ABC
19-12-1954
Federico Muelas
Nos complace escribir que las ciudades cristalizan, parangonando su madurez con el imperativo físico que sujeta los cuerpos a las leyes inflexibles de la geometría. Con la imaginación vemos a los pueblos arquitecturándose en torno a unos ejes ideales, plegándose dóciles al molde invisible que ha de cuajarlos en un haz de formas geométricas. Cuando esto sucede, cuando este proceso no se interrumpe, el resultado es perfecto y el conjunto tiene el bello rigor de un conglomerado cristalino, de una obra de la naturaleza. Entonces el pueblo puede ser visto desde cualquier punto y aun movido idealmente en torno de sus ejes como si se tratara de un cristal verdadero. El espíritu de armonía equilibra la mirada y nos sentimos inmersos en su perfección, equilibrados por la lección que tenemos delante. Por ello a la frialdad del plano geométrico que habla para la razón y no para los ojos, preferimos siempre la perspectiva arquitectónica que exalta lo que de cristal el edificio tiene. Recientemente algunos pintores -Uranga con singular fortuna entre los más jóvenes, recogiendo la lección del maestro Vázquez Díaz- han visto con claridad estas limpias concreciones, dándonos de las ciudades su plática tajada en diedros de luz.
Los pueblos que han crecido asi que han cristalizado así, resisten los más variados puntos de vista. Acaso porque nacieron obedeciendo a razones de crecimiento y no con la pretensión de ser vistas, estas ciudades desafían la contemplación desde todos lados. Sean de tierras llanas, dominen las cumbres o se enseñoreen de las laderas, maravillan por la cifra rotunda que son. Yo invito a la contemplación desde arriba, lo que no quiere decir con visión aérea, porque desde el avión las cosas pierden relieve y se pegan al suelo. Hay que mirar con estatura de hombre y alzarse lo suficiente sobre las puntas de los pies, pero sin soberbia. Hay que mirar a estas ciudades teniendo a los tejados cerca, cuando más con mirada aquilina, que al fin y al cabo es ojo viviente. O exigir al avión que descienda hasta, ponerse, al nivel de las posibilidades de los ojos vivos.
Foto de Muller y Zomeño Publicada en el original |
Lo babélico de la ciudades -ese pecado de altura- se advierte en gran parte desde arriba. Las ciudades modernas, hechas de prisa, carecen de una limpia perspectiva de tejados. El signo de confusión que las señala y maldice se descubre aquí, sobre las tejas, porque es en esta zona donde hablan con mayor sinceridad sus volúmenes, donde se expresan con desenfado creyendo que el hombre no las va a escuchar. En las ciudades viejas los campanarios apacientan los yermos de los tajados casi pastoreando tañidos. El campo, con la sucesión puntual de sus verdores, con el paralelismo de sus surcos, con sus tierras cocidas de soles, tiene su respuesta en el mundo de las tejas que corona la creación de la ciudad, dejándola acabada para los oíos de Dios. Acabada y humilde, porque los tejados —los viejos tejados de las viejas ciudades— se rizan, se humillan al plegarse, con algo de calofrío de río al paso del viento. La desafiante impasibilidad de las superficies planas, el gesto soberbio, como de hito en hito de lo liso, se suaviza y enternece en el acanalado entre infantil y labriego del inunda de las tejas. La perfección cristalina de todo el conjunto urbano se estremece frente a la maravilla que ha de tener encima, página que el propio Dios escribe. Y así, cristianamente, cumple su destino sirviendo al rigor de la forma. Pero con humildad.
Nota: Un original de este artículo forma parte de nuestra hemeroteca.
Nota: Un original de este artículo forma parte de nuestra hemeroteca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario