jueves

Los Íberos





 
DR. J. MALUQUER DE MOTES
Catedrático de Arqueología de la Universidad de Barcelona

PRÓLOGO

La reconstrucción del proceso histórico de las sociedades primitivas ha sufrido en los últimos años una transformación radical. El simplista problema de «origen» que se planteaba ante cualquier pueblo o cultura ha sido abandonado a medida que el progreso de las investigaciones demostraba la extraordinaria complejidad de todo proceso histórico. Como consecuencia inevitable, la cuestión del «origen» ha sido sustituida por la «formación» de tal o cual pueblo o cultura.
Plantear simplemente el problema de «origen» sugería de modo inevitable una traslación, un movimiento, una migración, y era lógico que la reconstrucción del proceso tendiera a formular unos movimientos, unas invasiones, para explicar la aparición de un pueblo en un área y en un momento determinado, pues se partía de la consideración de un elemento al que pudiera seguirse la pista a lo largo de una ruta. Esa formulación poseía dos defectos básicos.
Por un lado, tiende a supervalorar un elemento de la cultura, que queda minimizado. Al supervalorar un solo aspecto, éste llega a identificarse con toda la cultura e incluso con el propio pueblo. Ejemplos bien conocidos nos los ofrece la bibliografía usual cuando se cita al pueblo del vaso campaniforme, al pueblo del hacha de combate o de los campos de urnas. El defecto básico de ese enfoque se ha puesto en evidencia cuando al intensificarse la investigación se ha podido observar que tal o cual elemento podía hallarse asimismo en múltiples áreas culturales o en diversos estadios cronológicos difíciles de relacionar entre si o junto a elementos tan dispares que era imposible aislarlo como elemento tipo.
Otro aspecto que ofrecía era la total desvalorización del medio geográfico. Al formular el origen de un determinado pueblo y conducirlo mediante atrevidas migraciones o invasiones por la geografía más dispar, se negaba de hecho, no ya la influencia modeladora y limitadora del medio, sino la capacidad de adaptación que es tan característica de cada sociedad que se ve forzada a un cambio de ambiente. Al ignorarse este proceso se prescinde de uno de los rasgos más específicos de cada pueblo. De ese modo, los pueblos se movían como en un mundo vacío o, a lo sumo, chocaban entre sí, desapareciendo sin dejar rastro el pueblo «invadido».
Frente a esa formulación antihistórica, aunque no puede negarse, solución fácil y práctica, nos planteamos hoy el problema de la «formación», mucho menos sencillo, es verdad, pero más ajustado a la verdadera realidad histórica. Todo proceso de formación comporta básicamente continuidad, que no descarta el continuo enriquecimiento y matización debido a múltiples aportaciones y constante reelaboración de elementos que tienden hacia la cristalización de una determinada cultura, en la que el medio físico, la idiosincrasia humana y los estímulos exteriores se conjugan armónicamente para formular una personalidad bien definida que es propia de un grupo y destaca frente a otras cristalizaciones semejantes.
Tal proceso es sintomático tratándose del pueblo ibérico, de solución imposible si se le busca un «origen» hasta el punto de que sólo había podido ser formulado sacándolo de las oscuras e indocumentadas regiones africanas para oponerlo, en bloque, en una solución simplista pero equilibrada, al mundo céltico continental.
La investigación plantea hoy con todo rigor el problema de la formación de la cultura y el pueblo ibéricos. No se parte de invasiones hipotéticas, aunque tampoco rechaza su posible influjo cuando se las puede documentar, y destaca en su justo punto el valor de estímulo y mestizaje que puedan tener. Su germen se busca en la propia tierra habitada desde tantos milenios, y establece el lento proceso de su desarrollo y sucesiva cristalización que aboca al florecimiento de la cultura ibérica histórica.
Tal proceso puede considerarse ya iniciado en el quinto milenio antes del cambio de Era, cuando las poblaciones de nuestro Levante peninsular transforman su base económica al adoptar las nuevas formas de vida neolítica por causas y conductos que en realidad aún no han sido explicados satisfactoriamente.
El primer desarrollo de la vida neolítica en el occidente de Europa es un misterio. Para la Europa continental parece que las ideas neolíticas son secuela de una verdadera colonización agrícola en conexión con el Egeo y Próximo Oriente. En nuestras tierras, descartada al parecer la proyección norteafricana, sólo cabe como explicación aceptar unos tempranísimos contactos marítimos que son difíciles de comprobar y se resisten a una sistematización.
