pregunta difícil de responder. ¿Cómo evitar que esa especie de carcoma siga cundiendo en lo que todavía queda? Aquí se podría dar una respuesta en la que el escritor tiene un especial papel de protagonista, ayudado, naturalmente, por las instituciones, tanto municipales como provinciales, e incluso regionales, por tratarse de un interés que nos afecta a todos; y por los medios de difusión, como brazo largo del escritor en ese terreno.


La experiencia me dice que recuperar lo ya perdido resulta materialmente imposible en la mayor parte de los casos. Lo perdido, sobre todo cuando se refiere a documentación, perdido está para siempre. Los archivos municipales y parroquiales, en donde los hay, que deberían ser la fuente de información más segura adonde echar mano, se han llevado con muy poco rigor, y han sido, además, víctimas de un lamentable abandono; aparte de los efectos nocivos de dos guerras -una en cada siglo- que a su paso dejaron bien marcada su pincelada negra: la francesada de Napoleón y la Guerra Civil española.


Lo más útil con lo que uno se podría encontrar en un golpe de suerte, es con el archivo personal o con el "diario" de algún erudito del pasado, una especie bastante común en nuestros pueblos, donde se suelen encontrar datos, casi siempre de alcance personal, que podrían dar pie a un trabajo de investigación más profundo.


Así es el caso, -perdonad el ejemplo; pero me ha sido muy útil en lo personal-del "Diario de Bernabé Buendía", un prohombre de Olivares de Júcar, mi pueblo: adinerado él, en un periodo de escasez colectiva, prestamista y usurero, que vivió durante la segunda mitad del siglo XVIII. En su "Diario" encuadernado en piel de cabra, este hombre da cuenta con múltiples detalles del momento económico y social del pueblo -bastante miserable, por cierto-, de algunos acontecimientos festivos cargados de interés, de situaciones ahora impensables en el vivir diario, de edificios que ya no existen, de sucesos detallados y costumbres perdidas, de los préstamos con usura y de las compras de tierras y huertos a sus humildes convecinos, hasta reunir un patrimonio importante, que al cabo del tiempo y en vida de sus descendientes más directos, se debió desvanecer con la misma facilidad con la que lo había ido creando.


Pues bien; dos siglos después de haber sido escrito, descubrí éste "Diario" por casualidad en la casa de un vecino, que graciosamente me prestó para tomar nota de lo que consideraba más interesante; y así lo pude sacar a la luz pública para general conocimiento de mis paisanos, como información de primera mano acerca de un tiempo desconocido para ellos y para mí, conseguido en una caricia de la madre fortuna.

Otra experiencia personal, nada parecida a la anterior, pero con resultados todavía más sorprendentes, fue la recuperación de la fiesta de "Las Mayordomas" en la villa de Alcocer, limítrofe con nuestra provincia, al otro lado del río Guadiela, ya en tierras de Guadalajara. Una tradición cuyo origen hay que buscar en los años finales del siglo XI ó primeros del XII, y en concreto relacionada con el traslado de los restos del Cid desde Valencia a Burgos, no mucho después de su muerte en tierras de Levante.


Según pude saber en mi primera visita al pueblo con fines periodísticos, es de fe para los habitantes de esta villa que con tal motivo se dio un hecho heroico protagonizado por las mujeres del lugar (los hombres estaban en la guerra casi todos, excepción hecha de niños y anciano), cuando éstas, organizadas en bravo y pintoresco batallón, vestidas de colorines chillones, adornadas con cintas, con espejos, y no sé con qué otra suerte de abalorios; gritando, y haciendo sonar los tambores y todo lo que fueron capaces de recoger para armar alboroto, hicieron huir a la harca musulmana que, aunque a prudencial distancia de la comitiva castellana que llevaba a hombros el cuerpo muerto del Campeador, venían tras de él destrozando todo lo que se les ponía por delante, incendiando cosechas, saqueando pueblos, violando mujeres...


Pues bien, esta tradición encontró su final, como tantas otras, hacia los años medios del siglo pasado, después de casi diez siglos de vigencia.


Resulta que cincuenta años después el escritor pasó por allí y le contaron, con mayor o menor detalle, toda esta historia. El Boticario, don Federico Sanandrés, un hombre de avanzada edad, pero de mente clara y lucida memoria, procuró asesorarle convenientemente. El periódico no se cortó ni puso impedimento alguno para dedicarle el espacio necesario. La alcaldesa se interesó por el asunto. Dos, tres reuniones con una comisión organizadora nacida como consecuencia e integrada por mujeres del pueblo, y aquello se puso en marcha al año siguiente.


Desde entonces, el domingo que sigue a la festividad del Corpus, las calles de Alcocer se convierten de nuevo en una especie de luminaria de color, de baile, de jolgorio, con más de doscientas mujeres en la última edición, entre las que era fácil encontrarse con una niña de dos años vestida de Mayordoma, junto a su bisabuela de más de noventa, rindiendo felizmente tributo a su pasado. Todo fue así de sencillo.

