Para mi amigo conquense Arturo Culebras Mayordomo
Ricardo Hernández Megías. 31 diciembre 2011
Hoy es fin de año y yo debería estar disfrutando la noche desde ese magnífico lugar que es el pueblo de Priego (Cuenca), donde desde hace 15 años tengo una casita para ahuyentar las soledades y huir del agobio de la gran capital madrileña. El trayecto es corto: unos cientos cincuenta kilómetros que hago con ilusión, siempre nueva y renovada; una vez que alcanzo a salir de Guadalajara, rodeado por polígonos industriales y aglomeración automovilística, me encuentro con el verdadero motivo de mi viaje. Ahora la carretera transita por unos parajes verdaderamente hermosos de la comarca de la Alcarria donde se dan cita las suaves lomas cubiertas de lo que en otros tiempos fueron espesos bosques mediterráneos, a la par que los claros producidos por el hombre han sido aprovechados para la siembra de cereales y de pipa de girasol con destino a producir aceite. Hoy no es tierra de calidad y abundan las margas, las calizas y los yesos, aunque en tiempos de los romanos la zona fuera muy mimada y cotizada por éstos, como los demuestran las importantes ciudades de Ercávica, construida en lo alto del monte llamado Cañaveruelas, junto al margen del río Guadiela, Segóbriga, que alza su impresionante conjunto monumental en el cerro de Cabeza del Griego, junto al pueblo de Saelices y cercana al río Cigüela, así como innumerables mansiones romanas en el valle que forman los ríos Escabas y Guadiela, que desgraciadamente han sido saqueadas y destruidas a lo largo del tiempo, pero que nos han dejado suficientes huellas como para poder nosotros saber de su importancia en otros tiempos pretéritos.
Con los años la carretera ha ido modificando su recorrido en consonancia con los nuevos tiempos y las nuevas exigencias de la densidad de tráfico, alejándola de ciudades tan importantes como Tendilla o, incluso más alejada, la bella y monumental ciudad de Pastrana, tan ligada a la figura del rey Felipe II, pero sobre todo a dos figuras de mujer: Santa Teresa y la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza de la Cerda, desterrada y muerta en dicha ciudad.
Dos ríos importantes atravesamos en nuestra primera parte del camino: el Tajuña, afluente del Jarama y por lo tanto subafluente del Tajo, domesticado por el hombre en el pantano de La Tejera y el "padre" Tajo, por cuya cabecera del pantano de Entrepeñas, junto al pueblo de Sacedón, tenemos que atravesar para seguir nuestra ruta. Este enorme pantano, junto con los de Buendía, Bolarque, Zorita, Almoguera y Estremera forman lo que se ha dado en llamar el Mar de Castilla., y lugar desde donde con una política equivocada se realiza el trasvase Tajo-Segura, que nada resuelven sus aguas en su destino y sí empobrecen a una región como la castellano manchega tan necesitada de una agricultura apoyada en sus grandes recursos acuíferos. Yo soy partidario de la solidaridad entre regiones ¡claro que lo soy! pero de lo que no soy partidario son de las políticas oportunistas que favorecen a unos pueblos en contra de los intereses de otros. Si hay que ayudar, que se haga una ley de aguas donde bajo control estatal y de manera racional, un bien tan escaso y tan necesario llegue a todas partes. Pero claro, la naturaleza ha dado a cada región unas características especiales y no puede ser que el Levante se enriquezca con un tesoro como lo es el agua de las sierras alcarreñas que no les pertenece. Si la quieren, que la paguen, como nosotros pagamos sus tomates, sus pimientos, sus naranjas, etc. Esa es mi opinión y así libremente lo expreso. No es aceptable -ni admisible- que los pueblos de la Alcarria y de la Sierra pierdan población, preferentemente joven, por faltas de expectativas, cuando la región tiene recursos propios para buscar soluciones de futuro.
