TAMBIÉN TENIA PEDRO DE LORENZO
SU PRECIOSO VIDRIO VERDE
Casi, casi árbol cuajado al solar conquense, Pedro de Lorenzo, extremeño él, propone requiebros al rio, a la cuesta, a los ríos otra vez, proclamador encendido de los misterios, goloso, guto, de la palabra, metido a sus arcanos por la averiguación insólita. Yo hallo a Pedro de Lorenzo una tarde de julio, -o agosto-, no sé ahora, una tarde de estío arrullando él el sonsonete de la vieja y chillona mecedora, inscripción de pormenores al latido mínimo del Huécar, calle por medio el camino pedregoso o de tierra quizá, a la falda del farallón, habitante de huerta, mirando alguna vez arriba por donde vierte rigor de verso su vecino del hocino. Y Pedro dice Totundo: Ahí está Federico de Cuenca. Yo le he dejado unos versos a Fray Luis. Pedro de Lorenzo escribe del fraile belmonteño, cábdido de piedras preciosas, signando la caligrafía con un rotundo raciocinio hacia ancestros pasados que llegaran a Cuenca cuando aquello de la conquista.
Pedro, piedra, peña, peñasco, dura segundad, gusta igualmente de un vidrio verde para la contemplación de Cuenca. Lo veo subir y bajar, descubrir y anotar, feliz por el encuentro de la esquina y su fachada, vertical para el retablo ensalmado de foscuras, verde todo a su través, vegetal, eterno adolescente, brujo increíble con lozanuras y tersura a la palabra. Continuo piropeador de la ciudad, de los entornos, viejo de la colina, viejero de Pilares, añadido como una yedra al espectáculo de los frisos calcáreos, afortunado visitante de los secretos mágicos.Y yo he visto la palabra suelta, dorada, viento y luz que sigue otras eclesiásticas -un tanto teatrales entonces, mías- las oreosas, ampulosas del magistrado, en un homenaje al poeta de Cuenca.
La ventana se ha abierto -o ¿tal vez no hay ventana?-, despaciosa y amplia voca de niebla, al fonde de la hoz, hincado al suelo como el chopo, redescubriendo los misterios, placentero manejador del amúlelo o del cristal. Porque, repito, Pedro de Lorenzo posee un vidrio verde -o azul, o carmesi- para ver este paisaje que le revela a él, el minucioso, al espectador de los peñascos, la querencia de una ciudad que le crece en los ojos cada hora y cada día cuando abre -si es que la abre o lo estaba-, cuando abre, digo, la ventana. Acontece luego que la sombra cuaja el milagro de su prosa, encandila al escritor, le hace concebir aventuras. Pero Pedro prefiere irse por los ríos: Júcar verde, verde como el de Gerardo. O la Cuenca de plata -que convirtiera la estupidez en autopista de alumbrado-. O es que Pedro sea guijo en los fondos imperceptibles del Huécar.
Huésped del Huécar, trompeta para el Júcar en la orquestación de sus ríos españoles, siempre diamante precioso la prosa, contenida y suelta, libre a los pesares de él mismo. Pedro prosista, Pedro escritor, Pedro de juventud creadora. Pedro pregonero. ¿De qué? ¿De quien es pregonero el orador, este escritor de matices como de oro? Cuenca le florece y se va con los desfiles procesionales, y con la historia y los personajes, con esa Cuenca a la que hace primera en la fila de sus apetencias y de sus amores. ¿Quién ha colocado ahí mismo el nombre temblando como una hoja, temprano como el matinal rocío? Es Pedro de Lorenzo quien canta la Semana Mayor de Cuenca.
Se llenan los huecos de las cuartillas fieles a la crónica y llega el hombre que ama a la ciudad y dice su gracia. En el periódico, la tribuna, la charla y la confidencia. Cuenca es para Pedro de Lorenzo algo por lo que se penetra y huele, sabe y siente. Pues también él, el cronista de los ríos españoles, lleva, tiene, retiene, posee, usa su raro talismán de vidrio verde por el que sueña a Cuenca, Pedro de Lorenzo que escribió rotundo la referencia del rey Candaules, de André Gide, escondiendo su sombra al contacto del vidrio por el que ve el desfile seguro de la historia de Cuenca.
Yo quisiera seguir viendo a este escritor extremeño que se siente y sabe, como Federico, Pedro de Lorenzo y de Cuenca.
CUENCA VIRGINAL
Pedro de LORENZO
In principio erat verbum... En el principio, la palabra: aquel Federico lírico espigado arcángel de la nigromancia, Federico de Cuenca. Existía la palabra: Cuenca era una palabra; creíamos en Cuenca, la realidad misma de Cuenca, bajo palabra, su palabra. Se defendía en un mohín a veces irónico, de inmediato arrebatado, férvido, suasorio; que sí, que había una tierra, una piedra, llamada Cuenca.
Y su palabra ponía en pie figuras, pintaba paisajes. No se nos libraba de la confusión: Cuenca, la Ciudad Encantada. Pero esa Ciudad de magia serraniega, fantasía geológica, resulta que se halla no en Cuenca ciudad, sino leguas arriba, Júcar a contra corriente, las rocas desgajándose a un lado, a otro lado, centinelas celestes de la carretera hacia los altos de la Diócesis.
