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Cuaderno de Mangana, Nº 48: ANTONIO GAMONEDA

Cuadernos de Mangana es una colección de textos pertenecientes a distintos autores que han participado en cursos de este Centro de Profesores.
Destellos corresponde a la intervención de Antonio Gamoneda en el curso La novela española de nuestro tiempo (X) de abril de 2008. La presentación corrió a cargo de Juan José Gómez Brihuega.

Antonio Gamoneda, Premio Cervantes 2006, en la clausura del Curso de Novela del Centro de Profesores de Cuenca nos honra con su presencia. Si pudieran hojear su agenda, se darían cuenta del generoso y extraordinario regalo que nos hace estando aquí con nosotros.

De críticos y estudiosos tenemos importantes trabajos sobre su creación. Por lo que mi tarea, aquí y ahora, debe ser introductoria. Además, aparte de osadía temeraria, sería meterme “en camisa de once varas”. Por eso, evito el análisis y estudio sobre la que llamaríamos su corpus canónico.

Me limito a situar al hombre. Me sirvo, sobre todo, de sus propias palabras. Terminaré con la aproximación a una obra relativamente poco conocida: su Libro de los venenos. ¿Por qué he elegido este texto que ni siquiera aparece recogido en Esta Luz. Poesía reunida (aunque sí lo hacen sus antólogos más recientes, Amelia y Fernando Rodríguez de la Flor, en Sílabas negras).

Usando una expresión muy querida de Antonio, es un libro que “se me apareció hace tres años”. Fue un regalo del poeta tras su última estancia en Priego (Cuenca).

Cuatro pinceladas sobre su curriculum, y las hago cogido de su mano. Antonio Gamoneda nació en Oviedo en 1931. Al año siguiente murió su padre y, en 1934, su madre se trasladó con él a León; su casa, siempre, desde entonces.

De las condiciones de su vida en aquellos años nos da idea él mismo: Mi tipología de escritor ha de ser la que pueda darse en la suma de unos componentes históricos y biográficos que son, más o menos, los siguientes: pobreza familiar, escasa escuela pública y contemplación inocente de la crueldad y la miseria moral de la guerra civil y la posguerra militarizada; […] primeras lecturas nada selectas; trabajo, desde la niñez, en niveles inferiores. Estos son los fundamentos culturales primarios. A continuación, con la vocación poética ya descubierta, estudios accidentados ylecturas tirando a imprevisibles, nada de viajes educativos, y jornadas laborales de doce horas, menos los domingos que sólo hacíamos tres.

Prototipo de autodidacta, Gamoneda ha sido y es, como pocos, un hombre de su tiempo que trasciende su tiempo. Así nos cuenta cómo aprendió a leer: Yo, que nací en Oviedo en 1931, en 1936 llevaba ya dos años en León, huérfano de padre y con mi madre tratando de secar humedades asmáticas cabalmente asturianas. En aquel verano empezó la causa civil (que enseguida se empezó a llamar “glorioso alzamiento nacional”, con lo que se quería hacer pasar el horror por festividad histórica), y yo estaba programado para empezar a ir al parvulario de primeras letras con el nuevo curso, que se retrasó bastante y que, cuando e
mpezó, más días se encontraba con la escuela cerrada que abierta. Y yo, de manera probablemente repelente, andaba con mis cinco años empecinados en aprender a leer. Cosas de niños enfermizos.

La biblioteca familiar leonesa se reducía a un solo libro que mi madre había trasladado: …en Oviedo quedaba la biblioteca paterna, de la que, por cierto, tan sólo he logrado recuperar un libro, El nuevo romanticismo, de José Díaz Fernández (cinco pesetas, de la histórica Editorial Zeus), un novelista y ensayista más olvidado de lo que convendría.

El caso es que yo tengo una incurable nostalgia de esta biblioteca nunca vista y perdida de la que me provino una especie de doble orfandad; sé que era más bien breve, pero en ella había libros autografiados de Rubén Darío y Valle Inclán.

En 1936, con la guerra desconcertando ya la vida de los españoles, yo quería aprender a leer y ya les he dicho que, en mi provisional casa de León, había un solo libro. El libro, aunque quizá únicamente para mí, tenía unos poderes que pronto se manifestaron. Se titulaba Otra más alta vida y el autor era Antonio Gamoneda, es decir, mi padre.