Me parece que me he perdido en el camino en mi disgregación reivindicativa. Volvamos a la carretera N-320 que nos lleva camino de Cuenca y, por consiguiente, antes de llegar a ella, a Priego. Decíamos que la carretera atraviesa el imponente "tajo" del río Tajo por encima del pontón de la presa de Entrepeñas. Desde hace unos kilómetros, todo el recorrido es cuesta arriba y cuando bordeamos el pueblo de Auñón, estamos metidos en plena sierra con una arboleda de repoblación de pinos que estalla antes nuestros ojos. La carretera, en muy buenas condiciones desde hace años, serpentea y se estrecha hasta llegar a los túneles que a los dos lados del enorme muro de hormigón armado que forma la presa, dan entrada y salida a la espectacular vista de la garganta, por un lado, y del amplio mar de agua dulce por el otro. Cuando salimos del último túnel nos encontramos con el pueblo de Sacedón, un asentamiento muy antiguo pero que la construcción de la presa ha determinado, hasta hace pocos años, su rico futuro. Las aguas del pantano de Entrepeñas tienen su trasvase o desagüe natural a través de un canal artificial que lo une con el pantano de Buendía, a pocos metros del pueblo. Lo espectacular de las aguas que rozan las primeras casas del pueblo es la cantidad de barcos de recreo que se mecen en sus aguas a la espera de sus dueños madrileños en los fines de semana. Recuerdo que en los primeros años en que la carretera pasaba por el pueblo y era lugar cierto de parada para descansar y reponer fuerzas si íbamos con los niños, todos los locales junto a la carretera eran talleres mecánicos dedicados a la limpieza y conservación de dichos barcos, poniendo un punto pintoresco en una zona tan seca de la Alcarria. El bullicio de los turistas deportivos y de los viajeros en la plaza del pueblo y la dificultad de encontrar mesa para comer en sus restaurantes o numerosos bares, señalaban la importancia de las aguas para dicha ciudad. El trasvase de las aguas fue dejando seco el varadero para los numerosos barcos y el público deportivo dejó de ir los fines de semana. Las numerosas urbanizaciones de preciosas casas unifamiliares se fueron malvendiendo al no tener ya sentido mantenerlas. Se fueron cerrando los talleres y las quillas de los barcos, como si de una playa costera se tratase, fueron enseñando sus podridas maderas interiores. El pueblo volvió de nuevo a sus años de olvido.
El cielo de la Alcarria es muy alto y azul una vez que hemos dejado atrás la polución de las ciudades y polígonos industriales. Los penachos de humo de las fábricas van dando paso a las tupidas copas de las encinas, charnegas y pinos piñoneros que han introducido las reforestaciones en las suaves serranías, donde destacan los tesos calizos con sus peladas y planas colinas. Unos ojos pueblerinos como los del viajero son capaces de observar, a primeras horas de la mañana, cuando nos acercamos a Priego, las numerosas aves que buscan sus comederos en los ricos prados y arboledas del terreno. Un ir y venir de tractores en la esperada fecha de la siembra ponen un punto de color y rompen la monotonía de los bien arados campos de labor.
Cuando la cinta de la carretera cambia de color, sabemos que estamos entrando en la provincia de Cuenca sin que por ello hayamos dejado de viajar por la comarca de la Alcarria. Lo primero que nos recibe es el curso del rio Guadiela que llena el pantano de Buendía y ayuda a embalsar las aguas del de Bolarque. Río importante que tiene su origen en las altas sierras conquenses, llega a recibir las aguas del poético río Cuervo y del impetuoso y serrano río truchero, el Escabas, muy cerca de nuestro destino de Priego.