Establecida la vida neolítica en el Oeste, el propio medio geográfico imprime muy pronto una tendencia hacia la especialización de los diversos grupos humanos, según el grado de intensidad de su nueva base económica, agrícola o ganadera, y muy pronto hacen su aparición culturas sin que deje de advertirse una clara separación entre las zonas litorales y las trascosteras.
Es difícil juzgar el grado de desarrollo de las primeras comunidades neolíticas ibéricas por la escasez de datos de que disponemos, pero existe una indudable estabilización de los grupos. Las cuevas se habitan de modo regular. La caza continúa como actividad importante. Vemos incluso intensificarse la pesca y la recolección en los esteros, desembocadura de los ríos y en particular en el delta del Ebro.
La verdadera revolución cultural se opera cuando, en Oriente, el estímulo minero desencadena el pleno desarrollo de la metalurgia del cobre, y aparecen en nuestras costas prospectores especializados, caballeros de fortuna, sacerdotes y aventureros que inaugurarán la vocación auténticamente mediterránea de las costas ibéricas.
Este impacto del Mediterráneo oriental es trascendente, puesto que origina el desarrollo de pequeñas comunidades exóticas que no se limitarán a introducir unas técnicas, sino un nuevo género de vida y nuevas ideas religiosas basadas en la inmortalidad que serán reelaboradas en Occidente y que vienen a ser trasunto de las alambicadas concepciones cosmogónicas orientales. Su impacto no tarda en dejarse sentir y nuestras poblaciones elaboraron rápidamente la primera gran cultura occidental, la «cultura megalítica».
El incremento de la circulación marítima y la ampliación de las actividades mineras estimularán el florecimiento megalítico en amplios territorios, con tendencia a ocupar las zonas más ricas en metales, extendiéndose rápidamente por el sur y sudoeste peninsular para alcanzar muy pronto toda la orla atlántica, al amparo de unas condiciones climáticas excepcionalmente favorables. El Levante y las zonas carentes de metal quedarán un tanto al margen de esa cultura, y aunque se beneficiarán por contacto del conocimiento de las nuevas ideas, no participan en igual grado en la evolución económica y social, y viven estancados en su propia tradición, aunque llegan a adoptar o imitar algún elemento de la cultura material de sus vecinos meridionales sin gran trascendencia.
Como consecuencia del impacto metalúrgico se ha instaurado un nuevo género de vida en amplios territorios: la vida de poblado, que a partir de unos pocos núcleos exóticos, que actúan de verdaderos «emporia», se adoptará en todo el sur y Levante. Esta vida sedentaria acusará mas la diferencia entre las zonas más próximas a la costa y las del interior. Estas últimas, preferentemente ganaderas, ante la amenaza que supone su contacto con grupos que se enriquecen y organizan, ve aparecer en su seno una tendencia hacia la concentración del poder que aboca a la formación de pequeñas unidades señoriales económicamente autárquicas.
Por su parte, en los poblados litorales se observa la aparición de una especialización del trabajo que se hallará en la base de la posterior diferenciación en verdaderas clases sociales, marcándose ya desde los primeros momentos una tendencia hacia la estratificación de la sociedad. Su economía mixta, la relación entre los distintos poblados y los contactos marítimos, que aseguran el arribo de materias exóticas que se hacen deseables, y la particular evolución de las ideas religiosas, destacan la personalidad de cada núcleo, y parecen señalar una marcha hacia la aparición de la vida urbana. Tal proceso, muy rápido en el sudeste y sur, alcanza también, aunque en menor escala, el Levante, aunque aquí es menos conocido. Durante siglos, la vida en esos poblados se realiza en función de unas eventuales relaciones marítimas, y del beneficio del cobre y del oro. Las materias exóticas importadas serán objeto de imitación por parte de incipientes industrias. Durante el período eneolítico se ha alcanzado un equilibrio mediterráneo que permite a las comunidades indígenas del Occidente desarrollar todas sus posibilidades.