Con aquel libro, limosneando ayudas, dando mucha lata a mi madre o a quien más cerca tuviese, yo empecé a identificar signos y fonemas, luego palabras y luego líneas: estaba aprendiendo a leer. Me sentía cargado de razón y excitado en el umbral de algo grande y desconocido. Aquí, en mi primera y quebradiza lectura, que no sé durante cuánto tiempo se extendió, se produjo algo (esa revelación que sigue a las apariciones) que ha sido muy importante para mí.

El libro, con independencia de que hubiera sido escrito por mi padre, era además un libro de versos; las líneas eran versos. Yo, de una manera confusa pero suficiente, sentía que aquellas líneas comportaban un cuerpo musical, y esta virtud desconocida hacía emocionantes las, para mí, imprecisas significaciones, más sensibles que inteligibles…

Yo estaba aprendiendo a leer en modo dificultoso pero también privilegiado; hacía un doble descubrimiento: la primera experiencia de poesía se me proporcionaba, de manera rudimentaria, al tiempo que el, también rudimentario, conocimiento de los signos de la escritura; yo quedé “tocado” en la sensibilidad, y creo que ya entonces fui condenado –afortunadamente condenado– a ser poeta en la vida. Ocurrió en aquel espantoso “primer año triunfal”.

Fíjense bien en que no es lo mismo reunir los símbolos visuales y la oralidad pobre de una frase como “Pepito toma mi pato”, que conseguir el trabajoso milagro de describir una serie de escritura y oralidad que diga, por ejemplo: “Rubén estaba triste; como un soplo de viento/ erraba por la vida cansado de vagar…/ Rubén andaba errante como un cóndor sediento/ sobre el agua del mar”.

Un lector inocente y torpe, que no conoce del lenguaje más que el uso conversacional, es decir, un niño que en sus primeras experiencias lectoras descubre la virtud musical de las palabras, bien puede hablar, más tarde, de aparición y revelación. En aquellos días y, apenas vencidas las dificultades mecánicas, había percibido que aquellas palabras intensificaban mi vida. Créanme que esto es mucho.

Tras un breve y limitado aprendizaje escolar, al día siguiente de cumplir catorce años empezó a trabajar en el entonces Banco Mercantil. Durante 24 años fue empleado de banca, atravesando distintas categorías, mientras continuaba sus estudios por libre, hasta que en 1969 pasó a crear y dirigir los servicios culturales de la Diputación Provincial, donde desarrolló una impagable labor… La tarea no era fácil, intentaba hacer una cultura progresista con el dinero de la dictadura, ha explicado el propio poeta.

A finales de los años 70 fue privado de su condición de funcionario mediando sentencia judicial. ¿El motivo? No estar en posesión de un título académico. No obstante, Gamoneda continuó adscrito a la Diputación como asesor cultural, director de la revista Tierras de León y con algunas otras funciones. Además, desde 1979 hasta su jubilación en 1991, fue director gerente de la Fundación Sierra-Pambley, creada en 1887 como una especie de apéndice de la Institución Libre de Enseñanza, orientada a la educación de campesinos y obreros. De esta Fundación ha sido, hasta hace poco tiempo, miembro del Patronato.

Gamoneda es un referente de la Cultura en lengua española. Desde el silencio y la soledad de su casa en León ha sido capaz de crear una obra universal, original y única, aunque él, modestamente, tan sólo se considere “el mejor poeta de su barrio”. Su obra, con un hondo componente autobiográfico, se alimenta fundamentalmente de la memoria (la poesía es un arte de la memoria, sostiene él), y surge íntimamente unida a su experiencia vital. En ella está contenida su propia historia, pero también nuestra historia, la de todos. Así lo reconoció el jurado del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, cuando destacó “su trabajo marcado por una huella ética que se ha incrementado en los últimos años, completando una visión del mundo en la que se podrá reconocer la señal explícita de una tradición escondida, profundamente asociada a la tierra y a la construcción de la vivencia”.

