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AQUÍ HUELE A “MAISTRO”


Concurso de prosa (cuentos cortos) que cada año organiza la
Diputación Provincial de Cuenca para personas mayores.
Segundo Premio
Por JOSE LUIS GARCIA MARTÍNEZ


 AQUÍ HUELE A “MAISTRO”

Hoy, día de todos los Santos, un año más, hombres reunidos de la tercera edad, como todos los años desde que él murió, honran su memoria, visitan el camposanto y le ofrecen flores.
         A quienes no lo conocieron, ni convivieron con él, la anécdota que a continuación se relata, les puede resultar insustancial e inverosímil, pero para José Mari o para cualquier hombre del grupo, el hecho ocurrido de aquel lejano día, siempre será motivo de nostalgia y de memoria.
         Estos mayores recuerdan que cierto domingo de verano (cincuenta años hace), siendo mozalbetes, se encontraban reunidos hablando de sus cosas. Por aquel entonces, pocos vehículos circulaban por el pueblo. Por eso les llamó la atención el ruido de un motor que se acercaba y vieron a través del cristal de una ventana, cómo un coche paraba frente a la casa donde estaban. Al punto repararon que de aquel automóvil, bajaba un hombre por ellos respetado.
Aprovechando sus vacaciones, la melancolía y evocación le hacían regresar al pueblo en donde tanto tiempo vivió. ¡Nada menos que treinta y ocho años impartiendo magisterio! Y es que él estaba al corriente que en aquella casa podría encontrarlos, que en aquel lugar compartían tertulia, que para su esparcimiento, allí se reunían sus postreros alumnos. Este era el único motivo que hacía volver al maestro al pueblo, en donde tanto tiempo había impartido su instrucción y saber.
         Como se apunta, este grupo de muchachos era la última generación a la que él había enseñado y, en aquel instante (qué casualidad), recordaban acometimientos escolares, hablaban del maestro que los había educado y del que tantas cosas habían aprendido. Tenían del preceptor el mejor recuerdo y ya mocitos, conversaban de su excelencia de pedagogo y se congratulaban de haber sido instruidos por él.
Los jóvenes, se sintieron alegres de poder ver nuevamente al hombre del cual hablaban y del que hasta no hacía mucho tiempo, había sido su maestro.
         Aquel experto, recalado de sitio lejano, había ejercido su profesión educando a varias generaciones y siempre se sintió como si fuera oriundo de la villa. Por tanto, no sería aventurado afirmar que si no hubiera enviudado, en el pueblo se hubiera jubilado.
         Es el caso que contrajo nuevas nupcias con mujer capitalina, pidió su traslado a Madrid en donde ahora ejercía la enseñanza, y ya hacía cinco o seis años que se había marchado del lugar.
         Enseguida entró en la casa y abrazó con gozos a los que en un próximo pasado fueron sus alumnos.
         Surgió un diálogo animado y se estableció una comunión muy entrañable. En aquel momento él no actuaba de maestro, quiso ser uno más, deseó compartir charla y cigarrillo con los mozalbetes. ¡Qué extraño para ellos!, ¡qué sensación poder fumar delante del maestro!  El diálogo era prolijo, pero un tanto aturullado, pues todos querían intervenir al mismo tiempo, dábanle la bienvenida y le mostraban su afecto.
         Profesor y antiguos alumnos recordaron tiempos pasados y platicaban de mil cosas, cuando por la misma ventana por la que habían visto la llegada del maestro, repararon cómo José Mari se acercaba.
         El maestro quiso sorprender a este muchacho. Trazó con el índice un signo en sus labios indicativo de silencio, pidió complicidad a los allí reunidos y, sin decir nada, traspasó el umbral de una puerta y se escondió en aposento contiguo al que el grupo se encontraba.
         José Mari entró correteando y se unió al conjunto de chavales.
         Apenas llegado, adoptó una formalidad impropia, estiró el cuerpo y olfateó el aire. Al momento, excitado, con certidumbre, exclamó:
         -¡Aquí huele a “maistro”!
         Dijo “maistro” y no maestro, pues de esta forma coloquial (no era desdoro), antes, siendo sus alumnos, así solían nombrarlo aquellos jóvenes, cuando él estaba ausente.
         Los demás se miraron extrañados, pues nadie que no fueran ellos conocía su llegada y por tanto, el recién entrado, no podía saber que allí estaba su maestro. ¿Es que el amigo Jose Mari tenía poderes adivinatorios?
         Un hombre jubiloso salió del cuarto donde se escondía, se fundió en un fuerte abrazo con José Mari y, emocionado, no pudo evitar que unas cuantas lágrimas mojaran sus mejillas.
         Los muchachos quedaron sorprendidos, pues siempre lo conocieron  fuerte y seguro, y nunca imaginaron que un día verían llorar a su maestro. Fue emotivo aquel instante y a menudo recuerdan este pasaje de sus vidas, glosando lo ocurrido.
Jose Mari, en el espacio de los años, explicaría muchas veces el porqué de su augurio. Lo había reconocido por el aroma, supo por el olor que allí estaba o había estado su maestro.
Por lo expuesto, como se dice al principio, un año más, honrando su memoria, al pie de su sarcófago, terminado de rezar un Padrenuestro, los reunidos, hoy ya septuagenarios le dicen una vez más a Jose Mari que no fue demasiado mérito su sentido adivinatorio, pues cualquiera de ellos, también hubiera sido capaz de olfatear (nunca mejor dicho), la presencia del maestro.
         Y es que esta persona, a la que tanto quisieron y admiraron, olía de forma diferente: su olor, era arcano e inefable. Era un olor fresco y limpio, pero a la vez fuerte y penetrante, un olor incomparable e inequívoco, aunque al mismo tiempo indescifrable y por tanto difícil de expresar.
         Si fuera necesario hacer un esfuerzo y concretarlo, cabría decir que tal vez oliera a escuela, a pupitre y encerado, o también quizá, a ilustración y a enseñanza.
Velando su sepulcro, algunos de este grupo de longevos dicen que olía a pedagogo, a preceptor o guía, pero otros compañeros, refrendando lo dicho, expresan que era mucho más; que olía a esencia de doctrina, a  buen saber y a disciplina.
         Después, el conjunto de mayores ponen orden a sus ideas, dejan de perderse en conceptos revueltos, despejan la incógnita de qué es a lo que olía y todos ratifican que, aquel instructor por ellos apreciado, estrictamente olía a magisterio.
         Pero al final, ahondando en el asunto, para dejar más claro el argumento, estas personas confirman rotundamente que hay que dejarse de adjetivar, que no hay que divagar, que el mejor maestro del mundo que ahora descansaba en aquel mausoleo, en vida, simplemente olía a don Vicente.
Ya fuera del cementerio, los maduros hombres, otrora hornada de colegiales que habían visitado la tumba de su profesor, desde la puerta, con inmensa devoción, dicen al unísono:
         -Adiós don Vicente, adiós “maistro”, jamás le olvidaremos, le traeremos más flores el año que viene.

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