Hispania, Al Andalus y Sefarad
en la alta edad media
en la alta edad media
Conferencia pronunciada en los III Encuentros en el lugar,
Carrascosa de la Sierra de Cuenca, el 25 de marzo de 2007
Carrascosa de la Sierra de Cuenca, el 25 de marzo de 2007
Por Alfonso Calle Garcia
El tema a exponer aquí hoy trata sobre «Hispania, Al-Andalus y Sefarad en la Alta Edad Media». ¿Por qué este tema?... Pues… porque durante unos 5 años he estado escribiendo un libro que espero poder publicar en fechas próximas, cuya acción se desarrolla entre los siglos VI-IX y me he visto obligado a documentarme bastante sobre esa época, el único periodo del que sabiendo algo más que bastante gente me atrevo a hablar con una audiencia presente.
Vamos a empezar por Hispania. Digo Hispania y no España porque no son lo mismo.
Hispania es el nombre que las fuentes romanas daban a todo el territorio peninsular al Sur de los Pirineos. No vamos a entrar aquí sobre los orígenes o pertinencia del nombre pues tendríamos que hablar de griegos y romanos. Lo aceptamos cómo tal y añadimos que designaba a un territorio perfectamente definido y a sus moradores, sujetos a una estructura política diseñada por los sucesivos dominadores que, hasta la llegada de los árabes, fueron sustancialmente dos, romanos y visigodos.
En ambos casos se persiguió y consiguió, y esto es importante, una Hispania única. En el romano sofocando los principales núcleos de rebelión, Celtiberia, pacificada con la caída de Numancia en el 133 adc y Cantabria, pacificada con el fin de las guerras Cántabras el 19 adc. En el caso visigótico, acallando a las zonas contestatarias, el reino Suevo de Galicia primero, y los pocos restos que quedaban del Imperio Bizantino en torno a Cartagena y Murcia, que se liquidó sin lucha pues desaparecieron arrastrados por su propia decadencia. La Hispania única acabó de fraguar, en éste caso, en tiempos de Leovigildo y Recaredo al conseguirse unificar la religión, con la renuncia al arrianismo por parte de la Corte Toledana en el III Concilio de Toledo del año 589, dirigido por San Leandro, y por cierto, por otro personaje ligado a nuestra comarca, un abad del Monasterio Servitano existente en Cañaveruelas junto a Ercávica y al río Guadiela, Eutropio, que más tarde fuera obispo de Valencia.
No duró demasiado esta unidad territorial y política, pues en el 711 nos invadieron los árabes con sus nuevos sistemas políticos y religiosos. El resultado de aquella «opa hostil» fue que Hispania saltó por los aires, aunque quedara entre sus pueblos la impronta de una cultura que se perdía y el tremendo afán por recuperarla.
De aquel empeño, común a todas las tierras peninsulares, nacería el nuevo proyecto. Proyecto España.
Durante los siglos VIII y IX, se gestó el comienzo de la recuperación de la Hispania perdida y la nueva criatura se llamaría España, la misma vieja que hoy conocemos.
Proyecto y obra, aspiración y camino, los dos elementos imprescindibles en cualquier empresa, pues un proyecto sin obra se queda en una intención, y una obra sin proyecto, una aspiración sin iniciar la andadura, no es más que puro posibilismo o proyectismo de los que tanto se habló a comienzos del XIX y que consiste, esencialmente, en hacer lo que venga al caso, sin una idea previa de lo que tienes entre manos y por tanto sin saber en que lo quieres convertir. El proyecto de España arrancó de la Corte Astur, allí se puso la primera piedra y la obra duró ocho siglos para ser inaugurada por los Reyes Católicos con la unidad de España completada. Con el edificio terminado. Para el futuro, incluidos los tiempos actuales, quedaba el mantenimiento, y hasta ahora se ha ido manteniendo. Así pues España no empieza con los Reyes Católicos, como intentan algunos con intereses equivocados o espurios convencernos, sino en Asturias.
Primero en Cangas de Onís y posteriormente en Oviedo, se inició la gestación, y en el proyecto y la obra colaboraron de forma sobresaliente las sucesivas oleadas de mozárabes que huidos de las zonas conquistadas, buscaban la libertad en su añeja cultura y en las tierras donde encontrarían la libertad de sus correligionarios, encargándose de repoblar los territorios que los reyes astures andaban reconquistando palmo a palmo. Esos mozárabes, de los que se ha escrito muy poco en la Historia de España, vivían el las zonas más avanzadas de la península y muchos de ellos eran buenos conocedores, de la cultura cristiana por vocación y de la árabe, en gran medida por obligación, con lo que su saber era mas «universal» que el de los cristianos de Asturias y por tanto tenían bastante que aportar al acervo que se pretendía común.
Debieron ser tiempos muy difíciles, de luchas y angustias, de oprobios e ímprobos trabajos, pero de esperanza porque poco a poco se iba mejorando, avanzando, consiguiendo objetivos. Se veía al edificio crecer.
En aquellos años previos a la huida hacia los dominios cristianos, se dio más palpablemente que nunca, lo que se ha querido y aún se quiere seguir denominando la «convivencia» de las 3 culturas, aunque, a juzgar por los datos históricos que tenemos, sería conveniente una revisión a fondo de esa palabra «convivencia», o mejor del significado que le quieren atribuir y que con más o menos dosis de orgullo demagogo pronuncian algunos muy a la ligera.
Si nos atenemos al significado de la palabra «convivir» = cohabitar, vivir en compañía de otros, no cabe duda de que «convivían» las tres culturas, pero se hace necesario ir más allá y analizar el significado que le dan esos que hoy nos hablan, por ejemplo, de Toledo como un «paraíso» de convivencia entre islamistas, cristianos y judíos.
De acuerdo con la definición antes expuesta, también «conviven» las mujeres maltratadas con sus maltratadores, los esclavos con sus amos, los carceleros con sus presos y hasta en muchos casos, el asesino con su víctima. A todos estos desfavorecidos es a los que hay que hablar de tolerancia. Ello me hace pensar en que en esas afirmaciones idílicas no hay sino mensajes interesados, al presumir de una convivencia pretérita, en gran parte desconocida por los que la pregonan, por esos que nos quieren vender algo no sé con que fin, porque veamos cómo vivían los cristianos en el Emirato Independiente de Córdoba. Veamos cómo «convivían»
El Emirato Independiente fue instaurado por Abderramán I el año 733, proclamándose libre de Bagdad capital en aquellos momentos de los abasíes, y dura hasta el 929 en que Abderramán III proclama a Córdoba capital del nuevo Califato. Los emires sucesivos a lo largo de estos casi 200 años son Abderramán I, Hisham I, Al-Hakam I, Abderramán II, Mohamed I, Almundir, Abd-Allah y Abderramán III.
El Islam en Al-Andalus se integró desde un principio dentro de la corriente sunni, una visión conservadora de esta religión, y la razón de este conservadurismo reside, esencialmente, en la gran distancia que separa a Andalucía del centro político del califato abasí por tierras iraquíes y sirias. De las cuatro escuelas consideradas ortodoxas (la hanafi, maliki, shafi'i, hanbali), tanto en Al-Andalus como en el noroeste de África, solo fue reconocida oficialmente la de Malik Ibn Anas, padre del malikismo. La fecha exacta de la introducción del malikismo se desconoce. Según al-Maqqari, fue durante el reinado de Al Hakam (796-821) cuando varios ilustres doctores empezaron a tomar las decisiones legales con arreglo a la doctrina de Malik. Los andalusíes acudían a Medina para estudiar con Malik ibn Anas, y los primeros decenios del siglo IX contemplaron, tanto en Al Andalus como en Ifriqiya, un gran impulso de la escuela malikí. Los expertos en esta doctrina eran numerosos en el arrabal de Córdoba en la época de la revuelta contra Al Hakam I. El más conocido de todos era Yahya ben Yahya al Layti de origen beréber, que había asistido en sus tiempos mozos a las clases de Malik. Este jugó un papel sustancial en la adopción, prácticamente oficial, de la doctrina malikí, y este hecho se cree que fue la causa que desencadenó las revueltas religiosas aparecidas en Córdoba al final del reinado de Abderramán II, y que motivaron el movimiento de insurrección que desembocó en los «mártires de Córdoba» del año 850. Se conoce un endurecimiento de la ortodoxia islámica emanada de la escuela maliquí en varios puntos del mundo musulmán en 849.
La doctrina de ésta escuela impulsada y comandada por Yahya ben Yahya, imponía la estricta observancia del Corán aboliendo las transigencias, que ahora llaman algunos «tolerancia». Aumentó las exigencias de tributos. Postergó los derechos personales. Por aquellos años inmediatos anteriores al 850, surgieron rumores de que un visionario, un tal Ibn Habib, había amenazado con que un descendiente de Mahoma daría muerte a todos los cristianos de Córdoba y comarcas vecinas, vendiendo luego como esclavos a mujeres y niños. Se crea un clima amenazador de muerte para los cristianos de Córdoba o mozárabes, si no se convierten. La multitud árabe se insurrecciona ante las manifestaciones del culto cristiano, sobre todo ante las bodas y los entierros públicos prohibidos por los «pactos de rendición» al consumarse la invasión. Hubo incluso proyectos de someter a los cristianos a circuncisión. Se respetan los lugares de culto cristiano pero se prohíbe su reconstrucción o rehabilitación.
Ante esta situación, surge la rebelión mozárabe del 850.
Perfecto, el presbítero de la parroquia de San Acisclo de Córdoba, es asaltado por los islamistas. Le preguntan qué opina de Cristo y de Mahoma. Expresa su opinión sobre Cristo y, educadamente, se abstiene de hablar sobre El Profeta. Les dice que si le dejan marchar en paz, les explicará lo que el Evangelio cuenta sobre Mahoma. Los árabes le mienten asegurándole que le dejarán ir, y él les dice que es un falso profeta y un aliado de Satanás, desatándose a continuación con un torrente de improperios sobre El Profeta al que tacha de adúltero y que «a todos os sumergió en un piélago de perenne lujuria», finalizó. Los árabes dejaron a Perfecto llegar hasta su iglesia. Días después fue encarcelado. En su prisión, el presbítero predijo la muerte, antes de un año, del eunuco Nasr, hombre de gran poder en el emirato, jefe del harén de Abderramán II e íntimo amigo de su concubina favorita Tarub. Poco después fue juzgado por el Cadí y condenado. En el Campo de la Verdad, al otro lado del Guadalquivir, fue decapitado.