De poesía o en torno a la poesía, Gamoneda ha publicado hasta ahora menos de una veintena de libros, que han ido surgiendo a un ritmo lento, marcado por la coherencia y el rigor. Buena parte de ellos han sido traducidos a distintos idiomas (francés, portugués, sueco, árabe, hebreo, neerlandés…). Su obra poética completa, bajo el título de Esta luz. Poesía reunida (1947-2004), ha alcanzado eco no sólo en nuestra lengua, sino también entre lectores europeos y entre poetas de otras lenguas que la han valorado sin reservas como una de las cotas expresivas más interesantes a las que ha llegado la poesía del siglo XX en lengua española. En palabras de otro leonés ilustre, Luis Mateo Díez, “Gamoneda ha llegado a ese punto de maestría absoluto al que sólo llegan los grandes. Creo que hay unanimidad en reconocer que Gamoneda es hoy uno de los grandes poetas europeos”.

Su primer libro publicado, Sublevación inmóvil, quedó finalista del Premio Adonais en 1959, y tardó en terminarlo seis años. En él está ya uno de los grandes temas que irá definiendo en su obra: “la impotencia del hombre encadenado a la tierra, al dolor y a la muerte, padeciendo atormentada sed de belleza, de justicia, de libertad”. En 1962 empieza Blues castellano, su libro más social, que termina en el 1966. Choca de frente con la censura y no se publicará hasta 1982: “Libro de versos muy malos, de temática y métrica diversa. Sobre todos ellos campan un sentido de resentimiento y odio.

Muchos de ellos aparecen con citas de Marx, Lefebre y otros marxistas. La tónica general de la obra es demagógica, pues aunque no lo dice claramente, el ambiente de desolación que pinta se refiere a España; así mismo, tiene sus toques de ateísmo. La obra carece en absoluto de valor, pero como hay algunos poemas que pueden ser pasables, se ha preferido señalar, en las páginas marcadas, pues no están numeradas, los poemas que deben ser suprimidos. Con estas tachaduras es publicable”. Así reza el expediente de la censura que, en 1968, desaconsejó la publicación de Blues castellano. El poemario tuvo que esperar a 1982 para ser publicado íntegramente.

Han dicho de Gamoneda que es un poeta oscuro. Perdón. Olvidado o silenciado. Ha sufrido, como gusta repetir un gran pintor literario del grupo Cántico, Ginés Liébana, “el silencio de los manchegos”. Su obra, de una fuerza excepcional, ha sido tardíamente reconocida como una de las grandes voces de la poesía española actual. Como resume Miguel Casado, uno de los mejores estudiosos de su obra: “En 1983 su poesía era un secreto muy bien guardado entre las murallas del viejo León; pero hoy la poesía de Antonio Gamoneda ya es patrimonio de todos”. Y tal vez haya sido bueno así: Recuerden aquello de Quinto Curcio: Altissima quaeque flumina minimo labuntur sono (“Los ríos más profundos son los que corren con menos ruido”.)

Entiende su poesía como “sufrimiento placentero”. El Cervantes, el más importante galardón de la literatura en español, concedido a “un escritor que, con el conjunto de su obra, haya contribuido a enriquecer el legado literario hispánico”, le hace decir abrumado: “Me han despojado de la condición de finalista, que era casi una profesión”. Lo decía al tiempo que se le entregaba el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que ganó en mayo de ese mismo año, por ser “un raro ejemplo de verdad y coherencia poética”.

La poesía no es exactamente literatura de ficción, sino que es una emanación de naturaleza existencial y expresa el sufrimiento y el gozo, nos ha dicho… Silencio, soledad y una hoja en blanco. Es entonces cuando se produce la gran pasión por la escritura y se manifiesta el pensamiento poético. La alegría aparece simultáneamente con el sufrimiento, y eso tiene más importancia que los premios aunque éstos resulten gratos, añadía en el momento de recibir la noticia de su concesión. La poesía, en su esencialidad y en sus necesidades técnicas, es un arte de la memoria. Pero la memoria es siempre conciencia de pérdida, conciencia de lo que ya no está con nosotros o de lo que ya no es... conciencia de progresivo acercamiento a la muerte. En Descripción de la mentira hay una memoria refrenada –y fragmentaria– que se manifiesta, sin embargo, con urgencia. Se me aparecen las primeras líneas y con ellas viene la música que va a dar cuerpo al poema. Un segundo texto tira de mí; la memoria aparece, desaparece y reaparece imprevisible. Pero ya están ahí unos núcleos obsesivos: tienen un rostro; a veces, se funden dos o más en uno. El libro termina diciendo: “este relato incomprensible es lo que queda de nosotros”, (p. 136. El cuerpo de los símbolos.)