Al finalizar el segundo milenio, esos contactos con Oriente se interrumpen sin que en rigor podamos apreciar sus verdaderas causas. Nos sentimos tentados a atribuirlas a las convulsiones que tienen lugar en la esfera del Egeo, que habrán de cristalizar en la propia Grecia con la instauración de la hegemonía de los agueos. En efecto vamos a asistir a un hecho trascendente. Las comunidades occidentales en pleno desarrollo no se conforman con el obligado aislamiento que provoca la falta de navegaciones egeas, y por primera vez en la Historia, toman la iniciativa, comenzando una verdadera expansión hacia el Mediterráneo central. Los hallaremos en las Baleares, Cerdeña, Córcega, sur de Francia y Sicilia, donde la arqueología señala sistemáticamente la presencia de elementos Decidentales (vaso campaniforme, amuletos varios y objetos de culto religioso, todo de sabor meridional). Esta iniciativa es indicio del grado de madurez alcanzado por las poblaciones occidentales y puede ser tomada como punto de partida para el arranque de las comunidades urbanas. En todo caso salva la permanencia del contacto con el exterior y va a permitir la restauración del equilibrio mediterráneo durante la plena Edad del Bronce, durante el desarrollo en el sudeste de la llamada Cultura del Argar.
El desarrollo de esta cultura es paralelo al predominio aqueo en Grecia, con el que tiene muchos puntos de contacto. La mayor parte de los investigadores ven en la cultura del Argar la presencia de un elemento exótico de origen anatólico, pero es difícil no considerarlo estrechamente vinculado a una evolución propiamente indígena de un área marginal del desarrollo megalítico. Los elementos y contactos con el Egeo pueden ser explicados sin necesidad de presumir una nueva colonización. Para Occidente representa en realidad la superación de su etapa preurbana y la instauración de un régimen de ciudad. No creemos que el exotismo que pueda haber en la cultura del Argar sea la causa de ese desarrollo, y la influencia del mundo argárico es mucho menor que la que representó mil años antes del impacto megalítico.
La necesidad y búsqueda de metal se mantiene como estímulo esencial. Si en la época anterior había sido el cobre y el oro, ahora será la plata y el estaño. Pero aquella influencia se había ejercido antes sobre unas poblaciones que apenas habían traspasado su etapa de neolitización y por lo mismo muy receptivas. Para ellos, el conocimiento del metal llegaba aureolado con un prestigio de algo sobrenatural, enlazado con unas concepciones religiosas apasionantes, capaces de dar un sentido totalmente distinto a la propia vida. El desarrollo argárico constituía una simple variante de técnica, y por ello la formación de una provincia argárica en el sudeste no consigue expansionarse hacia el sudoeste y Occidente, que continuarán con su propia evolución megalítica. Quizá para la cultura argárica su propio carácter urbano constituyera un freno a la expansión, falto de una estructura política imperialista capaz de suplir el empuje que las ideas religiosas habían desarrollado en la etapa anterior.
La vida urbana constituye un poderoso factor de individualización. La diversificación de la sociedad en clases y la aparición de los primeros gérmenes de autoridad política son sus corolarios. Al igual que en las restantes sociedades de la Edad del Bronce europea, aparecen ahora las primeras monarquías.
Hemos de señalar dos hechos de interés. El rápido distanciamiento del área levantina y del SE del resto del Mediodía, donde la orientación hacia la cultura urbana se había producido del mismo modo. En esos territorios la mayor riqueza minera origina el desplazamiento de los focos más evolucionados hacia el sudoeste peninsular y el Bajo Guadalquivir, que pronto constituirán el núcleo de desarrollo del territorio tartéssico.
Por otro lado, las diferencias entre el litoral y el interior. El desarrollo urbano exigía la constante relación entre los diversos poblados, pero también les eran necesarios los recursos mineros del interior. Su estímulo actúa a su vez, favoreciendo la concentración del poder en las tribus interiores en manos de jerarcas tribales. Grupos señoriales internos y ciudades litorales tienen una evolución paralela pero independiente. Éstas desarrollan una economía abierta y variada, mientras que los grupos señoriales poseen una economía autárquica, cuya riqueza, basada en el control de los recursos mineros, se hace en exclusivo provecho de la autoridad, en tanto que la masa de población se mantiene en un bajo nivel.
Ambas formas políticas por evolución natural tienden a desarrollos inversos. En las ciudades el aumento de nivel de la población comporta a la larga la debilitación del poder centralizado y fomenta la aparición de oligarquías. En los núcleos interiores señoriales las luchas de grupos robustecen la autoridad de los príncipes que tienden a constituir cada vez unidades mayores y marchan hacia una unificación que se conseguirá precisamente con la monarquía tartéssica.