Estamos llegando al trecho final de nuestro viaje. Nada más pasar el viaducto sobre el río Guadiela, nos encontramos la indicación que nos señala la ciudad romana de Ercávica. Para llegar a Priego, desde esta situación, podemos seguir dos rutas bien diferentes, pero las dos bien asfaltadas y de bellos paisajes. La primera, seguir hasta Cañaveras, coger la nueva carretera hacia Villaconejos del Trabaque, río cangrejero, y desde allí recorrer los ocho kilómetros que lo separan de Priego. El segundo recorrido, que nosotros seguiremos en estra ocasión, está señalada en el kilómetro 189,5 de la carretera: San Pedro Palmiche, y desde allí nueve kilómetros hasta Priego, por una carretera, a mi parecer, muchos más pintoresca y de paisajes diversos.
Hay un momentos en que a dos kilómetros del pueblo, sobre el puente del río Escabas, las dos carreteras se encuentran y siguen el mismo trayecto, que no es otro que el que lleva al llamado El Campichuelo y a la alta serranía de los montes de Cuenca, que forman parte de los montes Universales, pasando por el turístico lugar llamado Nacimiento del río Cuervo, parajes paradisíacos donde el agua es el principal protagonista.
Siempre que llego a Priego, como si de una obsesión se tratase, aparco mi coche a la altura de la curva de nominada de la Mujer Muerta, en memoria de un accidente donde perdió la vida una mujer joven de la que ya se ha perdido su nombre y lugar en que hasta hace pocos años, antes de ensanchar la carretera, podía verse una cruz de hierro que recordaba el suceso. Frente a nosotros, y por una bien marcada hoz que en este lugar labra el río Escabas, festoneada de dorados chopos, en lo alto del farallón de una de sus orillas, se descuelgan las casas de Priego, resultando la estampa de un tipismo decadente y de bellísimo impacto para el espectador. Las casonas pretenciosas, las casas corrientes y las cuevas que desde este lugar se divisan, con sus ocres y diluidos colores serranos, junto al esplendor de sus bellos parajes, forman una estampa que siempre trato de inmortalizar con mi cámara fotográfica.
Nada más entrar en Priego la ciudad te devuelve sus más importantes señas de identidad: el mimbre y la cerámica. A la izquierda, junto a la gasolinera, podemos ver los haces de mimbre secándose a la espera de ser cocidos y comercializados. A derecha e izquierda de la carretera, los dos establecimientos de los hermanos Parra nos incitan a conocer una de las industrias más antiguas de la comarca: la alfarería, que en esta zona tiene reminiscencias íberas. Si antaño el pueblo vivía de estas dos actividades comerciales, el mimbre y la cerámica, hoy no queda más que una pequeñísima reliquia de los maestros alfares, tan numerosos hasta los años cincuenta. Tres talleres de alfarería, que yo conozca, quedan en el pueblo, de la que solamente dos mantienen su pujanza: los hermanos Magán, una vez desaparecido el viejo maestro Aurelio Magán, padre de los actuales artesanos y el joven Parra Luna que a la salida del pueblo, camino del estrecho, sigue incansable su labor, manteniendo la pureza de la antigua cerámica. Todo lo demás, son hoy viejas ruinas de hornos ya desparecidos para siempre.
Nuestro ánimo se aligera conforme penetramos en la vieja población de Priego. A la derecha, en lugar privilegiado del estrecho, se alza el viejo torreón en ruinas de lo que en tiempos hoy muy lejanos fue la casa fuerte de los Condes de Priego. Es una verdadera pena que el símbolo más significativo de la creación del pueblo, no sea más que un montón de piedras carcomidas por la herrumbre de los años, ya sin posible recuperación, mucho más cuando pertenecen a un particular quenada quiere saber de su rehabilitación.
Pero Priego es mucho más que unas ruinas medievales. Su hermosa plaza, ésta sí hoy felizmente recuperada, nos puede hablar de otros tiempos más prósperos que los actuales, donde toda la población joven se va marchando año tras año a la capital en busca de un mejor futuro.