Junto con el papel de la memoria y la carga existencial, creo que debemos apuntar otros temas tópicos: Los géneros. La crisis de los géneros en la escritura de Gamoneda se encuentra discutida en textos como Más allá de los géneros literarios y ¿Existe la novela?, y se manifiesta principalmente en Descripción de la mentira, en poemas de Lápidas y en el camino al versículo, que aparece en El libro del frío (1986-1991), Frío de límites (1998) y Arden las pérdidas (1995-2002). Por último, la “noticia preliminar” de Libro de los venenos nos resultará muy esclarecedora, como veremos después.

La adscripción generacional. Según Gamoneda, la llamada “Generación del 50” no es el resultado de un estilo colectivo, afortunadamente. Entre los “legítimos” del 50, yo creo que la afinidad procede más que nada de la amistad y de otra cosa importante, que no sé si ya se ha dicho: son la primera hornada de poetas jóvenes coincidente en la negatividad en relación con la dictadura derivada de la guerra civil. Pero, por otra parte, a la larga –puede que también a la corta– se parecen muy poco entre sí. Caballero Bonald, por ejemplo (pienso en Ágata ojo de gato y en Laberinto de fortuna), ¿qué tiene que ver con Ángel González, con Claudio Rodríguez y hasta consigo mismo retrotraído a los años cincuenta del calendario? Desde la definición generacional han debido de pasar más de treinta años. ¿Qué es ahora la “Generación del 50?

La poesía social. La poesía social comportaba grosuras y límites en el orden de la creación poética. Fue, sin embargo, necesaria. Necesaria como antídoto de la poesía fundamentada en la falsedad. Me refiero a la poesía de la “felicidad” consagrada por los vendedores de la guerra civil.

En ellos el mundo aparecía perfectamente claro, redondo y ordenado; era mundo –sobre todo en su parcela– por el que “había que dar gracias Dios”, y así se hacía al celebrarlo. La llamada poesía social disiente de esta conducta y sólo por ello ya es una poesía legítima, lo cual no quiere decir que sea la suya una fórmula poética consistente. Por otra parte, es difícil hacer poesía –en cualquier tiempo, en cualquier lugar, en cualquier circunstancia– que no tenga algún sentido social. Es otro problema. Sé que hago una valoración parcialmente contradictoria, pero sé que también aquí es coherente y verdad lo uno y lo otro.

A mí me interesa –y con ello paso a la segunda parte– otro texto suyo en el que creo que se vislumbran algunas pautas de su personal poética. Un libro capital y bastante desconocido: Libro de los venenos.

Libro “aparentemente” desconcertante, pero en el que, cuando rascamos un poco, se nos aparece el Gamoneda más genuino. Se trata de un texto médico griego del s.I, de Dioscórides, traducido por un humanista segoviano, Andrés de Laguna, médico del papa Julio III, en 1555; corrompidos ambos y reescritos por Antonio.

Nos cuenta Juan Carlos Suñén que en una conferencia pronunciada en Alcalá de Henares, hace ya más de trece años, y bajo el título general de “Propuestas poéticas para el fin de siglo”, reflexionaba Antonio Gamoneda sobre la necesidad de transcender la ambigua y provisional nomenclatura relativa a las obras de arte cuya materia es el lenguaje. Recordaba entonces, en torno a cierta afirmación de Aristóteles (“El arte que imita sólo con el lenguaje [...] carece de nombre”. “Todos los géneros son poéticos”) que es plausible la hipótesis de una obra de arte no adscribible a género alguno.

No resultará ocioso retener ahora semejante idea a cuenta del libro que nos ocupa, publicado por primera vez en la editorial Siruela, de Madrid, en 1995. Y sin que ello suponga olvido de las otras dos (al contrario), es esta tercera frase la que en primer lugar cabe aplicar a este Libro de los venenos, que se subtitula Corrupción y fábula de Pedacio Dioscórides y Andrés de Laguna, acerca de los venenos mortíferos y de las fieras que arrojan de sí ponzoña. Tal vez no sea baladí traer aquí a colación un aserto del poeta a propósito del título de otra obra suya: El cuerpo de los símbolos. Afirmaba entonces que los títulos de los libros no son una cinta con la que se ata un paquete de escritura. El título, de la misma manera que una escultura griega no se le puede poner un bisoñé, tampoco puede ser un adorno, ha de ser parte de esa escultura que es el texto, (p. 130).