El escritor ha sido siempre un cronista de su tiempo. Sé que no descubro nada nuevo con esta afirmación; pero que no está demás sacarlo a relucir aquí y en este momento. La buena literatura debe de ser reflejo de una época y de un ambiente concreto; siempre con las debidas precauciones que se deban tomar acerca la autenticidad de los hechos que se cuentan. Incluso en los trabajos de pura ficción existe una fuerte dosis de realismo; pues aunque no lo sean los hechos que se relatan, ni siquiera los personajes sobre los que recae la acción de la fábula, siempre queda el paisaje, y quedan los modos de vida, y quedan los ritos y costumbres que arropan el hecho narrado, de lo que es un ejemplo luminoso la novela del siglo XIX, sin descartar con ello a periodos anteriores y posteriores al Realismo, como bien todos sabemos.


¡Cuánta buena literatura ha venido sirviendo a la cultura universal con el campo como escenario! Cuánta se sigue haciendo, y cuánta más se debería hacer, adaptada, claro está, a los tiempos en los que uno vive, en un empeño por que el sabor de la tierra no se nos vaya de las manos, y siga aumentando cada día que pasa el volumen de esa deficiencia de conocimientos que echamos en falta.

Es verdad que los intereses del hombre en el siglo XXI, ayudado por los modernos medios de los que dispone, van ensanchando su círculo. Lo pequeño, lo particular, tiende a no importar apenas, a desaparecer incluso. Todos sabemos que el interés del ciudadano por la vida rural en este momento se basa en la comodidad del campo, en su función como sedante o antídoto contra el cansancio, contra el estrés y otros males del siglo. La gente se desvive por conseguir un segundo hogar de temporada lo más cercano posible al medio natural, al ser posible en la tierra de sus mayores. Nada más razonable, más comprensible, y más justo.


Los pueblos, nuestros pueblos, se han ido desnudando de su antigua indumentaria del trabajo en el campo, de la pelea continua con los animales que había que cuidar porque eran la solución de sus vidas, y se visten de domingo, van cambiando de aspecto. Muchos de los enseres y de las viejas estancias en las viviendas rurales han desaparecido. Hay quienes las guardan como artículo de lujo, organizadas en una especie de pequeño museo de recuerdos arrancados de una historia lejana, sin que sepan quizás qué cosa es aquello ni para qué se usó en vida de sus abuelos. Es ese deseo, lógico, de conocer, aunque lo sea de manera superficial, algo del pasado cercano o lejano de cada lugar.

Y se escriben libros con mayor o menor acierto, en un intento de cubrir esa deficiencia. Son muchos los pueblos de nuestros entornos que ya cuentan con su libro de usos y costumbres locales, de su pequeña historia; los hay, incluso, con su página o blog en Internet, que tiene un alcance infinitamente mayor. Y eso es bueno, pues en el peor de los casos siempre es una ayuda, a falta de algo mejor, para que el latir del pasado en el corazón de cada pueblo no cese por inacción, y estos acaben desapareciendo, como son tantos los casos que se conocen de pueblos muertos que ni siquiera han tenido la oportunidad de contar en los libros.


Después de todo lo dicho he llegado a la conclusión -y espero que muchos de los aquí presentes también-, de que en este problema, deficiencia, o como le queramos llamar, los escritores y periodistas tenemos mucho que hacer. De que haya poca información escrita acerca de este o aquel asunto o lugar, no me parece justo, pero sí bastante comprensible que se culpe a los escritores, a quienes el público considera que tenemos por oficio esa misión, y por tanto también esa responsabilidad. Estoy seguro de que en la casi siempre ardua tarea de investigar, de descubrir, de servir a nuestros semejantes por medio de la palabra escrita y de la letra impresa, todos estamos dispuestos a cumplir con ese deber, entre otras cosas porque nos gusta y porque somos capaces de hacerlo, y de hacerlo bien. Pero la inmensa mayoría, todos quizá, precisamos de la ayuda oportuna y suficiente para llevar a cabo ese trabajo. Ahí queda pues el papel que corresponde, por una parte a los periódicos, que no deberían escatimar el espacio necesario para llevar a sus lectores la información de este tipo. Soy testigo, creo que muy especial, de que volcarse sobre esta especie de temática, en una provincia eminentemente rural como lo es la nuestra, merece la pena en beneficio primero del propio periódico.


Por otra parte, y tan necesaria como la anterior, es la participación desinteresada de las instituciones. Ayuntamientos y Diputaciones deberían hacer examen frecuente de conciencia en este sentido (y no apunto precisamente hacia las de Diputaciones de Guadalajara y Cuenca, que son las que mejor conozco); pues aquello de que el escritor, trabajando en muchos casos de manera gratuita, exponiendo su tiempo, su trabajo y su dinero, en una tarea exclusivamente cultural, y por tanto de un interés general indiscutible, tenga que ir mendigando su publicación, en tantas ocasiones de trabajos de investigación incluso brillantes, recibiendo a menudo la callada por respuesta, que es la más al uso de las formas de decir que no.

Y termino haciendo referencia a la persona y a las palabras de un escritor al que todos admiramos, a un maestro del que muchos tenemos tanto que aprender: a Miguel Delibes. Conservo con el respeto y el cariño que merece, una de sus cartas de agradecimiento por la publicación de alguno de mis libros, una carta generosa en texto, y manuscrita como en él es costumbre, en la que dice: "Le felicito por su proyecto de sacar a la luz hasta el pueblo más escondido de esa hermosa comarca. Castilla se despuebla y si Dios no lo remedia acabará viviendo únicamente en los libros"

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