Efectivamente. Nasr murió antes de un año. Confabulado con la concubina Tarub que ansiaba el trono para su hijo Abdallá, preparó un fuerte veneno para suministrárselo al Emir Abderramán II, ya mayor y enfermo (moriría 2 años después). Pero éste, avisado de las intenciones del eunuco, le obligó a bebérselo él y murió en su presencia.
Con la muerte de San Perfecto se inician los martirios de 11 mozárabes entre los días 3 y 25 de junio del 850, todos ellos eran del clero secular a excepción de un tal Sancho Albí.
En el 851 se produce una nueva oleada de mártires entre los que se encuentran las hermanas Nunila y Alodia, la monja Cutedara, la virgen Flora, y María, hermana del diácono Walaboso.
Aún se produce otra oleada más el 859 ya bajo el mandato del Emir Mohamed I, en que son martirizados San Eulogio el 11 de marzo, enterrado en la iglesia de San Zoilo, y Santa Leocricia, de origen musulmán, seguidora de San Eulogio y martirizada el 15 de marzo y arrojado su cuerpo al Guadalquivir, al igual que el de su maestro. En ambos casos los cristianos se metieron por la noche al río para recuperar sus cuerpos.
Cuando en el 852 asume el poder del Emirato Mohamed I, un hombre con fama de inteligente y justo y a la vez de tacaño, se produce una mayor presión fiscal. Se rebeló como seguidor de la política de su padre, no solo manteniendo el malikismo sino continuando con las aceifas, expediciones guerreras al comienzo del verano contra las marcas o fronteras cristianas. Resultó finalmente un enemigo consumado del Dios cristiano, cosa, por otra parte, lógica.
El mismo día que vistió la túnica púrpura, expulsó a los cristianos de su Alcázar declarándolos indignos de los oficios palaciegos. Posteriormente aumentó los tributos y dio el gobierno de la ciudad a personas que se habían distinguido precisamente por su odio a los politeístas (cristianos). Encarga la recaudación de los impuestos a cristianos renegados que, según las crónicas, ponen un celo excepcional en la persecución de los impagados entre sus anteriores correligionarios.
Como podemos observar, no era precisamente idílica la «convivencia» de los mozárabes en Córdoba. Efectivamente, vamos a admitir que se respetaba el culto cristiano pero bajo unas condiciones tales, que hasta, valga la paradoja, la libertad de pensamiento había de ser clandestina, y el camino más fácil era el que adoptaron en su mayoría los cordobeses, la apostasía.
La historia de Toledo es similar, incluso más compleja, y la situación responde a las mismas causas. El que manda impone sus leyes y los mandados las deben soportar (seguramente en esas circunstancias sería en las que habría que medir la tolerancia de que tanto se habla). Se da la circunstancia de que en Toledo permaneció un gran número de hispanos o mozárabes, y que el peso del dominio real árabe se hacía sentir menos que en Córdoba, capital al fin y al cabo del Emirato y posteriormente del Califato. A ello hay que añadir la complejidad que significó el elevado número de grupos de influencia o poder en la antigua capital visigoda. A moros y cristianos había que añadir a los judíos asentados en Toledo y la influencia negativa de un elevado número de beréberes, grupo étnico asentado en la meseta, de costumbres agrícolas y pastoriles, de mucha menor cultura que los omeyas, y que lejos de constituir una población sumisa a los dictados del Emirato, eran contestatarios que luchaban con demasiada frecuencia contra Córdoba. La presencia, así mismo, de un grupo muy numeroso de muladíes (cristianos convertidos al Islam), familia de los Banu Qasi de Zaragoza y de los Banu dhul Nun de Santaver, capital de la kura de Santabariya junto a Ercávica en Cañaveruelas. Por ello, es todo un rosario de revueltas las que se dan en la antigua capital del reino hispano, pasando el poder alternativamente de manos árabes a cristianas y de cristianas a árabes hasta que Alfonso VI la conquista definitivamente; pero que duda cabe de que hablar de «convivencia ejemplar» suena, cuando menos a sarcasmo.
Os voy a contar un ejemplo de esa insumisión de los beréberes, existentes en gran número en toda nuestra zona de la Cuenca del Guadiela, porque es bastante cercano a nosotros.
En el año 768, tiempos de Abderramán I, existió un tal Shagya ben Abd al Walid, de la tribu de los Mikuasa de Santaver (Cañaveruelas, a orillas del río Guadiela). Este individuo afirma que él es imán, descendiente directo del profeta Mahoma a través de su hija Fátima. Se rebela el año 768 y sus luchas no acaban hasta 9 años después, en 777. Durante estos años, todos los intentos de Abderramán I por someterlo fueron inútiles. Según las fuentes árabes, se hizo dueño de toda la accidentada región existente entre el Tajo y el Guadiana llegando a apoderarse de Medellín y Mérida. Tenía establecido su Cuartel General en Sopetrán, cerca de Hita en Guadalajara y dicen las crónicas que en las expediciones del Emir para capturarlo, él se internaba en un macizo montañoso prácticamente inaccesible y cuando se iban él salía para continuar con su rapiña. Quiero pensar que ese «macizo inaccesible» pudiera ser nuestra zona de hoces con Tragavivos, Alonjero, Beteta y Somera, algunas de ellas casi inaccesibles aún hoy en día. Abderramán I acabó con él el 777 tras sobornar a otro beréber, Abu Zahal, y Sahiya fue asesinado en Castejón por dos de sus partidarios. Al final y como en el caso de Viriato, el recurso a la traición solucionó un problema con el que no pudo un ejército.
En tiempos de Abderramán II, un tal Abenmassarra de Santaver, también se rebela como profeta dando una nueva interpretación del Corán, prohibiendo, entre otras cosas, cortarse el pelo y las uñas. Fue muerto y crucificado el año 851.
Como ejemplo de cómo «convivían» los árabes cuando estaban bajo el poder cristiano, basta con revisar por encima algo también relativamente cercano a nosotros, el Fuero de Cuenca otorgado por Alfonso VIII, que sirvió de modelo a otros varios de la misma época. En su articulado se puede ver como una misma falta cometida por un cristiano un musulmán o un judío, es castigada con la «prueba del fuego» en el caso del islamista, y con multa o juramento favorable de varios vecinos para la remisión de la falta, en el caso del cristiano.
La «prueba del fuego» con que a veces se castigaba, era una ordalía que se realizaba para averiguar la culpabilidad o inocencia del acusado. Consistía en andar nueve pasos con un hierro candente en las manos para, al final, depositarlo suavemente en el suelo. Dicho hierro tenía cuatro pies de largo, un palmo de ancho y dos dedos de alto. Bendecido por un sacerdote, entre éste y el juez calentaban el hierro hasta el rojo vivo, y una vez así, el reo, con las manos lavadas para purificarlas previamente, debía cogerlo y andar los nueve pasos. Si el acusado superaba la prueba no era condenado.
¿Y a que se debe esa dificultad en asimilarse en la alta Edad Media, entre musulmanes y cristianos? Yo creo que las raíces hay que buscarlas en algunos de los pilares básicos de ambas religiones y tan importante o más en la forma de vivirlas o de interpretarlas.
Veamos lo que dice Ibn Hazm (m 1063), siglo XI, considerado el teólogo más importante al-Andalus. Ibn Hazm defendió las tesis de que el Corán y las Tradiciones son la única base de la Ley (es como si dijéramos que la base de nuestras leyes debe ser la Biblia o los Evangelios) y deben interpretarse solamente conforme a las estructuras léxicas y gramaticales y, por consecuencia, los métodos empleados por las demás escuelas legales, tales cómo la opinión personal, la analogía, la preferencia y la aceptación de la autoridad, no hallan lugar en su sistema, ya que constituyen una afrenta a la sabiduría divina.
Esta actitud inflexible se encuentra en bastantes escritos suyos. En su obra Sectas y Confesiones, demuestra no solo la superioridad del Islam sobre las demás religiones, sino la de su ortodoxia personal sobre las restantes escuelas y sectas musulmanas. Es decir, estamos ante quien se considera el poseedor de la única verdad, o mejor, de la verdad única.
Según Ibn Hazm, la mente inculta solo necesita de la fe para entender la verdad del Islam, y esta fe, inspirada por la gracia divina, es tan fuerte que no necesita reforzarse, ni siquiera con el estudio de la lógica. Esto ayuda al individuo a rechazar conceptos falsos. El critica a los que se dedican al estudio de las ciencias naturales pretendiendo que todo lo saben y abandonando las disciplinas religiosas.
Es evidente que, desde el siglo XXI y desde nuestra cultura occidental, se rechaza esta filosofía que formaba parte de las corrientes islámicas en la Alta Edad Media, pero lo preocupante hoy día es el hecho de que mientras en Occidente, la religión está pasando cada vez más al ámbito de lo personal, y no se nos ocurre a la mayoría pensar en la superioridad de la nuestra sobre ninguna otra, en casi todo el mundo islámico siguen creyendo ciegamente en la superioridad de la suya, en el convencimiento de que todos los demás, no solo estamos equivocados, sino que estamos condenados al infierno por herejes y que somos sus enemigos. En cualquier caso, lo cierto y notorio es que tras los 781 años en que los árabes dominaron alguna parte de la península, no se llegó a conseguir, ni siquiera por imposición, la aceptación de las respectivas creencias, y la causa o las causas, que yo soy absolutamente incapaz de sintetizar, las tengo que buscar en contrastes entre posiciones a mi juicio radicalmente opuestas entre ambas culturas.
Voy a poner un ejemplo: Abderramán II gobierna desde 822 hasta el 852. Tiene un harén con más de 50 concubinas, entre ellas, la susodicha Tarub, Muammara, Al-Sifa, que amamantó a su sucesor Mohamed I y a Al Mutarrif, Faur y las llamadas 3 medinesas, Fadl, Alam y Ralam, esta última española, vascona por más señas. Con todas ellas tuvo 87 hijos, 45 varones y 42 hembras. Evidentemente ni el malikismo ni ninguna otra de las escuelas coránicas condenaba la poligamia, como es evidente que desde la cultura cristiana esto era inaceptable. En este hecho se encuentra parte de la explicación del rechazo cristiano a la religión islámica, y también la de las sucesivas decadencias de las árabes en al Andalus.
Cuando Abderramán II nacido en Toledo en el 792, en el año 850, ya enfermo, se ve obligado a decidir cual ha de ser su sucesor, las conspiraciones cortesanas estaban a la orden del día. Su concubina favorita Tarub, a la que hemos hecho referencia anteriormente, estaba enfadada con él y, cuentan las crónicas, que el Emir hizo levantar ante la puerta de su dormitorio un muro hecho con sacos de monedas de oro que se derramaron a los pies de la concubina al abrirla. Ella misma organizó la primera conspiración pretendiendo que fuera su hijo Abdallá, un joven al parecer de carácter débil y vicioso, el sucesor del Emir. Pero fue el astuto Mohamed quien disfrazado con los vestidos de la nieta favorita de Abderramán II, entro en su aposento la noche de antes de su muerte y consiguió ser nombrado Emir, cuestión que Abderramán confirmó horas antes de morir a sus eunucos.