Rehusábamos el echar los ojos al mapa. Creiamos. Su palabra, y en el principio Cuenca. Bastaría con trepar la cuesta de Ocaña, para antesala y contemplación de la memoria del maestre -aquél de buenos abrigo-, a quien la muerte vino a buscar en la su villa y a llevárselo, rendido caballero, al Escorial chico de Uclés: don Rodrigo el maestre, don Rodrigo Manrique, cenizas de renacimiento, espejo de laudas:
Aquí yace muerto el hombre
Que vivo queda su nombre
Su propio hijo, el comendador, buscándole el razonamiento al cante, recordando. Hasta morir él mismo, años acá y en aquel siglo, en Santa María del Campo, Santa María de Cuenca; malherido a la vista del castillo de Garrimuñoz por villanos de los Víllena, conquenses con reciedumbre de armas y brujería amatoria, los conjuros diabólicos, el paso errante.
En el planto del maestre, Jorge Manrique redondea con sólo una inquisitoria el destino de don Alvaro, bastardo de Luna, hombre de Cañete. La posada del Sol, en Cañete, por la ruta de Teruel; don Alvaro, condestable, dando guerra y a la postre amparo a su primo consorte el marqués de Villena, Enrique de Víllena o el embrujador embrujado.
Víllena en sus señoríos, de donde volara a Roma el licenciado Eugenio de Torralba a lomos de campana, y a punto de pluma a las páginas épicas de Eugenio d'Ors. Eso, Torralba; en Iniesta, escribiendo delirios y moralidades: Libro del aojamiento, Tratado de la consolación.
Este, para otro personaje, Johan Fernández de Valera, desolado en Cuenca. No sólo él; físicos y prelados le requieren desde la piña capital, y Villena compone un Tratado de la lepra a instancias del maestro Alfonso de Cuenca, médico de nota; e incluso postumo influye en Fray Lope de Barrientos, confesor del rey, dominico, obispo, que le saquea en vida y tras la muerte se le lleva al expurgo dos carretadas de libros y papeles.
Don Juan Manuel, de Alarcón a El Provencio, cubriendo la carrera, contemplativo de Belmonte, como con la intuición de que, un día, de Belmonte escapara para meterse fraile en Salamanca -y quieren que de mi la fama diga- un muchacho, a quijotear bajo el nombre padecido y glorioso de Fray Luis de León.
Quijotear, y digo San Clemente. ¡Voto a Rus!, jura Sancho en la salida del Caballero por tierras de La Mancha, Cuenca al sesgo, pensativo de Aragón: La Mancha de Montearagón.
Sólo que antes, en Huete, ha nacido otro para fraile, de la orden de menores, orador, sensible a la poesía del pueblo, que eleva a cancionero sacro bajo la firma de fray Ambrosio Montesino. Isabel la Católica, ya con las últimas le pide una canción: la canción de la muerte, los versos que leerá o escuchará en el trance supremo.
De Cuenca sale don Gil de Albornoz, "gran Cid de los Estados de la Iglesia". Cuando se le piden cuentas de su andadura, don Gil Gran Capitán a lo divino, responde arrojando a la Administración cicatera las llaves de las ciudades que tomó.
Mota del Cuervo, contra cuyo azul se recortan las calles marmóreas de sus molinos: moliendo y amolando, en el lema de Federico Muelas. Tarancón para un alto, viajeros de Madrid-Cuenca, cuna de frentistas como Melchor Cano o duques consortes de reinas, Fernando Muñoz, precedente de alas cortadas de mi paisano Godoy.
¿Paisanos? Paisanísimos: Cuenca de la Casa de recogidas, del obispo Sebastián Flores Pavón, hijo único, nacido en Casas de Don Antonio, muerto en Cuenca, la Cuenca de mis muertos: Petrvs Lavrentivs, lápida en La catedral; Lorenzo de Lorenzo, el camposanto de canónigos, caído arma al brazo a la defensa de la plaza.
Cuenca toda, de los países en que íbamos alzando sus figuras, mientras Federico nos leia cancioncillas montesinas o se le rechinaban los dientes en el recitado de los Sonetos con asperón: "Tan seco estoy que si escupir quisiera..." Adoraciones, que no eludían a Góngora y se cifraban en Gerardo Diego, extático sensitivo de los verdes de Júcar, entre álamos de plata, tálamos y cuántos álamos, suicidas, ¿de qué culpa?
Tormos, torcas, o ese rito -Cuenca cima, Cuenca sima- de la verticalidad; los bosques en que Cuenca se nos representara como la doncella dormida, que seduce y aprisiona a Ramón Ledesma Miranda, hermoso adolescente, o se le torna meigas a Eugenio Montes cuando, la cabeza vendada, simulador de una trepanación de cráneo a lo Apollinaire, escapa del sortilegio, vista y no vista su cátedra del instituto, institución Alfonso VIII donde, un cuarto de siglo acá, ni sabia de su aventura y su destino y hubo que montarle un homenaje para legalizar aquella frustrada toma de posesión.
Hasta que Federico se las arregló para asentar a Ruano: César Gonzalez-Ruano. Y empezamos a ir a Cuenca. Sólo que esto es ya muy poco virgíneo. Y habrá que escribirlo para el titulo de Cuenca revelación. Mi virginal Cuenca, revelada en cielo y piedra, año cincuenta y seis, año cincuenta y siete.
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