Al finalizar el segundo milenio, el colapso de las relaciones marítimas entre ambos extremos del Mediterráneo provoca la decadencia de los núcleos urbanos costeros, mientras la economía señorial de los grupos interiores no sólo se halla inalterada sino en óptimas condiciones para iniciar su expansión por toda la cuenca del Guadalquivir. Ahora van a entrar en juego los últimos factores que preceden inmediatamente la formación de los pueblos históricos y de la cultura ibérica: la instauración de los pueblos indoeuropeos en la Meseta y las colonizaciones históricas de fenicios y griegos.
El factor colonial histórico no representa más que la renovación de los antiguos contactos marítimos cuando las comunidades del oriente del Mediterráneo han recobrado su equilibrio después del colapso, representado por las invasiones de los Pueblos del Mar. Representan un estímulo semejante al que motivó en el tercer milenio la aparición de la cultura megalítica y posibilitó, en el segundo, el desarrollo argárico. Ahora podemos calificarlos con nombres históricos y seguir con cierto detalle su desa-rrollo.
La presencia de los fenicios en el sur desde antes del año 1000 es trascendente, pues permite salvar la vida urbana iniciada en el sur y que se hallaba estancada y en vías de regresión. Su presencia en el Estrecho contribuye a ahondar las diferencias que ya se habían manifestado con el sudeste y costa levantina. En esta última zona la evolución de la sociedad se había estancado por falta de recursos mineros y se había orientado hacia una economía agrícola ganadera de escaso empuje.
La nueva y pertinaz demanda de metales que exige la presencia fenicia en las ciudades costeras sostiene y vitaliza los principados del interior, a la vez que contribuye a estabilizar los reyezuelos tribales con los que era más fácil tratar. Los mercaderes semitas favorecen la concentración hacia la monarquía tartéssica, ya que era necesario asegurarla estabilidad del interior del país. El espíritu de migración inherente a las comunidades indoeuropeas de la Meseta recién asentadas hacía precarias las relaciones regulares entre las ciudades costeras y los distritos mineros. Por su parte, el elevado nivel de vida de estas ciudades constituía un motivo de constante atracción. Papel esencial de Tartessos fue la constante asimilación de esos elementos interiores, su fijación y su absorción.
El urbanismo litoral ni podía frenarse ni podía subsistir únicamente con una actividad metalúrgica y unas exportaciones a Oriente, sino que se abre a todos los ámbitos y aparecen industrias en las que los recursos del suelo juegan un papel importante, con lo que se pone en valor las posibilidades agrícolas del amplio valle del Guadalquivir y los recursos del mar. Nacen y se desarrollan infinidad de industrias, desde la fabricación de cerámicas hasta la de salazones, pesquerías, construcciones navales, etc.
Las condiciones económicas de Levante y de Cataluña son muy distintas. Su urbanismo quedó larvado en el ensayo de El Argar, y hasta mucho más tarde no reemprenderá su desarrollo. La presencia de los griegos, esporádica desde el siglo VIII y plenamente activa desde el VI, tardará más de un siglo en dejarse sentir con intensidad suficiente para ser considerada como verdadero estímulo para las comunidades indígenas. Hemos de tener presente que la primera acción griega se ejerce precisamente en el marco de la antigua cultura argárica, y que su motivación inicial es también la riqueza minera occidental. Ahora es el señuelo de la rica minería de Tartessos el acicate para las navegaciones, y en el mercado tartéssico confíuyen semitas y griegos.
La dualidad greco-púnica abocó necesariamente a una rivalidad que, dadas las circunstancias, sólo podía resolverse a favor de estos últimos, teniendo en cuenta su prioridad de varios siglos en el mercado andaluz y su navegación protegida por un rosario de fundaciones norteafricanas. La batalla de Alalia del 537a. de J. C. marca el final de las relaciones directas de los griegos con el sur. Tartessos, monopolizado, desaparece. Los griegos responderán a su exclusión con un intento de penetración directa hacia el interior, desde la costa alicantina, en busca de las ricas tierras del Alto Guadalquivir. Como inmediata consecuencia, las poblaciones de Alicante, Murcia y Albacete, desde el siglo V aparecerán impregnadas de helenismo.