Si en las Cortes de Occidente se hacía difícil el buen gobierno por las intrigas palaciegas que hicieran escribir siglos más tarde al capitán Fernández de Andrada aquello de «Fabio, las esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas», qué no sería en los palacios de los omeyas donde Abderramán II tuvo 87 hijos, y su hijo Mohamed I, 66.
Alguna fuente apócrifa, cuenta que cuando el presbítero toledano Dulcidio, mozárabe experto en historia de los árabes, viajó por primera vez a Oviedo y fue recibido por Muniadona, esposa de Ordoño II, le contó a ésta el número de hijos, tanto de Abderramán cómo de Mohamed, esta le preguntó asombrada: «¿Y es posible que cuando sea mayor se acuerde del nombre de todos?» y otras de un mayor calado: «¿Dulcidio, creéis que esos hijos tenidos con más de 50 concubinas pueden ser fruto del amor?» «¿Creéis que se puede amar a tantas mujeres y a tantos hijos? ¿Creéis que eso puede ser una familia».
Efectivamente, este es uno de los puntos de choque entre la filosofía cristiana y la árabe de la época. La mujer ocupaba un más que evidente tercer plano en la vida de Al Andalus, si hemos de aceptar irremediablemente que en la parte cristiana ocupaba un segundo.
Esta es únicamente una cuestión que se me ocurre como irreconciliable entre ambas culturas, no obstante es indudable que confirmada la imposibilidad de fusión completa entre ellas, si se produjo un marcado mestizaje entre ambas civilizaciones, que no es lo mismo que culturas, y su población.
El pueblo, con frecuencia muy sabio, ha sabido siempre distinguir entre lo bueno y lo malo, y qué duda cabe de que la civilización, y hasta cierto punto la cultura árabes trajeron consigo muchas cosas buenas y otras no tan buenas, cómo pasa siempre. El pueblo se apropió, cómo era lógico, de todo aquello que podía mejorar su desarrollo, tanto en la vida civil como en la política. Alcaldes o acequias, alajú o alcazabas, por poner algún ejemplo, fueron incorporados de forma natural a nuestro acervo, y con ellos se enriqueció el idioma y las costumbres, se diversificó la música y la danza o nuestro patrimonio arquitectónico, incluso asimilamos avances en disciplinas como las matemáticas, la medicina, la literatura o la agricultura. No solo no hemos renunciado a ello sino que lo exhibimos o debemos exhibirlo con orgullo conscientes de la tremenda riqueza que representan.
Creo que con estas pinceladas ya hemos dado una idea general de cómo «convivían» en al Andalus los cristianos con los árabes, y encaja perfectamente con la reacción social que acompañó a esta realidad, las sucesivas migraciones masivas de cristianos, llamados mozárabes, hacia el norte, en una huida ante una presión que se hacía insoportable desde muchos puntos de vista, pero aún más desde el religioso, personal o cultural, pues no debemos olvidar que por entonces cultura y religión venían a ser casi la misma cosa.
¿Y cómo se vivía en tierras cristianas por aquellos años?. Partiendo de la base de que la Alta Edad Media es muy parca en documentación y mucho más en las tierras españolas que en Al Andalus, vamos a dar una ligera idea del comercio interior.
El intercambio prima porque apenas se acuña moneda. La unidad monetaria es el «sueldo». Las multas se pagan con cabezas de ganado, paños, cibaria (palabra latina para víveres o alimentos), caballos, &c.
La medida para el grano es el «médium», la «media» que hemos conocido hasta hace muy poco, y sus divisores eran el «cuartarius» y el «sextarius».
La medida de superficie era el «modio» estimada como la capacidad de sembradura de un hombre en un año. Con respecto a las viñas se establecía en la capacidad de cavar un terreno por un hombre y en un año.
Un caballo equivalía a 4 sueldos. Un buey a 14 sueldos.
Las monedas anteriores a la invasión árabe eran los tremises aúreos que desaparecen poco a poco. En tierras dominadas eran los dirhemes de plata.
Existen monedas procedentes de la Francia carolingia, llamadas «franciscos», del mismo modo se llamaba a objetos de valor de la misma procedencia mientras se llamaba «spaniscos» a los de España «greciscos» a los de Grecia y «doxtivie» a los procedentes de Doxtova (Persia).
500 sueldos equivalían a 3 paunos greciscos o romesinos (de Roma).
Un «plumatio» (colchón) valía 1 sueldo. Un carro tres sueldos y un almud de cebada un sueldo.
Esto no es más que un pequeño apunte de algunos elementos reguladores de la vida civil, en aquello que tenía que ver con el comercio. Vamos a ver cual fue la reacción del mundo cristiano en la Península ante la, tan llorada históricamente, «perdición de Hispania». Intentaremos ilustrar un poco porqué se produjo y sus consecuencias.
Hispania era una provincia de Roma que a la llegada de los visigodos se encontraba totalmente asimilada por la cultura latina. El nuevo invasor, mucho menos culto que el invadido, impuso por la fuerza sus nuevas formas de gobierno basada en la monarquía. El pueblo romano y a la había disfrutado o padecido y renunció a ella instaurando la república, como sistema en que accedía al poder aquel que más simpatía tenía por parte del pueblo, lo que no era ajeno al buen funcionamiento de la sociedad. Entre los visigodos, accedía al trono aquel que más poder tenía a la muerte del Monarca, por lo que no era necesariamente su hijo. Esto convertía la Corona en un ansiado «objeto de deseo» ante el que los poderosos no vacilaban a la hora de asfixiar con impuestos a sus súbditos, porque, a la postre, era el poder económico el que decidía quien era el más fuerte. Las sucesivas intrigas para acceder al reinado, hacían que los reyes fueran a menudo muertos por envenenamiento o violencia. Nos da una idea de la poca duración de los reinados, el hecho de que desde el 601 en que murió Recaredo en Toledo, hasta el 711 son 17 los reyes godos reinantes, lo que hace una media de poco más de 6 años por rey a pesar de que Recesvinto lo hizo durante 19 años. Una oligarquía nefasta (poder repartido entre pocos y casi siempre de la misma familia) se aferró con uñas y dientes al poder (sigue pasando en demasiadas partes de España) mientras abusaba de la población civil con impuestos y prebendas. En estas circunstancias no era extraño que surgieran las traiciones entre los distintos oligarcas y, aún más importante, que al pueblo llano no le importara quien lo mandara con tal que pudiera librarse de la opresión del sistema que soportaban. Así llegó la llamada traición de Conde Don Julián o del obispo Don Opas, de la familia del Rey anterior Witiza, y que prefirieron ver a Hispania, antes en manos del enemigo desconocido (los árabes), que del conocido, Don Rodrigo. Aquellos traidores fueron capaces de destruir Hispania antes que ver en el poder a los que, empleando el mismo sistema que a ellos les llevó al trono, habían conseguido arrebatárselo. Hago un inciso para expresar mi deseo fervientemente de que este hecho nefasto no se repita en nuestros tiempos de ahora, para no dar razón al dicho de que, «la historia, la mala añadiría yo, está condenada a repetirse».
En la monarquía visigoda, la justicia social no era su objetivo, lo era el poder. Únicamente la Iglesia, muy cercana al pueblo llano, conseguía escaparse de aquel «rodillo» y para ello intentaron por todos los medios controlarla, tener unas buenas relaciones con ella, estableciendo un acuerdo tácito de «no agresión», pues ya habían tenido como experiencia que era el único poder capaz de atentar contra sus objetivos, como ya se vio con las rebeliones de Hermenegildo contra su padre Leovigildo. La solución la dio la conversión del monarca, a última hora al catolicismo, y el triunfo de éste sobre el arrianismo. Triunfo consagrado por su hijo Recaredo en el III Concilio de Toledo. En el fondo y las formas había sido la iglesia la única institución que ejerciera las principales tareas que tenían que ver con la justicia social dentro de aquella Hispania.
Esa tarea social de la iglesia encuentra su mejor exponente en los monasterios.
Fundados generalmente al amparo de algún benefactor rico, se constituyen no solo en centros religiosos sino también en lugares de explotación industrial y agrícola; transforman los páramos, crean granjas, regulan la distribución de la riqueza, sirven de asilo, protegen a las muchedumbres que viven a su sombra, y en momentos de carestía abren sus graneros para socorrer menesteres, en una estrategia que hunde sus raíces en las tiempos de José, el hijo de Jacob en su estancia en Egipto. La Biblia nos habla de las vacas gordas y las vacas flacas, de los siete años de abundancia y los otros siete de escasez y cómo hay que guardar en los primeros para repartir en los segundos.
Al frente del monasterio estaba un abad, prior o prepósito, que se encargaba de repartir el trabajo entre los monjes, mandar sobre los siervos y sus familiares, administrar justicia y bienes o disponer los momentos idóneos para la siembra, el arreglo de viñas, las formas de pastoreo o la construcción de edificios.
Otra figura importante en esa tarea social es el celario, encargado de servir las mesas, guardar las sobras para los pobres, inspeccionar los talleres, gallineros, palomares, lagos, cotos de pesca, o colmenas.
Se dan trabajos como los de hortelano, hornero, zapatero, colmenero, tejedor, batanero, sastre, herrero, &c.
En sus comidas abundan las hortalizas y legumbres, la miel, el queso, las frutas y los frutos secos, avellanas y nueces. Las aves y peces se comen en las fiestas y el vino para todos únicamente en las grandes ocasiones. Se rigen, según su antigüedad o procedencia, por la Reglas de San Agustín (agustinos) o por la de San Benito (benedictinos); regla, esta última, en la que figuran de forma tan clara las obligaciones y competencias de las distintas clases de monjes y sus actividades que, se afirma, fueron una de las bases en que se inspiró la redacción de la constitución americana.
Su tarea cultural se conformó como auténtico cordón umbilical entre la antigüedad clásica y nuestros días, destacando por su celo en la conservación de los textos antiguos.