En él, bajo pretexto de reescritura y comentario del libro VI de la “Materia médica” de Dioscórides, en traducción realizada y profusamente anotada por Andrés de Laguna en 1555, acaba ofreciendo al lector una complejísima maquinaria literaria donde las referencias directas o indirectas, reales e irreales, propias y ajenas, acaban por tejer el tapiz de un relato escalofriante y abierto. En letra redonda, los textos de Dioscórides; en cursiva, los de Andrés de Laguna y en redonda y cuerpo menor, nos dice, los apuntes de Antonio Gamoneda.

Las aclaraciones y anotaciones de Gamoneda acabarán centrando la atención del lector en la continuidad ficticia de un presunto códice del botánico de Mitridates: Kratevas, el envenenador. Del texto [...] tomo aquellas historias que iluminan el arte de procurar y recibir la muerte. Y con ellas, dice, no sin cierta malicia quien, desde el comienzo, ha hecho ya suya una parte sustancial del futuro devenir de la tradición de un clásico, soy parte en el libro VI de Dioscórides y Laguna.

Como es bien sabido, el género de las memorias perdidas para fabular acerca de un personaje de la Antigüedad es un recurso fecundo. Son estos códices de Kratevas los que nos introducen ya de lleno en la ficción poética. Dice García Gual: “Queda abierta la cuestión de a qué género literario pertenece este libro a tres voces. Gamoneda, un tanto irónico, no da solución al problema”.

Si seguimos a Carmen Palomo, en el apartado final de su libro A. Gamoneda. (Límites, 2007) puede que encontremos bastante luz añadida sobre este texto producto de “reescrituras, corrupciones y mudanzas”: “El término mudanza es redefinido implícitamente por el autor en la recopilación de su poesía reunida (Esta luz) al acoger en un único bloque sus “versiones” de algunos blues y seis poemas de Nazim Hikmet, fragmentos de Mallarmé y de Trakl y también las “notas para un diccionario apócrifo” sobre textos de Plinio, Dioscórides y otros. En los Avisos y explicaciones del libro, el autor nos recuerda que, en su opinión, aquí debería figurar su Libro de los Venenos (propuesta descartada por razones editoriales). Las mudanzas, hecho sustancial a esta experiencia poética, nunca operan sobre el original de la obra sino sobre sus traducciones.

Se trata en buena medida de recuperar la poesía acallada en la traducción y establecer una nueva literalidad poética donde se entrecruza la sensibilidad de Gamoneda con la del autor: una lectura posesiva, una ejecución, en la que se sacrifica el concepto de autoría original ”.

En realidad, son cuatro las voces, las máscaras vocales o los instrumentos del Libro de los venenos: Dioscórides como pieza angular, Laguna debidamente retocado, Kratevas como alter ego de Gamoneda y de nuevo Gamoneda comentarista.

Elijo un capítulo “De los hongos” en el que aparece claramente definida esta estructura coral: D/G/L/G/L/G(K). Estas “variaciones musicales” son muy numerosas: más de 12 sistemas estróficos distintos y eso que como confiesa, no ha tenido tiempo de acudir a los comentarios de Piero Andrea Mathiolo. Primera y capital recomendación en la “Noticia preliminar”: El lector de este Libro de los venenos tendrá que decidir por sí mismo la especie de la obra que tiene en sus manos. Puede resolver que consiste en un tratado científico enraizado en la antigüedad, acrecentado en tiempos renacentistas y nuevamente desarrollado en nuestros días con noticias relativas a virtudes, saludables o mortales, generadas por seres y materias de los tres reinos: probablemente no se habrá equivocado. Puede, de otra manera, sentir el cuerpo de un texto narrativo, más alguna divagación medianamente lírica, sobre los efectos de un repertorio de venenos, o lo que es igual, la pasión química, la compostura y los movimientos del ánimo de los envenenados…Entendido de esta manera el discurso, también podría leerse, sin grandes posibilidades de error y a causa de su inclinación narrativa, como una disforme novela cuyos protagonistas (además de los sanadores y los enfermos, de los envenenadores y los envenenados) serían las plantas mortales y las salutíferas, las bestias de la ponzoña, los miembros, los órganos, los humores, las substancias …

Yo no puedo resolver por cuenta del afectuoso lector: estoy perfectamente instalado en la confusión, no me interesa poco ni mucho la clasificación en géneros de la escritura y lo único que he logrado distinguir (gozar) como razón de mi trabajo es la energía poética del lenguaje (la de Dioscórides, la de Laguna y, con mayores esfuerzos, la mía propia), de modo que, convencido de que los llamados géneros no son otra cosa que poesía diversamente preparada, me retiro del problema.