Para nosotros, desde el primer día en que llegamos a Priego, la plaza es un compendio de belleza, armonía y de intercambio social de toda su población. En sus bares, a la resolana de una hermosa primavera o en los frescos atardeceres del verano, se reúnen los propios y los forasteros para, todos juntos, disfrutar de un buen vino y de la impresionante estampa de sus portales, donde destacan dos edificios principales: el palacio de los condes de Priego, hoy recuperado y sede del Excmo. Ayuntamiento y el viejo caserón de lo que fue palacio de la Inquisición, con su pórtico renacentista coronado por una magnífica talla del símbolo de los jesuitas: J. H. S., a quien creemos perteneció el caserón que forma toda la parte oriental de la plaza, hoy dividido en varias viviendas, pero manteniendo, en lo que ha sido posible, la unidad de su fachada. Sobre la puerta principal, entre dos soberbias balconadas labradas y festoneadas por magníficos barandales de hierro labrado, el impresionante escudo de un caballero del que desconocemos su historia.
Desde esta plaza salen las calles más importantes que forman el pueblo, siendo la principal la calle Larga, donde se asientan varias importantes casonas del siglo XVIII y XIX, alguna de ellas con importantes fachadas blasonadas por escudos familiares. Junto a la plaza, es la calle más antigua del pueblo, que en un momento de su historia estuvo defendido por murallas, como nos lo recuerda la Puerta de Molina, al final de dicha calle. Al otro extremo de la plaza, entre hermosas fachadas del XIX, nos acercamos a la iglesia parroquial que está bajo la advocación de San Felipe Neri, patrón del pueblo, en cuyo retablo mayor podemos ver algunas magníficas tallas de Salvador Carmona, autor también del Santo Cristo de la Caridad que se conserva en el convento de San Miguel de la Victoria, a las afueras del pueblo, junto a los farallones rocosos que forman el estrecho dominado por una nutrida colonia de buitres leonados.
Caminar por las calles de Priego es volver a un pasado que ya muchos habitantes de las grandes ciudades habíamos olvidado. Ahora en invierno, alejados los ocasionales turistas que la visitan y que rompen su vieja estampa de ciudad castellana, se puede escuchar los sonidos del silencio: la tenue voz de una vecina que te saluda con afecto; el repicar del martillo sobre el yunque del herrero, la melodía de un afilador albacetense que reclama la atención de los encerrados vecinos; el sonido siempre presente de las campanas del pueblo llamando a los oficios diarios o doblando a muerto por un convecino seguramente muerto muy lejos del lugar, pero que ha querido ser enterrado en su lugar de nacimiento..., sonidos tan cotidianos, tan viejos, que ya forman parte del silencio de la ciudad, pues no hace falta escucharlos para entenderlos. Un zureo de palomas en constante actitud amorosa es el sonido más vivo y actual que se pueda escuchar por las silenciosas calles del pueblo.
En estas meditaciones me voy acercando a mi vieja y querida calle de La Loma. Mi calle, como dice la canción infantil de los años cincuenta, es una calle muy particular para mí, pues en ella se encierran todos y cada uno de los tópicos, dichos, pujos nobiliarios, oficios menestrales de siglos pasados, nuevas y viejas viviendas de nuevos y viejos habitantes del lugar, como también hay que señalar el que en dicha calle, en el primer número, tiene su casa el recientemente fallecido poeta Diego Jesús Jiménez, Premio Nacional de Poesía y verdadero artífice y mantenedor hasta su muerte de la Semana de la poesía que en dicha villa se celebra todos los años.