Allá por el siglo VI destacó en estos menesteres el monasterio de Dumio, en Galicia (hoy Portugal), fundado por San Martín de Braga, de tradición monástica oriental y en el que se andaban traduciendo obras latinas como «Las sentencias de los padres de Egipto» o «Las palabras de los ancianos del desierto», siendo uno de los más importantes de la Península. Es muy probable que otro de estos focos lo constituyese el monasterio Servitano en el que se seguía la regla de los Agustinos. Ubicado junto a Ercávica (Cañeveruelas), a juzgar por los datos que tenemos de San Ildefonso en su De Viris Ilustribus, donde afirma que San Donato El Africano, su fundador, llegó a las costas de Levante procedente de África con 74 monjes y una gran biblioteca. Ese detalle de traer consigo esa «gran biblioteca», habla muy a las claras de la intención de proseguir en Hispania con la tarea de copiar y traducir las obras del griego y el latín, de Tertuliano y Cipriano, de Boecio y Casiodoro, de los clásicos griegos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, las obras en griego de Justiniano, de Orígenes, o de los Padres de la Iglesia, Clemente de Alejandría, Juan Nacianceno, Juan Crisóstomo y Gregorio Niceno, o las de San Agustín y San León Magno escritas en latín, con lo que es muy probable que el Monasterio Servitano fuese, desde su fundación, otro de los focos de irradiación de cultura y saber más importante de Hispania.
Intento remarcar toda esta información sobre la iglesia para que quede constancia de que, a lo largo de nuestra historia, no ha sido únicamente la actividad del culto religioso la que ha desarrollado, sino qué ha jugado un papel importantísimo en tareas sociales, muchas veces sustituyendo al poder civil, que han tenido que ver con la dignidad del hombre. Como, a la vista de la actividad de los monasterios, estos se constituían en auténticas células organizadoras de una sociedad racional, con distribución de oficios, regulación de la economía, implantación de normas para el desarrollo &c. Una tarea social en la que fue pionera. Y lo digo para que, al margen de las libres creencias de cada uno, se respete, si no sus preceptos religiosos, al menos si su tarea social y cultural secular de la que todos, querámoslo o no, somos herederos. En una palabra, somos libres de creer en la religión que queramos, pero podemos ser muy injustos si no reconocemos ni valoramos una tarea que ha sido uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura.
Todo este mundo monacal se vino al traste con la invasión árabe mientras seguía floreciendo en todo el resto del Mediterráneo, libre de la ocupación y la lucha contra los sarracenos.
Esbozados sucintamente, hemos intentado exponer el funcionamiento de algunos de los fundamentos de la vida en aquellos tiempos. El choque de ambas culturas empezó a producirse con la llegada de los árabes y vamos a analizar, también por encima, los efectos de aquel choque brutal.
Entre los años 700 al 900, asistimos en Occidente a lo que podríamos denominar el nacimiento de las «naciones» entre comillas, tal como lo entiende el sentir popular, sin entrar en si eran étnicas o políticas, y partiendo de la base aceptada de que su nacimiento en el sentido culto se produce con la Revolución Francesa. Si es cierto que empieza a tomar cuerpo la realidad de Francia, Inglaterra o España. Obsérvese que si Francia tomó su nombre de su pueblo invasor, los francos, España debería haberse llamado Gotia en virtud de que fueron los godos nuestros invasores, sin embargo, tanto en el interior como en todo Occidente se le llamó España, en una clara continuidad del nombre que propagara la tradición romana.
Con las invasiones bárbaras y la consiguiente caída del Imperio Romano de Occidente, surgieron las monarquías, pero la organización de esos reinos o «naciones», insisto que entendida en el sentido popular de la palabra, se empiezan a consolidar entre los años apuntados. Francia, Inglaterra o España, son proyectos cuya consolidación definitiva se consigue antes en el caso de las dos primeras que en el nuestro. La razón es simple. En el caso de las otras dos, la lucha por el poder se dirime exclusivamente entre los poderosos de un reino sujeto a una misma religión y cultura. En el de España, a esta lucha hay que añadir la que se libra contra el enemigo común, los islamistas y el Islam.
En ese proceso se abren camino las lenguas respectivas, abandonando el latín. Empiezan a tomar cuerpo el francés y el inglés. El español, pasando en su evolución por el romance, tarda bastante más en cristalizar debido precisamente a ese mestizaje obligatorio que nace de la convivencia con una lengua árabe y las influencias europeas que llegan a los distintos reinos de España a través de Francia y de manera singular por el Camino de Santiago.
En España se estaba produciendo una, llamémosle, reencarnación, un «volver a nacer». De todas las influencias, primero de los bárbaros y después de los árabes, debíamos brotar nuevos. Éramos herederos de las costumbres romanas y sobre ellas empezó a tomar cuerpo Hispania. Los visigodos y los suevos primero y luego los árabes trajeron un nuevo semen a esta tierra, del que, qué duda cabe, brotaría la patria nueva, la... llamémosle... «nación» nueva. Pero para ello era fundamental la victoria de una cultura sobre la otra. Si nosotros no conseguíamos imponer nuestra fe... no sería Hispania, sería otra cosa... Tal vez Al-Andalus para siempre.
¡Había que explicarle el nuevo proyecto al pueblo y que éste lo asumiera como propio! Para ello era necesario tomar conciencia de la lucha que se entablaba con el fin de que se diera en condiciones de igualdad, las mismas armas y las mismas oportunidades. Aquella lucha era de culturas, lo mismo que decir de religiones. Religión contra religión. Jesús contra Mahoma. Hispania contra el imperio del Islam. Nos ganaban en número porque no nos uníamos, y también en fe. Era cierto que a ellos les prometían un paraíso regado con leche y miel, en el que setenta y dos doncellas esperaban a los que morían en la lucha, y nosotros no ofrecíamos nada... pero, en el nuevo proyecto se empezó a ofrecer. Ya había llegado el apóstol Santiago en una barca de piedra hasta Iria Flavia, y las vírgenes y los santos se aparecían por doquier. El Mismísimo Santiago luchó contra el infiel a lomos de su caballo blanco. Pero no fue leche, ni miel, ni doncellas, lo que al cristiano se le ofrecía, no eran cosas materiales sino consuelo al espíritu. En nuestro credo, en vida nos hacíamos acreedores al perdón, y se alcanzaba con los méritos contraídos, no a cambio de la muerte porque la vida era lo más sagrado que teníamos. El Dios cristiano no era un mercader. ¿Un premio a cambio de tu vida...? ¡La propia vida era el premio que Cristo daba al cristiano! ¡La propia vida y el albedrío propio para conducirla!
Con esas bases se acometió el proyecto de la Nueva Hispania, España, que debería ser más que la tierra donde se asientan los hombres, una idea común... más los que creen en ella. Debería ser una forma de pensar, una manera de hacer, una filosofía. Debería ser... sería, el ánima de un pueblo, e Iberia sería el cuerpo... Iberia y cualquiera otra tierra en que sus hombres se condujeran con los mismos principios. Ser hispano habría de depender más de una conducta que de la causalidad del nacimiento. Esa fue la enseñanza que recibimos de Roma y la que nosotros debíamos transmitir. Cuando los romanos llegaron no vinieron tan solo a llevarse lo nuestro, el oro de las Médulas, la plata galaica o el hierro de Cartago Nova, nos dejaron calzadas y nos enseñaron a hacerlas, nos dejaron su lengua, sus leyes y su organización, nos enseñaron, y nosotros aprendimos, su forma de pensar, hasta tal punto que éramos romanos. Hispano-romanos sí, pero romanos con el mismo derecho que ellos. Eso mismo se esperaba que llegásemos a ser. ¡Exactamente eso! En el fondo nos estábamos erigiendo como los continuadores más fieles de la cultura romana.
Hacía ya siglos que el Occidente romano amaneció... mejor dicho, anocheció preñado por los bárbaros. Los suevos y los godos, vándalos y ostrogodos, los alanos, los francos y los hunos y aquí los visigodos, regaron su ignorancia y sus costumbres por el mundo cristiano, y ese Occidente, preñado con el semen del bárbaro, nos fue pariendo otro, poco a poco, ya con rastros sajones pero mediterráneo, latino al fin y al cabo. Pero es que aquí fue doble la preñez. Casi sin parir aquella nueva Hispania fecundada por el visigodo, casi sin acabar de gestarse el nuevo cuerpo, nos llegaron los árabes, los musulmanes, con semen nuevo que volvió a sumergirnos de nuevo en la caverna, en un nuevo líquido amniótico, en una nueva oscuridad, para tener que hacernos otra vez, para tener que volver a nacer. Ya lo estábamos haciendo. Ya no hablábamos latín sino romance y era nueva la manera de hacernos nuestras casas y nuestros templos, nueva la forma de vestir, nuevas nuestras costumbres, nuestras formas, nuevas leyes, y también nueva la manera de vivir nuestra religión porque empezaba a ser de todos, constituyéndose en el arma que habríamos de empuñar durante muchos, quizás demasiados, siglos. Pero en el caso de que efectivamente fueran demasiados, no debemos olvidar en justicia de que fue el arma que nos condujo al éxito de ser España y no Al Andalus o Sefarad, y por eso se llevó a América y seguramente por eso somos más papistas que el Papa y tal vez hemos consumado algunos agravios históricos, como todo el mundo. Pero si la justicia se representa con una balanza, hay que poner cosas en los dos platillos, no en uno solo porque seríamos deshonestos.
Bueno… y estoy llegando al fin de mis reflexiones y no os he dicho prácticamente nada de Sefarad. Hay para ello una explicación contundente. Es que sé mucho menos de ellos. Evidentemente formaban un colectivo muy amplio dentro de la población hispana, pero asentados, como ha pasado siempre, dentro de los núcleos económicos más fuertes, fundamentalmente Córdoba y Toledo. Nunca formaron parte del poder político, pero si ostentaban una buena del económico. Lo que si es cierto es que formaban una minoría que con los siglos se ha revelado como imposible de integrar en cualquier cultura, pues estén donde estén, sea en España, Rusia, Alemania, Argentina o Estados Unidos, siguen siendo judíos antes que españoles, rusos o argentinos. Nunca se rebelaban contra el jefe, en todo caso conspiraron o apoyaron económicamente a los conspiradores, pero dejándolos tranquilos en su comercio, no luchaban descaradamente contra el poder, como no lucha la rémora ni el parásito contra quien les proporciona su sustento. Ellos jamás hicieron patria porque no era la suya, y aún, tras su última expulsión en tiempos de Felipe III, siguen considerando que España es Sefarad, en una clarísima muestra de que su cultura, ni era la nuestra, ni tenían el menor interés porque lo fuera. Podemos concluir que si en lugar de haberse impuesto la cultura cristiana hubiera sido la árabe, a estas horas viviríamos en Al Andalus, seríamos andalusíes y rezaríamos cinco veces al día mirando hacia La Meca; y si hubiese sido la judía, viviríamos en Sefarad, seríamos sefardíes o sefarditas y estaríamos aún más bajo la órbita de Estados Unidos y más en el punto de mira de cualquier «jihad» islámica. Por mi parte estoy satisfecho de que, por ahora, yo viva en España y sea, gracias a Dios, español. Y digo gracias a Dios porque yo también tengo mi Dios, pero no se lo presento a nadie para no dar la oportunidad de que me ofendan.