Es en el último comentario del capítulo sobre los hongos donde Gamoneda se desdobla en Kratevas o Rizotomo (el que arranca raíces) y fabula de manera magistral con el texto perdido. El estudio de dosis efectiva lo realiza con su cobaya predilecta: el hombre. En el caso de la amanita muscaria, también investigó sus efectos consigo mismo: Los frutos asiáticos se conservaron frescos en la turba que yo mismo humedecía con aguas limpias, y pasada una lunación, pedí a Mitrídates tres hombres de los que retenía en Amasia para las obras públicas, y lo hice porque éstos pertenecían a naciones tibarenas y cálibes, próximas y semejantes a la de los pastores nómadas que visitaban el Cáucaso. Eran medianos de estatura pero tenían la espalda, fuerte y completos los dientes. Ya en mi casa hice que les quitasen las cadenas y que los custodiasen en patios separados.

Ofrecí al primero de ellos cinco frutos frescos y pequeños, y éste, que entendía de nuestras lenguas y conocía a lo que se ve, la especie frutal, me rogó un día de plazo para poder comerlos antes del amanecer, a la hora de hacer sonar las flautas, dijo, tomando quizá por la sabiduría de los recuerdos.

Así lo hice y al día siguiente, masticados los frutos, ví en media hora que le provocaban vómitos y que los retenía apretando los dientes. Después comenzó a mecer acompasadamente la cabeza y a cantar en lengua desconocida; más tarde, se desnudó y su miembro estaba rígido, y bailó en modo giratorio hasta que su cuerpo no pudo sostenerse y cayó en un gran sueño del que despertó en diez horas, y habiéndole yo preguntado, besó mis manos y me hizo relato de cómo había remontado suavemente un gran río y llegado a su país en tiempo solar de recolección, y encontró a los suyos en salud, incluso a los muertos muy antiguos. Luego, había bebido espuma dorada con los jóvenes, y según la costumbre, yacido dulcemente con su hermana en el lecho, y acariciado los cabellos de su madre.

Al segundo le puse en las manos cinco frutos entre pequeños y grandes, y rehuía dos que le hice tragar por la fuerza. No tuvo vómitos, sin embargo. Vi aumentar el diámetro de sus pupilas, que fulgían en la oscuridad como si el fuego abriese círculos en sus ojos consumiendo las partes del agua. Habiéndole ofrecido un cuenco de leche fresca, la derramó con violencia, y en sus movimientos, que eran como danza convulsa, ponía gran fuerza corporal, de modo que hubo instantes en que ví sus piernas por encima de mi cabeza.

Durante algún tiempo se inmovilizó vigilante, y pude darme cuenta de que sentía los pasos y el olor de las mujeres de la casa que abandonaban sus lechos, de la misma forma que un animal cuyo oído y olfato le avisaran agudísimos.

De pronto, comenzó a sollozar, y después a pronunciar palabras incomprensibles sumidas en alaridos, al tiempo que con las uñas abría sus propias carnes. Hubo un tiempo en que pareció sosegarse; pero solo fue el necesario para orinar varias veces en el regazo formado por sus manos y beber el líquido, caliente y amarillo como el de una acémila, el cual debía de llevar consigo la sustancia frenética, ya que fue a más aullando, y con incansable ligereza, trepó sobre el medianil de los claustros y se perdió en la profundidad de la casa, donde más tarde, los criados lo hallaron ahorcado por sí mismo.

Hice que el tercero, después de mostrárselos, comiese, majados, cinco frutos grandes, los que aterrorizado, quería rechazar, y pronto presentó síntomas de paroxismo mediante durísimas convulsiones en las que se oía la contracción de los huesos al tiempo que sus globos oculares salían de entre los párpados y manaban sangre sus oídos. Al cabo de estas violencias, se derrumbó como un animal corpulento y, ahogado en sus propios líquidos dejó de latir.