Los griegos no podían contentarse con una acción tan limitada. Forzados a sostenerse en unas costas como las catalanas, cuya población indígena no había alcanzado un nivel urbano, su actividad tendrá dos fases bien claras. En su primera época, el principal negocio y actividad será el tradicional: la búsqueda de metal, y ante la falta de minas el comercio organiza la recuperación de metal manufacturado. La sustitución del bronce por el hierro es efectiva, y la actividad griega se orienta hacia la recogida de chatarra de bronce. Espadas, hachas y útiles de todas clases que habían caracterizado la Edad del Bronce en Levante alimentan un comercio de exportación hacia centros metalúrgicos de la Magna Grecia, y quizá de la propia Massalia. Los recientes hallazgos submarinos comprueban esa actividad, que por su parte nos explica la suma rareza de hallazgos de la Edad del Bronce en la región levantina.
Pero, en una segunda etapa, la actividad griega se dirigirá necesariamente hacia la elevación del nivel de vida indígena que habrá de constituir su clientela, y a la que es necesario estimular su poder adquisitivo. Con toda seguridad data de esta época la introducción de los cultivos de la vid y del olivo en Cataluña y Levante. Su resultado será la aparición de la vida urbana como consecuencia de dos siglos (VI-V) de acción griega. Las ciudades aparecen en Cataluña a partir del siglo IV, no sólo en la zona costera, sino en el interior (Ilerda).
Para las poblaciones ibéricas catalanas y valencianas, la acción griega actúa con escasa fuerza como estímulo político, y raras veces ocasiona la concentración del poder en forma semejante a las comunidades andaluzas. La elevación del nivel de vida en el marco agrícola y ganadero no tiende hacia la formación de monarquías, y, por otra parte, esa acción griega se ejerce en un momento en que todas las viejas estructuras políticas heredadas de la Edad del Bronce se hallan en decadencia y desprestigio, A cuenta de los escasos beneficios que podían reportar, no compensaban los inconvenientes y peligros que suponía para la propia permanencia de los griegos en nuestras costas la implantación de grupos indígenas políticamente fuertes.
La evolución tardía hacia la vida urbana en Cataluña y Levante, por ser resultado directo de la acción griega, aparece matizada de helenismo, pero el territorio es pobre y nunca podrá compararse en las realizaciones indígenas a lo alcanzado en el territorio del sudeste. Como consecuencia inmediata, la cultura ibérica desde el norte del Pirineo hasta el sudeste adquiere matices muy distintos, en los que no sólo la diversa composición del sustrato es importante, sino también el ejercicio más o menos prolon-gado de la vida urbana, reciente en el norte del territorio y con larga tradición hacia el sur.
A pesar de todos esos matices y variaciones, el amplio territorio ibérico en sentido estricto tuvo una reacción positiva y uniforme ante el estímulo griego, y es por lo que éstos captaron el sentido de unidad de sus pueblos que prefiguran en cierto aspecto desarrollos geopolíticos posteriores (Hispania citerior). La investigación lingüística comprueba que, en efecto, existía en la misma área una cierta unidad de lengua alo largo de los dos siglos anteriores a la llegada de los romanos.
El desarrollo de los aspectos más importantes de esta cultura ibérica aparecen trazados con vigor, pasión y originalidad en la espléndida síntesis que nos ofrece Antonio Arribas, y veremos que se nos aparece en definitiva como una cristalización en nuestro suelo de una larguísima tradición indígena fecundada por una continuada levadura mediterránea. En consecuencia, una cultura original en la que se conjugan armónicamente diversidad de elementos.
Esta cultura ibérica, que en el siglo V supera trabajosamente los primeros pasos para alcanzar en un siglo la plena madurez, muere sin decadencia por efecto de las circunstancias. Durante los siglos IV y III, la cultura ibérica se desarrolla con gran impulso. Nuestras comunidades, libres de todo yugo político, no se limitarán a un desarrollo local, sino que mandarán a sus inquietas juventudes a asomarse al marco mediterráneo con sus experiencias sicilianas ricas en consecuencias. Su evolución cultural quedará yugulada cuando la característica agresividad marítima cartaginesa, por imposición del clan de los Barquidas, se transforma en apetencia de imperialismo territorial. En la segunda mitad del siglo III el mundo ibérico quedará ahogado por la presencia y política cartaginesas, y al poco tiempo, la llegada de los romanos dará un rumbo totalmente distinto al desarrollo de nuestras poblaciones.



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Nota: Las imágenes pertenecen a la serie televisiva de Antena3TV "Hispania"

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