Vamos a empezar por Hispania. Digo Hispania y no España porque no son lo mismo.
Hispania es el nombre que las fuentes romanas daban a todo el territorio peninsular al Sur de los Pirineos. No vamos a entrar aquí sobre los orígenes o pertinencia del nombre pues tendríamos que hablar de griegos y romanos. Lo aceptamos cómo tal y añadimos que designaba a un territorio perfectamente definido y a sus moradores, sujetos a una estructura política diseñada por los sucesivos dominadores que, hasta la llegada de los árabes, fueron sustancialmente dos, romanos y visigodos.
En ambos casos se persiguió y consiguió, y esto es importante, una Hispania única. En el romano sofocando los principales núcleos de rebelión, Celtiberia, pacificada con la caída de Numancia en el 133 adc y Cantabria, pacificada con el fin de las guerras Cántabras el 19 adc. En el caso visigótico, acallando a las zonas contestatarias, el reino Suevo de Galicia primero, y los pocos restos que quedaban del Imperio Bizantino en torno a Cartagena y Murcia, que se liquidó sin lucha pues desaparecieron arrastrados por su propia decadencia. La Hispania única acabó de fraguar, en éste caso, en tiempos de Leovigildo y Recaredo al conseguirse unificar la religión, con la renuncia al arrianismo por parte de la Corte Toledana en el III Concilio de Toledo del año 589, dirigido por San Leandro, y por cierto, por otro personaje ligado a nuestra comarca, un abad del Monasterio Servitano existente en Cañaveruelas junto a Ercávica y al río Guadiela, Eutropio, que más tarde fuera obispo de Valencia.
No duró demasiado esta unidad territorial y política, pues en el 711 nos invadieron los árabes con sus nuevos sistemas políticos y religiosos. El resultado de aquella «opa hostil» fue que Hispania saltó por los aires, aunque quedara entre sus pueblos la impronta de una cultura que se perdía y el tremendo afán por recuperarla.
De aquel empeño, común a todas las tierras peninsulares, nacería el nuevo proyecto. Proyecto España.
Durante los siglos VIII y IX, se gestó el comienzo de la recuperación de la Hispania perdida y la nueva criatura se llamaría España, la misma vieja que hoy conocemos.
Proyecto y obra, aspiración y camino, los dos elementos imprescindibles en cualquier empresa, pues un proyecto sin obra se queda en una intención, y una obra sin proyecto, una aspiración sin iniciar la andadura, no es más que puro posibilismo o proyectismo de los que tanto se habló a comienzos del XIX y que consiste, esencialmente, en hacer lo que venga al caso, sin una idea previa de lo que tienes entre manos y por tanto sin saber en que lo quieres convertir. El proyecto de España arrancó de la Corte Astur, allí se puso la primera piedra y la obra duró ocho siglos para ser inaugurada por los Reyes Católicos con la unidad de España completada. Con el edificio terminado. Para el futuro, incluidos los tiempos actuales, quedaba el mantenimiento, y hasta ahora se ha ido manteniendo. Así pues España no empieza con los Reyes Católicos, como intentan algunos con intereses equivocados o espurios convencernos, sino en Asturias.
Primero en Cangas de Onís y posteriormente en Oviedo, se inició la gestación, y en el proyecto y la obra colaboraron de forma sobresaliente las sucesivas oleadas de mozárabes que huidos de las zonas conquistadas, buscaban la libertad en su añeja cultura y en las tierras donde encontrarían la libertad de sus correligionarios, encargándose de repoblar los territorios que los reyes astures andaban reconquistando palmo a palmo. Esos mozárabes, de los que se ha escrito muy poco en la Historia de España, vivían el las zonas más avanzadas de la península y muchos de ellos eran buenos conocedores, de la cultura cristiana por vocación y de la árabe, en gran medida por obligación, con lo que su saber era mas «universal» que el de los cristianos de Asturias y por tanto tenían bastante que aportar al acervo que se pretendía común.
Debieron ser tiempos muy difíciles, de luchas y angustias, de oprobios e ímprobos trabajos, pero de esperanza porque poco a poco se iba mejorando, avanzando, consiguiendo objetivos. Se veía al edificio crecer.
En aquellos años previos a la huida hacia los dominios cristianos, se dio más palpablemente que nunca, lo que se ha querido y aún se quiere seguir denominando la «convivencia» de las 3 culturas, aunque, a juzgar por los datos históricos que tenemos, sería conveniente una revisión a fondo de esa palabra «convivencia», o mejor del significado que le quieren atribuir y que con más o menos dosis de orgullo demagogo pronuncian algunos muy a la ligera.
Si nos atenemos al significado de la palabra «convivir» = cohabitar, vivir en compañía de otros, no cabe duda de que «convivían» las tres culturas, pero se hace necesario ir más allá y analizar el significado que le dan esos que hoy nos hablan, por ejemplo, de Toledo como un «paraíso» de convivencia entre islamistas, cristianos y judíos.
De acuerdo con la definición antes expuesta, también «conviven» las mujeres maltratadas con sus maltratadores, los esclavos con sus amos, los carceleros con sus presos y hasta en muchos casos, el asesino con su víctima. A todos estos desfavorecidos es a los que hay que hablar de tolerancia. Ello me hace pensar en que en esas afirmaciones idílicas no hay sino mensajes interesados, al presumir de una convivencia pretérita, en gran parte desconocida por los que la pregonan, por esos que nos quieren vender algo no sé con que fin, porque veamos cómo vivían los cristianos en el Emirato Independiente de Córdoba. Veamos cómo «convivían»
El Emirato Independiente fue instaurado por Abderramán I el año 733, proclamándose libre de Bagdad capital en aquellos momentos de los abasíes, y dura hasta el 929 en que Abderramán III proclama a Córdoba capital del nuevo Califato. Los emires sucesivos a lo largo de estos casi 200 años son Abderramán I, Hisham I, Al-Hakam I, Abderramán II, Mohamed I, Almundir, Abd-Allah y Abderramán III.
El Islam en Al-Andalus se integró desde un principio dentro de la corriente sunni, una visión conservadora de esta religión, y la razón de este conservadurismo reside, esencialmente, en la gran distancia que separa a Andalucía del centro político del califato abasí por tierras iraquíes y sirias. De las cuatro escuelas consideradas ortodoxas (la hanafi, maliki, shafi'i, hanbali), tanto en Al-Andalus como en el noroeste de África, solo fue reconocida oficialmente la de Malik Ibn Anas, padre del malikismo. La fecha exacta de la introducción del malikismo se desconoce. Según al-Maqqari, fue durante el reinado de Al Hakam (796-821) cuando varios ilustres doctores empezaron a tomar las decisiones legales con arreglo a la doctrina de Malik. Los andalusíes acudían a Medina para estudiar con Malik ibn Anas, y los primeros decenios del siglo IX contemplaron, tanto en Al Andalus como en Ifriqiya, un gran impulso de la escuela malikí. Los expertos en esta doctrina eran numerosos en el arrabal de Córdoba en la época de la revuelta contra Al Hakam I. El más conocido de todos era Yahya ben Yahya al Layti de origen beréber, que había asistido en sus tiempos mozos a las clases de Malik. Este jugó un papel sustancial en la adopción, prácticamente oficial, de la doctrina malikí, y este hecho se cree que fue la causa que desencadenó las revueltas religiosas aparecidas en Córdoba al final del reinado de Abderramán II, y que motivaron el movimiento de insurrección que desembocó en los «mártires de Córdoba» del año 850. Se conoce un endurecimiento de la ortodoxia islámica emanada de la escuela maliquí en varios puntos del mundo musulmán en 849.
La doctrina de ésta escuela impulsada y comandada por Yahya ben Yahya, imponía la estricta observancia del Corán aboliendo las transigencias, que ahora llaman algunos «tolerancia». Aumentó las exigencias de tributos. Postergó los derechos personales. Por aquellos años inmediatos anteriores al 850, surgieron rumores de que un visionario, un tal Ibn Habib, había amenazado con que un descendiente de Mahoma daría muerte a todos los cristianos de Córdoba y comarcas vecinas, vendiendo luego como esclavos a mujeres y niños. Se crea un clima amenazador de muerte para los cristianos de Córdoba o mozárabes, si no se convierten. La multitud árabe se insurrecciona ante las manifestaciones del culto cristiano, sobre todo ante las bodas y los entierros públicos prohibidos por los «pactos de rendición» al consumarse la invasión. Hubo incluso proyectos de someter a los cristianos a circuncisión. Se respetan los lugares de culto cristiano pero se prohíbe su reconstrucción o rehabilitación.
Ante esta situación, surge la rebelión mozárabe del 850.
Perfecto, el presbítero de la parroquia de San Acisclo de Córdoba, es asaltado por los islamistas. Le preguntan qué opina de Cristo y de Mahoma. Expresa su opinión sobre Cristo y, educadamente, se abstiene de hablar sobre El Profeta. Les dice que si le dejan marchar en paz, les explicará lo que el Evangelio cuenta sobre Mahoma. Los árabes le mienten asegurándole que le dejarán ir, y él les dice que es un falso profeta y un aliado de Satanás, desatándose a continuación con un torrente de improperios sobre El Profeta al que tacha de adúltero y que «a todos os sumergió en un piélago de perenne lujuria», finalizó. Los árabes dejaron a Perfecto llegar hasta su iglesia. Días después fue encarcelado. En su prisión, el presbítero predijo la muerte, antes de un año, del eunuco Nasr, hombre de gran poder en el emirato, jefe del harén de Abderramán II e íntimo amigo de su concubina favorita Tarub. Poco después fue juzgado por el Cadí y condenado. En el Campo de la Verdad, al otro lado del Guadalquivir, fue decapitado.
Efectivamente. Nasr murió antes de un año. Confabulado con la concubina Tarub que ansiaba el trono para su hijo Abdallá, preparó un fuerte veneno para suministrárselo al Emir Abderramán II, ya mayor y enfermo (moriría 2 años después). Pero éste, avisado de las intenciones del eunuco, le obligó a bebérselo él y murió en su presencia.
Con la muerte de San Perfecto se inician los martirios de 11 mozárabes entre los días 3 y 25 de junio del 850, todos ellos eran del clero secular a excepción de un tal Sancho Albí.