La calle de La Loma es una vía empinada que finaliza en la carretera que circunvala al pueblo; fue por tanto una calle de arrabal, de gente humilde, trabajadores del mimbre y de los hornos de cerámica, que transformó su estatus cuando el familiar del Santo Oficio, apellidado de la Llana, construyó en ella su casa, allá por el siglo XVII según inscripción que podemos leer en la fachada principal, que muchos años después, dividida y destrozada, aun defiende su orgullo de vieja casa blasonada. Más arriba de la calle y en la misma acera, en una casa corriente, en un nicho construido en su fachada, podemos observar un gran escudo de la familia de los Mendoza, familiares directos de los condes de Priego, que naturalmente no corresponde a esa casa -o por lo menos a la casa y a la familia que actualmente la habita- sin que ni ellos ni nosotros sepamos de dónde ha venido tan importante símbolo de hidalguía.
Pero no todas son casas con fachadas ennoblecidas por escudos nobiliarios. En los comienzos de la calle, frente a la casa del poeta recientemente fallecido Diego Jesús Jiménez, la ocupa una humilde vivienda en cuyos bajos se ofrece uno de los oficios más viejos y típicos de los pueblos castellanos: la barbería, hoy peluquería, que sigue siendo solamente para caballeros, cuyo dueño, un hombre joven del pueblo, te ofrece buen servicio y mejor trato, por lo que sigue siendo un placer visitar tan entrañable lugar. Enfrente de ella, junto al callejón del Altozano, orgullosamente podemos ver el rótulo de lo durante muchos años fue sastrería y que aún hoy, con la fachada remozada y la vivienda sirviendo para otros usos, sus dueños han querido se la siga conociendo como lo que durante tantos años fue: taller de sastre.
Ahora en invierno la calle está completamente en silencio a partir de una determinada hora de la tarde; son muchos los dueños de las viviendas, en su mayoría con edades muy avanzadas, las que durante el invierno marchan a Cuenca capital e incluso a Madrid con sus familiares más directos, huyendo de los frios o de las peores condiciones de aclimatación de las viejas casas. Los pocos que quedan, si no es el sábado por la mañana en que se pone el mercadillo en la Plaza de Lepanto, prefieren resguardarse en sus confortables viviendas, junto a la chimenea de leña de encina, convirtiendo el ambiente de la calle en un loroso y apetecible paseo desde su comienzo hasta el final de la misma.
Con la primavera, cuando empieza a hacer buen tiempo y las csas se templan con el fuerte sol castellano, como aves golondrinas que regresan a sus nidos, las ancianas vuelven a sus queridas viviendas, a su querida calle, a sus queridas amistades que sólo se rompen con la muerte. Hacía muchos años que nosotros no veíamos un espectáculo que en el pueblo de Priego es diario en noches de verano; como en mi querida Extremadura allá por los años 50 y 60 del pasado siglo, las mujeres y hombre mayores de cada calle sacan sus sillas -ahora más modernas y cómodas que las de bayón, mimbre o rafia-, las colocan en las puertas de las casas y en amenos corros pasan la mayor parte de la tarde-noche a la espera del reconfortante sueño reparador en el interior de sus frescos cuartos abovedados.
Y allí, en esa añorada calle de la Loma tengo yo también mi casita encantada. Una casa que he querido sea un compendio de toda mi vida: allí están expuestas mis añoranzas de extremeño, mis recuerdos de viajes, mis libros de viejo, mis discos de vinilo con mi impoluto tocadiscos, mis gustos por la cerámica y por los trabajos de carpintería.
Todo es nuevo y todo es viejo en esta casa llena del cariño de sus dueños, formando toda ella un pequeño museo que trae a nuestras mentes los sueños y añoranzas de otros tiempos ya idos y que mis hijos y nietos no volverán a ver más que en el recuerdo de los chismes recuperados por el abuelo. Y aunque tengo calefacción de gasoil, yo también prendo fuego a mi chimenea de leña para recuperar los viejos y nunca olvidados olores de mi juventud pueblerina. Sentado en el sofá del doblao, o cámara como le llaman en castilla, que yo tengo por dormitorio, cuarto de estar y despacho biblioteca, pienso que se puede ser feliz con muy pocas riquezas si se tiene imaginación y gusto para agrandarlas y embellecerlas.
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