Pude saber pues, que el fruto asiático es causa de locura feliz o de desesperanza y muerte según la cantidad, y pensando en la alegría y salud del primer cálibe, al que mantuve en mi casa largo tiempo y por ella me seguía silencioso y prudente como animal agradecido, quise sentir en mí la suavidad de tales sueños, para lo cual en el secreto de mi cámara y antes de un amanecer, puse en mi boca dos frutos pequeños y limpios, los cuales eran amargos como hiel de perro, pero dejaban finalmente una gran frescura que se extendió por todo mi cuerpo de modo que llegué a notar algún frío, y más tarde, lo que me pareció vaciamiento de espíritus, como si estos, sin hacerse sentir, saliesen del corazón y se aquietasen suspendidos sobre mi cuerpo.

Quedaba en mí una alegría sin causa que no cesó al sobrevenir fuertes náuseas, que contuve como había visto hacer al cálibe, y habiendo cesado, vi los muros verdes de la cámara arder en su geometría, y que de un gran espacio descendían hacia mí, sin llegar a tocarme, sucesivas pirámides de luz que no cegaba porque era a la vez poderosa y sutil. Estas pirámides salían unas de otras, habitadas por colores ante los que nada eran los colores de la existencia.

Después vi construcciones de oro que crecían incesantes, y sobre ellas se cernían grandes pájaros blancos que se movían con lentitud precisa y semejaban astros vivientes.

Sentí también una música que carecía de divisiones y en su razón y grados no era distinta del silencio, y mi cuerpo participaba de sus átomos, los cuales se movían componiendo vientos pacíficos.

Todas aquellas cosas eran tan verdaderas que, puestas al lado de los seres y materias de la convivencia natural, éstos no serían más que apariencias vacías. No parecía existir tampoco el tiempo; sin embargo en cierto punto, empecé a descender y lo hacía creyendo que aquel abismo no cesaría nunca en su profundidad, más no fue así porque, sin advertir el modo, me encontré caído y desnudo en mi cámara, y aún dentro del sueño, pude escuchar mi propio llanto.

No queriendo despertar me arrastré hasta alcanzar el vaso de plata que contenía aún algunos pequeños frutos, y comí tres de ellos y volví a estar libre de pesadumbre.

Entonces, mis visiones entraron en mudanza: sentí ríos anchos y profundos en los que mi cuerpo era uno con su caudal, y en ellos pude llegar a una tierra blanca y carente de sombras, que, siempre en silencio, fue poblándose de animales sin especie y de seres humanos cuyos rostros eran y no eran los de algunos muertos amados. Se sentía que el tiempo de la eternidad era menos que un relámpago, y quizás por ello, que aquella existencia se daba en grados de naturaleza desconocida, aunque sus formas sin peso se inclinaban a la tristeza.

En este lugar, comencé a sentir, sin llegar a verlo, un vapor que se extendía sobre arenales y ruinas y estaba formado por agregación de espíritus. Y supe que aquello no era otra cosa que el futuro mortal, que aquí se entendía como pasado. Pude ver la ruina de las naciones pónticas y que, en el espesor de la niebla, no se distinguía la consistencia de los reyes de la de los esclavos, sino que todos eran parte informe de una misma desaparición.

Otra vez sentí mi llanto y habiéndome sumido la niebla, me encontré cerca de las ruinas y dentro de ellas, pude ver cómo, también llorando, Pysto, el servidor gálata de Mitrídates, muy envejecido, hacía entrar su cuchillo en la garganta del señor, y éste era un pálido anciano que, sintiendo entrar el acero, solo manifestaba indiferencia, como si contemplase una inmensidad vacía.

La sangre de Mitrídates avanzaba creciente hacia mí, y con el temor de ver también mi propia muerte, desperté.

Sólo avisaros que para acercarse a Gamoneda hay que cuidar el corazón y dejar abiertas de par en par las ventanas del alma.

Muchas gracias.
Juan José Gómez Brihuega

Nota: Las imágenes insertadas han sido obtenidas del "Boletín Informativo Digital del Campus de Cuenca", corresponden al último Curso de Verano, "Leer y entender la poesía", celebrado el pasado verano en Priego (Cuenca)


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