En el 851 se produce una nueva oleada de mártires entre los que se encuentran las hermanas Nunila y Alodia, la monja Cutedara, la virgen Flora, y María, hermana del diácono Walaboso.
Aún se produce otra oleada más el 859 ya bajo el mandato del Emir Mohamed I, en que son martirizados San Eulogio el 11 de marzo, enterrado en la iglesia de San Zoilo, y Santa Leocricia, de origen musulmán, seguidora de San Eulogio y martirizada el 15 de marzo y arrojado su cuerpo al Guadalquivir, al igual que el de su maestro. En ambos casos los cristianos se metieron por la noche al río para recuperar sus cuerpos.
Cuando en el 852 asume el poder del Emirato Mohamed I, un hombre con fama de inteligente y justo y a la vez de tacaño, se produce una mayor presión fiscal. Se rebeló como seguidor de la política de su padre, no solo manteniendo el malikismo sino continuando con las aceifas, expediciones guerreras al comienzo del verano contra las marcas o fronteras cristianas. Resultó finalmente un enemigo consumado del Dios cristiano, cosa, por otra parte, lógica.
El mismo día que vistió la túnica púrpura, expulsó a los cristianos de su Alcázar declarándolos indignos de los oficios palaciegos. Posteriormente aumentó los tributos y dio el gobierno de la ciudad a personas que se habían distinguido precisamente por su odio a los politeístas (cristianos). Encarga la recaudación de los impuestos a cristianos renegados que, según las crónicas, ponen un celo excepcional en la persecución de los impagados entre sus anteriores correligionarios.
Como podemos observar, no era precisamente idílica la «convivencia» de los mozárabes en Córdoba. Efectivamente, vamos a admitir que se respetaba el culto cristiano pero bajo unas condiciones tales, que hasta, valga la paradoja, la libertad de pensamiento había de ser clandestina, y el camino más fácil era el que adoptaron en su mayoría los cordobeses, la apostasía.
La historia de Toledo es similar, incluso más compleja, y la situación responde a las mismas causas. El que manda impone sus leyes y los mandados las deben soportar (seguramente en esas circunstancias sería en las que habría que medir la tolerancia de que tanto se habla). Se da la circunstancia de que en Toledo permaneció un gran número de hispanos o mozárabes, y que el peso del dominio real árabe se hacía sentir menos que en Córdoba, capital al fin y al cabo del Emirato y posteriormente del Califato. A ello hay que añadir la complejidad que significó el elevado número de grupos de influencia o poder en la antigua capital visigoda. A moros y cristianos había que añadir a los judíos asentados en Toledo y la influencia negativa de un elevado número de beréberes, grupo étnico asentado en la meseta, de costumbres agrícolas y pastoriles, de mucha menor cultura que los omeyas, y que lejos de constituir una población sumisa a los dictados del Emirato, eran contestatarios que luchaban con demasiada frecuencia contra Córdoba. La presencia, así mismo, de un grupo muy numeroso de muladíes (cristianos convertidos al Islam), familia de los Banu Qasi de Zaragoza y de los Banu dhul Nun de Santaver, capital de la kura de Santabariya junto a Ercávica en Cañaveruelas. Por ello, es todo un rosario de revueltas las que se dan en la antigua capital del reino hispano, pasando el poder alternativamente de manos árabes a cristianas y de cristianas a árabes hasta que Alfonso VI la conquista definitivamente; pero que duda cabe de que hablar de «convivencia ejemplar» suena, cuando menos a sarcasmo.
Os voy a contar un ejemplo de esa insumisión de los beréberes, existentes en gran número en toda nuestra zona de la Cuenca del Guadiela, porque es bastante cercano a nosotros.
En el año 768, tiempos de Abderramán I, existió un tal Shagya ben Abd al Walid, de la tribu de los Mikuasa de Santaver (Cañaveruelas, a orillas del río Guadiela). Este individuo afirma que él es imán, descendiente directo del profeta Mahoma a través de su hija Fátima. Se rebela el año 768 y sus luchas no acaban hasta 9 años después, en 777. Durante estos años, todos los intentos de Abderramán I por someterlo fueron inútiles. Según las fuentes árabes, se hizo dueño de toda la accidentada región existente entre el Tajo y el Guadiana llegando a apoderarse de Medellín y Mérida. Tenía establecido su Cuartel General en Sopetrán, cerca de Hita en Guadalajara y dicen las crónicas que en las expediciones del Emir para capturarlo, él se internaba en un macizo montañoso prácticamente inaccesible y cuando se iban él salía para continuar con su rapiña. Quiero pensar que ese «macizo inaccesible» pudiera ser nuestra zona de hoces con Tragavivos, Alonjero, Beteta y Somera, algunas de ellas casi inaccesibles aún hoy en día. Abderramán I acabó con él el 777 tras sobornar a otro beréber, Abu Zahal, y Sahiya fue asesinado en Castejón por dos de sus partidarios. Al final y como en el caso de Viriato, el recurso a la traición solucionó un problema con el que no pudo un ejército.
En tiempos de Abderramán II, un tal Abenmassarra de Santaver, también se rebela como profeta dando una nueva interpretación del Corán, prohibiendo, entre otras cosas, cortarse el pelo y las uñas. Fue muerto y crucificado el año 851.
Como ejemplo de cómo «convivían» los árabes cuando estaban bajo el poder cristiano, basta con revisar por encima algo también relativamente cercano a nosotros, el Fuero de Cuenca otorgado por Alfonso VIII, que sirvió de modelo a otros varios de la misma época. En su articulado se puede ver como una misma falta cometida por un cristiano un musulmán o un judío, es castigada con la «prueba del fuego» en el caso del islamista, y con multa o juramento favorable de varios vecinos para la remisión de la falta, en el caso del cristiano.
La «prueba del fuego» con que a veces se castigaba, era una ordalía que se realizaba para averiguar la culpabilidad o inocencia del acusado. Consistía en andar nueve pasos con un hierro candente en las manos para, al final, depositarlo suavemente en el suelo. Dicho hierro tenía cuatro pies de largo, un palmo de ancho y dos dedos de alto. Bendecido por un sacerdote, entre éste y el juez calentaban el hierro hasta el rojo vivo, y una vez así, el reo, con las manos lavadas para purificarlas previamente, debía cogerlo y andar los nueve pasos. Si el acusado superaba la prueba no era condenado.
¿Y a que se debe esa dificultad en asimilarse en la alta Edad Media, entre musulmanes y cristianos? Yo creo que las raíces hay que buscarlas en algunos de los pilares básicos de ambas religiones y tan importante o más en la forma de vivirlas o de interpretarlas.
Veamos lo que dice Ibn Hazm (m 1063), siglo XI, considerado el teólogo más importante al-Andalus. Ibn Hazm defendió las tesis de que el Corán y las Tradiciones son la única base de la Ley (es como si dijéramos que la base de nuestras leyes debe ser la Biblia o los Evangelios) y deben interpretarse solamente conforme a las estructuras léxicas y gramaticales y, por consecuencia, los métodos empleados por las demás escuelas legales, tales cómo la opinión personal, la analogía, la preferencia y la aceptación de la autoridad, no hallan lugar en su sistema, ya que constituyen una afrenta a la sabiduría divina.
Esta actitud inflexible se encuentra en bastantes escritos suyos. En su obra Sectas y Confesiones, demuestra no solo la superioridad del Islam sobre las demás religiones, sino la de su ortodoxia personal sobre las restantes escuelas y sectas musulmanas. Es decir, estamos ante quien se considera el poseedor de la única verdad, o mejor, de la verdad única.
Según Ibn Hazm, la mente inculta solo necesita de la fe para entender la verdad del Islam, y esta fe, inspirada por la gracia divina, es tan fuerte que no necesita reforzarse, ni siquiera con el estudio de la lógica. Esto ayuda al individuo a rechazar conceptos falsos. El critica a los que se dedican al estudio de las ciencias naturales pretendiendo que todo lo saben y abandonando las disciplinas religiosas.
Es evidente que, desde el siglo XXI y desde nuestra cultura occidental, se rechaza esta filosofía que formaba parte de las corrientes islámicas en la Alta Edad Media, pero lo preocupante hoy día es el hecho de que mientras en Occidente, la religión está pasando cada vez más al ámbito de lo personal, y no se nos ocurre a la mayoría pensar en la superioridad de la nuestra sobre ninguna otra, en casi todo el mundo islámico siguen creyendo ciegamente en la superioridad de la suya, en el convencimiento de que todos los demás, no solo estamos equivocados, sino que estamos condenados al infierno por herejes y que somos sus enemigos. En cualquier caso, lo cierto y notorio es que tras los 781 años en que los árabes dominaron alguna parte de la península, no se llegó a conseguir, ni siquiera por imposición, la aceptación de las respectivas creencias, y la causa o las causas, que yo soy absolutamente incapaz de sintetizar, las tengo que buscar en contrastes entre posiciones a mi juicio radicalmente opuestas entre ambas culturas.
Voy a poner un ejemplo: Abderramán II gobierna desde 822 hasta el 852. Tiene un harén con más de 50 concubinas, entre ellas, la susodicha Tarub, Muammara, Al-Sifa, que amamantó a su sucesor Mohamed I y a Al Mutarrif, Faur y las llamadas 3 medinesas, Fadl, Alam y Ralam, esta última española, vascona por más señas. Con todas ellas tuvo 87 hijos, 45 varones y 42 hembras. Evidentemente ni el malikismo ni ninguna otra de las escuelas coránicas condenaba la poligamia, como es evidente que desde la cultura cristiana esto era inaceptable. En este hecho se encuentra parte de la explicación del rechazo cristiano a la religión islámica, y también la de las sucesivas decadencias de las árabes en al Andalus.
Cuando Abderramán II nacido en Toledo en el 792, en el año 850, ya enfermo, se ve obligado a decidir cual ha de ser su sucesor, las conspiraciones cortesanas estaban a la orden del día. Su concubina favorita Tarub, a la que hemos hecho referencia anteriormente, estaba enfadada con él y, cuentan las crónicas, que el Emir hizo levantar ante la puerta de su dormitorio un muro hecho con sacos de monedas de oro que se derramaron a los pies de la concubina al abrirla. Ella misma organizó la primera conspiración pretendiendo que fuera su hijo Abdallá, un joven al parecer de carácter débil y vicioso, el sucesor del Emir. Pero fue el astuto Mohamed quien disfrazado con los vestidos de la nieta favorita de Abderramán II, entro en su aposento la noche de antes de su muerte y consiguió ser nombrado Emir, cuestión que Abderramán confirmó horas antes de morir a sus eunucos.
Si en las Cortes de Occidente se hacía difícil el buen gobierno por las intrigas palaciegas que hicieran escribir siglos más tarde al capitán Fernández de Andrada aquello de «Fabio, las esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas», qué no sería en los palacios de los omeyas donde Abderramán II tuvo 87 hijos, y su hijo Mohamed I, 66.
Alguna fuente apócrifa, cuenta que cuando el presbítero toledano Dulcidio, mozárabe experto en historia de los árabes, viajó por primera vez a Oviedo y fue recibido por Muniadona, esposa de Ordoño II, le contó a ésta el número de hijos, tanto de Abderramán cómo de Mohamed, esta le preguntó asombrada: «¿Y es posible que cuando sea mayor se acuerde del nombre de todos?» y otras de un mayor calado: «¿Dulcidio, creéis que esos hijos tenidos con más de 50 concubinas pueden ser fruto del amor?» «¿Creéis que se puede amar a tantas mujeres y a tantos hijos? ¿Creéis que eso puede ser una familia».
Efectivamente, este es uno de los puntos de choque entre la filosofía cristiana y la árabe de la época. La mujer ocupaba un más que evidente tercer plano en la vida de Al Andalus, si hemos de aceptar irremediablemente que en la parte cristiana ocupaba un segundo.
Esta es únicamente una cuestión que se me ocurre como irreconciliable entre ambas culturas, no obstante es indudable que confirmada la imposibilidad de fusión completa entre ellas, si se produjo un marcado mestizaje entre ambas civilizaciones, que no es lo mismo que culturas, y su población.
El pueblo, con frecuencia muy sabio, ha sabido siempre distinguir entre lo bueno y lo malo, y qué duda cabe de que la civilización, y hasta cierto punto la cultura árabes trajeron consigo muchas cosas buenas y otras no tan buenas, cómo pasa siempre. El pueblo se apropió, cómo era lógico, de todo aquello que podía mejorar su desarrollo, tanto en la vida civil como en la política. Alcaldes o acequias, alajú o alcazabas, por poner algún ejemplo, fueron incorporados de forma natural a nuestro acervo, y con ellos se enriqueció el idioma y las costumbres, se diversificó la música y la danza o nuestro patrimonio arquitectónico, incluso asimilamos avances en disciplinas como las matemáticas, la medicina, la literatura o la agricultura. No solo no hemos renunciado a ello sino que lo exhibimos o debemos exhibirlo con orgullo conscientes de la tremenda riqueza que representan.
Creo que con estas pinceladas ya hemos dado una idea general de cómo «convivían» en al Andalus los cristianos con los árabes, y encaja perfectamente con la reacción social que acompañó a esta realidad, las sucesivas migraciones masivas de cristianos, llamados mozárabes, hacia el norte, en una huida ante una presión que se hacía insoportable desde muchos puntos de vista, pero aún más desde el religioso, personal o cultural, pues no debemos olvidar que por entonces cultura y religión venían a ser casi la misma cosa.
¿Y cómo se vivía en tierras cristianas por aquellos años?. Partiendo de la base de que la Alta Edad Media es muy parca en documentación y mucho más en las tierras españolas que en Al Andalus, vamos a dar una ligera idea del comercio interior.
El intercambio prima porque apenas se acuña moneda. La unidad monetaria es el «sueldo». Las multas se pagan con cabezas de ganado, paños, cibaria (palabra latina para víveres o alimentos), caballos, &c.
La medida para el grano es el «médium», la «media» que hemos conocido hasta hace muy poco, y sus divisores eran el «cuartarius» y el «sextarius».
La medida de superficie era el «modio» estimada como la capacidad de sembradura de un hombre en un año. Con respecto a las viñas se establecía en la capacidad de cavar un terreno por un hombre y en un año.
Un caballo equivalía a 4 sueldos. Un buey a 14 sueldos.
Las monedas anteriores a la invasión árabe eran los tremises aúreos que desaparecen poco a poco. En tierras dominadas eran los dirhemes de plata.
Existen monedas procedentes de la Francia carolingia, llamadas «franciscos», del mismo modo se llamaba a objetos de valor de la misma procedencia mientras se llamaba «spaniscos» a los de España «greciscos» a los de Grecia y «doxtivie» a los procedentes de Doxtova (Persia).
500 sueldos equivalían a 3 paunos greciscos o romesinos (de Roma).
Un «plumatio» (colchón) valía 1 sueldo. Un carro tres sueldos y un almud de cebada un sueldo.
Esto no es más que un pequeño apunte de algunos elementos reguladores de la vida civil, en aquello que tenía que ver con el comercio. Vamos a ver cual fue la reacción del mundo cristiano en la Península ante la, tan llorada históricamente, «perdición de Hispania». Intentaremos ilustrar un poco porqué se produjo y sus consecuencias.
Hispania era una provincia de Roma que a la llegada de los visigodos se encontraba totalmente asimilada por la cultura latina. El nuevo invasor, mucho menos culto que el invadido, impuso por la fuerza sus nuevas formas de gobierno basada en la monarquía. El pueblo romano y a la había disfrutado o padecido y renunció a ella instaurando la república, como sistema en que accedía al poder aquel que más simpatía tenía por parte del pueblo, lo que no era ajeno al buen funcionamiento de la sociedad. Entre los visigodos, accedía al trono aquel que más poder tenía a la muerte del Monarca, por lo que no era necesariamente su hijo. Esto convertía la Corona en un ansiado «objeto de deseo» ante el que los poderosos no vacilaban a la hora de asfixiar con impuestos a sus súbditos, porque, a la postre, era el poder económico el que decidía quien era el más fuerte. Las sucesivas intrigas para acceder al reinado, hacían que los reyes fueran a menudo muertos por envenenamiento o violencia. Nos da una idea de la poca duración de los reinados, el hecho de que desde el 601 en que murió Recaredo en Toledo, hasta el 711 son 17 los reyes godos reinantes, lo que hace una media de poco más de 6 años por rey a pesar de que Recesvinto lo hizo durante 19 años. Una oligarquía nefasta (poder repartido entre pocos y casi siempre de la misma familia) se aferró con uñas y dientes al poder (sigue pasando en demasiadas partes de España) mientras abusaba de la población civil con impuestos y prebendas. En estas circunstancias no era extraño que surgieran las traiciones entre los distintos oligarcas y, aún más importante, que al pueblo llano no le importara quien lo mandara con tal que pudiera librarse de la opresión del sistema que soportaban. Así llegó la llamada traición de Conde Don Julián o del obispo Don Opas, de la familia del Rey anterior Witiza, y que prefirieron ver a Hispania, antes en manos del enemigo desconocido (los árabes), que del conocido, Don Rodrigo. Aquellos traidores fueron capaces de destruir Hispania antes que ver en el poder a los que, empleando el mismo sistema que a ellos les llevó al trono, habían conseguido arrebatárselo. Hago un inciso para expresar mi deseo fervientemente de que este hecho nefasto no se repita en nuestros tiempos de ahora, para no dar razón al dicho de que, «la historia, la mala añadiría yo, está condenada a repetirse».
En la monarquía visigoda, la justicia social no era su objetivo, lo era el poder. Únicamente la Iglesia, muy cercana al pueblo llano, conseguía escaparse de aquel «rodillo» y para ello intentaron por todos los medios controlarla, tener unas buenas relaciones con ella, estableciendo un acuerdo tácito de «no agresión», pues ya habían tenido como experiencia que era el único poder capaz de atentar contra sus objetivos, como ya se vio con las rebeliones de Hermenegildo contra su padre Leovigildo. La solución la dio la conversión del monarca, a última hora al catolicismo, y el triunfo de éste sobre el arrianismo. Triunfo consagrado por su hijo Recaredo en el III Concilio de Toledo. En el fondo y las formas había sido la iglesia la única institución que ejerciera las principales tareas que tenían que ver con la justicia social dentro de aquella Hispania.
Esa tarea social de la iglesia encuentra su mejor exponente en los monasterios.
Fundados generalmente al amparo de algún benefactor rico, se constituyen no solo en centros religiosos sino también en lugares de explotación industrial y agrícola; transforman los páramos, crean granjas, regulan la distribución de la riqueza, sirven de asilo, protegen a las muchedumbres que viven a su sombra, y en momentos de carestía abren sus graneros para socorrer menesteres, en una estrategia que hunde sus raíces en las tiempos de José, el hijo de Jacob en su estancia en Egipto. La Biblia nos habla de las vacas gordas y las vacas flacas, de los siete años de abundancia y los otros siete de escasez y cómo hay que guardar en los primeros para repartir en los segundos.
Al frente del monasterio estaba un abad, prior o prepósito, que se encargaba de repartir el trabajo entre los monjes, mandar sobre los siervos y sus familiares, administrar justicia y bienes o disponer los momentos idóneos para la siembra, el arreglo de viñas, las formas de pastoreo o la construcción de edificios.
Otra figura importante en esa tarea social es el celario, encargado de servir las mesas, guardar las sobras para los pobres, inspeccionar los talleres, gallineros, palomares, lagos, cotos de pesca, o colmenas.
Se dan trabajos como los de hortelano, hornero, zapatero, colmenero, tejedor, batanero, sastre, herrero, &c.
En sus comidas abundan las hortalizas y legumbres, la miel, el queso, las frutas y los frutos secos, avellanas y nueces. Las aves y peces se comen en las fiestas y el vino para todos únicamente en las grandes ocasiones. Se rigen, según su antigüedad o procedencia, por la Reglas de San Agustín (agustinos) o por la de San Benito (benedictinos); regla, esta última, en la que figuran de forma tan clara las obligaciones y competencias de las distintas clases de monjes y sus actividades que, se afirma, fueron una de las bases en que se inspiró la redacción de la constitución americana.
Su tarea cultural se conformó como auténtico cordón umbilical entre la antigüedad clásica y nuestros días, destacando por su celo en la conservación de los textos antiguos.
Allá por el siglo VI destacó en estos menesteres el monasterio de Dumio, en Galicia (hoy Portugal), fundado por San Martín de Braga, de tradición monástica oriental y en el que se andaban traduciendo obras latinas como «Las sentencias de los padres de Egipto» o «Las palabras de los ancianos del desierto», siendo uno de los más importantes de la Península. Es muy probable que otro de estos focos lo constituyese el monasterio Servitano en el que se seguía la regla de los Agustinos. Ubicado junto a Ercávica (Cañeveruelas), a juzgar por los datos que tenemos de San Ildefonso en su De Viris Ilustribus, donde afirma que San Donato El Africano, su fundador, llegó a las costas de Levante procedente de África con 74 monjes y una gran biblioteca. Ese detalle de traer consigo esa «gran biblioteca», habla muy a las claras de la intención de proseguir en Hispania con la tarea de copiar y traducir las obras del griego y el latín, de Tertuliano y Cipriano, de Boecio y Casiodoro, de los clásicos griegos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, las obras en griego de Justiniano, de Orígenes, o de los Padres de la Iglesia, Clemente de Alejandría, Juan Nacianceno, Juan Crisóstomo y Gregorio Niceno, o las de San Agustín y San León Magno escritas en latín, con lo que es muy probable que el Monasterio Servitano fuese, desde su fundación, otro de los focos de irradiación de cultura y saber más importante de Hispania.
Intento remarcar toda esta información sobre la iglesia para que quede constancia de que, a lo largo de nuestra historia, no ha sido únicamente la actividad del culto religioso la que ha desarrollado, sino qué ha jugado un papel importantísimo en tareas sociales, muchas veces sustituyendo al poder civil, que han tenido que ver con la dignidad del hombre. Como, a la vista de la actividad de los monasterios, estos se constituían en auténticas células organizadoras de una sociedad racional, con distribución de oficios, regulación de la economía, implantación de normas para el desarrollo &c. Una tarea social en la que fue pionera. Y lo digo para que, al margen de las libres creencias de cada uno, se respete, si no sus preceptos religiosos, al menos si su tarea social y cultural secular de la que todos, querámoslo o no, somos herederos. En una palabra, somos libres de creer en la religión que queramos, pero podemos ser muy injustos si no reconocemos ni valoramos una tarea que ha sido uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura.
Todo este mundo monacal se vino al traste con la invasión árabe mientras seguía floreciendo en todo el resto del Mediterráneo, libre de la ocupación y la lucha contra los sarracenos.
Esbozados sucintamente, hemos intentado exponer el funcionamiento de algunos de los fundamentos de la vida en aquellos tiempos. El choque de ambas culturas empezó a producirse con la llegada de los árabes y vamos a analizar, también por encima, los efectos de aquel choque brutal.
Entre los años 700 al 900, asistimos en Occidente a lo que podríamos denominar el nacimiento de las «naciones» entre comillas, tal como lo entiende el sentir popular, sin entrar en si eran étnicas o políticas, y partiendo de la base aceptada de que su nacimiento en el sentido culto se produce con la Revolución Francesa. Si es cierto que empieza a tomar cuerpo la realidad de Francia, Inglaterra o España. Obsérvese que si Francia tomó su nombre de su pueblo invasor, los francos, España debería haberse llamado Gotia en virtud de que fueron los godos nuestros invasores, sin embargo, tanto en el interior como en todo Occidente se le llamó España, en una clara continuidad del nombre que propagara la tradición romana.
Con las invasiones bárbaras y la consiguiente caída del Imperio Romano de Occidente, surgieron las monarquías, pero la organización de esos reinos o «naciones», insisto que entendida en el sentido popular de la palabra, se empiezan a consolidar entre los años apuntados. Francia, Inglaterra o España, son proyectos cuya consolidación definitiva se consigue antes en el caso de las dos primeras que en el nuestro. La razón es simple. En el caso de las otras dos, la lucha por el poder se dirime exclusivamente entre los poderosos de un reino sujeto a una misma religión y cultura. En el de España, a esta lucha hay que añadir la que se libra contra el enemigo común, los islamistas y el Islam.
En ese proceso se abren camino las lenguas respectivas, abandonando el latín. Empiezan a tomar cuerpo el francés y el inglés. El español, pasando en su evolución por el romance, tarda bastante más en cristalizar debido precisamente a ese mestizaje obligatorio que nace de la convivencia con una lengua árabe y las influencias europeas que llegan a los distintos reinos de España a través de Francia y de manera singular por el Camino de Santiago.
En España se estaba produciendo una, llamémosle, reencarnación, un «volver a nacer». De todas las influencias, primero de los bárbaros y después de los árabes, debíamos brotar nuevos. Éramos herederos de las costumbres romanas y sobre ellas empezó a tomar cuerpo Hispania. Los visigodos y los suevos primero y luego los árabes trajeron un nuevo semen a esta tierra, del que, qué duda cabe, brotaría la patria nueva, la... llamémosle... «nación» nueva. Pero para ello era fundamental la victoria de una cultura sobre la otra. Si nosotros no conseguíamos imponer nuestra fe... no sería Hispania, sería otra cosa... Tal vez Al-Andalus para siempre.
¡Había que explicarle el nuevo proyecto al pueblo y que éste lo asumiera como propio! Para ello era necesario tomar conciencia de la lucha que se entablaba con el fin de que se diera en condiciones de igualdad, las mismas armas y las mismas oportunidades. Aquella lucha era de culturas, lo mismo que decir de religiones. Religión contra religión. Jesús contra Mahoma. Hispania contra el imperio del Islam. Nos ganaban en número porque no nos uníamos, y también en fe. Era cierto que a ellos les prometían un paraíso regado con leche y miel, en el que setenta y dos doncellas esperaban a los que morían en la lucha, y nosotros no ofrecíamos nada... pero, en el nuevo proyecto se empezó a ofrecer. Ya había llegado el apóstol Santiago en una barca de piedra hasta Iria Flavia, y las vírgenes y los santos se aparecían por doquier. El Mismísimo Santiago luchó contra el infiel a lomos de su caballo blanco. Pero no fue leche, ni miel, ni doncellas, lo que al cristiano se le ofrecía, no eran cosas materiales sino consuelo al espíritu. En nuestro credo, en vida nos hacíamos acreedores al perdón, y se alcanzaba con los méritos contraídos, no a cambio de la muerte porque la vida era lo más sagrado que teníamos. El Dios cristiano no era un mercader. ¿Un premio a cambio de tu vida...? ¡La propia vida era el premio que Cristo daba al cristiano! ¡La propia vida y el albedrío propio para conducirla!
Con esas bases se acometió el proyecto de la Nueva Hispania, España, que debería ser más que la tierra donde se asientan los hombres, una idea común... más los que creen en ella. Debería ser una forma de pensar, una manera de hacer, una filosofía. Debería ser... sería, el ánima de un pueblo, e Iberia sería el cuerpo... Iberia y cualquiera otra tierra en que sus hombres se condujeran con los mismos principios. Ser hispano habría de depender más de una conducta que de la causalidad del nacimiento. Esa fue la enseñanza que recibimos de Roma y la que nosotros debíamos transmitir. Cuando los romanos llegaron no vinieron tan solo a llevarse lo nuestro, el oro de las Médulas, la plata galaica o el hierro de Cartago Nova, nos dejaron calzadas y nos enseñaron a hacerlas, nos dejaron su lengua, sus leyes y su organización, nos enseñaron, y nosotros aprendimos, su forma de pensar, hasta tal punto que éramos romanos. Hispano-romanos sí, pero romanos con el mismo derecho que ellos. Eso mismo se esperaba que llegásemos a ser. ¡Exactamente eso! En el fondo nos estábamos erigiendo como los continuadores más fieles de la cultura romana.
Hacía ya siglos que el Occidente romano amaneció... mejor dicho, anocheció preñado por los bárbaros. Los suevos y los godos, vándalos y ostrogodos, los alanos, los francos y los hunos y aquí los visigodos, regaron su ignorancia y sus costumbres por el mundo cristiano, y ese Occidente, preñado con el semen del bárbaro, nos fue pariendo otro, poco a poco, ya con rastros sajones pero mediterráneo, latino al fin y al cabo. Pero es que aquí fue doble la preñez. Casi sin parir aquella nueva Hispania fecundada por el visigodo, casi sin acabar de gestarse el nuevo cuerpo, nos llegaron los árabes, los musulmanes, con semen nuevo que volvió a sumergirnos de nuevo en la caverna, en un nuevo líquido amniótico, en una nueva oscuridad, para tener que hacernos otra vez, para tener que volver a nacer. Ya lo estábamos haciendo. Ya no hablábamos latín sino romance y era nueva la manera de hacernos nuestras casas y nuestros templos, nueva la forma de vestir, nuevas nuestras costumbres, nuestras formas, nuevas leyes, y también nueva la manera de vivir nuestra religión porque empezaba a ser de todos, constituyéndose en el arma que habríamos de empuñar durante muchos, quizás demasiados, siglos. Pero en el caso de que efectivamente fueran demasiados, no debemos olvidar en justicia de que fue el arma que nos condujo al éxito de ser España y no Al Andalus o Sefarad, y por eso se llevó a América y seguramente por eso somos más papistas que el Papa y tal vez hemos consumado algunos agravios históricos, como todo el mundo. Pero si la justicia se representa con una balanza, hay que poner cosas en los dos platillos, no en uno solo porque seríamos deshonestos.
Bueno… y estoy llegando al fin de mis reflexiones y no os he dicho prácticamente nada de Sefarad. Hay para ello una explicación contundente. Es que sé mucho menos de ellos. Evidentemente formaban un colectivo muy amplio dentro de la población hispana, pero asentados, como ha pasado siempre, dentro de los núcleos económicos más fuertes, fundamentalmente Córdoba y Toledo. Nunca formaron parte del poder político, pero si ostentaban una buena del económico. Lo que si es cierto es que formaban una minoría que con los siglos se ha revelado como imposible de integrar en cualquier cultura, pues estén donde estén, sea en España, Rusia, Alemania, Argentina o Estados Unidos, siguen siendo judíos antes que españoles, rusos o argentinos. Nunca se rebelaban contra el jefe, en todo caso conspiraron o apoyaron económicamente a los conspiradores, pero dejándolos tranquilos en su comercio, no luchaban descaradamente contra el poder, como no lucha la rémora ni el parásito contra quien les proporciona su sustento. Ellos jamás hicieron patria porque no era la suya, y aún, tras su última expulsión en tiempos de Felipe III, siguen considerando que España es Sefarad, en una clarísima muestra de que su cultura, ni era la nuestra, ni tenían el menor interés porque lo fuera. Podemos concluir que si en lugar de haberse impuesto la cultura cristiana hubiera sido la árabe, a estas horas viviríamos en Al Andalus, seríamos andalusíes y rezaríamos cinco veces al día mirando hacia La Meca; y si hubiese sido la judía, viviríamos en Sefarad, seríamos sefardíes o sefarditas y estaríamos aún más bajo la órbita de Estados Unidos y más en el punto de mira de cualquier «jihad» islámica. Por mi parte estoy satisfecho de que, por ahora, yo viva en España y sea, gracias a Dios, español. Y digo gracias a Dios porque yo también tengo mi Dios, pero no se lo presento a nadie para no dar la oportunidad de que me ofendan.
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